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El Estado jurídico y su ideal ciudadano en las polis primitivas
Marcos Santos Gómez
Con la emergencia de nuevas clases sociales que pugnan por adquirir su preeminencia frente al viejo modelo aristocrático, surge la necesidad de fundar la ley en un centro regulador del que emane un derecho que sirva a las reivindicaciones de quienes estaban produciendo un nuevo mundo social. Se funden aquí, me parece, la idea de cosmos propia de la manera griega de mirar y entender el mundo, con la paradójicamente aristocrática de fundarse en un cierto principio sublime que es preciso desocultar y cuyo reinado hay que garantizar para lograr el bien de la comunidad. El campesino y una pugnante burguesía escrutan la realidad para ajustarla y comprenderla en función de este orden oculto que ha de regirla y que se halla en lo alto, como el trono de un juez imparcial que expande un derecho que es ley para todos. Incluso en este aparente movimiento de liberación de lo aristocrático hay un pathos aristocrático. Se trata ahora, frente a la vieja divinidad, de unadiké(justicia, lo justo) elevada que dignifica el mundo y lo organiza, fundándose en ella, en realidad, un nuevo orden social. Algo que, matiza Jaeger, tan solo refleja el prestigio que ya de hecho tenía de largo el derecho, producto de la nueva racionalidad y que era admirado y muy considerado en las primeras sociedades que recurrieron con cierta sistematicidad al mismo. Escribir el derecho era ya parte de un prurito de racionalización que aspiraba a fijar la sociedad según un orden que trasciende el mito, más allá del mismo, aunque continúe asociada a imágenes mitológicas y en sí mantenga el halo de lo sagrado. Sacralizar será ahora, o empieza a ser, sinónimo de racionalizar, de logificar, en una suerte de preilustración griega, o vincular lo visible con sus abstracciones en un juego inmanente que, sin embargo, imita el movimiento de la trascendencia divina que a su vez se empentaba con las viejas sociedades aristocráticas del mundo homérico.
Además añade Jaeger una importante observación, consistente en que los futuros sistemas ideológicos que promuevan una igualdad esencial de los hombres, tal vez como respuesta a sistemas de desigualdad como el platónico, mantendrán esta suerte de dignidad irradiante que en tiempos de Solón se denominaría diké y que sustenta la esencia y la dignidad comunes de los hombres.
Vemos, pues, formas racionales y organizativas que emergen de imágenes míticas y el proceso inverso, también. Es decir, cuando se comienza a pensar no existe un único modo racional de acometer la tarea, sino que ya aparece el mito en inextricable unión con ello, como una forma de pre-racionalidad más en la forma de imágenes que de causalidades naturales, por aludir al modo jonio de razón más formal. En este caso de la racionalidad jurídica emergente se da una voluntad de justicia desarrollada en la comunidad de vida, o polis, y que funda además, siguiendo la tesis del libro en que nos apoyamos, una labor educadora. Una educación que, frente a todas las apariencias, también actúa y se funda de un modo semejante a como lo hacía el ideal guerrero de la vieja cultura aristocrática. De manera bastante clara y directa lo señala Jaeger: “El antiguo, libre ideal de la aretéheroica de los héroes homéricos se convierte en un riguroso deber hacia el estado al cual se hallan sometidos todos los ciudadanos sin excepción, del mismo modo que se hallan obligados a respetar los límites entre lo mío y lo tuyo” (p. 109).
La sublimación operada de la vida ahora se sitúa en un ideal estatal, de la polis como fuente de valor y areté, que reparte sus dones. Esto no llegó a ser una educación pública, centralmente regulada por el Estado, salvo el caso de Esparta, que ya hemos considerado en un post anterior, y, propiamente, no llega a teorizarse dicha necesidad pública de una educación común estatalmente regulada, hasta el siglo IV a. C. Sin embargo, en cierto modo, sí se había dado antes esta suerte de educación pública, en la educación del cuerpo desarrollada en la gimnasia y en la educación estética lograda por la música.Esta especie de educación pública consiste, básicamente, en que la polis se erige como fuente y manera de ser y de organizar la vida, en lo que entra, cada vez más el derecho, en cuanto manera objetiva de encadenarse el ciudadano (y en esta medida serlo, hacerse ciudadano) a la ley. Una ley cuyo carácter sagrado será, ahora, el de emanar y servir a la polis. La educación deberá encarnar no sólo un universo cultural sino un nuevo mundo y un nuevo modo de vida que estaba surgiendo. Una ley que “Traza límites y caminos, incluso en los asuntos más íntimos de la vida privada y de la conducta moral de sus ciudadanos. El desarrollo del Estado conduce, así, a través de la lucha por la ley, al desenvolvimiento de nuevas y más diferenciadas normas de vida” (p. 112). Así, señala Jaeger más adelante, con la ley se ha desplazado el primitivo ideal aristocrático a una idea de hombre formulada y defendida sistemáticamente por filósofos. La ética y la educación filosófica serán, de hecho, desarrollos de la ley, de la que toman su forma sistemática e incluso el contenido, o los contenidos históricos de los que emana un pensamiento que no debemos imaginar surgiendo en el vacío, de manera pura.
La diké, como “alma” de la polis, no sólo proviene, hemos dicho, de viejas imágenes grandiosas de una aristocracia cuyo tiempo ya había pasado, sino que se da un proceso inverso, por el que la diké, esta reelaboración “filosófica” de la tradición, adquiere una cierta consistencia propia e imprimirá su carácter, ahora, a las distintas concepciones racionales de la cultura. De ahí la trama legalista o legaliforme que adquirirá la naturaleza en la filosofía formal jonia. Lo que había sido una re-elaboración conceptual produce, ahora, nuevos “contenidos” culturales y “científicos”. Pero, en cualquier caso, llegamos a un momento en que, de un modo u otro, la ley estaba en el centro, como lo más prestigioso y adorable producido por el mundo de las polis nacientes. Pero, independientemente de esta fundación en un ser común, tanto del nuevo individuo-ciudadano como de la colectividad de la polis, es que ahora nacen un modo de vida privado que engarza y nutre un modo de vida colectivo y público. Este modo público había sido patrimonio exclusivo de la nobleza, hasta entonces. Y una igualdad que, no solo porque se fundara en un ideal de contenidos, podíamos decir, campesinos, pero de forma aristocrática, un ideal de distinción y sublimación ascendente, no equivalió al desarrollo de una educación verdaderamente igualitaria, acorde con la venerada isonomía que había proclamado la ley. En realidad, como veremos con mayor detenimiento, pronto la educación “democrática” consistió en la adquisición de una aretéaristocrática que exactamente igual que la promovida por la educación que Fénix enseñó a Aquiles según relata la Ilíada, se basaba en pronunciar bellas palabras y emprender acciones nobles. Una areté que debía impregnar al hombre entero que, de este modo, la encarnara e hiciera suya. Y que, en el contexto de la nueva polis legal, jurídicamente estructurada, además debe hacer suya la conducta (ethos) promovida por ella, fundada en la diké o justicia y por tanto, modular según ella sus deseos. Así, el viejo hombre noble y guerrero ahora será, con un aura semejante, el hombre político formado en una cultura general apta para servir y sobrevivir en el nuevo modelo de polis. Este conocimiento general, distinto de la especialización propia de los oficios, mantendrá, por tanto, su origen en el mundo aristocrático que, en este sentido y como venimos defendiendo al hilo de la exposición de Jaeger, impregnará la pedagogía emergente incluso en los estados democráticos (p. 116).
Obra mencionada:Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.