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Arqueología de la paideia: la areté como distinción y cualidad de la nobleza en la Grecia arcaica (I). Marcos Santos Gómez
Se podrían denominar “fibras”, pero bien pudieran ser “estructuras”, “esquemas” o incluso “plantillas”, que persisten en la cultura como fantasmas de lo que fueron, despoblados de los contenidos originales que les dieron su vida y que van reencarnándose en fenómenos en apariencia diferentes, en sociedades que nadie pensaría ser tan idénticas en algunos de sus aspectos más soterrados. Pueden proceder, en su formulación y aspecto más “visible”, de discursos pertenecientes al campo de lo religioso, para ir desplazándose por distintas zonas, determinando la mirada, como gramáticas implícitas en el modo de pensar la realidad. Son patrones que aspiran a imponer un cierto orden que, sobre todo, sobreviven en el lenguaje y en la cultura. Constituyen lo que en la antropología podrían denominarse “categorías culturales”, que incluso pueden sugerir metodologías a la ciencia y fabricar ideaciones metafísicas como la causalidad que, independientemente de su correspondencia con la legalidad que subyace realmente en la
physis, quizás se hayan extrapolado por este ímpetu cultural secreto como cosmologías o metafísica más allá del mundo.
Los antropólogos han referido quizás este fenómeno, desde distintas perspectivas teóricas, pero bien podían echar mano del mismo los politólogos, los sociólogos, los historiadores e incluso los filósofos, en la medida que en los campos que estudian pueden detectarse estos modelos como fuerzas operantes o inercias en el pensamiento, presentes secretamente en los procedimientos o intuiciones de los mismísimos científicos que intentan ordenar el caos de lo que realmente sucede en estos ámbitos de la realidad. La parcelación, pues, que hacemos de la cuasi inasible realidad suele obedecer a estos esquemas e incluso diría que en una civilización básicamente hay un par, tres a lo sumo, que la rigen de manera secreta, tratando de aferrarse miméticamente al mundo que tenazmente las resiste. Casi siempre estos esquemas proceden de lo religioso, que va disipándose y transfigurándose hasta persistir en rincones simbólicos de la cultura o configurar nada menos que el modo más básico de pensarse el hombre y de pensar la-su realidad.
Los esquemas, en la medida que cumplen con una función o misión social se van amoldando proteicamente a los distintos momentos de la misma civilización, pero manteniendo un cierto aire común por el que, precisamente, los consideramos pertenecientes a la misma civilización. Diríamos, en un lenguaje aristotélico, que lo sustancial permanece, pero lo accidental varía. Y lo “sustancial” lo es porque conspira a favor de un modo social de ser que nadie ha elegido cumplir conscientemente, pero que se mantiene operativo en la complejísima trama del lenguaje y de la cultura. Una suerte de pálido núcleo inmutable en la cultura, como un andamiaje de cristal en su centro, o mejor dicho, en el centro de su cosmovisión. De hecho, estos clichés “profundos”, al modo de arquetipos que pueden partir de una imagen o de una forma lógica, sobreviven, aparte de por la pura fuerza inercial con la que se transmiten muchos elementos inconscientes de la cultura, por la utilidad, porque vienen bien, porque funcionan ajustando la sociedad a un esquema que quizás todos temen abandonar o es sostenido por el poder de unos pocos y el sueño de la mayoría.
Todo este preámbulo ha sido hecho tan solo para expresar de modo un tanto apresurado una intuición que encuentro avalada por el libro de Jaeger. Así la enuncia él mismo: “La educación no es otra cosa que la forma aristocrática, progresivamente espiritualizada, de una nación” (p. 20). Según su idea, la educación, que siempre es formación o
paideia o
bildung, reproduce el esquema de la sociedad arcaica en la que un sector minoritario de la amplia población se erigía en portador de una cualidad que lo distinguía del resto y que para que fuera tal, es decir, para que dicha cualidad conservara su aura, debía preservarse del dominio de la mayoría. Esto casi es una de las dinámicas que la sociedad establece y reproduce en torno a lo que Bourdieu llamaba el “capital cultural”, dentro del cual el conocimiento cultivado, guardado y transmitido en la academia (escuela y universidad, que sin embargo lo desnaturalizan y, por tanto, sólo forma realmente parte, como capital, de quien ha sido socializado en él fuera de la academia), de enorme “valor simbólico”, es el que garantiza el selecto acceso a las claves que interpretan (o gobiernan) la realidad. Es decir, el hombre, que es animal político y social, todo lo mira social y políticamente, filtrado o teñido por una ideología que habita en un modo particular de mundo social y político. Quizás es lo que presupone Jaeger que, de un modo amplio, sostiene que el mundo nacido del milagro griego, como hemos explicado en posts anteriores, se caracteriza por la hermenéutica crítica que va realizando de su propio contenido cultural, sin que dentro de la red de explicaciones o interpretaciones reelaboradas, pueda trascenderse a sí mismo (en un mundo que mantuvo siempre el esclavismo, por ejemplo, se hablaba de la igualdad esencial de los hombres, por parte de los estoicos, o de la participación de todos en la miseria y el sufrimientos de las víctimas cuyo sacrificio nos ha dado la vida en el famosos discursos fúnebre de Pericles a los atenienses, narrado por Tucídides). Creo que esa trascendencia o superación de sus propios márgenes, quizás, la lograría aquel mundo cuando irrumpió el cristianismo en él. Esto marcó un cambio en algo nuclear, en la misma esencia de la civilización, tocando una de esas fibras esenciales a que nos estamos refiriendo. Pero este es otro tema.
La imagen básica del conocimiento como reducto al que sólo acceden unos pocos es una constante que reaparece en occidente y que subyace como la ideología específica con la que la universidad medieval se justifica a sí misma, según esbocé en otro post (
aquí). Esta ideología, manteniéndonos solamente en el periodo estudiado por Jaeger, es la que aparece en la
Ilíada y la
Odisea de Homero, obras que la presentan y ya la propugnan como modo de pensar el mundo. Lo que estos poemas épicos, que fundan de algún modo Occidente, pretenden es educar en una
aretéo ideal o virtud (entiendo aquí por
aretéo
virtus la encarnación de un ideal, en este caso, nobiliario y guerrero) que mantiene algo de eso siempre incluso a través de sus transformaciones más insólitas, como la que se da en la cueva del solitario anacoreta o ermitaño muchos siglos después. El conocimiento, pues, se entiende al modo de lo selecto, lo escogido y privilegiado que establece, por tanto, una mirada que realza claves más o menos secretas, no públicas, de la realidad a costa de disminuir esa misma realidad o su apariencia. Una trasposición al plano de lo ideológico de lo que ocurría en el mundo donde una escogida aristocracia debía justificarse socialmente. La cultura, así, se escindió, quedándose para esa clase lo más profundo, lo más real, lo envidiado y arduamente aprendido por quienes se iniciaban en el manejo y gobierno de la sociedad. Aunque habremos de matizar, más adelante, que quien opere la escisión que dura hasta hoy entre la cultura como algo aparte y el sujeto que ha de aprenderla formalmente, será un producto de la razón emergente en la ilustración ateniense del tiempo de la sofística. Mostraremos, al hilo de la obra de Jaeger, cómo pensar, en toda su amplitud, empieza a ser una tarea que, paradójicamente, nace asociada al Estado democrático ateniense del siglo V a. C., pero mantiene, aquello que sirve para pensar, es decir, la cultura, un aura como de secreto y privilegio. Es la forma en que el distanciamiento que significa pensar el propio mundo se encarna y expresa en un esquema que partió del distanciamiento social entre una clase y otra en un mundo más antiguo. Estos esquemas componen o “cosen” la realidad y conforman el meollo de una civilización, aunque puedan ir, proteicamente, variando en sus concreciones, imágenes y contenidos, con lo que, paradójicamente, un
pathos propio de la aristocracia puede operar activamente en la sociedad democrática ateniense. Nos referimos a la huella cultural y mítica de la antigua aristocracia guerrera que era el mundo al que hablaba o del que hablaban la
Ilíada y la
Odisea. Una clase social elitista que valoraba a quien encarnaba un ideal basado en la fuerza física y las cualidades propias de un guerrero heroico, de quien ha de emprender proezas a solas, pero que todavía no es, aunque quizás acabe siendo, el individuo que va emergiendo en la Ilustración griega de los grandes siglos posteriores.
Obra de referencia:Jaeger, W. (1990), Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.