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Educación y filosofía
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Solón: derecho y poesía. El surgimiento del espíritu ateniense.
Marcos Santos Gómez
Analizando en un post anterior el caso de Esparta, concluimos que implicaba un sesgo en la paideia específico, consistente en que realizaba a la perfección una de sus facetas, la del espíritu comunitario y su vuelco hacia lo político, la de la relación inextricable del individuo del nuevo mundo griego con su polis. Pero carecía del otro lado de la cuestión, es decir, ese espíritu individualista que dándose al mismo tiempo que la fuerza de ligazón del hombre con su polis, en la Atenas democrática, en el nuevo mundo de relaciones distanciadas con la cultura que promoviera el ascenso de la nueva razón, actuaba paradójicamente contra tal ligazón política del sujeto con su medio social. Esto era lo que podía abrir, precisamente, un espacio a la crítica social que llevarán a cabo los filósofos y que incluso ya se da implícita o incluso explícita en la filosofía jónica (Jenófanes, Heráclito). Hemos visto que el logos helénico, invento de una comunidad humana en un tiempo concreto, obra con dos fuerzas: la que fortalece y conecta dicha comunidad con una adherencia racional, con un tipo de causalidad no mítica o que trata de no serlo, y la fuerza de disolución que, como un ácido, ejerce la propia razón naciente respecto al centro de la propia vida, respecto al mundo cultural colectivo que nos constituye. En este segundo caso, paralelo a lo que Fromm denominaría el proceso de individualización, es posible el máximo distanciamiento y juicio respecto a la realidad, pero al precio de la disgregación de la comunidad y de la soledad de un mundo de individuos carentes de aquella unidad íntima y cohesión que el universo homérico del mito proporcionaba.
La paideia, o sea, la educación en un sentido muy actual, nace en medio de esta tensión y como producto de la misma, cual una suerte de hija del nuevo logos. Sólo este dinamismo que llamamos “pensar” desde entonces abrirá la brecha y la posibilidad de que la educación emerja como tarea de conformación consciente del sujeto (ciudadano) que racionalizará sus lazos con la comunidad. Pero tenemos la paradoja de que la misma racionalización que funda lo político en un logos exteriorizante, en la prudencia, moderación y buen juicio del filósofo, desde su autonomía, desde su propia esfera, produce el movimiento perturbador de la crítica, de la autarquía del sabio y por tanto, la autonomización e independencia del mismo (del individuo que piensa) respecto a su comunidad. Esto será, dirá varias páginas y capítulos más adelante Jaeger, la esencia de Sócrates, lo que explica su ethos, su particular heroísmo. Un heroísmo que, señalará al final del capítulo dedicado a este “padre fundador” de la tradición filosófica occidental, no estará exento, clamorosamente, de los elementos del heroísmo homérico, nuevamente transfigurado, como si aquel mundo primitivo y mítico persistiera en distintas formas, de manera un tanto proteica, pero siendo en esencia casi lo mismo, o consistiendo en un mismo esquema cultural que el hombre occidental aplicara, desde entonces, a la realidad. Recordemos que ésta es, de hecho, la tesis que al hilo de la lectura del libro de Jaeger, estamos tratando de mantener en esta larga serie de posts dedicados a la paideia griega.
Pero anteriormente a Sócrates, como parte del proceso de emergencia de la nueva racionalidad, Jaeger señala el poeta-legislador ateniense Solón, que encarnará esa parte comunitaria del logos que, hemos dicho, tendría su mayor y más patológico exponente en Esparta. Solón legisla para Atenas logrando un término medio, indica nuestro autor (p. 138) entre el individualismo jónico que piensa el mundo natural de manera ajena al ciudadano y a sus vínculos basados en un nomospolítico, y el comunitarismo unificador de los nacientes estados. Para Solón el derecho será algo divino, es decir, hondamente arraigado en el ser, como para Hesíodo, y lo cual, aun manteniendo un obvio elemento mítico, escapa a las mitologías tradicionales, las supera e incluso las puede cuestionar. Se erige, en su trono y en el mismísimo Olimpo, Diké, como nueva divinidad fundadora con la que contrarrestar la nueva hybris individualista. Pero a diferencia de Hesíodo, Diké ahora opera en un ámbito inmanente, en el que se dan los castigos, como consecuencias terrenales del desorden. Diké es orden, un nuevo orden, pero esta vez es un orden inmanente y mundano, por mucho que mantenga su estructura teológica, en una tensión que es ya metafísica o que anticipa a la metafísica, mejor dicho.
Son, en realidad, las nuevas necesidades de un nuevo mundo social y político las que van, de algún modo, generando estas corrientes en lo ideológico y cultural que requerirán e implicarán al mismo tiempo, como tanto hemos dicho, la necesidad de una educación organizada y consciente que se destine a la consolidación del modo de ser hombre asociado a tales cambios. Un hombre para el que el mal será la perturbación de la vida social, el conflicto desatado en un mundo que corroía los viejos lazos tradicionales con que se ataba. El sufrimiento, por tanto, tiene ahora un ámbito social, se da como algo humano, nacido en los hombres y propio de ellos, sin que necesariamente intervenga un destino ajeno o los anhelados dioses, como sucedía en los mitos y que en la tragedia será objeto de tratamiento y reflexión. La desacralización del mundo, que empieza en esta época, parece conllevar una contraria sacralización del hombre, del mundo humano, en una metamorfosis, en realidad, de lo sagrado. Es este despojo el que cantará la nueva poesía, que en este sentido, presupone además del mundo sagrado homérico, el mundo del legalismo inmanente donde los hombres pueden ser desde sí, pero al precio de la individualización y la soledad.
Aunque el sufrimiento se inmanentiza, se convierte en un mal social, en realidad, el hombre de este mundo, indica Jaeger (p. 145) siente que queda un reducto inasible, sagrado e inviolable que le continúa rigiendo y llenando, por tanto, de fatalidad el destino, por mucho que la plenitud legaliforme tendiera a llenarlo todo, a copar y desbordar su mundo. Hay, pues, un riesgo y una imprevisibilidad en la acción y en los esfuerzos humanos, que perdura en medio de la racionalización de la vida operada ya entonces. La solución de Solón, en su elegía, será adoptar la perspectiva exteriorizante de la divinidad (movimiento propio del muy posterior pensamiento estoico, que “recetará” la misma medida contra los sufrimientos inevitables de la vida terrenal), una divinidad curiosamente desacralizada, pero vigente como divinidad, es decir, como tensión trascendente, para relativizar y disminuir los sufrimientos propios de la singularidad humana, del individuo y su mundo de sentimientos, a veces opuestos a tales elevados y exteriorizantes designios.
Lo que salva al individuo, pues, lo hace a costa de empequeñecer su mundo, como si lo individual se viera obligado a recurrir, de nuevo y en otra de las contradicciones de la razón emergente, a la posición de Zeus. Este mismo juego, creo yo, por el que la aristocracia se situaba en su lejanía deseada y brutal, salvíficamente distante, como una promesa, como el privilegio de una vida lograda, que desafiara y juzgara, odiada y amada, a la vida cruel y mundana del campesino hesiódico que se ve obligado, para pensar, a recurrir a aquello que lo niega, al juego de una distancia que es preciso fabricar en el propio mundo. Habrá que superar el individualismo y lo más groseramente o sentimentalmente cercano para, de nuevo paradójicamente, permitir el libre desarrollo del individuo que aristocráticamente se erige en nuevo amo de sí mismo y da curso a un nuevo universo de sentimientos y lírica personales, a una poesía a contrapelo, creando el polo de la subjetividad sentimental que desde entonces acompañará a la estética y a la psicología occidental.
Obra mencionada:Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.