-
-
19:29
»
Educación y filosofía
Normal 0 21 false false false ES X-NONE X-NONE /* Style Definitions */ table.MsoNormalTable {mso-style-name:"Tabla normal"; mso-tstyle-rowband-size:0; mso-tstyle-colband-size:0; mso-style-noshow:yes; mso-style-priority:99; mso-style-parent:""; mso-padding-alt:0cm 5.4pt 0cm 5.4pt; mso-para-margin-top:0cm; mso-para-margin-right:0cm; mso-para-margin-bottom:10.0pt; mso-para-margin-left:0cm; line-height:115%; mso-pagination:widow-orphan; font-size:11.0pt; font-family:"Calibri","sans-serif"; mso-ascii-font-family:Calibri; mso-ascii-theme-font:minor-latin; mso-hansi-font-family:Calibri; mso-hansi-theme-font:minor-latin; mso-fareast-language:EN-US;}
La sombra luterana en la pedagogía de la Enciclopedia.Marcos Santos Gómez
La Enciclopedia de Diderot es una obra que todavía hoy podemos tener de referencia como modelo de las grandezas y las miserias de la pedagogía ilustrada. Una pedagogía que se ha de comprender al mismo tiempo como cómplice en la construcción de un mundo nuevo a costa de desechar otras posibilidades de mundo y, también, en su callada pero explosiva disolución del entramado ideológico del Antiguo Régimen. Es ejemplo, por tanto, de producto intelectual que actuara al modo de cargas de profundidad arrojadas a la tiniebla de los abismos, a los cuales tratan, no sin miserias ni dificultades, de iluminar. Mas, como es bien conocido, siendo casi un tópico de nuestro pensamiento, la Ilustración también introdujo sus sombras al pretender iluminar de manera exhaustiva la realidad. Es como si lo real hubiera siempre de mantener su misterio, como si se resistiera a acoplarse a las demandas de los métodos sordos a los elementos esenciales de lo que de verdad sucede, de lo que está ahí. Es ya en esto donde la Ilustración, y la obra enciclopedista en particular, se revela como un esfuerzo titánico, una guerra prometeica en la que el hombre, más que nunca, quiere ocupar el lugar de la divinidad que en sus formas tradicionales y bíblicas él mismo había disuelto. Creo que nunca antes se había tomado conciencia del poder de hacer y deshacer en este cielo de la materia donde vivimos, de la capacidad del hombre para configurar conscientemente el mundo en el que quiere vivir, en la medida que se sacraliza al mismo hombre. Un conocimiento y una operación humanos que intentan ocupar la realidad, desplegarse en ella, para tomarla y doblegarla, tal como lo expresa el modelo de la hábil manufactura en los talleres de los artesanos que protagoniza la mayor parte de los artículos e ilustraciones de la Enciclopedia.
La clave de este nuevo mundo que se quiere construir es la habilidad, la destreza por la que conjuntamente obran la mente y la mano del hombre, lo que introduce una imagen del mundo apto a los hombres que operan en la realidad y que desde su labor la explican y conocen. Conocer es casi un sinónimo de construir, por mucho que quiera ubicarse fuera del hombre el origen del orden que parece regir la realidad. El orden está primero en el hombre, que puede toparse con el mismo, misteriosamente, en el mundo. Es el momento máximo de la subjetividad que crea desde una ilusión de identidad cognoscitiva y sensible, como cuando se proyecta la mirada sobre los objetos, la configuración de un mundo que puede ser organizado, abarcado y sistematizado. Así, la Enciclopedia significa y concentra esplendorosamente este esfuerzo unitario de la razón que había creado los talleres y la artesanía refinada, cuyo heroísmo es opuesto al heroísmo del modelo aristocrático del Antiguo Régimen, de quienes creaban el mundo con la guerra y mediante las monarquías que se fundaban en el misterio y lo numinoso.
El esplendor burgués hubo de construirse a partir del mito en torno al feudalismo y el Medievo. Un mito que les sirvió para justificarse, que creó la oscuridad que todavía hoy parece requerir aquella luz del siglo XVIII. La vieja teología otorgaba la penumbra necesaria para que la luz de la razón dieciochesca viera mejor a su alrededor.
Este esfuerzo por la claridad que veneraba la técnica (uno de los artículos mejor elaborados fue “alfiler”, que describía el proceso de fabricación de los alfileres que usaban las costureras), tenía, pues, detrás una plaga de oscuridades. Crear un mundo nuevo, construirlo casi como si fuera una manufactura, justificarlo y diseñarlo tenía un precio.
La Enciclopedia fue una larga tarea que reunió a unos ciento cuarenta autores, de los cuales merece que nos detengamos no tanto en quienes brillaron y todavía brillan, como el propio Diderot, D’Alembert, Voltaire, Rousseau, Condillac, Holbach, Condorcet, etc. que en sus vaivenes expresaron el modo heroico, el nuevo estilo intelectual de ser aristócrata, un modo que incluía sufrir la persecución, el vituperio, la mala fama, las estrecheces y apuros económicos, el cansancio de la lucha sin cuartel, la habilidad para sortear la censura y por tanto tener que jugar con lo oblicuo de las palabras a fin de dar en el clavo, agudizar el ingenio que en la ópera y el teatro creaba tramas populares para ocupar con la estructura del pensamiento plebeyo y burgués las magnificencias de una mitología griega que convertía en oro regio lo que tocaba y, sobre todo, encajar la desolación de un mundo sin Dios pero al que no podían despojar de Dios, que se hallaba en la estructura de su pensamiento (que era deísta, principalmente) en el principio del vacío que para ellos llenó Newton.
Sin embargo, la figura del Caballero de Jaucourt, autor de una cantidad desmesurada de artículos, de miles de ellos, más de la mitad de los publicados en la Enciclopedia, resulta aún más reveladora. Este autor, que era noble, de los pocos nobles que colaboraron con el proyecto, dispuso de la fortuna suficiente para ser autor independiente y poder dedicarse al estudio. Por eso mismo, por el estudio y la ciencia, renunció a la búsqueda del prestigio social, a una vida como noble, encerrándose toda ella con una enorme biblioteca que fue aumentando progresivamente (y que constituía su único gasto, hasta el punto de ir mermando su fortuna de manera considerable con la adquisición de libros). Además en su casa organizó muchas de las tertulias de los enciclopedistas parisinos, henchidas de brindis procaces y profanos y de jugosas anécdotas. Eligió, pues, a pesar de que tenía medios para vivir como hubiera querido, una forma de vida muy austera. Se centró todo él, como otrora centraban en Dios su existencia los castos anacoretas o los posteriores monjes cristianos, en un cierto contacto con la sombra de ese mismo Dios, con lo que de él quedaba en este páramo terrenal de exilio y caída. Así, Calvino y Lutero, reyes de este universo despojado, que justificaron las distintas formas de renuncia al mundo y desapego como manera de existencia propia de quien vive de la nostalgia del Dios perdido, que exacerbaron este nervio agustiniano y jansenista, fueron también su sangre. Era teólogo de secreta filiación protestante, aunque oficialmente su rica familia se había convertido al catolicismo de manera forzada en la Francia que masacró a los hugonotes. De hecho, fue a Ginebra a estudiar, centro del pensamiento más crítico con el catolicismo de la época y cuyo artículo en la Enciclopedia, redactado por D’Alembert, originó el mayor escándalo en toda la historia de la publicación de la obra.
Escribió artículos comprometidos sobre derecho, política, filosofía, en medio de una producción de calidad irregular que se desarrollaba a una velocidad desmesurada (durante la época de su colaboración con la Enciclopedia, de cuyos últimos tomos es casi el único autor, lo único que hacía desde que se despertaba temprano hasta acostarse era escribir sin parar para ella, llegando a producir hasta cuatro artículos diarios). Llegó a defender la abolición de la esclavitud.
Era también, como muchos de sus compañeros en la empresa enciclopedista, científico. Había perdido en un naufragio una no menos desmedida obra de la que era autor, un compendio, de medicina, tras lo cual, decidió sumarse al proyecto de la Enciclopedia y dedicarle todo su aliento. Su búsqueda fue una búsqueda en el mundo que renunciaba al propio mundo, que exigía dicha renuncia, es decir, una forma de vida pura, angelical, que antepuso el trabajo a la polémica y que no quiso cosechar otro fruto que la propia actividad intelectual en sí misma. Fue, pues, ciencia pura, vida dedicada que sumaba logros reservados calladamente en un frenesí que, me parece, en el fondo constituyó una forma ingeniosa de escepticismo. Cultivó un irónico modo de vida que combinaba el secreto de una vida de aparente silencio, con lo escandalosamente público de una obra como la Enciclopedia cuya titánica pretensión era construir un mundo y a la que él contribuyó en una incesante fiebre por sumar artículos, es decir, fragmentos de un orden mayor a cuyo servicio se puso, que organizó y ordenó su propia existencia pero que la especializó también, como especializados eran sus artículos. El escepticismo de una tarea que como sus manuscritos de medicina desaparecidos bajo el mar, quizás se sabía imposible y que, en efecto, hoy parodia nuestra Wikipedia. Al mismo tiempo que partía del pathos enciclopedista por abarcarlo todo bajo el imperio de un orden racional, en cada artículo que escribía se restringía a una forma particular del orden que describía minuciosamente. Porque cualquier enciclopedia nace como un titánico empeño de llenar la realidad y de construirla, de explicarla y aclararla, para acabar en la mayor de las confusiones, casi lo que ha logrado, como es ya muy obvio, nuestra internet. Algo que aunque hoy es muy evidente y con ligereza se tacha de rasgo postmoderno es una extensión de la más pura y elocuente modernidad.
Así pues, la tenaz y heroica lucha por abarcar el universo, convirtió todo el proyecto, toda la Enciclopedia, en un destino fatal, condenado a faltar a la verdad. La misma obra que había optado por ordenar sus artículos según el orden alfabético y ni siquiera por materias, incorporaba, como una fisura en todo lo que hizo, una impugnación de sí misma. Y al final de su actividad en un mundo degradado ya no estaba el mundo, sino una imagen del hombre nutriéndose de una forma particular de mundo. Como narra Borges en un texto memorable sobre un pintor que pinta el más detallado dibujo del universo, lo único que la Enciclopedia acabó pintando fue el rostro de sus autores o su propio rostro, a ella misma como torpe añadido al mundo, que diría, también, el maestro argentino, o, mejor dicho, el boceto de la realidad en el que se sustentaba todo el proyecto y que era, al mismo tiempo, la obra y sus autores.
Esta fatalidad del proyecto lo condenaba desde sus inicios y lo veteaba de un sino trágico que le da un último rasgo que quiero destacar a esta suerte de pedagogía ilustrada que se encarnó en los tomos de la Enciclopedia. Me refiero a lo conmovedor y poético de un proyecto que en su miseria no dejó de aspirar demoníacamente a ser como Dios, pagando el precio de la expulsión del origen, del Edén. La rebelión iluminista de hombres puestos a recomponer el mundo malogrado y contrahecho que Dios, como una vieja chapuza, parecía haber abandonado o del que ellos, nosotros, hemos sido desterrados, pero que en su imposibilidad, en su condición de viaje a ninguna parte, es clamor aún más poderoso por la divinidad anhelada y envidiada. Una tarea obstinada en la que acabó pesando más el “labora” de la regula benedictina que el momento de la oración y la escucha, pero cuya ansiedad era hallar al Dios y al Paraíso perdido por la vía torcida de prescindir de Él.
-
-
21:10
»
Educación y filosofía
Normal 0 21 false false false ES X-NONE X-NONE /* Style Definitions */ table.MsoNormalTable {mso-style-name:"Tabla normal"; mso-tstyle-rowband-size:0; mso-tstyle-colband-size:0; mso-style-noshow:yes; mso-style-priority:99; mso-style-parent:""; mso-padding-alt:0cm 5.4pt 0cm 5.4pt; mso-para-margin-top:0cm; mso-para-margin-right:0cm; mso-para-margin-bottom:10.0pt; mso-para-margin-left:0cm; line-height:115%; mso-pagination:widow-orphan; font-size:11.0pt; font-family:"Calibri","sans-serif"; mso-ascii-font-family:Calibri; mso-ascii-theme-font:minor-latin; mso-hansi-font-family:Calibri; mso-hansi-theme-font:minor-latin; mso-fareast-language:EN-US;}
Punkies y misioneros: la utilidad perdida de la Pedagogía. Marcos Santos Gómez
En la asignatura Fundamentos pedagógicos e historia de la escuela propuse como práctica en los inicios del pasado cuatrimestre, para el primer curso del Grado en Educación Primaria de la Universidad de Granada, hacer un pequeño trabajo sobre la pedagogía punk. Esta propuesta, que pudiera extrañar a algunos, se basa en la reflexión de que confrontarse con lo que melancólicamente denominaríamos el lado punk de la esperanza conduce a repensar cuáles han de ser las razones que nos mueven como educadores y a plantear la misión impugnadora y negativista que un pedagogo debe realizar en su centro de trabajo si pretende ser útil. Porque el punk es algo muy serio. Su pedagogía de la provocación y del ojo puesto en el reverso de lo “bueno” como clave “desideologizadora” es un intento de enderezar lo que, aun estando en realidad torcido, parece derecho por la fuerza de la costumbre.
Su impugnación es, en realidad, la pesquisa por la verdadera razón de ser, desde la cual iluminar lo que pasa usualmente por el sentido común. Algo muy viejo, que se recoge ya en los poemas homéricos y que está en el mismísimo origen de nuestra tradición. Así, el sueño, también barroco y quevedesco, de volver el mundo al revés para enderezarlo es lo que subyace en la obstinada denuncia del punky. Desde este punto de vista de la subversión, un pedagogo podría entender que sólo puede ser verdaderamenteútil en la más exultante y desafiante de las inutilidades. Algo que, por otro lado, suscribiría el Chesterton que confiesa hallar un especial placer desde la infancia en girarse para ver, literalmente, el mundo al revés, cosa que hizo toda su vida y en toda su literatura (alguno de sus locos personajes se da la vuelta para, viendo un paisaje invertido, comprender la solución de un enigma policiaco) y que también me recuerda una cómica escena de Grandes esperanzas de Dickens cuando el niño protagonista es agarrado de los pies por un villano huido de la cárcel y de repente, todo, sin saber por qué, se gira ante sus asombrados ojos.
Para llegar a adquirir un sentido de lo útil en la escuela hay que conocer, primero, en qué consistió la utopía escolar, es decir, el proyecto original, estudiando cuál era su composición, su estado de cosas, el cuadro que se pintó en un primer momento. Esto supone repensar el sentido de esta profesión, tanto la del maestro como la del orientador de un centro. Teniendo en cuenta mi asignatura, era más propio tratar este asunto de la escuela de hoy al revés que supone la escuela de mañana al derecho, tras el repaso histórico que también se emprende en ella, por el que lo educativo no es abordado como una cuestión técnica, sino que trata de asirse en su complejidad, desde una teoría que partiendo de la historia, la trasciende en la medida que esto es posible. Quiero decir, que el pedagogo (centrémonos ahora en esta figura laboral que me ocupa en la presente tanda de posts en el blog y dejemos para otra tanda la reflexión sobre el maestro) trata de hacer las cosas bien y de incidir en su época mejorándola. Es lo que a veces con tintes algo metafísicos se ha entendido como lo perfeccionador del proceso educativo, o la educación como perfeccionamiento, que a su vez presupone aquello que decía Ellacuría de que no se sabría lo que somos finalmente los hombres hasta que la historia haya terminado, hasta que la última palabra proferida por el último de los hombres insufle sentido a todo el proceso o lo colme de sinsentido. Tampoco entonces, me temo, se entenderá nada y resultará, casi seguro, que todo habrá sido un desvarío cuya única verdad consistirá en una aparatosa ausencia de fundamento. Pero hasta entonces, apoyémonos en nuestras ilusiones originales y en la verdad de que no existiría educación si no fuéramos apertura, si no estuviéramos en el tiempo hasta tal punto que nuestra esencia es puro gerundio.
Pues bien, el pedagogo preocupado por retomar el proyecto malogrado de la escuela que pudo ser, que hoy se ve abocado a un enfado de tintes nihilistas, de corte punk, al que le enfada lo que ve, pero que es el más ilustrado de todos los pedagogos, se percata, sobre todo, de que dicho proyecto le ha sido arrebatado a la propia escuela. Lo primero que adivina es que, aun más, le han robado la razón o, por seguir la metáfora del mundo al revés, la recta perspectiva. Si es así, si de percata de ello, como cualquier víctima de un engaño hará su trabajo desde la indignación. Es más, o está indignado, o no se lo toma en serio. Indignarse, tanto como lo está cualquier punky, significa saberse víctima y procurar, al mismo tiempo, que las cosas vuelvan a ser como tienen que ser. Si es un pedagogo que quiere ayudar a hacer un mundo más comunicativo y fluido, o sea, más, si no racional, por lo menos razonable, tiene que comprender que lo que hoy sucede en la escuela se le va a poner en contra. Y es en este punto y estado de lo razonable, del sentido común imperante en ella, donde no quiere estar, precisamente en nombre de lo razonable, del sentido común y de la escuela.
Por el contrario, si decide ser razonable según el canon oficial habrá de, emprendiendo el camino fácil, identificarse con la razón que lo ha puesto allí y que ha construido el entorno en el que hace su trabajo. Desde ahí, aceptar un sentido de lo útil que los propios alumnos de Pedagogía o Magisterio no cesan a menudo de demandar en su formación y que cualquier político, inspector, director de centro o jefe de estudios demandan. Es preciso ser prácticos, se dice, no andarse por las ramas, no complicar las cosas y buscar lo que da resultados.
Si se conforma con eso, hacer su trabajo será relativamente cómodo, pues sólo tendrá que acoplarse a la corriente de la innovación constante, de la centralidad de las nuevas tecnologías, del menosprecio de los contenidos y de la memoria, de las competencias y de los proyectos que disuelven el saber en fines de mera adaptación. Toda esta corriente que el sentido común imperante consagra y a la que nadie en su sano juicio puede oponerse, ya que además todo ello se hace en pos de la calidad. ¿Acaso no llevaba siglos la Pedagogía hablando de todo esto? ¿No es ello lo que ya vaticinaban y propiciaban un Rousseau, un Pestalozzi, la Sra. Montessori? Todo en aras de una calidad educativa… que se mide según las demandas del mercado (padres de los niños como clientes de esta nueva escuela empresarial) y los rankings que parten del ir todos contra todos para producir el bien. Pero en esto consiste el progresismo, es decir, la búsqueda para todos de la cara amable de la vida en el librecambismo que desde ahora será, para siempre, un juego. No. No hay que estar amargados, no hay que hacer aspavientos de rebelión ni vivir estrafalariamente como un punky.
Y en este jovial paraíso, el bien no hay que pensarlo mucho. Es lo que las leyes consagran, lo que encaja con las categorías de los evaluadores, en los rankings donde se clasifican las escuelas. No importa que se den flagrantes contradicciones, como que se elogie y fomente la atención individualizada y particular a cada niño, pero al mismo tiempo se tienda a una estandarización y burocratización sangrantes. Es natural. Todo debe cambiar e innovarse, para hacerse más atractivo y hacernos más flexibles. Este pedagogo que tal vez se asuste de los punkies, que son, para él, horribles y descerebrados, se convierte en una especie de bicarbonato para facilitar la digestión de tan razonable final de la historia. Una pedagogía que no quiere destruir y que construye sin pausa.
Aquí está la razón. La escuela, esa construcción ilustrada, la detenta y al pedagogo punky que todo esto le huele mal no le quedaría sino estremecerse bailando pogoy renunciar a buscar otros sentidos de la utilidad, de lo bueno y de la propia razón. Pero no es así. En el mundo de la sinrazón, en el mundo que asume otra perspectiva, la razón no desaparece, sino que se torna en otra razón. Es más, puede que torne a ser la razón originaria. Puede que, en el fondo, haya que ir al principio para salvarnos, lo que no nos aleja mucho de Rousseau, hoy tan desvirtuado porque también se le ha robado su fuego en toda esta trampa pedagógica.
La lección del punk, pero también del anarquista o del Crucificado, estriba en que en un mundo que disfraza su profunda irracionalidad como sentido común, su reacción como progresismo, un mundo ciertamente al revés, tener razón significa darle la vuelta a todo esto. Aunque darle la vuelta a la verdad o a la cordura no es hallar un lado oscuro o reverso negativo, sino redefinir, como estamos diciendo, lo razonable y encontrar ahí justamente la salud perdida de la escuela. Su luz inversa, su provocadora fealdad, como la de Tersites, denuncia la caricatura de Ilustración que vivimos aunque se vista de las mejores sedas. Porque el suyo es un heroísmo sin glamour, si es que le interesara ser un héroe, cosa que al punkyle resbala. Un heroísmo sin recompensas, incomprendido y peligroso. Pero su tozudez pone por encima de su supervivencia esta misión, lo que restaura a su profesión su origen sagrado. Pues hasta el más nihilista de los punkies tiene una misión, o si no estaría muerto: “no sé lo que quiero, pero sé que lo busco” decían por cierto los Sex Pistols. Desde este punto de vista, no puede haber una pedagogía más útil ni coherente, que haga mejor su trabajo y que sirva para desarrollar la más eficaz de las labores orientadoras en su centro que la planteada por un punky. El pedagogo punky se parecerá bastante a un Dr. House que paseara cojo y enfurruñado y cuyo único amigo, cuya única obsesión y cuyo último interés por el que vivir fuera la razón; la razón maltratada que exiliaron de la escuela.
Con estas vueltas, el trabajo del pedagogo que busca su tesoro como ese personaje también marginal del Señor de los anillos, no menos grotesco y teñido de horrores, ya no va a ser ejercer de funcionario, es decir, ya no va a establecer lo bueno según lo que se dice que ha de ser lo bueno, lo que sirve, lo que ayuda a medrar, en una idea inquisitorial por la que lo bueno es lo que se ajusta a una doctrina que llena de complacencia y cohesión a la sociedad. Ahora, reencontrado con su destino, su utilidad consistirá, precisamente, en querer tanto el bien y la perfección del educando que acabe reventando los corsés de lo obvio, de, como decían en otros tiempos, lo establecido. Y en este proceso los que aman la profesión del educador comprenderán que se es útil siendo orgullosa, cándida y tragicómicamente inútil. Si esto es así, si la escuela se pone al revés para poner el mundo al revés, habrá recuperado su auténtica razón, que era su primordial razón de ser, y el corazón de su ética.
Así que lo que habría que procurar en nuestros graduados en Pedagogía es que adquiriesen la competencia de atender a su daimon y de asumir con agónica devoción su misión para ser realmente prácticos. Que supieran, en definitiva, ser prácticos.
-
-
10:08
»
Educación y filosofía
Normal 0 21 false false false ES X-NONE X-NONE /* Style Definitions */ table.MsoNormalTable {mso-style-name:"Tabla normal"; mso-tstyle-rowband-size:0; mso-tstyle-colband-size:0; mso-style-noshow:yes; mso-style-priority:99; mso-style-parent:""; mso-padding-alt:0cm 5.4pt 0cm 5.4pt; mso-para-margin-top:0cm; mso-para-margin-right:0cm; mso-para-margin-bottom:10.0pt; mso-para-margin-left:0cm; line-height:115%; mso-pagination:widow-orphan; font-size:11.0pt; font-family:"Calibri","sans-serif"; mso-ascii-font-family:Calibri; mso-ascii-theme-font:minor-latin; mso-hansi-font-family:Calibri; mso-hansi-theme-font:minor-latin; mso-fareast-language:EN-US;}
Recuperar hoy el origen de la Pedagogía.Marcos Santos Gómez
La Pedagogía nació en la Grecia clásica, pues fue entonces cuando se originó la educación tal como hoy se da en nuestro mundo. Como es sabido y hemos tratado ya en este blog de manera profusa, el efecto que tuvo lo que denominé la logificación de la relación del hombre con su medio (naturaleza y tradición) fue una desnaturalización de los contenidos culturales, o de parte de ellos, que emergieron de la amalgama del mito, que era adquirida como algo natural, como un estado natural de las cosas que para el sujeto no podía ser de otra manera y que se relacionaba perfectamente con la trama de lo real. Así, la asunción de todo ese contenido cultural desgajado de lo natural, tornado una suerte de mundo objetivo, distanciado y artificial, requirió un saber específico que normativizara y regulara dicha asunción.
La educación en un sentido próximo al que se da hoy en la escuela, pues, se crea como un proceso más o menos consciente de asimilación de contenidos culturales enajenados. Esto provoca la reflexión por el modo en que los ideales han de ser encarnados en los hombres que buscan tanto el prestigio social como lo que denominamos el “centro” oculto de lo real. La educación se concibió como un proceso formativo, de plasmación en el sujeto de ese mundo ajeno y prestigioso que, como los ideales de la vieja aristocracia, lograba salvar al hombre corriente de su apego a la tierra y al trabajo, propios de la vida del campesino. Así, en su fondo, la paideia es urbana y aristocrática, pero en el sentido de una nueva aristocracia que remeda a la anterior y propia de un mundo rural.
Lo que antes ocurriera como un proceso más o menos inconsciente, ahora se torna un proceso que, para las nuevas élites de la cultura, requiere una voluntad, un sacrificio, una transfiguración, un paso de un mundo a otro dentro de la misma sociedad. Esto, ciertamente, ocurría con los antiguos modelos aristocráticos de civilización, donde había ya maestros y aprendices, así como un ingente caudal de saberes que había que aprender, pero no se atribuía a la educación el poder de transformar la realidad social que después llegaría a ostentar en las sociedades urbanas de las primeras polis. Y esto era así porque en los discursos que sustentaban el mundo de la Grecia arcaica, aristocrático y heroico, se atribuía la diferencia social a la sangre que ya vinculaba al sujeto con el conocimiento propio de su estrato social. No era preciso “forzarse” en ser de otro modo mediante una educación entendida como el esfuerzo consciente de “elevarse” incorporando a sí lo que no figuraba en el propio destino social o la sangre.
Tras los cambios acaecidos en Grecia tras el siglo VII a. C., la educación en cuanto plasmación de un ideal de excelencia (areté) no natural, sino incorporable por la propia voluntad, se convirtió en un proceso consciente, regulado y producto de un aprendizaje que, en principio, era posible para cualquier hombre. Esto supuso la creación de una nueva aristocracia de tipo intelectual que inicia una separación “teórica” del mundo, creando un punto de vista exterior, una excentricidad que resultaría indispensable para pensar. Esta nueva torre de marfil cultural y social significará, en lo bueno, que la tradición puede ir siendo analizada distanciadamente, o por lo menos que se crea esa ilusión que produce un nuevo tipo de transformación, un dinamismo ya moderno y “civilizado” en los contenidos culturales y en la propia tradición.
Podemos decir, por tanto, que el estudio o reflexión sobre la encarnación de ideales sociales que llamamos educación, surge en Grecia y se asocia a la logificación del mundo, al mundo que se piensa de un modo que aun emergiendo del mito, trata de verse y superarse más allá de sus propios mitos. La pedagogía es hija de esta tensión con la que nace occidente y tuvo, como señala de manera amplia y acertada el libro de Jaeger, Paideia, sus primeros exponentes en los poetas que cantan a este nuevo mundo pero sobre todo en la sofística ateniense del siglo V a. C.
Ya en este periodo constatamos problemas muy actuales que atañen a la educación que hoy denominamos “formal” o escolar. Por ejemplo, tenemos la escisión entre un universo teórico y la vida corriente, entre gustos intelectuales y gustos ordinarios, que lastra a la escuela desde su origen en la era moderna. También el cierre del conocimiento sobre sí mismo, tornado en una vasta erudición que sirve a los fines del prestigio social y que aun aprendido, sigue manifestándose como algo ajeno, que el sujeto viste para lucir, sin que toque el núcleo íntimo del hombre. Esto produjo como reacción la pretensión de una autenticidad, consistente en la necesidad de que el hombre se involucrara seriamente en la búsqueda del centro secreto de lo real (de nuevo, el elitismo aristocrático que el monje convertiría en ascetismo) o “verdad”, en una especie de elitismo dentro del otro elitismo erudito, el elitismo de lo auténtico, de la constitución de una secta de hombres que tratan de que la tensión exteriorizante del conocimiento con la vida real no sea tal que relativice, finalmente, la búsqueda vaciándola del significado original. En este contexto se dio el enfrentamiento de Sócrates con los sofistas.
Se inventa, asociada a las asambleas de la democracia, una noblevirtud parresiástica que consistía en un afán sincero y peligroso de búsqueda del centro, de la última explicación, del suelo en que apoyarse, de la clave de bóveda para el cielo del mundo y el cielo político. Será una suerte de imagen de la antigua hybris heroica que desde entonces teñirá el ethos del intelectual y que acabarán de perfilar para nosotros los posteriores siglos cristianos. Aun hoy perdura este doble modo de ser intelectual, “falso” (equivalente a los demagogos y sofistas en las asambleas) y “auténtico” (en busca penosa e infatigable de la verdad), en función de que el viejo ideal aristocrático transfigurado se haya incorporado realmente a la conducta o que, por el contrario, prevalezca la disolución relativista del sofista por encima ya de cualquier suelo firme. En cualquiera de ambos se puede hablar de una metafísica de fondo que los torna “creyentes” o “escépticos”, dicho de manera bastante simple y sin querer extendernos demasiado en los matices.
Lo que hoy nos interesa de todo esto es la necesidad que todavía tenemos de este nuevo saber que aunque en Grecia nunca existió con el nombre de Pedagogía (se empleó didáctica, paideia), fue necesario en el momento en que hay que regular cómo se da y ha de darse la educación como proceso consciente y voluntario. Hemos de atender a cómo este nuevo saber despierta la atención hacia lo que ocurre cuando los hombres han de formarse, ya sea al nuevo o al viejo estilo, es decir, hacia el modo en que llegamos a ser como somos.
La pedagogía fue, y es mi propósito defender que es, este tipo de reflexión radical sobre la paideia. De aquí puede, todavía hoy, extraerse su sentido. Aunque también derivara en un aspecto técnico que hoy coincide con lo que denominamos “didáctica” y que cultivaron los sofistas y maestros de retórica, primeros organizadores y reguladores de la progresiva introducción de la cultura, de un aprendizaje eficiente y claro, en quienes de manera consciente querían formarse. Pero que, más allá de esta técnica de la enseñanza, también derivara hacia una búsqueda del sentido de todo ello, que se empeñó en pensar la seriedad de este empeño. No es su fin la constitución de un currículo, o por lo menos no solamente ello, sino la reflexión sobre el propio currículo y su conexión con lo real, sobre su vínculo con el centro secreto de la realidad y el tipo de hombre que buscamos. La Pedagogía fue la autorreflexión del hombre educable sobre su propia formación, la búsqueda intelectual de razones por las que educarse y por si la formación había de tener un efecto perfectivo sobre el hombre que se educa y una incidencia real y efectiva en la búsqueda de verdad (desde la política a la teología). Esta ilusión, la ilusión por una “verdad” detrás de lo que llamamos “cultura”, es la que dio sentido a una incipiente pedagogía.
Con matices en los que no vamos a entrar, debido a la necesidad de no extendernos demasiado en lo que es un post en un humilde blog, esta perspectiva que entiende la pedagogía como reflexión sobre la seriedad o no del currículo, sobre lo que la educación en ciertos ideales elevados pueda producir en el hombre y en el mundo, sobre lo que se pretende con todo ello, entraría dentro, aun hoy, de los intereses, del sentido y de las funciones de un pedagogo. Esta es, al menos, una tesis por la que me pregunto a menudo y que desearía que se defendiera con pasión heroica, tanto como que se denostara y cuestionara, no menos heroicamente, en la universidad actual. Así, la pedagogía se asemeja bastante a una reflexión tanto científica como filosófica sobre la educación en cuanto construcción de un mundo y un sujeto que presupone muchas otras destrucciones de otros tantos mundos y modos de ser hombre.
La Pedagogía presupone, pues, la libertad que históricamente se dio el hombre para elegir su propio mundo, o por lo menos, su mundo social, que es el que mejor puede rehacer conscientemente. Así, la pedagogía crea y justifica a la escuela, que es su encarnación institucional, pero, llevada de su prurito por cuestionar y repensar el mundo que quiere, se torna utópica en pedagogos que aun partiendo de la escuela tratan de desbordarla, como Illich, uno de los mayores exponentes de este raro movimiento de la pedagogía reciente. Con esto se muestra que la pedagogía es el intento de hacer consciente lo educativo en el hombre y de desnaturalizar (o sea, racionalizar) lo que ha acabado constituyéndose en natural para el hombre (la escuela). La educación sería como un poder creativo o constructivo del hombre sobre cuyas construcciones la pedagogía piensa. La ironía de la razón retorna en ella con autores como el mencionado Illich que, por esto, significa un hito en el pensamiento pedagógico reciente, un extremo, una tensión llevada a su máximo exponente en la búsqueda a veces fatal de un centro de lo real.
Es precisamente esa agilidad illichiana la que el pedagogo debe mantener hoy para ser útil. Y con esto me quiero referir a la tarea que en la actualidad la sociedad y la escuela pueden esperar para un joven graduado en Pedagogía o para un departamento universitario de Pedagogía. El estudio de la historia de la escuela, por ejemplo, minucioso y marginal, o el desarrollo de una teoría que intente conceptualizar, de manera provisional, precaria y a partir de lo sucedido en la historia, deben aportar este conocimiento profundo y amplio de lo que es, en realidad, la escuela. Dicho conocimiento, el propio de esta ciencia que a veces ha de obligarse a trascender la ciencia debido a la dificultad de su empeño y a la abismal complejidad de lo que sucede cuando nos educamos, puede llegar lejos y su reflexión, que empieza siendo de lo educativo, acaba ocupándose del mundo que queremos. Es ciencia veteada, pues, de utopía y, en la medida en que es hija de la filosofía, lejos de su aparente complicidad con la construcción de un mundo, también opera disolviendo mundos. Es falso creer que la pedagogía solamente planifica y construye. Pues mal hará si se reduce a ello. Su compromiso es, como en Grecia, el Medievo o la Ilustración, con el mantenimiento de una tensión exteriorizante que incluso llegue a impugnar las construcciones y planificaciones educativas. Porque no olvidemos que nació, como la filosofía, con el estigma de la nada en su seno.
-
-
16:02
»
Educación y filosofía
Normal 0 21 false false false ES X-NONE X-NONE /* Style Definitions */ table.MsoNormalTable {mso-style-name:"Tabla normal"; mso-tstyle-rowband-size:0; mso-tstyle-colband-size:0; mso-style-noshow:yes; mso-style-priority:99; mso-style-parent:""; mso-padding-alt:0cm 5.4pt 0cm 5.4pt; mso-para-margin-top:0cm; mso-para-margin-right:0cm; mso-para-margin-bottom:10.0pt; mso-para-margin-left:0cm; line-height:115%; mso-pagination:widow-orphan; font-size:11.0pt; font-family:"Calibri","sans-serif"; mso-ascii-font-family:Calibri; mso-ascii-theme-font:minor-latin; mso-hansi-font-family:Calibri; mso-hansi-theme-font:minor-latin; mso-fareast-language:EN-US;}
Defensa de la Pedagogía.Marcos Santos Gómez
Aun a riesgo de estar desvirtuando el profundo sentido del verso de Hölderlin “donde está el peligro, crece también lo que salva”, éste me viene a la mente cuando intento reflexionar sobre la esencia de la Pedagogía, hoy, y sobre aquello que podía constituir su salvación en un momento crucial en que sufre un cuestionamiento constante tanto por parte de estudiosos y profesionales de la educación como de intelectuales de otros campos. En este tal vez atrevido vuelo del pensamiento, incluso puedo recurrir a la dialéctica evangélica del “los últimos serán los primeros”, que también nos enseña a pensar y nos sugiere una forma de interpretar lo que ocurre: es en la modestia, en los rincones, en los márgenes y en la pobreza donde emerge y resplandece, secretamente, la razón, es decir, la posibilidad de comprender, de expandir una mirada cabal que aunque nunca agote las infinitas perspectivas que componen la verdad, pueda, en cierto modo, revelarnos una sólida orientación. En ese punto, acaso, nos encontramos en la Pedagogía.
¿Cómo puede salvarse, pues, la Pedagogía? En primer lugar, hemos de precisar quiénes son hoy los pedagogos, por lo menos en España. Es decir, a qué grupo de intelectuales y profesionales universitarios o vinculados a institutos y escuelas me refiero. En este aspecto, resulta fácil delimitar quiénes somos. Ni más ni menos que un gremio ciertamente castigado y que arrastra su mala fama, como decía antes, desde dentro del ámbito educativo y desde fuera. Se trata tanto de los titulados en los grados o licenciaturas en Pedagogía, como quienes componemos los departamentos universitarios que, llamándose de uno u otro modo, pertenecemos al área de conocimiento que en España se ha denominado “Teoría e historia de la Educación”. Es al trabajo de ellos y a la necesidad de una aproximación al fenómeno educativo que aúne teoría e historia a lo que voy a referirme en las siguientes líneas, para resaltar su extrema pertinencia en la realidad educativa y social.
Pues bien: el cuestionamiento de nuestra labor se produce desde, en primer lugar, una usurpación, y, en segundo lugar, a partir de un malentendido.
La usurpación consiste en que se han querido entender como pedagogía algunos saberes técnicos que deberían mejor ser englobados en la hermosa palabra “didáctica”, y, por tanto, se le ha exigido a la Pedagogía que se convierta en un saber hacer, o, lo que es lo mismo, que se reduzca la teoría educativa a una planificación de la enseñanza escolar y a la resolución de los problemas concretos que a lo largo de la vida de la escuela o de los sistemas educativos puedan ocurrir. No es que la Pedagogía rehúya intervenir y preparar acciones, ni que deje de tener una obvia conexión con la práctica y el día a día, con la dimensión más laboral y ética del hombre, sino que su perspectiva esencial no es una perspectiva técnica.
Por el contrario, la palabra “didáctica”, que da nombre a un gremio hermano de las universidades españolas, abarca una techné, o conocimiento técnico, lo que, en el sentido original griego de techné o técnica quiere decir no sólo una destreza o habilidad, sino la cualidad de sopesar bien el aspecto problemático de la realidad que debe resolverse y abordarse. Es decir, la Didáctica sería una suerte de ciencia de los medios que arraiga en un modo de uso instrumental de la razón que trata de hacerse con una realidad para operar sobre ella. El problema es que este hacerse con la realidad quiere decir asumirla, aceptarla en la forma en que se nos presenta, y hoy, la presentación fáctica de la educación, es en el marco de instituciones, que lejos de toda inocencia ya introducen una cierta manera de presentarse el “hecho” educativo.
Lo fáctico que el didacta asume son las leyes recientes que regulan dichos marcos, las formas de organización escolar que en España constituyen también una preocupación propia de los departamentos universitarios llamados “Didáctica y organización escolar”, asumiendo además los discursos que sustentan el edificio de la escuela. En el fondo, me parece, la Didáctica es una ciencia que a menudo presupone las inercias y estructuras de un orden ya existente y que plantea su normatividad a partir del horizonte que emana de ese mismo orden. Es una ciencia adscrita a un modo concreto de darse lo educativo que, fundamentalmente, es un modo escolar (aunque se dirija a ámbitos ajenos a la escuela o a las llamadas comunidades de aprendizaje o servicio). Es decir, juega con lo que hay y goza, también, del prestigio de que los resultados de su technéson observables y mensurables (además de fácilmente interpretables y aceptables por quienes comparten una misma tradición cuyos presupuestos no se cuestionan), por lo que entran con cierta facilidad en los esquemas de la investigación científica. Hasta cierto punto, claro.
Pero los sesgos de su perspectiva intrínseca la convierten, aun revestida de un ropaje de activismo y democratización en muchos encomiables casos, en poco consciente de lo que hace, en un sentido hondo, estructural e incluso ontológico. No es su misión, por ejemplo, emprender una reflexión antropológica y filosófica sobre la persona, sobre el ser social, sobre la invisible presencia de la historia y la historicidad del hombre en lo educativo, sobre la naturaleza del Estado que se sirve de la Escuela o sobre el alcance y comprensión en sí mismos de lo educativo. Nada de ello es práctico, en el sentido en que la Didáctica aspira a ser práctica. Sin embargo, sí es práctico, desde luego, desde el punto de vista amplio y penetrante de la Pedagogía.
La Didáctica intenta hacer buena la escuela (y justa, e igualitaria, etc.) con la escuela que hay, en el mundo que hay y con las estructuras que hay. Sencillamente, no es su campo cuestionar los cimientos sin los cuales ni siquiera podría haberse inventado la propia Didáctica. Su imaginación y su utopía, así como sus sueños, tienen un límite cercano en relación con los esquemas de las necesidades inmediatas y más visibles. Se debe a una forma concreta de lo educativo, decíamos, porque es un conocimiento técnico que no dispone de los recursos teóricos para escapar a las modas y a los prejuicios de lo políticamente correcto, a la centricidad de una tradición que no puede desbordarse.
De ahí la contradicción por la que, como he leído en una reciente polémica on-line entre críticos y partidarios del Aprendizaje Basado en Proyectos, se pueda estar utilizando con bienintencionados fines progresistas y transformadores algo que, en su fondo, sea fuertemente neoliberal. Porque si asentamos nuestro pensamiento en lo dado (que es distinto de lo real, de toda la realidad) no podemos impugnarlo, al no asumir una cierta exterioridad teórica para juzgarlo. Y de aquí también que la usurpación de que hablo, que es la que ocurre cuando la Didáctica, o ciencia del buen enseñar (participativo, divertido, transformador, comunitario y con todos los adjetivos que queramos y deseemos ponerle) se erige en Pedagogía, en una suerte de falacia por la que lo meramente técnico aspira a lo normativo o a transformar una cierta estructura política e incluso teológica que está en su base y en la que se halla, como todos los saberes técnicos, atrapado.
Y aquí tenemos el malentendido que mencionaba en segundo lugar, lo que llamaríamos un prejuicio positivista. Lo técnico se justifica desde la pretensión de que sólo lo que se cataloga como “científico” desde una idea “practicista” de lo que es la ciencia manifiesta el derecho a decirnos cómo tiene que ser, en este caso, la escuela. No es que la ciencia no nos valga en el conocimiento de la educación. No sólo eso, la ciencia es, creo, una de las mayores creaciones del hombre, algo inmenso y conmovedoramente bello, lleno de misterio y poesía. Pero cuando pretendemos llegar a los niveles de comprensión de aquellos fundamentos básicos que nos rigen, a las corrientes de intereses, a las inercias inconscientes y estructurales que originan nuestras ideas, la cientificidad perfecta no es posible, y hay que resignarse a una expresión hermenéutica, a un trato con los relatos que configuran nuestras identidades en continuo flujo, o incluso, desde una perspectiva marxista, a las fuerzas y sustratos en lo real que lo conmocionan, que ciegan, que operan a través de nosotros, al tremendo desafío de que la educación es, también, desecho, memoria oculta, micropoderes y relaciones ajenos e inasibles con una mirada y técnicas positivistas (porque en sí mismas ya son impugnación y desafío de toda mirada positivista), a los horizontes y el sentido que asumimos, a las valoraciones en la que se entremezclan lo social, lo metafísico, lo histórico, lo genealógico, lo arqueológico… En fin, una complejidad tal que resulta muy difícilmente captable por formas restringidas de ciencia.
Por supuesto aquí lo malo no es la Didáctica, sino su empeño, cuando lo hay, en ser Pedagogía extrapolando su ser intrínseco, su mirada específica y su modo de aproximación a lo educativo. Igual que el sociólogo es sociólogo solamente, como insistía Bourdieu, el didacta es didacta y no pedagogo. Del mismo modo, hemos de confesar, puede detectarse una especie de complejo en una Pedagogía que demasiado aturdida y cegada también por la época, desista de sí misma y trate de ser sólo Didáctica o hablar sólo de lo que puede hablarse desde una noción restringida de la ciencia acerca de la educación. Pero en su naturaleza está una doble aproximación a la educación que señala ya el nombre, repito, del área de conocimiento que en España se vincula a los departamentos universitarios y estudios de Pedagogía. Su dinámica específica, su alma, podríamos decir, no es técnica. No digo que todos los pedagogos asuman hoy esta manera de estudiar su campo, o que no tiendan a veces a lo descriptivo, a lo medible, al paradigma de lo científico como omnipotente vía de conocimiento, pero en su esencia, como teoría e historia de la educación, en su nervio, es más que todo eso, tiende a más y, si quiere ser Pedagogía y salvarse como Pedagogía, debe ser más.
Es la crisis de esta aproximación que se adentra en el nervio histórico y teórico de la educación la que nos advierte acerca del final de la historia que, muy parecido al vaticinado por Fukuyama, no creo que signifique ningún triunfo para el género humano. Si la Pedagogía es capaz de hacer de esta crisis su combustible y reivindicar su modo de comprender la educación tan modesto como pretencioso, en un tiempo en que ni se la entiende ni interesa que se la entienda, si no se asume que un maestro no puede ser un buen maestro si no es un intelectual, alguien hondamente conmovido por el mundo y por este constante fracaso que llamamos “humanidad” y cuyo melancólico estudio son las humanidades, la propia humanidad se auto condena a un cierre final. Es más, de modo paradójico, es preciso resaltar que la decadencia de la Pedagogía será la decadencia de la escuela. Porque la Pedagogía ha de ser la que pregunte por el sentido de la escuela y de la mentalidad escolar, como decía Illich, revelando la profundidad en que se cimenta la labor educativa, la que exprese un mar de dudas sobre ella; su teoría es crítica de muchas teorías y quizás ninguna en particular, su historiografía deshace y descompone hasta el vértigo desnaturalizando para desvelar desde la precariedad epistemológica que el hombre ostenta cuando trata con fenómenos complejos. Es la Pedagogía la que inquieta y sacude para comprender, la que aguijonea socráticamente las ideologías, la que interroga y denuncia las prácticas, para aportar una orientación elevada sobre las propias circunstancias cuyo precio es la incomprensión y la acusación de no ceñirse a las demandas de nuestro tiempo.
-
-
22:01
»
Educación y filosofía
Normal 0 21 false false false ES X-NONE X-NONE /* Style Definitions */ table.MsoNormalTable {mso-style-name:"Tabla normal"; mso-tstyle-rowband-size:0; mso-tstyle-colband-size:0; mso-style-noshow:yes; mso-style-priority:99; mso-style-parent:""; mso-padding-alt:0cm 5.4pt 0cm 5.4pt; mso-para-margin-top:0cm; mso-para-margin-right:0cm; mso-para-margin-bottom:10.0pt; mso-para-margin-left:0cm; line-height:115%; mso-pagination:widow-orphan; font-size:11.0pt; font-family:"Calibri","sans-serif"; mso-ascii-font-family:Calibri; mso-ascii-theme-font:minor-latin; mso-hansi-font-family:Calibri; mso-hansi-theme-font:minor-latin; mso-fareast-language:EN-US;}
G. K. Chesterton, el sentido común y la educación. Marcos Santos Gómez
¿Es preciso retomar el sentido común en el modo en que planteamos la educación, en todos sus ámbitos e instituciones? Yo he tenido a menudo la oscura convicción de que falta sentido común en lo que hacemos, aunque, a ciencia cierta, del sentido común también es preciso sospechar a menudo. Hay que esclarecer cuál es nuestro sentido común. Con esta inquietud en la mente, y con muchas otras desde luego, he leído la vida escrita por él mismo de un hombre cuya meta siempre fue la búsqueda y la práctica del sentido común. Alguien sensato, al parecer, que quiso ser sensato y mantener siempre sus pies en el suelo, incluso cuando soñó sus disparatados e irónicos asesinatos en el papel.
Chesterton, pues a él me refiero, aplicó en tales ensoñaciones criminales un sentido común metódico que trataba de deshacer los dogmas de los escépticos. Al menos, esa fue su gran batalla, la de quien habiendo asumido con la ligereza de la juventud y de los primeros años de la vida adulta la ventolera de escepticismo que recorría su tiempo, que es el nuestro, cedió por fin y por fortuna, al realismo de su infancia. El intenso realismo de todos los niños que, como cuenta en sus memorias, gozan porque ven la transformación que opera el hombre en el pedazo de cartón, papel y madera que es un muñeco de guiñol, y no, como los adultos, por entender esa magia etérea que no sienta sus pies en la realidad empeñándose en que el muñeco es lo que representa. De puro realismo, no oculta el carácter soñado, es decir, especulativo y policiaco, de su propia autobiografía, en la búsqueda de la Verdad sobre sí que, en otro ámbito, nos cuenta, instaura el sacramento de la confesión.
La aparente miopía de la mirada infantil es, según nuestro autor, lo natural, es decir, la que se deleita con lo sencillo, a pequeña escala, con lo material, que se nos regala a los sentidos. Chesterton descubrió, a lo largo de su vida, o mejor dicho, redescubrió la intensa sensualidad, el goce sensual con el que nacemos a un mundo natural que es regalo, según él, y no excrecencia o desamparada deriva casual. Su realismo estriba en comprender el mundo no tanto como casualidad, sino como una suerte de donación a la que se responde con el agradecimiento y la inocencia de toda primera vez. El mundo no es causado, frente a lo casual, sino regalado, donado. El sentido común consiste en entender lo que está ahí como algo que está ahí, cuya verdad es la de su consistencia ontológica, y no la difusa evanescencia de un sueño o ilusión, que tanto detestó en los cultos orientales. Esto era, para él, y no vamos a entrar en muchos de sus argumentos y textos más polemistas, el mensaje del catolicismo. Por eso, el dogmatismo es la idea antepuesta a la realidad que la falsea y reinventa al modo de fantasmagorías, o sea, lo propio, dice, de todos los modos de escepticismo. Porque el escepticismo es quien fuerza dogmáticamente a la realidad dictando lo que ha de ser e ignorando, al mismo tiempo, la evidencia que comienza por los sentidos.
Aplicando el sentido común que en Chesterton equivale a esta fe modesta en la no menos modesta realidad, la que el viejo realismo filosófico deposita en los sentidos, en la bondad de la percepción y en la consistencia de las cosas, se desbaratan las alocadas fantasías del adulto. Esto él lo vinculará con su profesión católica que a su vez recoge el peso de la realidad que conoce el campesino y la antigua sociedad rural del Medievo que el capitalismo y la modernidad destruyeran.
A una fe que dotaba de una casa al hombre, sucedió otra fe que lo despojó de todo lo que era. De este modo, para Chesterton, el Occidente cristiano fue, hasta la Reforma, el lugar no tanto de Cruz y cruces, sino de crucificados, de las imágenes dolientes que remedaban a Alguien de carne y hueso que fue ejecutado en un concreto instrumento de martirio. En su Breve historia de Inglaterra explica que desde la búsqueda de una localidad, desde la concretísima espacialidad terrenal, se forjaron las cruzadas, que a su juicio respondían a la necesidad católica de un lugar, a la adoración y la fe a partir de algo tangible, frente al posterior puritanismo iconoclasta de su Inglaterra reformada, que él detestaba, y el islam, máximo exponente de la idealización y abstracción de Dios y de la fe.
Para Chesterton, lo más contrario al sentido común es el capitalismo librecambista y el liberalismo que se le asocia. También significan ambos un proceso de abstracción y conversión de las relaciones humanas en procedimientos despojados de contenidos y regulaciones que se elevan sobre la verdad que es la tierra para el hombre. Aquí parece que de manera peligrosa asume una veneración de tono fuertemente conservador por lo local que, sin embargo, le conduce a detestar, en nombre de Inglaterra, a su imperio. Muy provocativamente, defendió con denuedo la causa de los enemigos Boers en la guerra que el Imperio Británico emprendió contra ellos en Sudáfrica. Según él, cada cual se debe a su lugar, pues el hombre sólo puede encontrarse en lo particular de una concreta tradición y materia, frente a la desmaterialización que obra en el mismo la historia moderna, con su imperialismo, su librecambismo capitalista, su asfixiante burocracia. Su utopía sucedió en el pasado, en la Edad Media, cuando la relación del hombre con lo natural era directa y cuando la razón arraigada en ella constituyó el sentido común que todavía hoy puede oponerse a las monstruosidades de la vida moderna o a los extravagantes delirios de la sinrazón.
El juego que a partir de esta cosmovisión entabla con el lector, en sus artículos pero sobre todo en sus excelentes relatos y novelas (mejor en los relatos, creo) es que el hombre depositario de este sentido común y que es realista en todos los sentidos de la palabra, filosófico y campesino, el que tiene los pies bien asentados en la tierra, es el clérigo católico (su famoso personaje Padre Brown, que creo que fue lo mejor que escribió dentro de sus sagas de relatos policiacos) frente a los diferentes tipos de escépticos(es la palabra que emplea en sus memorias) que en la Inglaterra victoriana que él conoció, en la Bèlle epoque y hasta los fascismos (él falleció en 1936) habían perdido, creía, el norte, su vínculo con el mundo tangible y con los hombres de carne y hueso que sí eran guardados y respetados por la tradición católica que, por ello, practica una ética del cuidado, del cariño a la persona de carne y hueso.
El catolicismo creía y cree en el mundo como densidad, como lugar donde el tiempo se hace real y pasa de verdad, donde las ideas se encarnan, comen y respiran, como lastre que impide el peligroso vuelo de las fantasías desmedidas y que, en definitiva, impone un límite y una finitud, una circunstancia, a los seres humanos que están y que son, en gran medida, ese mundo. No he leído las apologías que esbozara el escritor de esta filosofía católica pero me da la impresión de que le faltó por ver más siglo, de que después se iba afinando y complicando tanto su amado realismo anclado en la visión antigua del mundo, no exento también de problematicidad, y no digamos lo que él llama escepticismo, saco en el que metía algunos excesos idealistas, los relativismos y los subjetivismos de su tiempo.
Pero su aproximación a las cosas está llena de ironía y de paradojas (pues tanto una como otra desvelan el ser de lo real). La principal, decía, es aquella por la que el clérigo detective asume hipótesis y respuestas racionales y razonables, frente a las especulaciones que derivan hacia la magia, la demonología, el espiritualismo y todos los miedos del hombre encarnados y desbocados de los representantes de la modernidad, en un absoluto descontrol del barco que ha perdido el contacto con los faros. El ser, un ser acaso metafísico y fundante, está ahí haciendo que las cosas estén, efectivamente, ahí y que nos topemos de verdad con ellas. Esto es lo que saben el niño, el campesino, el artesano de los gremios. En la Edad Media no se podía privar a nadie de su casa, desahuciándolo por deudas, como sí ocurre ahora, porque, frente a todos los prejuicios del humanismo ilustrado, los hombres eran personas, no ideales ni objetos. Personas, antes que ciudadanos, por cierto.
A veces parece que para Chesterton el Cielo se limita a continuar lo que aquí ocurre (para él, las comilonas grasientas y regadas con abundante ponche y ginebra de Pickwick anticipan el Paraíso). Es natural que los hombres se ayuden, que tanto el bien como el mal tengan un dibujo claro y preciso, así como un peso propio. En esto consiste, decíamos, el sentido común que el hombre moderno ha perdido. Por ejemplo, afirma que los moralistas hipócritas seríamos los adultos, no los niños, que adoran las moralejas de las fábulas porque adoran inocentemente la verdad y saben qué es el bien y qué es el mal.
Desde luego, Chesterton simplifica y su sentido común está lleno de trampas. Pero está bien que se aspire a un anclaje en lo que las cosas son. Cuando habla de Dios, Éste parece antes irradiar que fundamentar. Sería, tal vez, como el peso que tiene lo real. Apelar a la centralidad de una tradición para comprender es también, en cierto modo, un tipo de materialismo, porque nuestro anclaje en el mundo es mediante el pegamento de las tradiciones, porque así estamos arraigados, asidos a la memoria y a ideas como vetas en la tierra, la tradición que es temporalidad tangible y que denominamos historia. Atender a esto nos puede salvar, por muy conservador que parezca, de la especulación demente, de la estulticia de un pensamiento que quiere ser más que el mundo que lo contiene y que sólo puede, el propio Kant lo decía, perfilar remedos y fantasmagorías que son vagos y evanescentes reflejos del mundo que tratan de evitar. O de ceder al peligro de las abstracciones que adelgazan al mundo hasta no verlo. Lo han dicho varias filosofías, también las de la sospecha. En este sentido amplio, el sentido común es el conocimiento prudente y cabal de lo que tenemos ante las narices, lo que implica conocer su historia, su origen y lo que lo hace ser lo que es aun en su dinamismo, la espacialidad y la temporalidad concretas de la materia. Desde aquí, como una broma seria, podemos impugnar aquellos excesos en los que la cosa deja de ser lo que era de tanto que se la ha deformado y extralimitado. Apelando a una herencia, al único fundamento de una herencia y una tradición, si es preciso, que levitan sobre los abismos que nos cercan. Así, Chesterton propugna el escepticismo de lo razonable contra ese otro escepticismo que empezó poniendo en duda al sentido común.
Desde este proyecto que abarcó una vida que se cerró en el punto donde comenzara, pensemos ahora cómo retomar el sentido común en la educación que damos a las futuras generaciones, quizás tornando a su origen, al origen de lo que en Grecia se denominara paideia y que fue el conocimiento consciente de lo que el hombre es y de lo que, a partir de lo que es, quería ser. Así pues, acabemos solamente preguntando: ¿Hay algo que los niños, esa forma tan realista de ser hombre, nos están diciendo y que es preciso que escuchemos? ¿Se nos está escapando algo esencial entre las mismas manos en nuestra moderna pretensión de educar? ¿Hemos perdido nuestro suelo? ¿Cuál es el olvido donde arraigan nuestras más atrevidas desmesuras, nuestros sueños tecnológicos y la conversión de las personas que se educan en agentes? ¿Cuál es el puritanismo de nuestra escuela? ¿Hay en ella verdad o dogma? ¿Inquisición o Iglesia?
-
-
13:50
»
Educación y filosofía
Normal 0 21 false false false ES X-NONE X-NONE /* Style Definitions */ table.MsoNormalTable {mso-style-name:"Tabla normal"; mso-tstyle-rowband-size:0; mso-tstyle-colband-size:0; mso-style-noshow:yes; mso-style-priority:99; mso-style-parent:""; mso-padding-alt:0cm 5.4pt 0cm 5.4pt; mso-para-margin-top:0cm; mso-para-margin-right:0cm; mso-para-margin-bottom:10.0pt; mso-para-margin-left:0cm; line-height:115%; mso-pagination:widow-orphan; font-size:11.0pt; font-family:"Calibri","sans-serif"; mso-ascii-font-family:Calibri; mso-ascii-theme-font:minor-latin; mso-hansi-font-family:Calibri; mso-hansi-theme-font:minor-latin; mso-fareast-language:EN-US;}
Hacer ciencia de la educación hoy desde Paulo Freire.Marcos Santos Gómez
Creo profundamente equivocada la que he denominado “pedagogíade las competencias”. Ya he defendido algunas justificaciones de esta convicción en posts anteriores de este mismo blog. Reducir la educación a una transmisión o aprendizaje de competencias equivale a reducirla a su dimensión más empírica y mensurable, lo que determina enfoques tanto en la enseñanza como en la investigación de la educación, en las ciencias de la educación, que teniendo toda la claridad y nitidez del mundo, apenas ahondan en su “objeto”. Para aprehender lo que sucede en un proceso educativo hay que tener, por el contrario, varias cosas en cuenta.
La primera es el carácter de acontecimiento que se da en toda relación educativa que es relación personal en la que no tanto se fabrica o enseña algo, aunque siempre suceda el aprendizaje de técnicas, sino que se crea poéticamente algo tan complejo y relativo como es una identidad. Una identidad que sólo puede “construirse” deshaciendo con lentitud, lo decía en mi post sobre los maestros, y, además, lo construido siempre mantiene algo provisional e inagotable que convierte al propio proceso, que reposa sobre las aguas y no tanto sobre tierra firme, en algo difícilmente aprehensible con metodologías científicas muy restrictivas, como son las más cuantitativas. La idea de estudiar mundo y persona a través de su reducción cuantitativa es, ciertamente, un logro y alberga su belleza, la de la lucha fatal por un mundo que huye constantemente del ideal cartesiano, que contrapone una belleza oscura y compleja a la otra que es el diamante proyectado por un sujeto que sueña geometría.
Así, parecen más apropiadas “técnicas” de las llamadas “cualitativas” tanto en la comprensión de lo que es la educación, de lo que sucede cuando nos educamos, como en su investigación. Lo cuantitativo, se ha dicho, obedece a la ilusión de una conciencia seducida por el librecambismo y el ideal de dominio burgués, dijo en efecto Lukács, que puede servir como aproximación a lo que somos pero que siempre se quedará corta. El buen investigador lo sabe y no se emborracha en este fetiche que él mismo ha creado. Es decir, la metodología de la ciencia y la propia ciencia han nacido en un mundo concreto y, por tanto, pertenecen a ese mundo. Por eso al orgullo de su ciencia, el buen investigador opone su modestia como investigador, como ejemplifica el quehacer y las declaraciones al respecto del sociólogo-filósofo Bourdieu, que no pretendía extraer de la ciencia otra cosa que ciencia.
En la limpieza del mundo que obra la cuantificación puede a veces olvidarse la inmensidad abisal que nos remueve por dentro, que no es desde luego algo mágico ni ajeno a una concepción amplia de la razón e incluso, hasta cierto punto, de la ciencia. Se trata de realidades, sólo que aprehensibles, hasta cierto punto, desde otras vías. Aquí entendemos que la ciencia de la educación y la pedagogía puede arraigarse en la amplia tradición fenomenológica y hermenéutica de la filosofía del siglo XX, para llevar a cabo una comprensión del hombre y de la educación como proceso narrativo en el que se da una constante re-interpretación desde horizontes de sentido dinámicos, en un mundo humano más propio de un flujo y una tensión o fuga, que dura raigambre. Toda raíz o centro de lo que somos, toda identidad, se ha construido, lo cual recuerda al investigador que nuestro principio es antes el agua que la tierra, el mar y el océano que la segura tierra firme. De manera irónica y paradójica, toda construcción presupone un vacío previo cuya irradiación nunca cesa.
Así, en las ciencias de la educación se han erigido caminos o metodologías que parten de esta perspectiva filosófica acerca de quiénes somos. Son las historias de vida, por ejemplo, que entienden lo educativo como un acontecer, como lo que en filosofía, con matices según los filósofos que han empleado el término, se ha denominado “acontecimiento”, es decir, relación, incluso combinación, única, impredecible, inimitable, que sucede, una sola vez, que pasa, que, en definitiva, acontece.
Además, y este es el segundo factor a considerar en toda educación: la tradición hermenéutica entiende que si somos algo, somos las lecturas que hacemos de nosotros mismos, y, por el mencionado carácter de acontecimiento y relacional, éstas sólo pueden expandirse en el contacto con los demás. De aquí que en la educación esté siempre implicado, de un modo u otro, incluso en la forma fósil y esclerotizada del dogmático, el diálogo y la presencia del otro. Hay siempre una lectura ajena que manteniendo un cierto carácter ilusorio, puede sin embargo componer nuestra realidad. Así, la ciencia, su claridad, su aspiración a la plena explicación que implica también una metafísica particular, ha de aprenderse y practicarse, porque perfila y esboza verdades, es decir, puede dibujar el mundo de hoy, ponerlo en relación con otros mundos y aspirar a la mirada de lo completo. La ciencia, en un sentido amplio, introduce un orden en quien mira y puede explicar lo explicable (pero sólo lo explicable), que da pistas acerca de lo que sucede en los términos de la estructura que también somos, a nivel social. Una ciencia de lo social y una cierta teoría de la historia que traten con las canalizaciones más estructurales que determinan nuestra mirada y autocomprensión, con base metafísica no tanto en la geometría y el número, sino en el movimiento. En esto consiste, dicho de un modo muy vago, el marxismo o por lo menos algunos de los marxismos. Uno puede, en cierto modo, discernir desde tal orientación por qué es quien es, el origen de sus lecturas e interpretaciones, aplicando desde fuera un saber que nos estabiliza en el movimiento de la historia. Se trata de que abarquemos con los métodos apropiados las distintas dimensiones, más estructurales o más casuales, que somos las personas, sin que lo estructural agote el hondo pozo del que emerge.
Así, puede haber una cierta explicación en el caos de las imágenes que uno alberga, las imágenes acerca de sí, del hombre, del mundo y de la historia. Hay pilares que son efímeras verdades que rigen nuestro vaivén, y que acaso siendo una ilusión, tienen potencia para mejorar nuestras condiciones de vida. En realidad, en el marxismo, lo que tira de uno, lo que explica y dinamiza nuestro horizonte, es la misma presuposición antropológica de que el otro está en nosotros y de que nuestra salvación procede del mismo, siendo, además, el otro que sabe de la no verdad de este mundo porque la sufre. Hay una sabiduría en quien sufre que el marxismo instaura como fuerza de la historia y que la educación que aspire a no perderse en la interminable sucesión de imágenes del mundo, ha de erigir como principal magisterio. Como decía Ellacuría, éste el lugar en que convergen marxismo y cristianismo, que aporta una cierta dialéctica negativa de lo siempre inacabado, que nos remite, de nuevo, al pozo que somos.
Pues bien, en la pedagogía o ciencias de la educación quien mejor representa este paradigma que aúna corrientes en apariencia contrapuestas, es Paulo Freire. Su importancia, por ello, es inmensa y trasciende su propio tiempo para sernos “útil” aún hoy como referente a la hora de investigar en educación o, sencillamente, comprender qué es la educación. Mucho más que lo aludido por la estrecha concepción de las “competencias” que, no lo dudo, pasará algún día de moda. Pues hay la evocación en él de unos contenidos y de un contexto en los que, en todo caso, emergen y del que se nutren las competencias, que siempre son requerimientos de un mundo social, político, económico e ideológico concreto pero que, en el citado paradigma, parecen escandalosamente ciegas a lo que sucede realmente a su alrededor. Es, precisamente, este mundo de los contenidos culturales que olvidan donde está la auténtica clave de toda calidad y de todo progreso.
Comprender hasta cierto punto lo que ha acontecido, el fruto de las vertiginosas y abisales relaciones humanas, en una persona concreta, requiere de lo que en ciencia se llama “historia de vida” y que constituye una aproximación modesta, prudente, respetuosa con la realidad profunda y compleja que somos. Se trataría de un intento descriptivo o mejor dicho, comprensivo, en el que afloran no tanto datos observables, sino lecturas, narraciones, imágenes, incluso mitos y símbolos latentes en las vivencias del sujeto, y que nacen en lo que en el propio sujeto ha cristalizado de sus relaciones. Así, siempre en un rodeo aproximativo y sin tocar lo esencial, podemos vislumbrar quién es quien dice algo y, en la medida que ese algo es ya toda la humanidad, comprender quiénes somos todos los hombres. Sólo que ello ha de establecerse en la dinámica, que tiene bastante de acontecer, de un diálogo entre “investigador” e “investigado”. Todo lo cual fue en gran medida anticipado y expuesto, he de insistir, con matices según las distintas etapas de su pensamiento en constante reelaboración, por Paulo Freire. De hecho, es de él de quien he escrito, desde la primera línea, en este post que sólo ahora puede revelar su carácter de homenaje y agradecimiento.
-
-
14:20
»
Educación y filosofía
Normal 0 21 false false false ES X-NONE X-NONE /* Style Definitions */ table.MsoNormalTable {mso-style-name:"Tabla normal"; mso-tstyle-rowband-size:0; mso-tstyle-colband-size:0; mso-style-noshow:yes; mso-style-priority:99; mso-style-parent:""; mso-padding-alt:0cm 5.4pt 0cm 5.4pt; mso-para-margin-top:0cm; mso-para-margin-right:0cm; mso-para-margin-bottom:10.0pt; mso-para-margin-left:0cm; line-height:115%; mso-pagination:widow-orphan; font-size:11.0pt; font-family:"Calibri","sans-serif"; mso-ascii-font-family:Calibri; mso-ascii-theme-font:minor-latin; mso-hansi-font-family:Calibri; mso-hansi-theme-font:minor-latin; mso-fareast-language:EN-US;}
Se vende “calidad”.Marcos Santos Gómez
Sucede que tanto entre los políticos como entre muchos intelectuales se venden discursos. De hecho, se vive de ello. Basta con sondear las corrientes ideológicas que pululan, corrientes que dibujan la imagen del prestigio, una imagen positiva en relación con lo que la historia ha ido condensando en torno a lo bueno, para en seguida sintonizar con ello y erigirse en portador de tales ideas. Es una operación muy antigua, la de ciertos sofistas y demagogos de la Atenas clásica, que, en un mundo en que los políticos y muchos intelectuales no manifiestan su interés originario por abismarse en la verdad y sí por la retórica más seductora, ya que ésta sirve mejor para adquirir los sosegadores beneficios de la trama social, aplican una forma de escepticismo banalizado a intereses ajenos a la sinceridad del propio escepticismo. Es como si se decidiera, casi siempre de manera inconsciente, no atisbar el origen de las propias ideas que emplean y desplazarse por una suerte de tejido que otorga beneficios al coste de cegar para lo esencial. Los beneficios de una metafísica teatral en la que, sordos a la música desconcertante del cosmos, se ha trivializado la búsqueda y elegido una verdad a medida del hombre que no busca. Pero en este proceso la “idea” ha perdido todo su sentido. Por eso, no venden, realmente, ideas, sino caricaturas. Conmueven y arrastran ajenos a lo que de verdad conmueve y arrastra.
Desde este posicionamiento “basamental” de imperdonable superficialidad, se puede hablar, por ejemplo, de lo humano habiendo perdido la más auténtica cualidad de lo humano, la de la búsqueda cabal y sincera. De modo semejante, en la universidad se nos habla de “calidad” entendiendo por ésta el buen hacer y la mejor producción de ciencia en la universidad. Pero se parten de falsas ideas de ciencia y producción, así como de calidad, ya que las empleadas por estos vendedores de discursos prestigiosos son, en realidad, despojos de las ideas iniciales y se enarbolan desprovistas de su origen. En el fondo, se trata de un inmenso proceso de banalización obrado por el mayor de los agentes banalizadores de nuestro tiempo: el capitalismo. El capitalismo vive de la conversión de todo lo auténtico en una suerte de mascarada, de caricatura, que consiste en reducir la realidad a un precio, su inconmensurable valor intrínseco a lo calculable, a aquello que la sitúa en la trama de un mercado. Para ello, insisto, es preciso sacrificar la profundidad que podemos considerar la “verdad” de estas ideas. Lo que resulta arrancado a la ciencia, a la idea de producción e incluso a la “calidad” es, precisamente, su verdad.
Es decir, la ciencia apunta más lejos que ella misma y requiere de una seriedad que conduce muy lejos, más allá de los propios intereses. La búsqueda de respuestas impone una cierta dinámica fatal e irreversible. Uno puede investigar utilizando y necesitando de la institución y, además, utilizar la ciencia para adquirir prestigio y un buen puesto en la trama social, pero aquello que le sirve, además, le quema en las manos y hasta puede constituirse en espada de doble filo. Esto, porque se está tratando con algo que va más allá de su función social, con algo que resulta incluso una búsqueda suicida y que posee una hybris propia, una inercia que conduce al vértigo de más hondos abismos que la canalización de espurios intereses sociales. Llevados de esa infatigable demencia del plus ultra que se aventura mucho más allá de lo previsto y esperado, que abre abismos, que ácidamente puede descomponer el punto de partida, los científicos, los verdaderos científicos que continúan esta senda han desafiado en la historia al orden, en una búsqueda infatigable del orden que nunca llega siquiera a vislumbrarse y que es, más que cosa cierta, anhelo. La ciencia, la buena ciencia, introduce vértigos y sospechas en la realidad. Casi nos estalla en la cara, como con toda claridad se comprueba que hoy sucede con las casi inconcebibles, inverosímiles y pasmosas conjeturas de la Física.
Así, el trabajo del científico, que nuestra actual tendencia en la universidad ha querido convertir en burocracia, es todo lo contrario, pues requiere de un afán de penetración en el misterio mucho mayor que su reducción a objetivos cuantificables, evaluaciones e incentivos. No puede ser medido con los términos nacidos del intercambio mercantil, pues por mucho que se vincule al mercado y sus reglas, acaba trascendiéndolas y haciendo peligrar toda trama, como la del mercado. Lo que quiero decir es que la ciencia, en su origen, en su profundidad, parte de la misma conmoción de que parte la filosofía e incluso la religión, aunque escoja una cierta pobreza de medios que implica una mirada menos pretenciosa. Pero el científico que no pierde la orientación, que sabe dónde se sitúa, los gigantes que han definido este modo de existencia y esta irónica pesquisa que denominamos “ciencia”, jamás deja de escuchar, temer, presentir, los abismos que lo han parido a él mismo y que irrumpen irreprimibles en el mundo. La ciencia requiere una nostalgia de absoluto que su propio método no hace sino aumentar, cuando el científico escucha lo que tiene que escuchar y obra como debe obrar, sin imposiciones. Sólo así, de manera irónica, se puede servir a los amos de este mundo, sólo así se inventa y se fomenta el lucro. En cambio, si se busca el invento desde un principio, también de manera irónica, pues nuestra trágica realidad está llena de comedia, no se encuentra nada, es decir, no se inventa nada. Para probarlo, o mostrarlo, baste espiar la historia de la misma ciencia y constatar cómo los gigantes que la han canonizado han sido agentes, víctimas y hacedores de tales ironías, cómo primero ha sido un dolor, un pathos, y después ha llegado todo lo demás, desde Galileo a Newton y no digamos Einstein.
El hombre es social. Por esto mismo, su vida requiere de marcos sociales que le permitan emprender aventuras como la ciencia. En nuestro caso, la universidad ha cumplido esta misión desde hace mil años. Y ha sido porque, cuando sólo “producía” teología y cuando, después, sobre todo ha hecho ciencia, los buscadores han necesitado de esta institución. Ha aportado la gruta del ermitaño que requiere este “oficio”, una suerte de lugar apartado, ora celda, ora torre de marfil, que permite el ejercicio libre de la desafiante mirada de quien busca desinteresadamente. Este desinterés que bebe de un único interés, el de la cosa en sí, el del saber por el saber y el del conocimiento puro. Es, si hablamos en términos capitalistas de incentivos y de producción, el incentivo único y necesario que precisa la producción de un saber cuyas migajas son las que puede aprovechar el mercado, cuya opulencia presupone una escandalosa miseria. En este sentido, también hay que replantearse el concepto de calidad. ¿Es “calidad” esta suerte de producción que genera la gasolina que consume nuestro mundo capitalista para moverse? ¿O es “calidad” la tenacidad en la búsqueda y el amor por el misterio, aún en su desamparada reducción a problema? ¿Qué pretendemos realmente de la universidad?
El investigador no trabaja por dinero. Es decir, le puede gustar el dinero, o necesitarlo, pero vive en un desierto. En el fondo, lo que quiere es buscar sin condiciones, porque le seduce la honda conmoción que causa lo real. A pesar de que pueda actuar en una aparente búsqueda de beneficios “materiales”, su afán es indagar como tarea en sí, es disfrutar la secreta melodía, es abandonar su rutina y comodidades para, en una suerte de ascética fuga mundi, emprender su conversación de espíritu a espíritu. Yo lo llamaría “mística universitaria” o “religión de la universidad” que refleja tan anacrónica como anticipatoriamente el humano anhelo de hallar el centro de lo real en un proceso de inagotables sucesiones, de fracasos y de esperanza nunca realizada. Y esta es la condición previa no ya a todo progreso, calidad, sino a toda revolución. La verdadera calidad, la calidad universitaria, que no es la calidad empresarial, es justamente la posibilidad de que se pueda realizar este hondo proyecto humano en su seno. Implica que el tiempo no se pierda llenándolo de una ciencia sin raíces, sino que el tiempo se gane al perderlo en el sentido más mercantilista, porque las cosas hay que pensarlas mucho, hay que embriagarse de ellas, hay que dilatar el ocio, hay que dejar todo trabajo, y abismarse. Hay que producir no tanto cosas, sino realidad, en un invisible incremento de la misma. En esto consiste el intenso realismo de la utopía universitaria, precisamente.
Por el contrario, la parodia de esta utopía regida por la compra-venta no produce verdadero bien social y, mucho menos, revolución, cuando el terrible y aciago mundo del dinero nos asfixia y merma, nos mutila y reduce. Si hay que mejorar, es preciso, de modo paradójico, apartarse de todo el ajetreo que nos consume y regirse por el interés originario que durante mil años ha regido a la universidad. Tenemos a quienes han marcado este camino, y, por tanto, es preciso que ahora, más que nunca, les seamos fieles. Se precisa una fidelidad a la universidad en el tiempo en que ésta, como ideal y proyecto, peligra. Una fidelidad desinteresada y acaso peligrosa que no es sino fidelidad a los gigantes que nos conducen sobre sus hombros, surcando fatigosamente la ciénaga pero borrachos ante la bella desmesura del universo, los gigantes que nunca seremos pero que son la única luz titilante en la inmensa penumbra de la historia.
-
-
21:25
»
Educación y filosofía
Normal 0 21 false false false ES X-NONE X-NONE /* Style Definitions */ table.MsoNormalTable {mso-style-name:"Tabla normal"; mso-tstyle-rowband-size:0; mso-tstyle-colband-size:0; mso-style-noshow:yes; mso-style-priority:99; mso-style-parent:""; mso-padding-alt:0cm 5.4pt 0cm 5.4pt; mso-para-margin-top:0cm; mso-para-margin-right:0cm; mso-para-margin-bottom:10.0pt; mso-para-margin-left:0cm; line-height:115%; mso-pagination:widow-orphan; font-size:11.0pt; font-family:"Calibri","sans-serif"; mso-ascii-font-family:Calibri; mso-ascii-theme-font:minor-latin; mso-hansi-font-family:Calibri; mso-hansi-theme-font:minor-latin; mso-fareast-language:EN-US;}
Sobre los maestros.Marcos Santos Gómez
Comencé hace unos meses mis clases de la asignatura Fundamentos pedagógicos e historia de la escuela, para primer curso del Grado en Educación Primaria de la Universidad de Granada, con una pregunta que llamaba a cierta introspección autobiográfica en los alumnos. ¿Quién o quiénes han sido tus maestros? Algo que se responde, de manera más o menos consciente, en cualquier intento que se emprenda por parte de una persona de interpretar o comprender la propia vida. Se trata de una cuestión abismal que amenaza con retrotraernos a una suerte de pozo de reflejos, de vagas pinturas de los otros, a menudo sin nombre, que nos constituyen, como algo más semejante al mar en el que se balancea la barquita que somos, y no tanto a la integridad pétrea y rígida del terreno firme. Éste es el de la cadena de causalidades y entidades físicas y palpables que, una tras otra, han devenido en una certidumbre mineral que nos mantiene fijos, establecidos en las moléculas concretas de un aquí. Nuestro viento de la infancia, su sol, su cielo, sus aromas, sus manjares, la mano acartonada de la abuela que evoca el moribundo protagonista de la película American Beauty, una seguridad y una sencillez primordial, un origen del que nos acordaremos, muy probablemente, en el último momento, nos nutren de la ilusión metafísica de ser, de un ser de cristal, de un fundamento que es pilar y raigambre.
Pero para deshacer esta ilusión existen precisamente los maestros. Es curioso, porque tanto la idea de educación como la de maestro se vinculan con la certeza y la construcción de algo, siendo el caso que cuando mejor suceden, ambos, educación y magisterio, son lo contrario, una suerte de agentes de la disolución. Y esto es debido a que nuestra identidad no es un cúmulo positivo de experiencias que se van añadiendo, en la ilusión metafísica tal vez heredada de nuestra naturaleza material, sino un cúmulo de rectificaciones, de matices, de ondulaciones que zarandeando nuestra existencia nos hacen sentir vivos, que de un modo paradójico y titubeante somos y no somos. Así, en algo tan estable, mineral y sólido como es la escuela, la institución que llamamos escuela, pueden mágicamente operar fuerzas de la desintegración que, por fortuna, nos recuerdan que la educación es más que la propia escuela, como si ésta apuntara a un plus que más allá de ella fuera su auténtica y trascendente esencia. Esa tensión que emerge, a veces como huracán, en el aula, emerge en la relación con los maestros y en definitiva con esos gigantes a cuyos hombros, nosotros, enanos caminamos. Ellos nos enseñan, acarreándonos sobre el fango, sobre sus hombros, el secreto enigma de que nos cerca lo fortuito, la gratuidad y la contingencia, acaso soportables gracias a ellos que no ocultan, de hecho, que son eso mismo de lo que nos salvan, y que, aun peor, somos eso mismo de lo que creemos salvarnos.
Éste es el secreto de la cultura escolar, por muy fósil que se nos presente. Con Grecia se abrió un vértigo que en el mito se cantaba y ahora había que organizar, y justo esa misma organización sorda a los abismos primigenios, en apariencia y como se cree en una mirada superficial, era un estruendo y una agitación todavía mayor, la de la desnaturalización del mito que introdujo su nostalgia y que multiplicó el horror y el vacío, como en la vida helada de una vieja muñeca de porcelana que finge que está viva y que en todo su esfuerzo no puede sino clamar que está muerta. Es decir, con la paideia, con la educación que acabaría requiriendo de escuelas y academias, se crea un espacio de mayor resonancia, de un ruido ensordecedor a fuer de reprimido. Esa es la oblicua estela, el mensaje oculto de la escuela. Si hubiera que falsearlo y traducirlo a un mensaje claro, la idea sería que hay una cierta dialéctica en la cultura escolar que aunque quiere hacer un mundo, lo niega, lo pone en evidencia y amenaza con desmontarlo, con mostrar su carácter contingente. Esto, dicho en otras palabras, quiere también expresar que aunque la escuela obedezca a las necesidades prácticas y minerales de lo terrenal, del Estado, pongamos por caso, no es sino una tensión que al alejarnos del misterio, nos resitúa en el mismo y nos obliga, y aquí puede estar la auténtica enseñanza de la misma, a no creer en nada de lo que ella nos cuenta o, para los oídos más lúcidos, puede evocar que estamos en curso. Así, desde las leyes educativas al funcionamiento de un colegio, todo lo escolar nace con el estigma de una nada a la que sirve, por encima de toda función política e histórica (una prueba son las leyes que se dictan para no cumplirlas, como la LOGSE en España, que nació en el cínico escepticismo de decir que se quiere lo que realmente no se quiere), o mejor dicho, la política y la historia reposan sobre esa misma nada que nunca es más obvia que cuando se elude.
Concretando, la verdadera educación de la escuela estriba en situarnos en los puros límites de la existencia, desde la ironía de su forma y de un contenido que revienta esa misma forma. Educarse, pues, es sobre todo percatarse de, en palabras de Borges, la nadería de la identidad, la nadería de toda identidad, que al percibirse en su carácter constructivo deviene artificial y deconstructiva, cuya artificialidad acaba por mostrarnos que somos conducidos por inefables corrientes, poderosas, a las que sólo podemos poner caras de manera precaria y provisional. Por poner un ejemplo de esta misma asignatura que imparto, la verdadera enseñanza de la historia de la escuela, o de la historia, es que somos esa barquita que reposa, o se zarandea, en el océano.
Pongamos algunos ejemplos. En la misma clase a la que aludía al principio de este escrito, nos salieron al paso algunos maestros, fueron visualizados, verbalizados, desde un recuerdo a menudo grato y agradecido, y otras veces, pocas, con ira y despecho, en un sentido que los propios alumnos calificaron de negativo. Tanto en un sentido positivo, como negativo, los maestros marcaron un camino al joven. Se reconoce una cierta vida de otro en uno mismo, cuya enseñanza ha consistido en arrastrarnos o contagiarnos hacia un modo de vida que, cual asidero en el mar de la existencia, se afirma, de un modo previo a toda razón, para conducirse en un camino incierto. El joven entusiasta apuesta por el entrenador de su equipo de fútbol favorito que ha sabido, decía, iniciar la senda humana de un modo de vida, que ha infundido las ganas y el impulso para emerger, para salir de lo que uno era pero, al tiempo que se asume un modo de ser, se abandona algo, como en un nacimiento o en una metamorfosis. Así obran los maestros, nos ponen en camino, en el intermedio entre un final y un nuevo origen. Es responsabilidad y habilidad del caminante hacerse consciente de lo gratuito e injustificable de ese camino, pero esto requerirá acaso, nuevos magisterios, es decir, encuentros y desafíos, nuevas muertes y resurrecciones, porque en definitiva, la educación es un desafío que impulsa, que instaura en nosotros la conciencia de que las cosas pueden ser de muchas maneras. El pensamiento crítico, que tanto alabo en mis clases, tiene como último objeto, en un plano existencial, esa importante función, la de educar una mirada cabal que sea capaz de comprender el mundo como perspectiva, es decir, en su carácter incompleto. Y para esto, también, debe, creo, servir la escuela y la universidad. Me decía alguno de ellos, precisamente, que la razón de que esto deba ser así es que no hay vida plena hasta que se reconoce nuestra vida como vida no plena, como vida incompleta, que, acaso por eso mismo, es sensible al carácter agónico de cuanto nos rodea, a la tensión hacia un indefinido trascender.
Todo esto que sugiero no quiere decir que haya que estudiar, siempre, filosofía, y entrañarse, más que encarnarse, la tradición horadante y ácida del filosofar. En realidad, como antes he señalado, la escuela en sí y, en especial, su contenido, su currículum, aun lleno de sesgos y peligros al que deberían aplicarse miradas y metodologías diversas, como la genealógica, para captarlos, apunta a algo mayor que esos propios sesgos (el propio procedimiento genealógico es ya un revulsivo de toda ilusión identitaria en las cosas y en los propios métodos). Es una desgracia que se hayan perdido viejas sabidurías y que sólo nos quede Grecia, pero Grecia, como cualquiera de esas otras sabidurías, basta para poblar de sombras la ilusión de la clarividencia. Grecia y la filosofía, pero también, evocando otras rutas, la literatura.
En la literatura encuentro uno de esos gigantes que puedo llamar maestro, en mi biografía particular. Se trata de Borges. Si en un autor luce con todo esplendor la tensión entre la inanidad del ser y su intensa belleza, como única evidencia que nos resta, la belleza del mismo, lo único cierto, su eco o halo que irradia la callada melodía de los místicos o la platónica música de las esferas, es Borges. Borges me puso en el camino infundiéndome, como un fuego, una perspectiva estética que de tan autoconsciente es ironía, una lucidez que consiste en no creerse demasiado ni a uno mismo ni al resto, y, en ese modo de vida que es risa de todos los modos de vida y de todos los magisterios, me enseñó, sobre todo, que aunque fallido y seguramente falso, el universo es bello, más bello por incierto e inestable. Es como si de la nada que somos, sólo perdurara, vagamente, la sonrisa, como en el gato de Chesire del libro de Carrol. Eso es, en efecto, dar un pase o truco para soportar la existencia, o sea, para existir, que es al mismo tiempo lúcida asunción de que no es más que eso, un pase o truco. Borges me ha dado el alivio de que al menos, aunque yo no exista, haya existido Borges, de que pueda existir esa raza de inmortales que siéndolo todo, son ninguno, de que, por fortuna, ha habido un hombre que ha podido ser todos los hombres y convertirse en el más irreverente y fluido de todos los centros, en el Aleph donde adquirir un cierto sentimiento oceánico, como decía bellamente Freud, que busca su risa.