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Educación y filosofía
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G. K. Chesterton, el sentido común y la educación. Marcos Santos Gómez
¿Es preciso retomar el sentido común en el modo en que planteamos la educación, en todos sus ámbitos e instituciones? Yo he tenido a menudo la oscura convicción de que falta sentido común en lo que hacemos, aunque, a ciencia cierta, del sentido común también es preciso sospechar a menudo. Hay que esclarecer cuál es nuestro sentido común. Con esta inquietud en la mente, y con muchas otras desde luego, he leído la vida escrita por él mismo de un hombre cuya meta siempre fue la búsqueda y la práctica del sentido común. Alguien sensato, al parecer, que quiso ser sensato y mantener siempre sus pies en el suelo, incluso cuando soñó sus disparatados e irónicos asesinatos en el papel.
Chesterton, pues a él me refiero, aplicó en tales ensoñaciones criminales un sentido común metódico que trataba de deshacer los dogmas de los escépticos. Al menos, esa fue su gran batalla, la de quien habiendo asumido con la ligereza de la juventud y de los primeros años de la vida adulta la ventolera de escepticismo que recorría su tiempo, que es el nuestro, cedió por fin y por fortuna, al realismo de su infancia. El intenso realismo de todos los niños que, como cuenta en sus memorias, gozan porque ven la transformación que opera el hombre en el pedazo de cartón, papel y madera que es un muñeco de guiñol, y no, como los adultos, por entender esa magia etérea que no sienta sus pies en la realidad empeñándose en que el muñeco es lo que representa. De puro realismo, no oculta el carácter soñado, es decir, especulativo y policiaco, de su propia autobiografía, en la búsqueda de la Verdad sobre sí que, en otro ámbito, nos cuenta, instaura el sacramento de la confesión.
La aparente miopía de la mirada infantil es, según nuestro autor, lo natural, es decir, la que se deleita con lo sencillo, a pequeña escala, con lo material, que se nos regala a los sentidos. Chesterton descubrió, a lo largo de su vida, o mejor dicho, redescubrió la intensa sensualidad, el goce sensual con el que nacemos a un mundo natural que es regalo, según él, y no excrecencia o desamparada deriva casual. Su realismo estriba en comprender el mundo no tanto como casualidad, sino como una suerte de donación a la que se responde con el agradecimiento y la inocencia de toda primera vez. El mundo no es causado, frente a lo casual, sino regalado, donado. El sentido común consiste en entender lo que está ahí como algo que está ahí, cuya verdad es la de su consistencia ontológica, y no la difusa evanescencia de un sueño o ilusión, que tanto detestó en los cultos orientales. Esto era, para él, y no vamos a entrar en muchos de sus argumentos y textos más polemistas, el mensaje del catolicismo. Por eso, el dogmatismo es la idea antepuesta a la realidad que la falsea y reinventa al modo de fantasmagorías, o sea, lo propio, dice, de todos los modos de escepticismo. Porque el escepticismo es quien fuerza dogmáticamente a la realidad dictando lo que ha de ser e ignorando, al mismo tiempo, la evidencia que comienza por los sentidos.
Aplicando el sentido común que en Chesterton equivale a esta fe modesta en la no menos modesta realidad, la que el viejo realismo filosófico deposita en los sentidos, en la bondad de la percepción y en la consistencia de las cosas, se desbaratan las alocadas fantasías del adulto. Esto él lo vinculará con su profesión católica que a su vez recoge el peso de la realidad que conoce el campesino y la antigua sociedad rural del Medievo que el capitalismo y la modernidad destruyeran.
A una fe que dotaba de una casa al hombre, sucedió otra fe que lo despojó de todo lo que era. De este modo, para Chesterton, el Occidente cristiano fue, hasta la Reforma, el lugar no tanto de Cruz y cruces, sino de crucificados, de las imágenes dolientes que remedaban a Alguien de carne y hueso que fue ejecutado en un concreto instrumento de martirio. En su Breve historia de Inglaterra explica que desde la búsqueda de una localidad, desde la concretísima espacialidad terrenal, se forjaron las cruzadas, que a su juicio respondían a la necesidad católica de un lugar, a la adoración y la fe a partir de algo tangible, frente al posterior puritanismo iconoclasta de su Inglaterra reformada, que él detestaba, y el islam, máximo exponente de la idealización y abstracción de Dios y de la fe.
Para Chesterton, lo más contrario al sentido común es el capitalismo librecambista y el liberalismo que se le asocia. También significan ambos un proceso de abstracción y conversión de las relaciones humanas en procedimientos despojados de contenidos y regulaciones que se elevan sobre la verdad que es la tierra para el hombre. Aquí parece que de manera peligrosa asume una veneración de tono fuertemente conservador por lo local que, sin embargo, le conduce a detestar, en nombre de Inglaterra, a su imperio. Muy provocativamente, defendió con denuedo la causa de los enemigos Boers en la guerra que el Imperio Británico emprendió contra ellos en Sudáfrica. Según él, cada cual se debe a su lugar, pues el hombre sólo puede encontrarse en lo particular de una concreta tradición y materia, frente a la desmaterialización que obra en el mismo la historia moderna, con su imperialismo, su librecambismo capitalista, su asfixiante burocracia. Su utopía sucedió en el pasado, en la Edad Media, cuando la relación del hombre con lo natural era directa y cuando la razón arraigada en ella constituyó el sentido común que todavía hoy puede oponerse a las monstruosidades de la vida moderna o a los extravagantes delirios de la sinrazón.
El juego que a partir de esta cosmovisión entabla con el lector, en sus artículos pero sobre todo en sus excelentes relatos y novelas (mejor en los relatos, creo) es que el hombre depositario de este sentido común y que es realista en todos los sentidos de la palabra, filosófico y campesino, el que tiene los pies bien asentados en la tierra, es el clérigo católico (su famoso personaje Padre Brown, que creo que fue lo mejor que escribió dentro de sus sagas de relatos policiacos) frente a los diferentes tipos de escépticos(es la palabra que emplea en sus memorias) que en la Inglaterra victoriana que él conoció, en la Bèlle epoque y hasta los fascismos (él falleció en 1936) habían perdido, creía, el norte, su vínculo con el mundo tangible y con los hombres de carne y hueso que sí eran guardados y respetados por la tradición católica que, por ello, practica una ética del cuidado, del cariño a la persona de carne y hueso.
El catolicismo creía y cree en el mundo como densidad, como lugar donde el tiempo se hace real y pasa de verdad, donde las ideas se encarnan, comen y respiran, como lastre que impide el peligroso vuelo de las fantasías desmedidas y que, en definitiva, impone un límite y una finitud, una circunstancia, a los seres humanos que están y que son, en gran medida, ese mundo. No he leído las apologías que esbozara el escritor de esta filosofía católica pero me da la impresión de que le faltó por ver más siglo, de que después se iba afinando y complicando tanto su amado realismo anclado en la visión antigua del mundo, no exento también de problematicidad, y no digamos lo que él llama escepticismo, saco en el que metía algunos excesos idealistas, los relativismos y los subjetivismos de su tiempo.
Pero su aproximación a las cosas está llena de ironía y de paradojas (pues tanto una como otra desvelan el ser de lo real). La principal, decía, es aquella por la que el clérigo detective asume hipótesis y respuestas racionales y razonables, frente a las especulaciones que derivan hacia la magia, la demonología, el espiritualismo y todos los miedos del hombre encarnados y desbocados de los representantes de la modernidad, en un absoluto descontrol del barco que ha perdido el contacto con los faros. El ser, un ser acaso metafísico y fundante, está ahí haciendo que las cosas estén, efectivamente, ahí y que nos topemos de verdad con ellas. Esto es lo que saben el niño, el campesino, el artesano de los gremios. En la Edad Media no se podía privar a nadie de su casa, desahuciándolo por deudas, como sí ocurre ahora, porque, frente a todos los prejuicios del humanismo ilustrado, los hombres eran personas, no ideales ni objetos. Personas, antes que ciudadanos, por cierto.
A veces parece que para Chesterton el Cielo se limita a continuar lo que aquí ocurre (para él, las comilonas grasientas y regadas con abundante ponche y ginebra de Pickwick anticipan el Paraíso). Es natural que los hombres se ayuden, que tanto el bien como el mal tengan un dibujo claro y preciso, así como un peso propio. En esto consiste, decíamos, el sentido común que el hombre moderno ha perdido. Por ejemplo, afirma que los moralistas hipócritas seríamos los adultos, no los niños, que adoran las moralejas de las fábulas porque adoran inocentemente la verdad y saben qué es el bien y qué es el mal.
Desde luego, Chesterton simplifica y su sentido común está lleno de trampas. Pero está bien que se aspire a un anclaje en lo que las cosas son. Cuando habla de Dios, Éste parece antes irradiar que fundamentar. Sería, tal vez, como el peso que tiene lo real. Apelar a la centralidad de una tradición para comprender es también, en cierto modo, un tipo de materialismo, porque nuestro anclaje en el mundo es mediante el pegamento de las tradiciones, porque así estamos arraigados, asidos a la memoria y a ideas como vetas en la tierra, la tradición que es temporalidad tangible y que denominamos historia. Atender a esto nos puede salvar, por muy conservador que parezca, de la especulación demente, de la estulticia de un pensamiento que quiere ser más que el mundo que lo contiene y que sólo puede, el propio Kant lo decía, perfilar remedos y fantasmagorías que son vagos y evanescentes reflejos del mundo que tratan de evitar. O de ceder al peligro de las abstracciones que adelgazan al mundo hasta no verlo. Lo han dicho varias filosofías, también las de la sospecha. En este sentido amplio, el sentido común es el conocimiento prudente y cabal de lo que tenemos ante las narices, lo que implica conocer su historia, su origen y lo que lo hace ser lo que es aun en su dinamismo, la espacialidad y la temporalidad concretas de la materia. Desde aquí, como una broma seria, podemos impugnar aquellos excesos en los que la cosa deja de ser lo que era de tanto que se la ha deformado y extralimitado. Apelando a una herencia, al único fundamento de una herencia y una tradición, si es preciso, que levitan sobre los abismos que nos cercan. Así, Chesterton propugna el escepticismo de lo razonable contra ese otro escepticismo que empezó poniendo en duda al sentido común.
Desde este proyecto que abarcó una vida que se cerró en el punto donde comenzara, pensemos ahora cómo retomar el sentido común en la educación que damos a las futuras generaciones, quizás tornando a su origen, al origen de lo que en Grecia se denominara paideia y que fue el conocimiento consciente de lo que el hombre es y de lo que, a partir de lo que es, quería ser. Así pues, acabemos solamente preguntando: ¿Hay algo que los niños, esa forma tan realista de ser hombre, nos están diciendo y que es preciso que escuchemos? ¿Se nos está escapando algo esencial entre las mismas manos en nuestra moderna pretensión de educar? ¿Hemos perdido nuestro suelo? ¿Cuál es el olvido donde arraigan nuestras más atrevidas desmesuras, nuestros sueños tecnológicos y la conversión de las personas que se educan en agentes? ¿Cuál es el puritanismo de nuestra escuela? ¿Hay en ella verdad o dogma? ¿Inquisición o Iglesia?