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Educación y filosofía
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La paideia como lúcida asunción de la levedad de ser en la tragedia de Sófocles.
Marcos Santos Gómez
Jaeger va mostrando en su libro una estrecha interconexión, no muchas veces admitida en la filosofía, entre poesía y educación. Bien es cierto que en la poesía que hemos tratado hasta ahora, en los posts precedentes desarrollados al hilo de la lectura del libro Paideia, es decir, Homero, Hesíodo, Arquíloco, Teognis, Safo y, sobre todo, el trágico Esquilo, no había existido una voluntad consciente de formación del hombre, como misión expresa del arte. El arte poético era un pensamiento vivo en torno a cuestiones esenciales, en especial, la pregunta por quiénes somos que implica, a su vez, una cierta objetivación progresiva de la propia tradición, como tanto hemos ya señalado. Pero las fuerzas de la tradición y del genio poético permanecían hasta cierto punto indomables y “descontroladas”. No había tanto una lucha, sino un sufrir la inmensa y majestuosa corriente de la realidad (un sentimiento muy griego, por cierto), sobre todo en Esquilo. En éste, la fuerza arrolladora del coro, lo dionisíaco, empleando la idea nietzscheana, pero entendiéndola como lo inasible que nos constituye, lo que todavía ni queremos ni podemos captar ni debe ser aprehendido, impera sobre el hombre que, por eso mismo, no toma de manera consciente la tarea (la respuesta) de formarse (de una paideia consciente, lúcida). En el post anterior comentábamos esto a partir de Prometeo encadenado, de Esquilo, que mostraba la incipiente percepción de que en la vida lúcida o en la vida humana, siempre, hay un dolor, dolor que somos, en el que consistimos. La respuesta de Esquilo, pre-filosófica es hacer de esto una suerte de teodicea o justificación del mismo, porque sí, sin que la razón pueda doblegarlo. Claro, Jaeger tiene en mente un desarrollo, una cierta evolución del genio griego, que va llegando a la filosofía que es, y esta es su tesis, al mismo tiempo formación, paideia, del tipo de hombre que queremos (porque hace falta para el nuevo mundo de vertiginosos cambios que llegaba).
Así, Esquilo puede concebirse como más primitivo que Sófocles. Pero su solemnidad hierática en la que explota la eterna y doliente corriente no es, no tiene que ser, primitiva, y puede expresarse, que no aprehenderse, como lo hizo, por ejemplo, Nietzsche. Este carácter inconcebible de lo real, su espanto, lo grotesco, lo singular y extraordinario de ser, es lo que nos estalla en la misma cara cuando leemos a Esquilo. Quizás era ya una época en la que el hombre, lo que había sido el hombre normal, heroico, del mundo homérico, era parte de una concepción problemática. Lo heroico había estado fuertemente presente en las guerras recientes contra los persas, ganadas por Grecia, pero la misma guerra, acaso, había evidenciado que el mundo ni era ni podía ser ya el mundo de Homero. Esta es la tensión inmensa y sobrecogedora que casi revienta en la poesía trágica de Esquilo.
El arte de Sófocles, sin embargo, es ya un pacto con este mundo en transformación que revelaba algo esencial, algo subterráneo que nos constituye a todos los hombres siempre. Expresa una respuesta más próxima a lo que generalmente hemos entendido, y Jaeger entiende, por filosofía, es decir, una voluntad de pensar el mundo y su maremágnum, ofreciendo la respuesta de una poesía que es ya voluntad, también, formadora, una paideia, por primera vez, consciente, en la época de los primeros sofistas y de Pericles, ya más alejados de las guerras persas. Es decir, la clave de Sófocles, siguiendo la pista que da Jaeger, consiste en que ante lo inaprehensible y escandaloso y caótico del ser que impregna al hombre (y la sensibilidad de la época era propicia a ello, pues se percibía, seguramente, que el hombre tradicional se derrumbaba) puede optar por una construcción “programada” del mismo en lo que hoy no hay ningún reparo ya en definir como una auténtica pedagogía o educación, lo que propiamente, puede ser ya denominado como paideia. Curiosamente, la quietud que presuponen las llamadas constantes de los coros en las tragedias de Sófocles a la moderación expresan todo lo contrario, en una suerte de ironía y desdoblamiento que desde entonces ha acompañado a occidente, el de una razón que es domesticación (educación) pero cuya razón de ser es la ruina y el derrumbamiento de todo lo real y la insoportable evidencia de que somos un mero vacío. Así que, también en Sófocles, reaparece quizás duplicada, por esto mismo, la conmoción de ser y además de un modo particularmente intenso, como bien señala Jaeger. En efecto, leer a Sófocles es experimentar la fuerza inmensa de su poesía como meditación constante por el hecho de ser, por situarnos como una facticidad en gran medida arrojada y que se desarrolla en el abismo, en la constante tendencia al exceso, a que el hombre se contagie de la hybris que es ya su mera existencia. Es curioso, recuerdo, que haya yo leído muy recientemente una llamada a la “cordura”, al “nada en exceso” délfico y muy griego, no en Sófocles, sino en Esquilo, en otra de sus grandes tragedias: Las suplicantes, la que pasa por ser quizás la más antigua. El coro o el corifeo, no recuerdo bien, resumen la sabiduría en esa máxima que será la que de manera persistente vertebre el arte de Sófocles posterior. En esta tragedia de Esquilo se deja caer la máxima, casi al final, en medio de un océano de dolor, pero en Sófocles ese esfuerzo por la moderación tensa, vertebra, todo el desarrollo de su tragedia, en la que los personajes, y la trama, adquieren una forma y es aquí donde reside su fuerza (y su modernidad, para nosotros).
Finalmente, en lo que señala Jaeger que acaba también derivando Sófocles es en la evidencia, que se hace patente a cualquier conato de lucidez, de que el dolor es algo constitutivo y esencial del hombre. Ambos, Esquilo y Sófocles, dice él, son respuesta, la primera más primitiva y propia del mundo pre-filosófico y la segunda es ya, casi, filosofía, y pedagogía al mismo tiempo, o filosofía que deviene, que se ve forzada a tornarse, ante tanto dolor, en pedagogía. De manera que la pedagogía es una suerte de consecuencia práctica del mismo dolor que hizo emerger la potencia de la mesura que llamamos filosofía, el nous de la filosofía griega por lo menos, su rostro apolíneo, y que acompaña a occidente como un producto del mismo esfuerzo de lucidez, de preguntarse quiénes somos y qué es lo que es. En Sófocles vemos ya la respuesta metafísica. Y señalemos, que no nos quede en el tintero, que donde esta humanitas explosiva se hace más patente es, señala Jaeger, en Edipo en Colono, donde el hombre, Edipo, es la encarnación de este destino trágico de dolor y asombro, este mismo destino convertido en persona, en la forma de hombre singular.
Referencia bibliográfica:Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.