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Una educación que busca lo distintivo. La poesía de Teognis y Píndaro como educación “selecta”.
Marcos Santos Gómez
La perduración del ideal aristocrático, en medio de cambios sociales e históricos conducentes a modelos políticos diferentes e incluso opuestos, se da, con mayor o menor disimulo, en asuntos como la “perfección”, el ideal educativo al que aspira la paideia y que aparece en la poesía. Píndaro y Teognis, en la lectura que de ellos hace Jaeger, son un exponente de la fortaleza de este ideal que sobrevive y reverbera en el magnetismo y la bella musicalidad de los versos. Como ya dijimos, la primera educadora en Grecia, donde por primera vez podemos rastrear la paideia, es la poesía. Si la paideia trata de plasmar un ideal y encarnarlo, fabricando así un modo de ser hombre, la poesía se alza con una fuerza persuasiva ejemplar, herencia de las imágenes y recursos de la cultura mítica y por tanto capaz de remover hondamente a los hombres, de rehacerlos “desde dentro”. En realidad, puntualiza Jaeger, estos poetas, en oposición al final definitivo del mundo que cantan, que datamos en el siglo V a. C., fueron recitados especialmente en ambientes selectos, en círculos aristocráticos.
Resulta imposible que los poetas, como Teognis, eludan el tiempo en que viven y emerge en ellos un individualismo propio del nuevo mundo naciente de “burgueses” y de la democracia, paralelo al poder disolvente de un logos obstinado que amenaza con derruir aquello que él mismo trata de construir. El nuevo mundo es incierto y se hace de singularidades, de individuos, a los que dirigir el proceso ya semiconsciente de la nueva paideia.
Teognis transmite preceptos heredados de la tradición y pertenecientes a la sabiduría de una clase noble. Su moral, su estética, su “paideia”. Los escribe para fijarlos, pues muchos pertenecían a usos y costumbres orales, entre los cuales ya aparece, ligada a la educación, la fuerza de un eros que ha de presidirla, que la motiva y mueve. Se trata, en un principio, del eros propio de la relación de admiración y magisterio entre guerreros nobles y los jóvenes que se forman para serlo. Se persigue y ama, sobre todo, un ideal o areté, un cierto esplendor en lo que no abunda y luce de modo exclusivo. Un halo de distinción que siempre había acompañado al noble que así funda y reivindica su privilegio, como todavía hoy, en nuestras sociedades, puede verse que acompaña a las situaciones de privilegio social y a las relaciones de admiración-envidia-resentimiento entre clases sociales. Es esta areté que conmueve y emociona la que educa, la que fuerza a imprimir el modelo de hombre que la acompaña. Obra aquí, por tanto, una seducción cuyo prestigio todavía el nuevo logos no ha ido desmenuzando ni poniendo en evidencia. Pero se trata de una solemnidad que irradia y deslumbra que, sugiero, no va a desaparecer nunca de las relaciones educativas humanas tal como se irán ya dando después del “milagro griego”. Un extremo que se opone, culturalmente, a la moderación como virtud que acompañará la preeminencia de la nueva clase emergente campesina y a las tiranías. Estamos, pues, ante una lucha espiritual contra la revolución social que se avecinaba y que en su componente ideológico se impregna en el esplendor de los viejos mitos y de la cultura heroica de la vieja aristocracia. Se reivindica una tradición que peligra y la cualidad innata de lo noble, de lo que uno porta y lo distingue del resto, junto con la capacidad de valorarlo. Lo interesante es que con esto se reclama también una conducta que vierta en la realidad los ideales ensalzados del viejo mundo. El noble debe serlo en sus maneras. Hay algo eterno, perdurable, en el mundo al que se opone ahora el demos y la poesía lo canta. Así, no es esta una cultura en la que desde dentro se cree un individuo que navega, en ocasiones, contra corriente, sino que por el contrario, se trata de la poderosa atracción de una noble tradición, de un acatar los antiguos valores como mayor proeza pedagógica. Subyace en los poemas de Teognis una melancolía por lo perdido, una nostalgia que trata de responder a la afrenta de la nueva sociedad niveladora, como nivelador es ahora el dinero y rompedor de las antiguas ordenaciones sociales que representaba, en el polo opuesto, la poesía de Solón.
En Píndaro también encontramos las resonancias de lo que se resistía a morir, aunque, creo, con una mayor potencia expresiva y riqueza. Desde los himnos a los vencedores en las luchas y juegos gimnásticos, se adentra, y esto es lo que lo hace más interesante, en las simas de la existencia. “(…) Píndaro devuelve a la poesía el espíritu heroico, del cual brotó en los tiempos primitivos, y la exalta, por encima de la mera narración de los acaecimientos o de la bella expresión de los propios sentimientos, hasta el elogio de lo ejemplar” (p. 200). La mayor manifestación de la areté humana es la victoria. Es decir, la exaltación del vencedor se va sublimando y convirtiendo en la exaltación de un ideal altísimo, en la poesía pindárica, que llegará hasta la filosofía de Platón (p. 203). Jaeger emparenta, de hecho, al poeta con el filósofo, como portadores de un mismo espíritu. En este contexto, además, se da en Píndaro, como era propio de la educación aristocrática, una exaltación del pasado. Lo antiguo tiene prestigio y hay que parecerse a ello. La función del poeta será, entonces, elogiarlo, y en esto estriba su potencia y misión educadora. Jaeger trae a colación una evidente sentencia pindárica que sintetiza toda esta ideología: “deviene lo que eres”, es decir, deja ser lo que llevas dentro y te constituye (que no suele ser otra cosa que el acatamiento acrítico de la tradición que lo constituye hondamente a uno). El poeta señala con su dedo esta atractiva tradición que debe ser respetada y perdurar, la canta en sus versos conmovedores. Y en este dejar ser lo que uno es, la búsqueda y la libertad dadas a una esencia antigua y elevada, es, una vez más, casi Platón, según Jaeger (p. 207). Aunque esto es, claramente, mito, un mito que para el poeta es tan real como la realidad. Un mito que, como una varita mágica, dora y embellece lo que toca, transfigurándolo, dotándolo de una profundidad. Independientemente de las conclusiones que iremos viendo en Jaeger, no nos resistimos a anticipar nuestra propia conclusión o presentimiento de que justo esto, este elemento mágico, será el que fabrique, ideológicamente, a la universidad, pero, todavía más, a su producto: la ciencia y el pensamiento “independiente” de la nueva clase intelectual que mantendrá bastante de un mundo arcaico de la aristocracia al que, paradójicamente, quiere oponerse a menudo y superar. El problema es si para impugnar un viejo mundo hay que inventar un punto arquimédico en un supuesto o imaginado “exterior”, proceso que en mucho imita, inconscientemente, la inercia y admiración hacia el punto exclusivo y privilegiado donde habita el aristócrata y de donde emana todo prestigio social y cultural. ¿Hay, pues, nos enseña Grecia, una raíz mítica en lo que se muestra y deviene como razón y logos? ¿Hay una base irracional en el devenir de la ciencia y de los científicos? ¿Un eco de la vieja aristocracia en el nous o mente que piensa, que es capaz, de un modo poderoso y omniabarcante, de verlo todo, de ver las esencias, de captar lo que el vulgo no puede captar? Para Píndaro y su mundo, “Sólo entre los nobles existe la sabiduría. Así su poesía es esotérica en el sentido más profundo de la palabra” (p. 209).
Obra citada:Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.