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Educación y filosofía
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La Sofística: la paideia como proceso consciente y programado.
Marcos Santos Gómez
Más allá del tópico, cuando se estudia seriamente lo que sucedió en Grecia a partir del siglo VII a. C. y sobre todo en Atenas en los siglos V a. C. y IV a. C., resulta de una intensa y conmovedora evidencia que, de algún modo, todos nacimos allí y, como alguien dijo, todos somos griegos en el exilio. Comprender aquellos tiempos es comprendernos aquí y ahora, todavía, pues son sus categorías y dinámicas culturales las que nos mueven, en las que somos y sin las cuales todo sería de otra manera. No soy partidario, en este sentido, de que la escucha que un Occidente lleno de sangrantes “pecados” deba emprender respecto a lo que su razón ha silenciado tanto tiempo, nos conduzca a olvidar que precisamente toda lucidez consistente en ser capaz de trascender los propios prejuicios e intereses y por tanto, de escuchar al otro, proviene de lo que sucedió tras el denominado “milagro griego”. Es decir, el logos, o camino “racional” de acceso a la realidad, se construyó, para mal y para bien, allí, y su característica fundamental y liberadora consiste en que a pesar de que ha justificado muchas veces la opresión y la invisibilización del otro, permite, por otro lado, que esto mismo pueda ser criticado, en la medida en que el logosemergente que construyeron los griegos tenía, como una de sus facetas o modos, el actuar como un disolvente que horadaba y examinaba a la propia tradición. De hecho, ya dijimos que su efecto, el efecto de la racionalización operada en la cultura, vida y política de los hombres de aquellos siglos, fue la desnaturalización del universo cultural que, de algún modo, se pudo objetivar y adquirió, por primera vez, ese carácter extrañamente ajeno, convirtiéndose en lo que hoy los alemanes llaman “Bildung” y los pueblos latinos “cultura”.
En este proceso, señala Jaeger que fueron clave los sofistas. Es en la Atenas del siglo V a. C y IV a. C. cuando se fabrica, realmente, algunos elementos fundamentales de lo que hoy llamamos educación. Una educación que ya sí, por primera vez, es proceso consciente (y programado) de formación del hombre, lo cual no apareció así por las buenas, sino que fue una necesidad social y política, pues estamos en un mundo en fuerte crisis, o sea, en movimiento, en el que definitivamente, el mundo homérico se derrumbaba y era sustituido por las democracias de corte ateniense en las polis influenciadas por Atenas. La paidea fue, por tanto, una necesidad directa del régimen democrático que se vio forzado, en un tiempo acelerado, a fabricar al hombre capaz de gobernarse, al hombre político. Esto implicó, desde luego, el fin de un mundo en el que la religión lo aglutinaba todo, dotando de gran coherencia y sentido al todo que, como efecto de estos nuevos tiempos, se iba desmembrando y del que se desgajó, hemos dicho, lo que hoy llamamos “cultura”. El hombre, así, debía definir quién quería ser, el tipo de individuo adecuado a su nuevo mundo, un mundo cuyos veloces y cuasi dramáticos cambios, lo situaban en la tesitura de decidir y pensar. Pensar era ser capaz de juzgar, precisamente, el mundo, la cultura objetivada y hacerse con ella, artificialmente y sin la automatización propia de las sociedades cohesionadas por la religión y el mito. Era algo, desde luego, prefigurado y preparado desde hacía tiempo. Leyendo a Jaeger es obvio que la poesía que hemos estudiado en anteriores posts de esta serie dedicada al libro Paideia de Jaeger, ya había una clara actividad y finalidad paidética o diríamos hoy, pedagógica, en la misma, en los líricos y sensuales versos de Safo, por ejemplo, o no digamos Píndaro, a pesar de su aire reaccionario, anteriores a este periodo de apogeo democrático. Sólo que ahora esa construcción de la interioridad del sujeto y su ethos vienen relacionados con el tipo de Estado, pues en la mentalidad griega pre-cristiana no hay separación clara, como ocurre en nuestro universo axiológico, entre la ética individual y la política. La una implica a la otra.
La sofística responde plenamente a estas dinámicas de la historia. Parte de la escisión de la cultura que hemos mencionado y de la necesidad de construir, de un modo forzado y sin el viejo automatismo del mundo impregnado de lo religioso, un modo de ser hombre “a libre elección”. Fue, sin duda, ciega a algunas necesidades de la época y a grandes carencias que acarreó, en cuanto a la renuncia a pensar, precisamente, eso, lo religioso, los problemas del fundamento y la metafísica, que muchas veces incluso podía operar ciegamente en sus propios “libres” vuelos. Su libertad y autonomía respecto a una razón que fundara las sociedades, más allá de la naturaleza donde, para algunos de ellos, podía residir el principio que había de regir la conducta (la ley del más fuerte, por ejemplo, en Caliclés), una racionalidad específica del mundo político de los hombres que no se viera empañada por una vinculación de la “nueva” naturaleza humana a la naturaleza general del mundo natural, los convirtió en exponentes feroces del nuevo individualismo, en su aspecto más disolvente de las viejas tradiciones, del antiguo nomos, y de la cultura, que fue despojada de todo halo sagrado y desnaturalizada, de manera que se pudo programar su asimilación consciente, producto de la decisión, al “educando”.
Los sofistas idearon, por tanto, por primera vez en la historia algo que perdura hasta hoy, como uno de los principales rasgos del mundo parido por Occidente: la enseñanza “reglada”, formal, académica. Ellos fueron los primeros en separar el conocimiento que requería el manejo de la cultura cosificada en las disciplinas que, más o menos, perduran, asombrosamente, hasta hoy y que sentaron las bases de la paideia helenística, cristiana y medieval. Es su escepticismo que despojaba de fundamento al nomos (salvo el de su reducción a un mundo natural, a una physis, que siendo mundo sin hombres, paradójicamente, aplicaban como ley o fundamento de la ley, al mundo de los hombres), su escepticismo, digo, el que creó la idea y la praxis actual de la educación, de la pedagogía como saber destinado a la programación regulada y consciente del proceso educativo.
Señala Jaeger que el mundo homérico que aparentemente había sido herido de muerte con estas transformaciones, y a pesar del extremo que representan los sofistas en cuanto culminación del movimiento de disolución emprendido por el nuevo logos griego, perduraba implícito en la paideia, en cuanto nuevo origen de una nueva aristocracia basada en la adquisición de la areté o virtud, o sea, de un carácter que irradiara el esplendor que antiguamente irradiaban los nobles en quienes no lo eran y habían de dedicar su vida a trabajar embrutecidos la tierra. Además, indica, la vieja nobleza de sangre se transforma ahora en una idea que tendrá, también, enorme vigencia: la naturaleza humana, el fondo común y espiritualizado (como “sangre” espiritualizada) que compartimos todos los hombres. Una naturaleza humana que, ahora, es preciso “cultivar”, idea que llegará hasta Plutarco, mucho después, quien por primera vez empleará o, por lo menos, popularizará hasta hoy, la metáfora del jardín o la planta cuyo cuidado y crecimiento es la educación. No olvidemos, por cierto, que Plutarco dedicará un escrito específico a la educación.
El modo de cultivar esa materia que somos, materia, bien es cierto, al modo de espíritu, será la administración e interiorización gradual de la cultura objetivada en la que apenas quedan rastros (aunque los hay) de la antigua fe ciega y la confianza propia de lo religioso. Es decir, ahora, la nobleza se fabrica, la vieja aristocracia y la grandeza homérica, se puede inyectar en los hombres mediante la adquisición pautada de la conducta templada y la relación reflexiva con el entorno cultural. La moderación del hombre noble que se transmitía por la sangre, ahora es la moderación de una prudencia que cada hombre puede desarrollar en su relación con el mundo de la enseñanza.
La relación de este tipo de educación sofística, con su trasfondo fuertemente escéptico, y que renuncia a una búsqueda de lo verdadero, de una supuesta clave secreta que oculta la realidad, que la alberga en su seno, torna la relación con la política de la misma de una gran ambivalencia. Por un lado, se forma a una nueva nobleza de dirigentes y demagogos que llevarán la voz cantante en las asambleas, pero, por otro, se disgrega al Estado. Se cumple una función política y acorde y adecuada con la nueva democracia, que, sin embargo, conducirá a ésta a su colapso y a la propagación de un fuerte y ácido individualismo de tintes egoístas. Es el precio que tendrá la renuncia a una formación y a una cultura que sean acicate para una búsqueda de su propio fundamento, dicho en otras palabras, a una fundamentación del nomos que vaya más allá de la ley del más fuerte imperante en la naturaleza salvaje.
Obra de referencia:Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.