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Educación y filosofía
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El orden en la educación. El espíritu de la filosofía jónica en la paideia.
Marcos Santos Gómez
La nueva educación que surge, estrechamente ligada al proceso de racionalización dado en la Grecia clásica, asume el modo legaliforme de organizar el mundo, la ley y el orden que se encuentran en el mismo. Es decir, la educación que consistía en un proceso implícito, en gran medida inconsciente, intuitivo, como aparecía en el mito, a modo de una seducción que plasmaba “homéricamente” un ideal mediante la alabanza del mismo y el elogio del héroe, ahora se va convirtiendo en una labor organizada, programada y medida. En realidad, la paideiava consistiendo también en acoplarse a un ritmo, sólo que el ritmo del mundo “racional” emergente es el de su gramática, el de su estructura y esqueleto que trazan rutas y cadenas causales. Hay, desde luego, un cierto sentir sagrado, una escucha del elocuente silencio del mundo, pero traduciendo método y lenguaje míticos a un plano inmanente, insertando en el mismo el perfil y los trazos abstractos de lo que antes eran causas gloriosas y tremendas.
Todo parece ceder a un arrullo de bellas proporciones, al rumor del número y de la gramática que sostiene y vitaliza desde dentro las otrora imágenes grandiosas de coloridos esplendores. Una razón, pues, que ya estaba implícita e intuida en el propio mito y que surge en la medida que se descarnan las viejas conmociones de las que, quizás, permanece un extraño eco, como un mudo resonar en la materia humillada. Así, ciencia y logos son, en gran medida, una transformación del mito que mantiene sordamente vigente algunas esencias. Los dos extremos y este proceso son descritos por Jaeger de esta manera: “Podríamos decir, parafraseando la afirmación de Kant, que la intuición mítica sin el elemento formador del logos es todavía ‘ciega’, y la conceptuación lógica sin el núcleo viviente de la originaria ‘intuición mítica’ resulta ‘vacía’. Desde este punto de vista debemos considerar la historia de la filosofía griega como el proceso de progresiva racionalización de la concepción religiosa del mundo implícita en los mitos” (p. 151).
Este estrechamiento y vaciamiento de contenidos hecho al mito, supone también una transformación del viejo hombre religioso o el sacerdote en una actitud teorética, en un bios theoretikós contemplativo, descarnado como el propio mito, que ejerce y piensa la realidad como sabio, que la estudia y medita austeramente. No dudamos que esto puede haber alcanzado incluso un ámbito tan cercano como el denominado “templo del saber” de nuestra vieja universidad (anterior al proceso de Bolonia) que siendo lugar también de investigación y estudio (¡y educación, pues la pedagogía sigue estando asociada al estudio y la racionalización del mundo, la razón a una paideia!) es a la vez religión.
Centrándonos en los siglos VII y VI a. C., mucho antes de la universidad medieval que estudiaremos más adelante, lo que entonces podía verse discurrir por los senderos de Grecia eran caminantes cuya actitud espiritual consistía en dotar de ley y organización al mundo natural (estamos en la Jonia de la filosofía natural de los denominados filósofos presocráticos, los primeros filósofos de la historia occidental), seres indiferentes a los valores que movían las vidas corrientes de sus coetáneos, a los que daba igual la riqueza y que cultivaban en este sentido un cierto ascetismo personal semejante al que aplicaban a la materia. Buscaban una profundización del ser por sí mismo, una afanosa persecución de la inmanencia, el logro de una dignidad, aunque austera, para la materia, que consistía en no percibir nada más sagrado que ella misma, causa y principio de sí misma y por tanto explicada desde sí. Ajenos a la sociedad, fueron pioneros en el ejercicio de una nueva libertad que permitía, desde su excentricidad, emitir juicios sobre un mundo que escrutaban con ajena pasión. Esta pasión que podría ser tachada de inhumana o deshumanizadora, era precisamente el precio y la condición para un sobrio análisis crítico de la realidad o, mejor dicho, de las concepciones dominantes sobre la realidad. La crítica del mundo social surge en estrecho vínculo con el distanciamiento existencial vivido por estas nuevas figuras sociales, estos primeros intelectuales, quizás, conocidos por la historia. “El pensamiento racional actúa ya en este primer estadio como materia explosiva. Las más antiguas autoridades pierden su validez. Sólo es verdad lo que ‘yo’ puedo explicar por razones concluyentes, aquello de lo cual ‘mi’ pensamiento puede dar razón” (p. 154). Todo ello producto del desarrollo de la individualidad. Pero la imagen del mundo como cosmos que sostiene sus teorías es, mantiene Jaeger, una persistencia de lo religioso, o sea, ¡constituye una forma de religión! (p. 159). Esto es porque lejos de ser una mera descripción de hechos, la adhesión de una plantilla legaliforme en el mundo y en la materia es una especie de atea sacralización de la misma, como si el esqueleto ferozmente causal de las mitologías se trasplantara ahora al mundo, que se sostiene y crea desde sí.
La doble cara de este proceso de racionalización es la vivencia, por un lado, de la fugacidad y precariedad de la materia, que causa estupor a todos los filósofos griegos hasta Aristóteles y por supuesto a las escuelas helenísticas (pienso en el estoicismo ya tardío de un Séneca o Marco Aurelio) y por otro lado, la logificación, el íntimo ajuste a una legalidad que en medio de los cambios, puede explicarlos y dota de unidad y sentido al mundo erigido, gracias a ello, en cosmos. Un orden que se insertaba en la sociedad también, en la polis, con el derecho, con la escritura, fijación y estructuración de la norma o nomos que, en este sentido, sigue el mismo principio de organización imperante en la physis o naturaleza. Esta íntima legalidad en la forma de proporción y orden causal es expresada por el número que fue antes una esencia cualitativa que cuantitativa, según recuerda Jaeger (p. 162).
Respecto a la paideia, cabe indicar que la educación surge en conexión con este orden y consiste, esta es la principal novedad y gloria de los griegos, inventada por ellos, en una armonía vinculada al número. La puesta en concordancia del individuo con el cosmos que anida en el universo, con su constitutiva legalidad. Desde aquí, se erige una normatividad que regula, pautadamente, cómo hay que conformar al hombre y que se expresó, ya en el siglo VI, en las creencias órficas, tras la efusión disolvente del naturalismo del siglo VII a. C. Su desarrollo del concepto de alma fue un paso fundamental en el surgimiento de la conciencia personal humana (p. 166). El hombre se debe filtrar por el tamiz de la desmitologización y concordarse con el ritmo íntimo, con el logos, que dota de orden a la realidad. Así lo vemos en Jenófanes que desde estas ideas plantea la reedificación de un hombre nuevo, del hombre racional, en un movimiento de la razón jónica que vuelve al interés por los asuntos humanos pero que en lo fundamental sigue la línea de racionalización de la filosofía natural de los demás filósofos jónicos o el pensamiento del ser de Parménides. Esta labor pedagógica y terapéutica de la filosofía suele salir en mis primeras clases de filosofía de la educación, es decir, la poesía de Jenófanes que, como hemos dicho, aplica las nociones desarrolladas en Jonia a la crítica social y a la hermenéutica crítica y disolvente del mito.
Obra comentada:Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.