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La potencia expresiva de las tragedias en la paideiay en la nueva racionalidad helénica.
Marcos Santos Gómez
Porque Zeus puso a los mortales en el camino del saber, cuando estableció con fuerza de ley que se adquiera sabiduría con el sufrimiento.
Esquilo, Agamenón, 163-183
La grandeza de las antiguas tragedias griegas se manifiesta porque no se agota el número ni la naturaleza de sus interpretaciones. Así, en su clásico y excelente libro sobre Esquilo, Murray lo reconoce, admitiendo el hecho de que su interpretación del mismo, del más antiguo de los tres autores de la época de oro de la tragedia ática, no puede ser única. Yo no puedo ni quiero hacer un resumen exhaustivo de este libro, sino tan sólo aludir a un par de ideas fundamentales que dan luz en relación con la obra que en la noche de los tiempos se ha salvado de lo que el autor griego elaborara, que si bien es suficiente para comprender cómo y por qué ha sugestionado a tantas generaciones de hombres, no es lo amplia que debiera ser para ofrecernos una idea más que aproximada de la personalidad y genio de nuestro antiguo autor.
En lo que se refiere al asunto de la paideia, que es lo que nos interesa, conviene resaltar que la tragedia significa un avance en el proceso fugaz, aunque gradual, de emergencia del nuevo logos griego-ateniense que toma distancia de la tradición para voltearla analíticamente, cosa que realiza desde la propia tradición, como en el siglo XX ha resaltado y también realizado la hermenéutica filosófica y literaria. El avance específico de esta manifestación del espíritu ha sido extraer de la mitología los elementos universales, a juicio de Murray, contenidos ya, implícitamente, en el mito, lo cual desborda lo que de él han hecho y dicho interpretaciones a nuestro gusto demasiado restrictivas y reduccionistas como las de Freud, la del Edipo de Freud, por ejemplo. Es decir, el mito es más que mera proyección psíquica de los hombres, en la medida en que somos más que los procesos psíquicos estudiados por Freud y no nos agotamos en los mismos. Así, cada tragedia de Esquilo significa una reflexión sobre un enigma o problema fundamental, planteado por la existencia del hombre y por la propia emergencia del logos.
Especialmente rico es el conjunto de sugerencias que plantea Prometeo encadenado, que abarcan el campo de lo que la posterior soteriología (y coetánea, también) nos plantea. Es decir, el precio de la civilización que ha debido aunar la sabiduría con el sufrimiento salvador de alguien (que somos todos los hombres) que debe morir para resucitar, o pagar una culpa con el fin de liberar al resto de la humanidad. Es una idea universal en el sentido de que todos los hombres desde que existe la civilización saben que han abandonado un estado anterior, a menudo idealizado (el mito del buen salvaje, por ejemplo, en el que se ha dicho que hasta cierto punto incurre Rousseau, y sólo hasta cierto punto). Civilizarse consiste en visibilizar lo que antes era un ejercicio mecánico e inconsciente de, por ejemplo, culpa y retribución, que ahora ha de pasar a través del tamiz de un logos analítico que desmenuza, como los ácidos del estómago las proteínas convertidas en sus componentes básicos o aminoácidos, lo anterior y lo presente. Esto genera el dolor de una pérdida y la consecuente desorientación que pronto, en la ilustración ateniense de la sofística, quedará patente. El ejercicio del logos no llega gratuitamente, sino que se acompaña de unas nuevas necesidades y exigencias, del mismo modo que la civilización. Entiendo por civilización, por cierto, el modo de vida humano que trata de emanciparse de la propia constitución, es decir, desgajarse dolorosamente del mito (sin jamás lograrlo). Se entiende que la ilustración freudiana pronto se fijara en este proceso como metáfora o reflejo mayor de lo que acontece en el sujeto humano durante su maduración psíquica. Pero, insistamos, Esquilo no pretende describir ninguna trama psicológica, lo que se comprueba en sus argumentos, que apuntan más allá de las motivaciones individuales de sus héroes. Son más bien, vivencias acaso colectivas y problemas fundamentales de índole metafísica que atañen a la existencia del hombre, a su soledad en el universo y a la convicción elemental de que existiendo se está pagando un precio, que los dioses, a menudo, deciden en contra de los deseos humanos. Y esto último nos lleva a la teodicea que ya decíamos que aparece como rasgo principal del Prometeo encadenado. Hay que pensar y justificar esta realidad del dolor universal que acompaña a la civilización, concluyendo no que no deba darse ni que haya que dar un imposible paso atrás, sino que es, lo que hasta cierto alivia, algo imperioso, algo fatal pero cuya comprensión es ya parte de la solución (no estamos lejos, vemos, de las claves freudianas, a pesar de lo que hemos dicho, sólo que, insistimos, vamos más allá. A no ser que entendamos que lo esencial deba de abordarse, como lo hace Freud, permaneciendo en el plano de un sujeto psíquico a menudo sufriente que desde sí explicaría el mundo y la cultura).
En Los persas, Esquilo se pone, increíblemente, en la piel del enemigo, a diez años de los acontecimientos bélicos que asolaron Grecia por la invasión persa del rey Jerjes, hijo de Darío, y en los cuales participó heroicamente como soldado él mismo. En esta obra se incide en algo muy griego: la facultad desintegradora de la hybris humana, que ha de pagar su culpa, con un precio o castigo. Los dioses penan esta tendencia del hombre a sobrepasarse y, de nuevo, vemos cómo la mesura es impuesta por el contrapeso de la pena, de un modo semejante al derecho que intentaba en el proceso de emergencia del logos, racionalizar la vida humana, es decir, organizarla desde la conciencia y la voluntad, o la voluntad consciente. La interpretación de Murray diverge, sin embargo, de este matiz que nosotros hemos encontrado, y atribuye el dolor de los persas perdedores a un rasgo de la moral griega, si lo he entendido bien. En cualquier caso, la identificación con el dolor de lo ineludible e inevitable es pasmosa en esta obra, pudiendo extrapolarse el mismo fácilmente a un dolor universal experimentado por todos los hombres, al sentirse víctimas de una fatalidad, de una bifurcación esencial, como precio que, de nuevo, hubiera que pagar por existir. La existencia, así, resulta un dolor, pero, al mismo tiempo, se puede liberar si captamos y sublimamos dicho dolor estéticamente, que es lo llevan a cabo, precisamente, las grandes tragedias. Éstas nos conducen a la miseria digna de lástima, pero al mismo tiempo a la nobleza y grandeza del hombre. El hombre es un ser, como decía Nietzsche, híbrido, digno de compasión a menudo, pero que ha de superar dicha compasión (en la interpretación del autor germánico) para existir cabalmente, como hombre pleno.
Un efecto de la lectura de estas tragedias es la sensación de que estamos conectando con algo esencial y por tanto, comprobamos cómo nos remueven por dentro, cómo nos agitan el alma. Tienen, en este sentido, una fuerza pasmosa y su lectura es más que impresionante. Así, llegamos a la Orestiada, ciclo de tres tragedias en cuya lectura a nosotros nos ha impactado, especialmente, la segunda, Las coéforas (cuyo texto griego en Alma Mater acabo de adquirir, por cierto). Aunque diga esto, es necesario leer la trilogía completa para, siguiendo a Murray, comprender lo que aborda y la incipiente respuesta al problema en cuestión que aporta. Es la tercera tragedia, Las Euménides, la que nos orienta en esta comprensión (lo que nos lleva a pensar que Esquilo está a día de hoy fatalmente incompleto, ante las lagunas en su producción existentes, tal como éstas nos han llegado desde la noche de los tiempos). Aquí se muestra a las claras lo que hemos anticipado anteriormente, es decir, que civilizarse es reprimir el precio de la sangre, de la venganza tribal y familiar que constituía la justicia o diké natural del derecho implícito y no escrito, por la diké reflexiva que mide, sopesa y distribuye las penas y culpas sabiamente. Es una nueva visibilidad que el griego ateniense aquí hace de su propio proceso racionalizador, que implica un cierto sometimiento y domesticación de lo antiguo que se sitúa, desde su nueva perspectiva, en un estadio previo y salvaje e inconsciente.
Lo más impactante de las tragedias es la “eficacia” y la fuerza con la que tratan los asuntos que hemos mencionado. Son sobrecogedoras. Los plantean como auténticas bifurcaciones, poderosas, que, como un nuevo destino, acompañan fatalmente al hombre. Así, en el proceso de la paideia que estamos estudiando, aportan su particular momento de reflexión y contribuyen a la “fabricación” del nuevo sujeto, henchido de bifurcaciones y desesperado, pero dotado de una dignidad especial y también nueva, de una nueva forma de mirar el mundo y de mirarse a sí mismo.
Obra de referencia:Murray, G. (2013). Esquilo. Madrid: Gredos.