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Educación y filosofía
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¿Es cierto que Séneca inventó la educación? Educación, paideia y contra-paideia en la Antigüedad.
Marcos Santos Gómez
He afirmado en un post anterior, de manera algo provocadora, que Séneca “inventó” la educación. En el presente post, y en los próximos que vendrán dedicados a la paideiagriega, será preciso concretar lo que quiere decir esto, matizando que, en un sentido amplio y como es lógico, la educación existe desde siempre, aunque con rasgos muy diferentes. Es decir, podemos denominar “educación” a procesos que tienen que ver con la relación del hombre con la cultura pero que han portado, cada uno, su propia y muy particular idiosincrasia. ¿Es posible que consideremos el mismo tipo de relación “educativa” a la radiante impresión de una imagen heroica procedente de la sublimación de la moral guerrera de la nobleza por medio de la bella sonoridad de los poemas homéricos en sociedades de terratenientes y campesinos, que al proceso íntimo dirigido al espacio de una interioridad que la palabra va fabricando de amigo a amigo como oasis en medio del tumulto caótico del Imperio Romano? Séneca no “inventa” de manera absoluta, desde luego, pero lo que su palabra crea es un espacio nuevo, ampliando y trascendiendo la simple crítica a un orden social o político a partir de una cierta noción de la razón y de su uso hasta originar un ámbito para la libertad y la anticipación del orden justo en el recién esbozado “sujeto” de una asombrosa pre-modernidad. El proceso hasta haber llegado a ello fue, por supuesto, gradual y hay que entenderlo en su devenir histórico como algo anclado en la antigua paideia griega cuyo curso la magnífica y conocida obra de Jaeger, Paideia, va relatando. Su tesis es, recordemos, que la filosofía forma parte de un proceso más amplio de racionalización de la sociedad y del “hombre”, por un lado, que incluye además como medios la forma poética, el mito y el derecho; y, por otro lado, aunque de manera inextricable, un proceso de transformación y redefinición del hombre (educación, en un sentido muy amplio), es decir, de creación de la individualidad (crítica, y no meramente sentimental o subjetiva) y por tanto de un “sujeto”. Es esta subjetivación que incluye todo el esfuerzo consciente e inconsciente de lo que llamaríamos cultura y que va más allá incluso de lo que las historias de la educación al uso recogen y relatan, lo que grosso modo se puede denominar “paideia”.
Así pues, por la antigua paideia griega entendemos la plasmación y encarnación de un cierto ideal de hombre y de ciudadano que es preciso fabricar y que permite, en la medida en que incluye el momento de distanciamiento propio de la razón, la revisión de los propios contenidos de esa misma paideia. Se “inventa”, de algún modo, un tipo de hombre asociado a un tipo de ciudad (polis) y a un tipo de razón, aunque creo que los elementos específicos presentes en esta suerte de transmisión, o mejor dicho, encarnación cultural, en la obra de Homero o Hesíodo no acaban de superarse nunca. En todo caso, esto que sucede en la Grecia pagana, también por supuesto en sus mitos, nos sirve hoy para adivinar fuerzas similares en la medida en que nuestro mundo también moldea su sujeto y su racionalidad.
Desde un uso “práctico” de una razón que media entre la cultura y el deseo o el ideal, Séneca también sienta las bases de lo que más tarde el cristianismo terminará de “crear” y que hoy más o menos caracterizamos con el término “persona” que es lo que le sirve de fundamento para una ética de la fraternidad. Se funda la igualdad de los hombres desde el igualitarismo esencial, desde la dignidad que aporta eso que somos por el hecho de serlo, todos, por debajo de todo lo que la otra paideia, la del ornamento cultural, deposita como mero ropaje sobre ella. Precisamente será la oposición entre “ornamento” y “persona”, entre lo accidental de los avatares existenciales incluyendo la formación convencional recibida y una cierta esencia común, la que será creada por la educación interiorista senequiana, que también pretende “formar”, desarrollada de amigo a amigo, tal como aparece especialmente en las maravillosas Cartas a Lucilio. Una esencia común que emerge mediante el proceso educativo en el que ambos amigos, o acaso un príncipe y su consejero, la van construyendo. Todo lo cual es posible porque hay un logos común que vertebra el mundo y que se halla en cada cosa, es decir, un cierto orden o la posibilidad de un cierto orden al que mundo y persona aspiran y que la terapéutica y la pedagogía estoicas activan. El estoico aspira a ese orden porque participa del modelo cósmico, de cosmos (orden), propio de la filosofía griega, pero, al mismo tiempo, es hijo del poder disolutivo de la razón excéntrica de los extravagantes filósofos presocráticos, de los sofistas y, en el fondo, del mismo Sócrates. En la historia del pensamiento, o mejor dicho, en la historia humana, hay no muchas intuiciones o imágenes que han movilizado la trama conceptual de que nos valemos para asir el mundo, extrapolándose una misma imagen o intuición básica a menudo desde la teología a la metafísica y a la ciencia. Como señala Jaeger, en el caso griego fue la idea de cosmos, la aspiración, la esperanza, de que tras el dinamismo de la realidad que causaba pasmo y estupor a los filósofos hubiera un principio unificador que acabó traduciendo la ciencia como “causa” y que en los términos del enigma podemos considerar “clave”.
Definir ese logosunificador y explicativo y, en cierto modo, convocarlo y darle realidad mediante la regulación del cuerpo y las emociones, así como de los pensamientos e ideas, es en gran medida lo que llamamos pensar, para Séneca. Pensando, que es lo que Séneca realiza con Lucilio de un modo persuasivo, a veces empleando silogismos, en ocasiones con elocuentes metáforas, alegorías, símbolos o ejemplos, enseñando a pensar que es hacer pensar, “fuerza” a Lucilio y se fuerza él a construirse (ordenarse) como algo propio y basamental de lo que todas las eventualidades y circunstancias sociales son meros ornamentos. Y ahí se incluyen los libros y el saber académico y erudito que en su época era lo propio de toda correcta educación, la paideia convencional en que eran educados los jóvenes más privilegiados.
Así pues, Séneca parte de un conocimiento filosófico que se había cristalizado en su época, lejos del floreciente inicio de la filosofía, y ante el cual adopta la distancia (¡filosófica!) de un espacio propio interior, el del sujeto que anticipa a la modernidad, cuya autonomía se postula para que siga viviendo aquello que había sido como dinamita para la historia. De hecho, su educación será una contra-paideia, una revisión de las ideas que se han encarnado en nosotros por efecto de la educación, una dinamización de las mismas en la individualidad que habiendo nacido con la misma filosofía casi siglo y medio antes, cobra en él su dibujo más moderno, el de la interioridad que medita, rumia e imagina el mundo desde el mundo pero contra el mundo, a contrapelo. Abre el espacio de la imposible trascedencencia en el abismo que crea, como un centro o diamantino corazón, en el interior del individuo, donde se redefine e inventa una libertad que consiste en la consciente y madura revisión y recomposición de la cultura.
Si nos referimos a ello como “educación”, se trataría, frente a las transmisión conservadora de la tradición que cifra la areté (virtus, en el latín de Séneca, nuestra “virtud”) en valores, imágenes o conocimiento que han de encarnarse en el sujeto, se trataría, digo, de una nueva areté que por el contrario consiste en el sobrio análisis de todo lo dado, en una suerte de juego con las ideas que uno ha recibido, en un reencuentro de la razón más distanciada con la realidad que debe tocar, si quiere transformar. Éste era en realidad el movimiento propio de la filosofía, que había nacido precisamente emprendiendo un vuelo crítico sobre las propias tradiciones (que sin embargo llega como algo heredado y construido desde la tradición, en una suerte de hermenéutica crítica que buscaba el imposible trascender los propios prejuicios y mitos) y que ahora sufre ya, en pleno siglo I, el peligro y la angustia del vaciamiento de contenidos que mucho más adelante se achacaría a la razón de la modernidad. Quizás el modo de Séneca de resolver esta contradicción de tener que fundar el pensamiento en la guerra contra lo recibido y al mismo tiempo partir de ello, es una asunción consciente de la contradicción, en cuya consciencia, en cuyo tomar consciencia, fundaba la lucidez.
Está quedando claro a lo largo de los posts que estamos ya dedicando más específicamente a la educación, que no hay manera de pensar la educación y eludir cuestiones epistemológicas e incluso ontológicas. Séneca, a siglos de distancia de ella, nos obliga a tomar la modernidad y tratar de comprenderla o definirla. Desde luego, no es exacto del todo ubicar el origen de la modernidad como tal en lo que se ha llamado el milagro griego, y estamos obligados a matizar. Pero sí pueden señalarse elementos de lo que ocurrió en Grecia que tenían que acabar dando pie, como de hecho ocurrió, a la modernidad. Ésta, con propiedad, dio comienzo con el antropocentrismo acaecido tras la crisis de la Escolástica y el final de la epistemología de corte realista. La intuición que he venido defendiendo en este blog es que esta ruptura que dirige su atención al “sujeto” frente al viejo realismo y que, por tanto, prepara distintas formas de idealismo, no es tal, sino que no hay disrupciones en la historia de la razón, en lo que se ha ido entendiendo por pensar, y que aquélla, tarde o temprano, dejaría aflorar el germen de autoimpugnación que portaba. Quizás en la Edad Media su reducto fue la situación de una clase social que ni era burguesa, ni noble, ni campesina, sino que fabricó su propio nicho social y que justamente por ello pudo pensar en el sentido que estamos aquí describiendo, en la medida que actuó como sujeto en la distancia. Hablo, por supuesto, del origen del intelectual, nacido en y por la universidad en el Medievo, y cuya característica era precisamente ese punto de vista “imparcial” o privilegiado desde el que era posible hacer una valoración general de la cultura. Esto no produjo inmediatamente un pensamiento “moderno” ni la conciencia en torno a los procesos de subjetivación, quizás, pero procuró la autonomía “social” que requiere el llamado “pensamiento crítico” que asociamos con la Ilustración y la modernidad. Se puede decir que el germen de la modernidad, a pesar o, mejor dicho, a través, de todo el edificio escolástico, estaba implícitamente presente, en la forma de un modo tenaz de husmear la realidad en la busca de algo que, como su “verdad”, la salva. No hay que detallar mucho, creo, la teología que hay detrás de este tipo de pesquisas.
En esta historia de lo que ha significado pensar, era cuestión de tiempo que la razón vuelta sobre sí misma deviniera en puro formalismo, en la constatación de un océano de contenidos sin basamento, en la sospecha y recelo ante el alcance de lo que nos viene mostrado por los sentidos o en la más espantosa nada, todo lo cual parecía reclamar una cierta conciencia independiente que acaso comenzó siendo esa clase social independiente de los intelectuales universitarios del Medievo. Tal vez cuando el hombre piensa, cuando pensamos el mundo (o el lenguaje lo piensa), apenas quepan un par de movimientos, o tres, que hacer, como si ello implicara un cierto situarse de un modo u otro en relación con el mundo que es y que somos, como si la imagen antecediera al concepto y a la teoría. Y uno de esos “cuadros” es la fe en que la realidad alberga un secreto que la explica y que exige de nosotros dedicarle nuestra vida en exclusividad y aislamiento (por esto, yo lo he asociado antes con el ermitaño que con el monje, cuyo ideal de vida es comunitario).
Así, como hemos señalado en un post anterior que intentaba exponer el movimiento básico que está en el origen del intelectual universitario del Medievo, pensar puede consistir, y en ello se cifraría su función, en aspirar a una cierta dignidad mayor que el mundo, que, cual secreto, se hallara fuera del mismo pero contagiando de distintas formas su esplendor al mundo. Una suerte de oculta y ambigua Medusa en el centro que con su mirada hubiera petrificado la realidad, forzándola a ser su reverso, traicionando al mundo para salvarlo (la categoría gnóstica de “salvación” tendría cabida en esta cosmovisión, por mucho que luego se haya inmanentizado tanto en la filosofía como en la teología, o superado, o, sencillamente, rehusado). Una dignidad que siendo del mundo, paradójicamente, decíamos que se situaba fuera de él. En medio de épocas realistas en las que no estaba siempre clara la diferenciación moderna, hoy ya casi aniquilada, entre un sujeto y el objeto, ya existía esta tensión, este desgarro que acaso anticipaba lo que iba a venir y que con todo su dolor y espanto, fue el precio para que occidente pensara y uno de los nervios principales que nos han recorrido.
Hay que precisar que esta imagen de la realidad como secreto puede operar al modo de vacío, a manera de tensión producida por una carencia de aquella clave que se busca y necesita. Por ejemplo, si imaginamos el universo bajo el prisma de un laberinto, con la metáfora del laberinto, éste puede carecer de centro, decía Borges, y constituirse en la pesadilla de algo que reclamando un centro, no lo tiene, en una suerte de platonismo inverso. Pensar sería producir este tipo de tensiones en la realidad que se experimentan como vértigo, contradicción o riesgo. Una especie de creación de abismos, como el asumir una cierta perspectiva horrible para atisbar el mundo en lo que tiene de nada.
Séneca hereda este mundo desolado en pos de su secreto y, paradójicamente, tornado desierto por aquello que únicamente puede salvarlo. Algo rastreable incluso en los poemas homéricos, casi seguro, o en el mundo histórico que los produjo y al que servían y continuaron sirviendo en la lejanía del futuro, cuando aquel mundo se tornó pasado. Un mundo, ya el de Séneca, del que los dioses se habían exiliado pero hecho bajo su sombra (y en la sombra del secreto que lo había descarnado), y al que el filósofo romano dedicó su labor pedagógica como lo único y lo último que puede hacerse con el pensamiento y con el ingente poso de la cultura petrificada. Re-construir este mundo después de su despojo y hacerlo construyendo para él y en él el tipo de hombre, el sujeto, que puede habitarlo. Y esta labor terapéutica y restauradora en que se ha tornado el pensamiento es lo que llamamos, recordemos, “educación”, y fue la paideia específicamente estoica, una contra-paideia que requería para realizarse de un incipiente sujeto que prefiguró a aquél que postularían siglos después Condorcet y Rousseau.
Obras de referencia:
Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE (primera edición en español 1942).
García Rúa, J. L. El sentido de la interioridad en Séneca: contribución al estudio del concepto de “Modernidad”.
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Educación y filosofía
La “Pedagogía” y la “formación” frente a la “educación por competencias”.
Marcos Santos Gómez
En el libro Bildung. La formación, de Rebekka Horlacher, publicado en 2015, su autora hace un excelente repaso de los distintos sentidos que el concepto alemán Bildung ha ostentado no sólo en la tradición pedagógica germánica desde la Ilustración, a fines del siglo XVIII, sino de su recepción y “utilización” en el ámbito español contemporáneo. Es una obra breve que recoge una serie de conferencias sobre el tema, pero que apunta razones de peso y asume más o menos la defensa de una cierta tesis que nos ayuda a comprender el discurso o teoría de las competencias en educación. Desde hace tiempo he querido entender esta teoría, su naturaleza, sentido y origen, analizando lo más beneficioso de ella y sopesando los argumentos en contra. Siempre me he preguntado, y fue la primera formulación que me hice del asunto hace unos años, por qué ha suscitado tan abundantes adscripciones, hasta el punto de que prácticamente ha copado hoy el discurso de las ciencias de la educación. Un cambio epistemológico previo muy significativo ya se había dado antes en los estudios sobre la educación, consistente en el progresivo abandono de la llamada “teoría de la educación” y su pariente “filosofía de la educación” (ambas muy cuestionadas como disciplinas, según describe la autora, por su vinculación con concepciones conservadoras y “academizantes”) sustituidas por las “ciencias de la educación”. Es decir, antes de la incorporación del concepto de “competencia”, ya había ocurrido una transformación en el estudio de la educación, como si se hubiera saltado de la tradición alemana a una perspectiva más analítica (e incluso, señala la autora, a una perspectiva “postmoderna”, pensando en el pragmatismo, el comunitarismo o Rorty sobre todo).
Partimos, igual que Horlacher, de que los conceptos como Bildung tienen su historia. Esto es ya una evidencia que parece provocarle a ella sus reticencias. Porque lo primero que resalta, apoyándose en la oscilación que se ha dado en torno a su significado según quiénes y cuándo lo utilizaban, es eso mismo, que es histórico, o sea, una construcción de unos pensadores con intereses a veces prosaicos que incluyen motivos tan extracientíficos como la necesidad de justificarse como “gremio” particular.
Hay, en efecto, una historia de las ideas que lo que viene a señalar es el movimiento intrínseco del pensamiento que siempre es fuga y excentricidad, pero a partir de un concreto mundo de la vida, como si aflorara desde un centro de gravedad de la vida; es decir, pensar implica ejercer dos fuerzas simultáneas, centrífuga y centrípeta, que no deben perderse la una de la otra, para evitar el vuelo de una razón desnuda de contenidos y sin conexión con la realidad, por un lado, o un excesivo peso de la tradición, que se comprende pero no se trasciende, por otro lado. Pensar, si ha de tener algo que ver con la realidad, se hace desde la vinculación estrechísima de quien piensa con lo que Ortega llamaba “circunstancia”, la que uno debe salvar, decía, para salvarse él mismo, porque se engarza con su "yo" inextricablemente. Esto quiere indicar que somos real y ultimísimamente mundo y tiempo, o sea, historicidad, "algo" que acontece y que se re-estructura temporalmente. Esta temporalidad arraiga muy honda, en el modo de ser que le es propio al hombre. Somos en el tiempo verbal del gerundio, y no en el participio, porque no estamos nunca terminados, sino en proceso. Por eso, el hombre tiñe con su temporalidad o historicidad todo lo que produce, como las ideas. Lo que no quiere decir que no puedan darse formas cuasi universales de razón o que las ideas no respondan en absoluto a la composición de la realidad. Mas siempre ocurre que como algo previo a todo intento de conocer y comprender el mundo, se da una cierta interpretación que elige los problemas “relevantes” o detectables y ofrece el modo de resolverlos, las vías para afrontar su resolución. A veces, esa suerte de fondo previo, más parecido a arenas movedizas que a hormigón armado, determina una aproximación al mundo, un modo de conocimiento o epistemología, como lo que realiza la lógica. El mundo puede tener una cierta estructura lógica o matemática, desde luego, pero ese esqueleto de lo real, no es todo lo real, sino la parte que desde una determinada configuración del mundo e incluso desde un modo de ser “elegimos” mirar.
No es extravagante ni ajeno a lo que suele suceder con las ideas, por tanto, que en este ámbito tan complejo como son la “cultura” y el “conocimiento” nos topemos con “desacuerdos” o neblinas, y que, como señala acaso con cierto disgusto Horlacher y tal vez también los críticos de la Bildungque van a defender la teoría de las competencias, no se pueda estar absolutamente seguro del terreno que se pisa ni saber a ciencia cierta cómo nos movemos en ese universo de imágenes e ideas que la educación tratará de encarnar en el educando. Un universo que va mucho más allá de constituirse como meros “datos”. Así, el estudio sistemático que intentó entender y regular la educación en el siglo XIX ha participado de esta ambigüedad o relatividad de lo humano que, en los niveles constitutivos del sujeto donde opera el acontecimiento que llamamos “educación” es, digamos, blando, indefinido, no perfilado. No estamos en el universo firme y estable de la lógica, al que nos referíamos antes, porque hemos ascendido del “dato” a lo normativo y axiológico, a un mundo en el que uno se encuentra, denuncia Horlacher, incluso teología. Más adelante, por cierto, matizaré algo sobre este asunto de la teología en la Bildungaunque recuerdo y anticipo que también hay una metafísica e incluso una teología en torno a “datos” y “hechos” supuestamente objetivos, por mucho que esto parezca absurdo a muchos (hace tiempo en este blog yo denominaba con algún humor a esta teología positivista la teología del Dr. House).
Porque por debajo de los hechos que estudia la ciencia (incluidas las ciencias de la educación, que es el modo de referirse al término “pedagogía” por parte de la versión analítica y anglosajona, que trata de eludir este término griego de la tradición alemana cargado de dirigismo) ocurre un modo de mostrarse el ente (como concreción del ser, siguiendo el enfoque de Heidegger) o sentido en que se da el ser, la existencia de algo, de una persona, del mundo, de un paisaje, de la muerte, de un chiste, de un cuadro de Van Gogh, de una sinfonía de Mahler, etc. Cierta filosofía en pugna con la tradición analítica lo suele llamar “acontecimiento” o acontecer del ser, o manera básica de mostrarse y de estar lo que hay. Un acontecimiento es lo que es, sin ser cosa ni hecho, o anteriormente a su "conversión" en dato, que no se muestra por tanto al modo de dato. Un elocuente ejemplo del profesor Luis Sáez, que le he leído por alguna red social, utiliza para expresarlo la muerte, que es más que los hechos concretos que la constituyen (el ataúd, el entierro, el coche fúnebre, el pariente lloroso, el o la viuda, los huérfanos, la corona de flores, la marcha fúnebre, etc.). La muerte sería un acontecimiento, que engarza los hechos como una bruma, que es más que la suma de todos ellos, y que está en cada uno sin confundirse, sin embargo, con lo que se nos presenta a la mirada. Hay algo intangible pero vibrante, real, no al modo de la presencia que es pura exposición, y que late como un corazón oculto en cada fenómeno. En la medida que en cada uno se da una suerte de incendio helado, un pliegue de la nada y un abismo, en la medida que cada cosa es tiniebla, subyace en ella un acontecer, como si todo reposara sobre su carácter gratuito y floreciente.
Retornando a la educación, que tiene tanto de acontecer, como señala el profesor Mèlich, es obvio que no puede abordarse con un único método (¿qué metodología puede expresar o captar un acontecimiento?). Demandará, en todo caso, distintos métodos que como perspectivas indaguen y palpen su naturaleza de acontecer. En este sentido, la Bildung, cuyo tratamiento o consideración como hecho o conjunto de hechos estamos cuestionando, fue en el siglo XIX, relata Horlacher, una encarnación o subjetivización de la tradición, teniendo nosotros ahora más claro que por tradición no se trataría de mera acumulación de datos "culturales". Eso sería una burda reducción de la misma, la que constituye la parodia del pedante o del erudito que gana concursos televisivos de cultura general. Es más serio. Estamos hablando de la compleja “materia” que somos realmente.
Horlacher denomina a ese mundo de lo humano de donde emerge lo que llamamos “sujeto” la “cultura” (en el sentido del término castellano que se refiere a la “cultura” de una persona culta, o “conocimiento”), quizás ya objetivándolo un poco como punto de partida. En el siglo XIX había un interés en que este universo compuesto de “inmaterial” materia se encarnara para, señala ella, justificar el ascenso social, como si el capital cultural comenzara a utilizarse por la naciente burguesía como pasaporte para dicho ascenso, superando o compitiendo con otros capitales, que diría Bourdieu, o con la tradición de sangre, incluso la ley, etc. Así, nos presenta ella una idea de Bildung un tanto ornamental, como si fuera un símbolo de estatus que la asemeja a su reducción a dato o cosa que en parte también elabora Bourdieu para captarla con el aparato de la ciencia sociológica (aunque él acaso discutiría ampliamente esta aseveración que acabo de realizar sobre su proceder). Esto ya era de por sí positivo, dice nuestra autora, pues podía contribuir a romper un mundo de clases sociales férreo, un mundo estamental, el mundo del Antiguo Régimen. Pero mantiene su vaguedad. Creo que ella no ve con buenos ojos esta vaguedad, el hecho de que el conocimiento remita a una realidad difusa que tiene más de valorativo y normativo, de fines y modelos de vida o sociales, que de razón objetiva y “hecho” o “dato”. Por eso, su tesis principal (que sin embargo apenas aparece en el libro y creo que lo hace de forma velada, muy al final sobre todo) será que sólo un saber operativo de la educación como el competencial, que remite a una actividad o modo de proceder observable, puede salvarnos de dicha imprecisión, tan peligrosa por sus sesgos sociales e históricos interesados, nos indica. Al menos así justifican su perspectiva los apologistas de las "competencias" en educación, refiere ella.
Bildung, acaba resaltando, es un término cargado de ideología, pues tanto en su utilización como en su contenido se hallan presentes, afirma, los intereses de una clase social (la burguesía). Y en esto le damos la razón, como ya hemos ido mostrando. Toda “formación” o teoría de la formación que invisibiliza su historicidad, es decir, su relatividad y su necesidad de concretarse en un aquí y ahora, degenera en una tendenciosa justificación de lo que hay. Básicamente, tiene razón. Si por formación (que es como se suele traducir el término alemán en España, señala) entendemos una regulación de los cuerpos, hábitos, una construcción en definitiva del sujeto que se pretende absoluta y cierta sin posibilidad de ser cuestionada, seguramente estemos educando en relación con una concreta configuración de las relaciones sociales humanas y de la estructuración del poder que no somos capaces de ver. De hecho, la formación, o encarnación o interiorización de la imagen “universal” del “hombre”, la modulación de una forma, que autores como Humbold propugnaban como objetivo de la Bildung, era en realidad una regulación normativa de lo que debía ser el “hombre”, un deber ser cargado y teñido por los intereses gremiales, burgueses, de prestigio social, etc. Una propuesta normativa que era antes valoración que hecho, dice nuestra autora, y en el fondo, teología encubierta, pues se basaba en regular lo humano (definirlo) desde unos fines, como meta, hacia lo que se establecía que tenía que moldearse cada sujeto educado. Había en la formación una intención de dirigir al niño hacia un modelo concreto de persona, pero silenciando y encubriendo el elemento histórico y relativo de dicho modelo.
Esta intencionalidad y dirigismo del proceso educativo es lo que ella considera una especie de criptoteología que casaba con un modelo de sociedad cohesionado y conformado por la ideología cristiana. Pero esta estructura finalista teológica no sólo se utilizó por parte de la burguesía, sino por los nacionalismos que pretendían fabricar una cierta “nacionalidad” o espíritu nacional en el sujeto, añade. Siempre se trata de una esencia por construir y por tanto de una manipulación de lo que entendemos y decidimos que sea lo “humano”. Y el problema es, para ella, que no puede haber acuerdo unánime en torno a esta definición del ideal humano y su concreción en el sujeto que se educa. Estaríamos refiriéndonos con todo este proceso a una conducción pedagógica que trata de construir al sujeto en función de unos fines e intereses, todo lo cual reposa, sin embargo, en el acontecer de quienes necesitan hacerse, poéticamente, como modo propio de su existencia. Pedagogía que trata de canalizar y dirigir eso básico e impreciso al modo de un acontecimiento que llamamos educación.
Pero no todo han sido usos conservadores del término Bildung, asociados al mantenimiento de un orden burgués y teológico. En efecto, la idea de ordenar al sujeto, de dotarlo de un fondo donde comprenderse y por tanto darle un sentido (el finalismo criptoteológico que decíamos) es fundamental en la “formación”. Dar forma a un sujeto, insistimos, toda idea de la educación como subjetivización, se entiende de este modo. Mas, por otro lado, la incorporación del “conocimiento” al sujeto puede ser crítica, puede obrar en él abriendo una cierta distancia, un relativo trascender el propio mundo, una salvadora excentricidad (el momento de distanciamiento centrífugo que decíamos que era uno de los dos momentos de todo pensar o meditar el mundo). Se trata del poder crítico de la cultura, del saber en el hombre culto, un saber teórico. Esta distancia, la de un ámbito que no es del todo el de la actividad cotidiana, es justamente la garantía de que ésta pueda ser analizada. Esto sugiere la posibilidad de una “teoría crítica” (y no mera teorización elitista conservadora devenida ideología) como la desarrollada por la Escuela de Fráncfort que influyó en la pedagogía del siglo XX, constituyendo una suerte de hermenéutica crítica, dialéctica y hasta cierto punto hegeliana, que desde la vida dañada y el peso de lo negativo aspiraba a realizar las posibilidades de mejora de la propia vida, esgrimiendo un modelo de terapia como reconciliación entre el deseo y la realidad que se inspiraba en el psicoanálisis. Para esta perspectiva filosófica situada a la izquierda de la tradición de la Bildung, el conocimiento no era tanto un lastre o peso muerto, una mera teoría academicista, sino el modo en que el sujeto podía aspirar a trascender en la medida de lo posible su circunstancia, lo que, en definitiva, él mismo era. Por tanto, esta incorporación de la alta cultura en el proceso de la formación o Bildung conducía a una transformación social, desde una idea de las palabras y de las teorías como algo vivo que incide en la realidad y la reconfigura, con poder para ello.
Uno de los tópicos principales de los francfortianos de la llamada “primera generación” (Adorno, Horkheimer, Fromm, etc.), era que el saber nunca es inocente, ni siquiera la ciencia. Hay siempre, y en esto coinciden con la hermenéutica, una pre-comprensión que para ellos es encarnación de las estructuras sociales y que nos arrastra a ver las cosas de un modo determinado y a entendernos en función de unos intereses. Lo que somos como acontecer y la educación se modula y expresa en los términos de un mundo de la vida que actúa como horizonte de la comprensión y que, según los frankfurtianos y siguiendo el planteamiento crítico de nuestra autora, emerge de un modo concreto de ser social. Así, ni siquiera el positivismo más empirista resultaría inocente, pues portaría una visión del mundo, una manera de abordarlo teñida por la ideología y, por tanto, vendría obediente a unos ciertos intereses sociales y a un modo concreto de ser y sobre todo de configurarse en su sociedad y en la historia. Todo resto conlleva una carga, todo lo que hace, mira, inventa, piensa el hombre. Hay un todo al que siempre se vincula la parte y que “va” con ella siempre. Esta es la “verdad” (social) presente en las cosas.
Pero Horlacher parece abogar por una superación de la pedagogía asociada a la Bildung, incluso entendiendo ésta como la incorporación al sujeto de un conocimiento y una auto-comprensión críticos, en una lectura izquierdista de la misma. Creo que, de manera velada, no parece satisfacerle tampoco esta versión crítica de Bildung, que despacha, a mi juicio, sin dar muchas explicaciones. Se limita a constatar implícitamente que pasó de moda, sin haberse mostrado receptiva a sus argumentos o haber intentado, por lo menos, discutirlos (en realidad muchos planteamientos de esta primera generación de la Escuela de Fráncfort siguen planteándonos desafíos y creo que están en gran medida vigentes, por mucho que los maticemos). En la teoría educativa tenemos el ejemplo de todo un movimiento conocido como la “Pedagogía crítica” que se inspira en ellos, por ejemplo Giroux, asunto sobre el cual me hallo trabajando por otra parte.
Su único argumento al respecto es que la ambigüedad de lo que entendamos por Bildung permite un uso siempre interesado de la misma, aunque dicho uso sea crítico, como el frankfurtiano. Parece que no le importa que movilice a la pedagogía un interés emancipatorio, frente a los intereses basados en la dominación presentes inercialmente en el mundo capitalista y que sí que nos pueden estar afectando a todos. Lo problemático empieza para ella cuando asumimos un cierto horizonte educativo y cuando nos regimos por una emancipación que es preferible, me parece que opina, no plantearse debido a la dificultad de estar de acuerdo sobre ella. Desde luego, éste es un asunto del que hay mucho que escribir y concretar (Habermas, etc.). Yo, personalmente, exploro e intuyo vías para responder en cada momento dónde arraigar lo emancipatorio (es lo que hace la educación liberadora de Paulo Freire, por ejemplo). Pero ella prefiere creer en la posibilidad de un conocimiento sin intereses ni vinculación con las dinámicas del mundo social. De hecho, resalta que no hay manera de ponerse de acuerdo acerca del sentido en que hay que entender la Bildung y el conocimiento. No hay razones de peso para que la formación se oriente en un sentido u otro, y debido a esa falta de solidez argumentativa que empañan las concepciones de la vida, resulta ilegitimo asumir una Bildung incluso en su faceta de revisión ilustrada o de teorización crítica.
Frente a ello, Horlacher parece retomar la tradición de las ciencias naturales, en detrimento de las humanidades. Esta división del conocimiento, en el modo de oposición entre ambas que hoy conocemos, se estableció muy tarde, prácticamente en el siglo XX y buscando una cierta rectificación positivista del sesgo elitista y conservador de las humanidades. Una corrección que se inició con la incorporación de saberes científicos y técnicos al bagaje cultural y de la enseñanza oficial durante el periodo ilustrado del siglo XVIII. Bildung ha podido contener ambos conjuntos de saberes, de hecho. Ha sido un movimiento de una cierta izquierda, ciertamente, el que ha puesto el acento en lo científico y lo natural. Es el caso de Dewey en Estados Unidos en la moderna pedagogía, que ha valorado la experimentación y el método científico, no absolutizados, sino en su constante quehacer y utilidad, en su condición de tanteo con la realidad, como si así se desmitologizara una sociedad que se juzgaba lastrada por la tradición de un humanismo inmovilista. Ellos pretendían que la educación se regulara científicamente y que el saber representado por la ciencia, más por su método que por sus descubrimientos acumulados, vertebrara y orientara la sociedad. Dewey llega a vincular la democracia con esta ley de la experimentación constante y todos parten del movimiento positivista y sistemático que ya comenzara, casi en época todavía ilustrada, Herbart (aunque Dewey no es propiamente positivista, para ser exactos, sino pragmatista, como es bien sabido; y su proyecto para la pedagogía difiere de manera notoria del de Herbart, muy anterior). Una pedagogía regulativa, y en este sentido, también normativa, aunque ahora las normas busquen su legitimación en la ciencia. Aquí tenemos también una pista acerca de la miseria del momento presente en parte de las ciencias de la educación: su implícita falacia naturalista, que basa la normatividad (ética) en los descubrimientos de la ciencia, como si la última palabra para orientar la vida moral la tuvieran ahora, por citar un gremio, los médicos.
Pero tampoco el giro hacia las ciencias naturales dentro de la Bildung acaba de satisfacer a nuestra autora. De hecho, su principal objetivo parece que es justificar el actual giro en las ciencias de la educación, el cambio de paradigma que abandona la idea de formación por la de una teoría educativa de las competencias. Insisto en que es una defensa, la suya, muy soterrada, que emprende veladamente, pero que se puede apreciar con alguna claridad sobre todo muy al final de su libro.
Presupone al final del libro, como decimos, para cumplir con este objetivo, la división entre dos realidades asociadas con cualquier proceso y estructura considerados “educación”, incluyendo los actuales sistemas educativos. Estaría, por un lado, esa parte en que se ha apoyado la Bildung, asociada a una “cultura general”, o “conocimiento” que sería preciso encarnar en un sujeto, y por otro lado, las “competencias”, o saber operativo que genera una actividad, que tratadas no tanto como lo hace la psicología (que también ha adquirido el término), sino como habilidad o destrezas para efectuar tareas, se librarían de la problemática carga valorativa y normativa siempre asociada a la Bildung o en general a la discusión sobre los contenidos del conocimiento. Una pedagogía que proponga la consecución de competencias en el sujeto que aprende no se enfangaría en el pantanoso terreno de lo axiológico, no devendría en ideología y así por fin perdería el discurso y la teoría educativos su atávica y en el fondo interesada ambigüedad. Se trata del saber de competencias, dice, de una pedagogía basada en promover y enseñar algo incuestionable e impoluto, que suscita común acuerdo por su utilidad, por la eficacia, por el éxito adaptativo, sin que se pretenda fundamentar en un modo de vida o de ser. Según ella, así la pedagogía, tornada ciencias de la educación, en la continuación del giro más empírico y menos humanístico, sería práctica, eludiendo el sesgo academicista y escolar, de un conocimiento escindido de la realidad donde el niño va a vivir.
Creo entender que toda discusión sobre el modo de vida o de ser, todo intento de hacer conscientes la ontología de partida, las metafísicas imperantes y las "teologías" de fines y valoraciones, escaparían del campo de esta actual y "superior" pedagogía, según ella, que ya no puede ser pedagogía ni siquiera o sobre todo en el sentido etimológico de la conducción del niño. No hay “conducción” ni por tanto la “nefasta” influencia o proyección de un adulto sobre un niño, diciéndole cómo tiene que ser y faltando el respeto a su libertad. Se disuelven las viejas autoridades, la del maestro y sobre todo la de los modelos teleológicos procedentes de teologías encubiertas. El profesor es una suerte de maestro de taller o gestor técnico. También las pedagogías rousseaunianas, como la que fundamenta la famosísima escuela no directiva Summerhill, son cuestionadas por la teoría educativa de las competencias, en la medida que no habría en su frenesí fabril, el que habita en la idea de competencia, concepto de hombre, de un hombre modélico y abstracto. Quiere superar así la escisión que Rousseau establecería, según ella, entre el hombre y la política.
Sin embargo, en relación con Rousseau, creo que no es del todo exacto lo que explica, ya que la ficción rousseauniana del hombre en un sentido previo, “natural”, anterior a la sociedad, es eso, una simple ficción cuyo autor inventa porque le sirve para justificar su otro libro sobre la sociedad, El contrato social, que en gran medida propugna, como todos los contractualismos políticos, una racionalización de la sociedad. La razón mediaría entre lo que somos en cuanto a posibilidades (quizás no tanto “potencias”, aquí habrá que matizar en algún momento y sin duda Rousseau va a ocupar futuras entradas en este blog) y lo que nos vemos forzados a ser por las circunstancias, al modo en que para el estoico o el psicoanálisis freudomarxista la razón puede manejar y re-componer la materia en una búsqueda de la configuración social que resulte menos dañina, o que medie entre lo más egoísta y pulsional, y el principio de realidad y los sacrificios que requiere en el individuo.
Esta materia, donde el hombre se realiza, es la cultura. Es ella la que le ayuda a comprenderse y manejarse. En este sentido, es verdad que Rousseau ya anticipa una cierta noción de lo que se llamaría Bildungen el ámbito alemán, o formación. Para Rousseau, la educación es, al estilo estoico, una formación (de dar forma) del carácter, como voluntad consciente de ser y de elegir el propio modo de vida a partir de lo que uno ya es. Esta ficción imaginaria le sirve para destacar las zonas patológicas de nuestras sociedades, patológicas porque dañan, porque tuercen y destruyen la vida, o florecimiento del sujeto (para la medicina la salud también es un ideal nunca realizado pero desde el cual se cura, dicen los médicos). El sujeto se hace mediante un crecimiento regulado de la vida, mediante el en este sentido libre (¡racionalmente regulado!) discurrir de la vida. Esto es, hasta cierto punto, casi Summerhill y Erich Fromm.
Pero para Horlacher o, en general, para los defensores de la teoría pedagógica de las competencias la liberación consiste no tanto en estos imposibles o más bien peligrosos trascenderes que la razón puede obrar en el propio mundo, sino en renunciar a lo teórico y volcarse en lo práctico-operativo, como si de un extremo teorizante pasáramos al más llano practicismo. Estamos entonces en el polo de algo que tampoco garantiza ningún cambio ni la impugnación de un mundo cuando éste hace daño (¡y en este daño, decía Adorno, está la clave del interés emancipatorio al que nos referíamos antes!). Puede que el daño ni siquiera se nombre, ni se considere ni se incluya en las consideraciones del educador (¡salvo cuando se interpreta como inadaptación al medio!). Y aquí está, a mi entender, el gran peligro de la teoría de las competencias.
Puede que toda teorización de la educación, incluida la teoría de las competencias, cargada también de razones y preconcepciones en torno a fines y acarreando un mundo social que la sostiene, si hacemos algo de caso al análisis de la ciencia que hace la Escuela de Fráncfort, deba plantearse que siempre va a algún sitio. Si tomamos el planteamiento frankfurtiano, podemos estudiar esto a fondo. Adorno, Horkheimer, con ciertas limitaciones, con una visión teñida finalmente de pesimismo y cierto tragicismo, intuyeron de manera asombrosa mucho de lo que hoy ocurre. Si los seguimos, hay que destacar que no es cierto, como afirma Horlacher, que una competencia adquirida se aplique a cualquier contexto, como algo neutro y exento de pre-dirección. En realidad, ver y detectar un problema ya presupone mucha teoría, y este es el ámbito para el que se propone y enseña su determinada competencia, que siempre nace, de este modo, asociada al problema en cuestión y al mundo que lo ha creado, donde éste encaja. Eliminar esta discusión de la formación de maestros es peligrosísimo, por mucho que haya que plantear la discusión y el diálogo en su apertura e incertidumbres, en la problematicidad que siempre constituye la definición de “verdades”. Esto es justo lo que trata de hacer Paulo Freire, lo cual no equivale a imponer un modelo de vida, sino todo lo contrario. Será lo que resulte de la puesta en común de las propias concepciones lo que vaya perfilando el modo de vida de un grupo que, de este modo, lo impregna de una racionalidad dialógica, postulando sus propios horizontes en permanente reestructuración. Pues la clave, tanto en la normatividad como en la pedagogía, reside en la intersubjetividad, ese campo descubierto en gran medida por la filosofía del siglo XX y que ha constituido uno de sus tópicos.
Una tarea adaptativa o la destreza o habilidad para la misma, no es una mera actividad desnuda de valoraciones que pueda entenderse sin su contenido. Esta teoría pedagógica de las competencias presupone una reducción formalista de la realidad, su traducción a entorno manipulable y el estrechamiento del mundo a un mundo de cosas. Las competencias sirven, como tareas, a una producción concreta de realidad, que determina de antemano la dirección de la operatividad del sujeto y que lo rige sin que se sea consciente de ello.
Al hacer, como al fabricar, en el curso de una mera actividad que pretende una supervivencia eficiente en un medio social o económico dados, afirmamos un mundo y negamos otros. Pero porque se están modificando contenidos concretos hay que adquirir en el proceso educativo, más allá de lo operativo, lo reflexivo capaz de “tratar” con dichos contenidos como tales, incluyendo la carga axiológica que portan. De manera que es mejor que recuperemos una teoría de la educación, o incluso unas ciencias de la educación, que visualicen lo que inevitablemente tienen de pedagogía, es decir, de conducción hacia un modo de vida y subjetivización, procesos que se dan de manera imperceptible incluso cuando la educación se reduce a una adquisición de competencias. Afirmamos, valoramos y construimos mundo cuando hacemos cosas o tareas. No es real, creo, la escisión que Horlacher ha establecido y de la que parte para destilar una acción educativa pura y limpiamente observable, como sería el saber operacional de las competencias. Pues no hay competencias si no nos sumergimos en un concreto mundo de la vida o mundo social y cultura. Por ejemplo, pescar atunes puede no ser necesario ni siquiera entendido, como actividad, si un pueblo hipotéticamente aislado vive lejos del mar. No hay “la pesca” en abstracto, si la separamos de su medio y de sus motivos. Y de todo el inmenso saber acumulado que existe sobre ella, sobre las especies de peces, sobre el mar y los ríos. No se aprehende el mundo sólo actuando, sino también meditando, rumiándolo e imaginándolo.
Para esto sirve la Bildung, como conocimiento que ciertamente ha de revitalizarse y encarnarse críticamente en el sujeto, movilizando su razón; conocimiento cuya realidad concreta es lo que llamamos sujeto. Estudiar la educación es visibilizar o iluminar este proceso desde un punto de vista amplio, con libertad metodológica y sin restricciones epistemológicas. Y esta revitalización del ingente bagaje humano y de la cultura que llamamos formación es lo que promovería una pedagogía, o arte de mediar entre el conocimiento y el sujeto, que instaría a la subjetivización lúcidamente consciente, en la medida de lo posible. Yo he estudiado y denunciado los peligros de la escisión teorizante del conocimiento y en esto doy la razón a la autora del libro que hemos comentado; pero ahora, tristemente, adivino los peligros que vienen desde la otra cara de la misma moneda. De las competencias, por lo menos tal como las entiende, defiende y presenta, se ha eliminado precisamente la posibilidad de cuestionar a quién se sirve o por lo menos de verlo. Se trataría, entonces, de que junto con el conocimiento y su distancia, pueda darse la lucidez que consiste en iluminar, siempre precaria y parcialmente, el camino por dónde vamos. Entonces, sí detectaremos de verdad la teología semioculta, acaso sus restos, que portamos, en una lectura del mundo y de la tradición que lo explora para pronunciarlo y, en expresión de Paulo Freire, para re-danzarlo, re-crearlo, desarrollando una actividad que no sea mera producción o asunción adaptativa de lo dado, sino poesía, diálogo y creación de realidad.
Libro de referencia: Horlacher, R. (2015). Bildung. La formación. Barcelona: Octaedro.
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Educación y filosofía
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Epifanía y tragedia en la “hora de clase”. Marcos Santos Gómez
El ensayo de Massimo Recalcati, La hora de clase. Por una erótica de la enseñanza, publicado recientemente en Anagrama, desarrolla unas ideas en torno a la enseñanza, con especial atención a la universidad, que ayudan a comprender lo que hoy está ocurriendo en esta vieja institución. Se hace eco de lo que denomina, desde una base freudiana-lacaniana, “complejos” de la escuela. Según él, el niño puede desarrollar un ambiguo amor-odio respecto a aquello que le restringe la plena satisfacción de su deseo primario, cuyo logro le frustra la "autoridad" o la Ley (que en el Psicoanálisis representa la figura del padre). En este sentido, la Ley sería prohibición que truncaría y obstaculizaría el desarrollo desinhibido del puro goce sensual al que tiende el niño. Estaríamos ante lo que se experimenta como torcedura de los deseos y que por tanto causa, por un lado, la infinita nostalgia edípica de su satisfacción y, por otro lado, el también edípico recelo y aversión hacia aquello que lo impide. Como es evidente, Recalcati denomina a este complejo de la escuela el complejo de Edipo, personaje mitológico de tormentosa y ambigua relación con la Ley y la verdad. Aunque este complejo en la tradición psicoanalítica se refiere en principio a aconteceres propios del núcleo familiar, Recalcati lo aplica a la situación en la que cierto tipo de escuela “tradicional” o autoritaria supone para el niño un perjuicio que le impediría satisfacer ciegamente lo que desea, una escuela que se opondría a sus inerciales afanes más primarios y egocéntricos sin favorecer su goce sublimado en el ámbito de la cultura, y que por tanto genera o bien sumisión o bien rebelión. No estamos sino refiriéndonos a la vieja escuela, al modelo más tradicional (¡y tan cuestionado desde principios del siglo XX, con especial virulencia en los años sesenta y setenta!) que utiliza para la educación la metáfora de la guía que ha de enmendar las irregularidades de la vid, para que ésta se enderece. El niño necesitaría esta corrección exterior y es justamente un entorno frío, objetivo, distante e institucional como el de la escuela el que puede ofrecerlo.
Añado una precisión. El enfoque pedagógico autoritario que está describiendo Recalcati entronca con la tradición de un sesgado estoicismo que ha nutrido la enseñanza, inserto en la pedagogía cristiana. Pero no es exacto reducir todo el estoicismo, que es un avanzadísimo modelo de pedagogía, razón y hombre, a esta lectura autoritaria que se ha hecho del mismo. Ideológicamente, este modelo helenístico-romano de filosofía pretendía la aplicación de un cierto instrumento identificado con la razón que habría de regir, desde la distancia y la objetivación, la propia conducta, y en cuyo proceso emergería lo que llamamos “sujeto”. Una suerte de principio armónico y de sintonía con el que reconciliar las contradicciones del sujeto emergente y su vinculación con el orden del universo.
Sería esta aplicación de un logos lo que facilitaría una toma de conciencia acerca de qué lo mueve a uno y lo motiva, mediando entre las emociones escindidas de la realidad y la realidad, con la cual se vuelven a conectar. Así, un estoicismo bien entendido no sólo no se opone a la buena pedagogía, sino que da la razón al psicoanálisis, que trata de obrar esto mismo en el sujeto neurótico. Es lo que la elogiada Martha Nussbaum ha señalado que hace precisamente Séneca, en su excelente trabajo sobre la filosofía helenística La terapia del deseo que yo he tenido siempre muy presente. En particular, analiza la tragedia Medeadel autor hispanorromano, su particular versión del mito, mostrando cómo en ella Séneca pone en marcha este modo de razón o de iluminación que visualiza nuestras "verdades" y motivaciones a menudo inconscientes y se apoya en éstas para ir labrando el carácter apto para responder, con su existencia lúcida, al misterio de ser.
Es la aplicación de esta regula racional la que, curiosamente, “fabrica” o posibilita la libertad humana, ya que la libertad entendida desde este esquema es la capacidad de auto regirse y auto-crearse en un proceso que torna consciente lo implícito, que intenta que el sujeto se haga cargo de la necesidad de aprehender su propia naturaleza y de este modo abordar su existencia. ¡Cuidado, por cierto, porque a pesar del sesgo de Recalcati y por tanto de todo este post, en el estoicismo (y también en el psicoanálisis) se trata de una metafísica o, más aún, una ontología de la existencia (“humana”), no solamente de psicología! Comprender los mecanismos de la concreta materialidad humana (biología, psique) nos obliga a plantearnos cuestiones metafísicas y antropológicas, que nos cercan y provocan si asumimos un cierto modo lúcido de vida. Exactamente igual que ocurre cuando tratamos de pedagogía y pensamos la educación.
El segundo gran “complejo”, es decir, modo o estructura en las relaciones que va trabando el que crece (o se educa) con la escuela (institución que para nuestro autor resulta imprescindible y plenamente justificable, sin llegar a cuestionarse algún tipo de “maldad” intrínseca asociada a la misma, más allá del exceso de algunos de estos complejos que estamos resumiendo) es el complejo de Narciso, que ya no es el tipo edípico de relación amor-odio con los progenitores que hemos visto. Para Narciso el mundo es una extensión de sí mismo, o sea, su propia imagen, un reflejo, como si la escuela, en este contexto, se limitara a ser su espejo en el que prolongar los impulsos del ego, los deseos más primarios que lo constituyen, los propios del niño, un niño que puede actuar y desear, sin la menor traba, sin que la escuela le presente una Ley, autoridad o realidad independiente. Y aquí estamos en lo que precisamente sucede en nuestro tiempo, no ya en la escuela primaria o secundaria, sino incluso en la universidad. Se trata de un modelo pedagógico en el que la figura del profesor ha desaparecido por completo, siendo sustituida por las redes sociales e internet. El alumno, sea del nivel que sea, tiene a su disposición un “saber” consistente en una suerte de océano de información fácilmente asequible que no requiere ni memoria ni elaboración, un mar de relaciones de los datos y la información como un todo que abarcando tanto, y estando aparentemente abierto hasta lo infinito, manifiesta un tipo de cierre, una clausura que impide que el pensamiento pueda trascenderlo, que el alumno vaya más allá de él mismo.
Se trata del modelo pedagógico del puro dejarse llevar, en el que bajo la apariencia de que el sujeto lo es todo, resulta por el contrario difuminado y volatilizado, como le había sucedido a la figura de la autoridad o Ley o profesor. Sobra insistir en el enorme peligro de esto, que es justo lo que hoy se nos vende como ideal, desde argumentos como la preparación para los puestos de trabajo y las necesidades del mercado. Se fomenta y estimula un constante estar ocupado en tareas para las cuales desarrollar las adecuadas competencias. En efecto, aquí vincula Recalcati el discurso pedagógico en torno a las competencias, que vienen a constituir un saber práctico y operativo, un hacer no contemplativo, un activismo sin que obre la relativización y la toma de conciencia que hemos atribuido al uso de la razón (estoica, psicoanalítica). Una simple inteligencia instrumental, un logos raquítico que renuncia a comprender-se.
La paradoja es que entonces somos menos prácticos que nunca, porque perdemos la perspectiva, la necesaria distancia contemplativa que puede reorganizar y reorientar la práctica, que tensa la praxis y la impulsa. Se trata de una pedagogía (de las competencias) que invisibiliza los propios valores que la rigen. Yo le suelo decir a mis alumnos de la universidad que hablar en clase de valores, o que un educador se plantee pensar los valores, significa que el proceso educativo a menudo inconsciente se ilustre (en el sentido de Ilustración, de aclaración, de iluminación) y se torne consciente. Se trata de una educación que faculte para la aclaración de lo que uno hace, es decir, que tome las riendas de lo que lleva a cabo en sus implicaciones y consecuencias más hondas. De manera que percibimos una cierta ceguera axiológica que ha convertido la educación (superior) en un entrenamiento para adquirir capacidades operativas y que presupone un sujeto cuya actividad sea meramente práctica, agotándose en esta actividad adaptativa, pragmatista. Se trata de la forja de un mundo de supervivencia, en el que la antigua autoridad burda y coactiva se ha borrado, ya no existe, ya es otra cosa. Pero lo que ahora hay es un naufragio, un sálvese quien pueda, por el que no encontramos una Ley que desplace nuestro deseo hacia la pregunta sin fondo y sin respuesta, pero salvadora. Al no haber una cortapisa al deseo más primario y narcisista, el sujeto no puede emerger como tal, como adulto, y se limita a seguir siendo lo que era, lo que siempre ha sido, una pulsión que conduce a la satisfacción de deseos magnificados que constituyen toda su realidad, que se confunden con el mundo y lo nublan. Es esta efervescencia la de una pasmosa soledad, ya que los sujetos no buscan ni ven a la persona del otro, tan sólo contemplan su propio reflejo, como Narciso. Al no haber, propiamente, sujeto, no hay comunicación ni interacción, por lo que se vive en una sociedad atomizada e individualista.
Así pues, la pedagogía de hecho que se está practicando en la universidad, a escala mundial, parte de un modo de ser que no se cuestiona y que se da por bueno en una implícita valoración sin esclarecer, un mundo que sólo es la extensión de los deseos del “niño” (Narciso), en el que éste no tiene la necesidad de entablar una relación erótica con un saber académico que resulta rebajado, reducido a aquello que asegura su prolongación inercial, la fantasmagórica ilusión de su instante balbuciente, y que nutre su mero impulso informe.
Vemos que de un modo eficacísimo, sin la necesidad de los viejos modelos autoritarios del mundo de Edipo, se ha logrado un control social tan férreo como líquido. Ya no hace falta una censura que defina ideológicamente lo que hay que hacer, lo que hay que enseñar e investigar o incluso las conclusiones que obtener en las pesquisas de la ciencia, sino que es el fantasma de la eficacia en sí, el fetichismo de la calidad, la moral del operar efectivo y la adaptación a un mundo cuyos presupuestos no salen a la luz, lo que nos rige en la sombra. Se ha des-verbalizado, des-logificado el quehacer universitario. En la pantalla en que se ha tornado nuestro mundo, a Narciso le resta la ilusión de adaptarse para obtener parte del goce prometido, ya que además no se presenta ni la sugerencia siquiera de que pueda existir otro modo de estar y de ser universitario.
Frente a toda esta fenomenología, para el italiano la universidad y la escuela cobran su verdadero sentido, o sea, la función educativa, cuando emerge el modelo o “complejo” que él denomina de Telémaco. Básicamente, lo que aquí pretende es una recuperación de la figura del profesor, en cuanto éste es mediador para la relación-erotización del alumno con el conocimiento. Se presupone que la humanidad, que es la porción de realidad en que nos desenvolvemos, ha cristalizado en ese poso que llamamos “cultura” o “conocimiento”, y que abarca desde la ciencia y la filosofía a las artes y la historia. En un sentido amplio, un cierto logos que dota de una relativa coherencia al mundo y que lo re-configura, que le dona su sentido. Es a este ámbito a donde el sujeto que se constituye como tal mediante el proceso que llamamos “educación” debe desplazar, entre la sublimación y la asunción de reglas propias de un principio de realidad bien entendido, su inicial erotismo, es decir, su deseo y su gozo previos al encuentro con la realidad, el otro y la Ley.
La escuela y la universidad son las instituciones que en nuestro mundo permiten y facilitan esta extrapolación desiderativa, esta transfiguración de lo fruitivo hacia el conocimiento, válido por sí mismo, no tanto como medio para la producción empresarial o la realización de tareas demandadas por el mercado laboral. La tesis, de reminiscencias psicoanalíticas del ensayo de Recalcati, es que sólo así puede emerger lo personal, o lo que en otros términos se llama “sujeto”. Es decir, nace una nueva forma de ser y de estar en el mundo del niño que era pura pulsión y tendencia auto proyectiva, que se fabrica en la confrontación amorosa con un mediador (el profesor) el cual, lejos de permitir que el erotismo se desvíe hacia él mismo o que se agote en la concreta relación pedagógica que se está dando, siga su curso hacia el tesoro cultural que alberga la humanidad. Esto es, asevera Recalcati, lo que hacía Sócrates. De modo que el profesor es quien revitaliza dicho tesoro, invocándolo en la clase con la palabra. Porque de modo semejante a Heidegger, el italiano entiende que en el lenguaje vive algo, en un lenguaje no agotado en lo estrictamente referencial y que, por el contrario, incorpore no lugares, vacíos y negatividades. De hecho, para que la relación con el saber no sea la propia del complejo de Narciso de nuestro mundo capitalista-cibernético-consumista, el profesor debe subrayar su no-saber, o sea, debe mostrar que el grato desafío del conocimiento es que nos pinta de sombras y vacíos, de preguntas y de misterio el mundo, aflorando precisamente su naturaleza enigmática, como algo vivo en el incendio de la palabra. La hora de clase sería una suerte de liturgia, de epifanía sagrada en la que se revelaría con una densidad de vértigo, como néctar o miel, lo más valioso forjado por hombres y mujeres.
Claro está que si entendemos así la universidad, caería por tierra todo el entramado evaluativo que en la actualidad copa el edificio académico y pretende ser la garantía de su buen hacer y eficiencia. No hay manera de medir esto. La evaluación que se reduce a cuantificar sin conciencia de la transformación que el propio instrumento de medida opera en la realidad que “mide”, banaliza todo este proceso de erotización de la enseñanza. Así, nuestro autor reivindica una antigua forma de educación y de universidad, cuyo origen estoy en estos momentos investigando a través de textos de pedagogía escolástica y clásicos de la educación, que cuajó hasta cierto punto en parte de lo que fue la universidad medieval (con su importancia del texto y de la palabra), y que hoy se está perdiendo, de una sana logificaciónde la realidad que la realce y eleve. No se trata del imperio de la palabra muerta, que muchas veces es simple ideología, que con justicia se ha criticado tanto que existía en el viejo modelo universitario. Eso era un saber fósil cuyo fin no era la re-activación de la vida y la existencia humana. De acuerdo. Pero tampoco es logos la verborrea procedimental que esquematiza y reduce la existencia a una red de relaciones instrumentales, y que apenas roza lo verdaderamente nuclear.
Estamos, en efecto, ante un contundente cambio paradigmático en el que la universidad que cultivaba una erótica de la enseñanza, ya va dejando de serlo, asemejándose al modelo pedagógico que Recalcati ha denominado de Narciso. Lo que éste pretende realzar es esa figura de la religación que eran los profesores dentro de un modo de entender la educación que yo he definido en algunos escritos hace tiempo y que ahora me sorprende gratamente ver corroborado en esta lectura. Esto es: la educación sería la construcción de lo personal que se realiza mediante la deconstrucción de las certezas que, como inercias, nos venían incorporadas y nos constituían. Es decir, educar-se es dejar que el otro lo disuelva a uno para, en ese mismo proceso y de manera paradójica, emerger como persona, como si el desafío de lo otro, de lo diferente, de lo que no conocemos plenamente, nos hiciera perder un poco el equilibrio para rehacernos en la conciencia del vértigo y el vacío.
Un educador, en este sentido, un buen maestro, hace de rompedor de esquemas pero para producir la actividad creativa por la que el alumno se sitúa en el mundo como persona y se vincula con el resto de los hombres y mujeres. Esto es, ciertamente, lo que hace falta, de manera imperiosa, lo que muda y angustiosamente nuestra sociedad demanda con su sufrimiento, tedio y ansiedad. Se trata de traer a las aulas un fenómeno no tanto acumulativo de vana erudición o habilidades procedimentales (competencias), sino todo lo contrario: un tiempo iconoclasta, como si hubiera de definirse el hombre al modo de una constante y demoledora teología negativa del discernimiento ilustrado, del cuestionamiento de todas las imágenes, por la que la humanidad ve liberada toda su rara belleza, como si para que entrara la luz, en la conocida imagen heideggeriana del “Claro”, hubiera que desbrozar la maleza, la espesura del bosque sombrío de la palabrería, que no logos, en la cima del proceso de la huera plenitud del mundo que se hincha como una inmensa nada.
Resta matizar que, como es obvio, el buen maestro no se caracteriza por un método particular ni por una didáctica, ni por nada mensurable o cuantificable, sino por la elocuente transparencia con que encarna el saber que transmite, al realizar una manera de educación que es a la vez valoración (entendida como poner el acento, enfatizar, afirmar, encarnar, invocar y revivir) de una concreta enseñanza que transmite, de contenidos que componen recomponiendo, o mejor dicho, descomponiendo. Es decir, unos desafíos mucho más allá de su reducción a “hechos” o “datos” son contagiados en el fuego de una madura afirmación vitalista, en el incendio del lenguaje redivivo, en el reducto sagrado de la clase. Son “contenidos” o “enseñanzas” que se tornan lo más real. El maestro, hoy, es el sacerdote de la tragedia más propiamente actual, epocal, que nos caracteriza. Se trata, a mi juicio, de hacer brillar en clase la tensión trágica inherente a la universidad de Bolonia, que es la que se da entre quienes en situación excéntrica, incluso marginal, diría, buscamos de nuevo que en la totalidad de la plena presencia del pragmatismo que puebla el más mínimo rincón de esta gravedad de imposible trascendencia, en la agotada y yerma universidad de las interminables evaluaciones, en esta inerte inmanencia sin horizonte, en lo impersonal de su pedagogía procedimental, en el inercial practicismo de las competencias, en lo esclerotizante de la estandarización y la hipernormatividad, se abran los espacios y tiempos para una trascendencia. Hay una dignidad que recuperar más allá y por encima de todo esto, como enseñaba el buen Séneca. El universitario en pos de una erótica de la enseñanza será quien aspire a ello, saltando en el peligro de la totalidad sin fisuras para buscar la salvación, decía Hölderlin, en el momento del máximo peligro.
Obra de referencia: Recalcati, M. (2016). La hora de clase. Por una erótica de la enseñanza. Barcelona: Anagrama.
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Educación y filosofía
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La religión del saber: la universidad medieval como invocación y salvaguarda del secreto que albergan las cosas.
Marcos Santos Gómez
La universidad que surge en el Bajo Medievo, dentro de un contexto fundamentalmente eclesiástico (aunque ya muy en los comienzos se dieron unas pocas universidades de fundación y servidumbre regia o municipal) se sostiene en torno a una cierta idea de la verdad como aquello cuya pesquisa dignifica y eleva al que la lleva a cabo, cual si la razón última de las cosas contagiase su incierta pero poderosa presencia desde su oculto trono. Se intuye y fabricauna sublime fuente de lo real. Se la intenta nombrar hasta asirla como causa de todo lo visible o, en ciertos momentos, hasta tener que abandonarla, entre la fatiga y la nostalgia, porque el abismo muestre su carencia de fondo, en la crisis representada por el nominalismo cuando retorna el eco de Tertuliano irónicamente invocado por la desmesura de la razón que portaba el estigma de su propia impugnación.
Se manifiesta una fe en que el mundo existe por un motivo, émulo del principio o arjé buscado por los presocráticos, y se confía en que la consistencia ontológica del mundo se apoye en el esqueleto matemático que parece sostenerlo. Una X para cuya revelación organizada se había de constituir un modo de vida ascético, la orden monástica constituida por los que se tomaban en serio el problema de la verdad. El historiador Bowen sitúa uno de sus orígenes en Abelardo, que supuso un remedo parisino del viejo Sócrates, arrastrando a ingentes grupos de oyentes inflamados por una palabra cuya escucha abstraía de los quehaceres cotidianos y exigía, como en el caso del maestro ateniense, una cierta voluntad de ir a buscar la verdad apartándose de la vida común o, en los términos estrictamente lógicos o intelectuales, de las imágenes (idola) asumidas en el modo de existencia vulgar y que empañaban y apartaban de la correcta visión del núcleo de la realidad, cuyas pulsaciones era preciso escuchar, lentas y constantes, por debajo del ruido de las cosas. Se hacía hincapié, para Sócrates, en la necesaria alienación del filósofo en relación con las materialidades que movían a otros (los sofistas), en una suerte de vocación sacerdotal semejante a la de los seguidores de los cultos mistéricos. Y de un modo semejante, pensar exigía, en la universidad, la separación respecto al mundo.
En el magnetismo y la fama de Abelardo se daría una mezcla de seducción de la palabra con la búsqueda de aquello más real y más intenso que los trabajos propios de la vida corriente, un fuego que más allá del modelo racional del maestro socrático reflejaba aquél otro modelo divinizado de Jesús de Nazaret, por el que se había sufrido martirio o hecho las Cruzadas. Una suerte de sofística obsesionada con esculpir las dos o tres verdades básicas que era preciso esculpir. En las universidades nacientes, esta devoción personal se disciplinará al modo de la regula benedictina, como indica el sociólogo de la educación Carlos Lerena, con un camino pedagógico que moldearía al discípulo y lo sometería a una rutina pautada, a la asunción del necesario modo de vida excepcional. Se trataba de la fundación de una comunidad humana (a eso aludía inicialmente el término “universitas”, al concreto grupo de personas reunidos para discernir y hallar certezas) dedicada a la adquisición y encarnación de “verdad”, empleando el instrumento de una razón que Dios puso en los hombres, y definiéndose este ámbito de la pesquisa como la cima de la actividad humana, una actividad teórica, un camino de renuncia y adoración feudal de aquello que daba sentido y dignidad a la existencia tanto del devoto como, secretamente, de todos los hombres.
La universidad partía, pues, de la fe religiosa (cristiana) y metafísica (griega) en que existe un cierto plus que humilla a la realidad cotidiana al tiempo que la ensalza, una suerte de horizonte o halo donde se sitúa la verdad como clave del mundo y a la que paradójicamente hay que llegar negando el mundo, o quizás rebajando su carácter enigmático y misterioso al rango de problema, lo cual es otra forma de ascesis o mortificación. Se da una reducción y un sacrificio del propio mundo para constreñir su inasible exuberancia con un uso reposado del lenguaje y una contemplación distanciada y recelosa (meditatio). El modo de vida que fabrica y realiza esta apuesta ontológica y epistemológica hundiría también sus raíces en el modo de vida del anacoreta de los primeros siglos del cristianismo, en su forma de constituir el núcleo irradiante de su existencia mediante la veneración de un ser recóndito y refractario a toda captación, porque como gota de aceite sobre la superficie del agua, es un ser que escapa y resbala a la materia. Sólo que ahora, decimos, este vínculo existencial y ontológico con la verdad se ha tornado, al estilo occidental, en metafísico.
La razón griega había descubierto la “verdad” al escapar refractariamente del mito y de las tradiciones sociales, como el liberado prisionero del relato platónico del libro VII de La República. Existe una inaccesibilidad inmediata de la verdad, que se entiende como clave recóndita y a la que se le atribuye una impermeabilización en relación con el mundo, con el que sin embargo se corresponde. La verdad es, así, una explicación de la materia que paradójicamente la emborrona y puebla de tinieblas, que la tensa, que la somete a algo más poderoso y real que ella misma. Es necesario un rigor y un firme espíritu metódico para ascender a este ámbito donde habita la verdad, para acceder a ese templo secreto de lo real que en el desgarro gnóstico se intuirá tan próximo como lejano. Se trata de la nostalgia infinita creada por Agustín, por el que saber y pensar presuponen un deseo inexpresable de ser otro, un ímpetu de elevación en el duelo por lo real, que la universidad tratará de reglamentar entre el estilo pitagórico y el espíritu del Derecho.
El anacoreta en su austera vida, hundiendo sus raíces en el mundo fosilizado, derivaría en una variación medieval católica que intentaría recuperar el mundo y que también tuvo su eco, creo, en la naciente universidad. Acabaría convirtiéndose en el ermitaño, de manera que éste resultaría una pagana mundanización del anacoreta de los primeros siglos del cristianismo, un esfuerzo por recuperar la inmanencia. El ermitaño es, en esencia, quien dedica su tiempo a guardar con celo un secreto asociado con una porción de tierra, un pedazo de mundo fertilizado, como en los antiguos santuarios paganos de las religiones estatales o el culto oficial de la Roma imperial. Entre el secreto y el hombre se interpone el recipiente dignificado por lo que contiene, el sagrario y la imagen, en los que puede aspirar a verse lo invisible. En realidad, se trata de una mitigación del desgarro ontológico que trata de hacer universal la verdad, es decir, estamos ante un impulso típicamente católico entre el platonismo y el decidido aristotelismo, del que Tomás se sirvió en el afán de recuperar la tierra perdida y fundar e iniciar ya la salvación en el mundo.
La Iglesia se desarrolló como hija del desgarro neoplatónico, como guardián de la verdad entendida como secreto íntimo, inefable y en fuga que, sin embargo, nos es accesible ahora a través de un encuentro mundano y de la aplicación de claves lógicas y lingüísticas, dentro del edificio Escolástico. Del modo que en la eucaristía el cuerpo de Cristo está realmente presente en el pan consagrado, en la ermita se guardaba mundo transfigurado que irradia al pueblo en las romerías, donde se bebe y se danza; y en la Iglesia se anticipa una realidad que supera a la propia realidad, negándola y al tiempo ensalzándola. Pero al mismo tiempo que en este giro post-gnóstico hacia un nuevo materialismo esto rendía implícitamente un ineludible tributo a la materia que somos y nos constituye, se tensaba la materia mediante la apertura de un vacío al modo de helado corazón en su seno. Como ocurriría con los libros en los monasterios o los iconos ortodoxos o las imágenes veneradas por los ermitaños y romeros, las cosas contenían más de lo que ellas mismas eran y apuntaban a un ámbito donde situar su razón de ser. Una suerte de insufrible trascender de la inmanencia.
La materia se veía, pues, despojada de sí misma, para valorar su realidad en función de lo que no es ella misma. Ahora, lo relevante tiene que ser lo que se encuentra distante de la propia cosa pero en la misma cosa. Este movimiento y dibujo del nuevo fundamento que sostiene lo que hay desde lo otro que ello mismo no es, que introduce una tensión en la realidad, una suerte de juego dialéctico no resuelto, lo había obrado ya, bien es cierto, la razón griega constatando la variedad de mitologías y dioses que habían fundado inverosímilmente la verdad, que se habían dicho, cada uno de ellos, el secreto de los hombres; un secreto que para Jenófanes resultaba un escándalo por su vergonzoso parecido con quienes lo habían “descubierto” y adoraban. Las religiones de dioses mundanos, religiones del viejo paganismo, habían llegado a manifestarse como contrarias a la firmeza inmutable que se presuponía a la verdad, a la estructura lógica y matemática del mundo.
Hay un núcleo de lo real, clave y alma de lo mismo, un tesoro que hay que recuperar, dirá Heráclito, con un esfuerzo ingente, con un entrenamiento arduo, con la disciplina y perseverancia del atleta o la milicia. Será la verdadera esa divinidad borrosa postulada por Jenófanes que es y no es al mismo tiempo todos los dioses de tracios y etíopes que éstos habían compuesto a partir de sí mismos en la farragosa exuberancia del mito. Se aspira al prestigio y consistencia a la vez material e inmaterial, entre lo postulado y lo real, de los números. Jenófanes se ve forzado a inventar una divinidad abstracta, aturdido y conmocionado por la pluralidad de imágenes mitológicas de las religiones de su tiempo.
Pero, retornando al momento cristiano, resaltemos que la tarea del ermitaño era cuidar el secreto como aquello que pertenecía a un ámbito nuevo postulado por el propio oficio del ermitaño, por su forma de vida y el nicho excéntrico y aislado que ocupaba en su sociedad. Era necesaria una separación física y moral, la pertenencia a una élite caracterizada por venerar y valorar aquello que no puede verse. Y era esta distancia forzada con respecto al funcionamiento normal del cuerpo y la materia lo que tornaba real al propio mundo, para darle un sentido que se entendía como una suerte de significado global. Así pues, el ermitaño convoca aquí y ahora, con su vigilante vigilia, aquello que aunque viene aquí y está con nosotros, debe mantenerse en la distancia.
Pensar será, pues, una aproximación y acercamiento que ha de guardar bien, sin embargo, las distancias para que la cosa siga manteniendo su halo sagrado, su claridad como de otro mundo, y que reproducía un elitismo basado en el auto despojo y el rebajamiento que la teología y el Nuevo Testamento también atribuirán a la divinidad en el proceso de la kenosis. Un gusto aristocrático que en el ermitaño que dedica su vida a un trabajo inútil, a preservar y mantener su porción de mundo aislada y dignificada por su distancia y pertenencia a lo más allá del propio mundo, que convierte el ora et labora del monje en una relación secreta y solipsista con la divinidad, es hijo del desdoblamiento del mundo, de su mediación especular (speculum, espejo) que lo bifurca y convierte en una galería de fantasmas. Será, creo, esta tensión por él representada, esencia del mundo católico, la que funda y componga el ideal universitario, estrechamente vinculado, como en el anacoreta o el ermitaño a la veneración y salvaguarda de un secreto que exige un modo de vida a la vez distanciado e inmerso en el mundo, una dedicación exclusiva y especializada a una tarea que si en tiempos del mito era fabricación colectiva, ahora es esfuerzo especulativo-contemplativo de un nuevo intelectual ya en un sentido muy actual (que sustituye al antiguo “consejero” de los reyes y al parresiástico “veridictor” de las asambleas) que debe abandonar el mundo para comprenderlo desde la distancia que le hace superar la “caída” del mundo y salvarse dentro de una élite de iguales acólitos del libro. El camino de la verdad, que perfila cuerpos, gustos y emociones, se torna una tarea exclusiva y absorbente de una élite que lo ha robado del mito, que acaba vaciado en este proceso, como privado de su esqueleto, que rige y disciplina la forma de vida del intelectual. Su función será pensar en la celda universitaria que le garantiza la distancia acerca de aquello que es pensado, y escarbar lo real en busca del secreto que esto guarda, con denuedo, en cuya pesquisa, al tiempo que justifica y consagra lo que existe, lo horada y disuelve.