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Educación y filosofía
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La historicidad y la historia en Karl Jaspers (tercera parte)Marcos Santos Gómez
Podemos afirmar que para Karl Jaspers la razón ilumina las “posibilidades” en que se está, lo que ofrece la historia como modos concretos de realización o vías para encarnar y perfilar la propia existencia, pero no las muestra desde una posición teorética, externa o elevada sobre ellas, sino inmersa en ellas, en las propias posibilidades. Es decir, pensar es algo que se hace desde contenidos concretos (históricos) y que opera dinamizándolos desde el futurible que se abre en ellos. Esta búsqueda, anticipación o invocación del futuro es la norma que puede orientar las elecciones del hombre, el tipo de vitalización de la cultura a la que el filósofo aspira como “utopía”. Asombrosamente, este planteamiento, grosso modo, se asemeja a ciertos enfoques “materialistas” que, sin embargo, apuran de un modo más consecuente y pleno lo que debemos entender por historicidad y concretan cómo se obtiene, de hecho, esta extracción de una normatividad, como trascender de lo inmanente a partir de los contenidos de la historia. La diferencia principal con los materialismos de algunos marxismos no metafísicos que Jaspers ignoró o no pudo conocer (como el del historiador materialista que Walter Benjamin opone al historiador positivista o metafísico que mira la historia como continuo y progreso) es que en estos no hay un modo de ser cuya esencialidad sea vincularse históricamente con el ser, sino que se rehúye el plano ontológico que considera al hombre “modo de ser”, por ser imposible el acceso al mismo no teñido por la historia. Es decir, ciertos materialismos achacarían a Jaspers su aporética apropiación no histórica de la historia, o, dicho en otras palabras, la concepción de una historicidad que antecede a la historia y no es afectada por ella, aunque la posibilita. Una historicidad que en Jaspers parece ser la desnuda temporalidad del “Dasein” o, empleando su terminología, “existente”.
No podemos extendernos en este asunto pero deseamos dejar constancia de los vínculos que existen, no obstante, entre enfoques existencialistas y materialistas-marxistas, si nos percatamos, cosa que no hizo Jaspers en el libro que estamos considerando, de que el marxismo no es, necesariamente, comunismo ni una metafísica dialéctica de la superación dada en la historia al modo de un progreso. No hay, de hecho, un marxismo, en singular, sino marxismos, de muy diversa índole. Más adelante, en el presente blog, consideraremos el proyecto de “comunismo hermenéutico” de Vattimo que halla nexos entre filosofías del ser en sus derivas hermenéuticas, pero que no dejan de ser, dice el italiano, heideggerianas, y nada menos que el comunismo, entendido éste como aplicación de una normatividad liberadora a la historia que orienta la acción política revolucionaria.
En cualquier caso, el filósofo “existencialista” rectifica algunas estructuras típicas de la Modernidad, en la línea de una historización de la razón, que cuando elucida el ser en su aparecer histórico no se encuentra en una posición trascendental como si iluminara lo histórico sin ser ello mismo afectado por lo histórico. Otra cosa es, ya digo, que ciertos marxismos o enfoques dentro de una teoría crítica (incluido el de una normatividad intrahistórica de I. Ellacuría que tiene su fuente en el inmanentismo histórico zubiriano) dispongan de una base materialista más operativa para la transformación político-revolucionaria de la historia que el filósofo alemán reduciría a la pugna filosófica, en el mundo de la cultura, por revertir la caída en lo técnico de la deriva moderna en la actualidad y devolver la posibilidad histórica (en gran parte cultural) al hombre para desarrollar su libertad y desde ella un encuentro con su modo de ser.
Estoy leyendo en otra obra reciente, excelente, profunda y gratísima, y a la que también me referiré pronto cuando finalice su lectura y no corra el peligro de desvirtuar lo que dice si la cito ahora, que paradójicamente, la antropología filosófica, que trata de fundar lo histórico en una historicidad “esencial” del hombre, en un plano “ontológico”, o las llamadas filosofías del ser, optan por evadirse de la historia para “fundarla” existencialmente u ontológicamente. Crítica que sería cierta de ser verdad que para el existencialismo en algún momento el hombre o el ser han dejado de ser históricos, en el sentido de temporales y mundanos, cosa que no lo es. Hemos insistido en que la filosofía del ser, propiamente entendida, no es dualista y que el ser es en su aparecer, al menos para Heidegger y para Jaspers (salvo el peligroso desliz de este último, que ya hemos señalado, cuando emplea su concepción de lo “trascendente”). ¿Incurren pues muchos materialismos al uso en una entificación de lo ontológico que teñiría de metafísica lo fundamental?
En realidad, la tensión consistente en hablar de lo que funda lo histórico desde la historia misma, que es en lo que se halla cualquier pensador desde la emergencia del logos helénico, existe en Jaspers, quien, a su manera peculiar, abogando por un enfoque ontologicista y fenomenológico, va a responderla. Jaspers, una vez fundada la historia ontológicamente en su versión existencial y “antropológica” de la historicidad, entenderá toda aprehensión de verdades como una aprehensión impregnada por la propia historia, como vamos a resaltar. La paradoja será, para él, por el contrario la de un marxismo impregnado de metafísica, como lo es la propia labor del historiador y la historiografía en general. Estos, emulando inversamente lo que le achacan a las filosofías del ser, parten de una ontología que no “visualizan” ni cuestionan o que, aun peor, se ha tornado metafísica.
La importancia para nosotros, educadores, de esta problemática estriba en que según sea la aproximación filosófica de partida, ontológica u óntica, habremos de fundar lo educativo de un modo u otro. La perspectiva de Karl Jaspers presupone una libertad en el modo de ser humano, que orienta el devenir de la historia en una ilustración que consiste en vislumbrar y optar a partir de las condiciones que se barajan para ser. Es la perspectiva que generalmente asumimos cuando se entiende la educación antropológicamente, como un existenciario, al modo de la “comunicación” en Karl Jaspers. Una comunicación que cuando es invocación consciente de una “verdad” (como veremos a continuación) mediante el logos trabado en el diálogo, es el camino “racional” que piensa en el mundo y desde el mundo (históricamente) para despejar el futuro con la libertad de su ingenua y sincera búsqueda. Verdad es, en este sentido, aspiración a ser. Este pensar la historia, si es, como señala Jaspers, en el diálogo, logos que se realiza en la comunicación que argumenta postulando una verdad y que por ello exige “ingenuidad”, valentía y sinceridad, no tiene ya, a pesar de su magno origen en una aristocracia exteriorizante, que ubicarse en la mirada exclusiva y privilegiada de una mente pensante o intelectual, sino que puede ir siendo insuflado en la propia historia por la razón y las decisiones de los hombres.
Una interesante aportación que podríamos hacer desde la reflexión pedagógica es, tomando el libro Pedagogía del oprimido de Paulo Freire, determinar cómo él “resuelve” esta problemática, a sabiendas de que su pedagogía, aun siendo básicamente hegeliano-marxista, trata también de fundarse en algunos elementos antropológicos e incluso personalistas. Un marxismo, por cierto, el de Freire, así como una razón dialógica, que operan desde la memoria disruptivamente, tal como sugería Walter Benjamin que podía extraerse de la historia de los vencidos y los anhelos frustrados la normatividad capaz de revertir la historia en un sentido revolucionario, lejos de la idea continuista del positivismo. Y un pensamiento que trata de superarse como cliché por el ejercicio de la razón cuyo método es el diálogo que comprende, ilumina y crea, recuperando en el lenguaje el olvidado recuerdo de los vencidos y la historia que en la plana referencialidad del lenguaje positivista se ha eliminado como “escoria”. No podemos dejar de evocar, como ejemplo literario y dicho sea de paso, la famosa neolengua de 1984 de Orwell que el Estado construye para impedir el pensamiento crítico en los hablantes y que se caracteriza, entre otras cosas, por haber suprimido los matices propios de una lengua que alberga palabras sinónimas.
Volviendo a Jaspers, éste alude, decíamos, a un procedimiento de la razón fundado en la libertad y que constituye el modo lúcido del existir humano y, por tanto, de revelarse el propio ser, lo que a su vez tiene su correspondencia con la ontología de un ser que se va realizando en la temporalidad. Dicha temporalidad es, igual que en Heidegger, futuro que se actualiza, que se va tornando presente desde lo no presente situado más allá de sí. Hay que insistir una vez más que, a diferencia del historicismo, esta anticipación del futuro no significa la asunción de ningún tipo de teleología fuerte ni que lo pasado, en su pesada centralidad, determine necesariamente un camino del ser, una fatal orientación del mismo, lo que en todo caso constituiría una patología del devenir. En realidad, lo único relevante del pasado es, para él, el Tiempo Eje, fuente de todas las posteriores posibilidades de ser, porque significó la apertura de la historia y la realización en ella de la apertura del hombre. Por el contrario, es la clausura metafísica que se ha encarnado como Edad Técnica la que es denunciada y señalada por el filósofo como un segundo momento, desde el Tiempo Eje, que amenaza con fosilizarse y abarcar la historia entera suprimiéndola. Porque el pasado se va reconfigurando desde lo actual, de modo que cualquier patología presente es capaz de teñir toda la historia del hombre o incluso negarla si dicta su última palabra sobre el mismo. El problema no es que el hombre acabe, que sin duda acabará como especie y tendrá un evidente final biológico o físico, sino que sea el mismo hombre quien se niegue a sí mismo en un totalitario final de la historia.
Esta razón es la que en la Edad Técnica se ha convertido en lo que Horkheimer, desde otro enfoque, denominaría razón instrumental y cuya encarnación social es la burocracia que rige hoy nuestro mundo social. En la burocracia puede haber avance, pero no futuro. Esta razón de medios materializada, en la medida en que es pura razón estratégica, ha cristalizado en una estructura, como procedimiento institucionalizado que elimina el espacio para pensar sus propios fines (que son los determinados por inercias sociales o sistemas como la economía) y que canaliza automatizándolo el mundo de la vida, en función de dichos fines. “La técnica es independiente de lo que ha de hacerse con ella; como ser independiente es un poder vacío, un triunfo, finalmente paralizador, del medio sobre el fin” (p. 187).
Esta automatización de la vida, y su autonomización respecto a su fuente, ha provocado un último estadio del olvido del ser, por emplear la perspectiva de Heidegger, al que ahora, en su obrar ciego y sin espíritu, todo da la espalda. Un paradójico autorechazo por el que el hombre se cercena y olvida de sí mismo, de modo que el pueblo se torna masa (pp. 190-195). Una falta de espíritu, dice Jaspers, que incluso ha afectado al carácter ejemplar del cristianismo: “La convincente ejemplaridad de una vida cristiana, con toda su evidencia e incuestionable verdad, acaso existe todavía en la realidad actual, pero no para las masas” (p. 196). Todo lo cual supone una falta de fe en la realidad, en el hombre y la historia, en los cuales la presencia del pensamiento en forma de ideas o representaciones se ha reducido a ideología, cuyo carácter encubridor destaca Jaspers.
Como secuela de la Modernidad, decíamos, la burocracia tiende a invadir todas las esferas de la existencia. Para Jaspers esto básicamente consiste en la exhaustiva planificación de la vida que acaba restándole su potencial. Es ella la que genera en la actualidad la ilusión de un progreso previsible, como falsa apertura, o sea, un futuro que es posible perfilar y anticipar en su contenido (no tanto un futuro como agente dinamizador e incluso desorganizador del presente que era la clave de la historicidad, de la temporalidad en el hombre). Sitúa en la cima de la racionalidad al Estado planificador (Jaspers dedica numerosas páginas de su libro a señalar esta situación sobre todo en los países comunistas, eludiendo este mismo peligro, mucho más sutil, en las democracias capitalistas como hoy es ya una terrorífica evidencia). Relata al respecto una pavorosa anécdota sobre cierto alto funcionario de la Administración de algún país moderno que siendo preguntado, durante su agonía, ya en puertas de la muerte, qué era en lo que pensaba, contestó con sus últimas palabras que pensaba en el Estado.
La existencia, que para Jaspers es la relación libre y consciente de la vida (racional y humana) con el ser, es así sometida y planificada, de manera que se disuelve en la nada (por eso Jaspers denomina “nihilismo” a este sino de nuestro tiempo). Es decir, lo que hay es progreso, pero Jaspers señala, con gran acierto, que donde hay progreso ya no hay libertad, ya no decidimos nuestra existencia, que ahora viene determinada por una metafísica teleológica. De nuevo estamos ante una crítica desde la filosofía del ser a la metafísica, implícita a lo largo del libro de Jaspers, y que lo hermana, hasta cierto punto, con Heidegger y con las filosofías que a partir de Nietzsche, a lo largo del siglo XX, se han mostrado más críticas con todas las formas de “fundamentalismos” que, en el lenguaje de Heidegger, han entificado el ser. Frente a esto, Jaspers señala bellamente: “Sólo quien ve el peligro y no lo olvida en ningún momento puede comportarse razonablemente y hacer lo que es posible para conjurarlo” (p. 224). Para añadir más adelante: “La dignidad del hombre en su pensamiento del futuro es tanto el proyectar lo posible como el no saber, fundado en el saber, lo fundamental; esto: que no se sabe lo que todavía puede llegar a ser. Lo que da alas a nuestra vida es que no conocemos el futuro, sino que lo acompañamos y lo vemos en su totalidad insondable ante nosotros. Sería nuestra muerte espiritual que conociéramos el futuro” (p. 225). La historia es, en este contexto, el espacio de la libertad, el ámbito inmanente en que ésta ha de darse: “No hay nada que pueda considerarse inevitable, fatal. Todo el hacer humano, especialmente el espiritual, consiste en encontrar nuestro camino en las posibilidades abiertas ante nosotros. En nosotros está lo que llega a ser, y en definitiva en cada individuo, aunque ningún individuo decide el curso de la historia” (p. 228).
La libertad requiere la razón, porque el obrar libre es un obrar lúcido, es decir, consciente, iluminado. Esto excluye la obediencia ciega o la violencia. Y desde aquí, desde el nivel ontológico y, acaso, el nivel de una antropología filosófica, Jaspers funda la política, en cuanto racionalización iluminadora de las posibilidades que una comunidad visibiliza, cuando unos se iluminan desde la libertad de los otros. Esto implica superar las meras opiniones y las ideologías despejando y descubriendo la verdad, lo que Jaspers entiende como la revelación de nuevos contenidos del ser en la historia, que el diálogo y la contraposición de posibilidades y razones va abriendo ante nosotros. La razón desenmascara desde la ingenuidad por la que ésta se opone a la otra razón estratégica de la no verdad: “Llevar la humanidad a la libertad equivale a llevarla al mutuo diálogo entre los hombres. Pero esto queda expuesto al engaño cuando existen segundos pensamientos que no se dicen –cuando se tienen reservas en las cuales el que habla se recluye replegándose interiormente-, cuando, al hablar, en realidad se calla y disimula, no se hace más que dar largas y entretener y se usa de astucias. El auténtico diálogo es ingenuo y sin reservas. Sólo en una sinceridad absoluta por ambos lados se desarrolla la verdad en comunidad” (p. 233).
Este ejercicio del diálogo requiere de un campo político de derechos que Jaspers expone, y que se resume en la necesidad de universalizar el “pensamiento metódico” que nos eleve del dogmatismo a la libertad, proyecto que nosotros añadimos ha de constituir la meta de la escuela y de toda educación. Por esto, la verdad no puede entenderse como síntesis, final o conclusión, so pena de restringir la libertad. La verdad es lo que la razón obtiene al abrir e iluminar nuevas posibilidades en la historia. Es, por tanto, lo que el libre pensar persigue. En este sentido, pensar es buscar la verdad lo que para el hombre significa realizarse. La norma para valorar esta realización en la historia, en el momento en que Jaspers escribe su libro, poco después de finalizar la Segunda Guerra Mundial, será la existencia política de libertad.
La verdad es orientación a ser más en la inacabada e indeterminada búsqueda de contenidos del ser en que consiste la apertura del ser en la historia, su despeje al superar la ideología que lo confunde con el tener y que por tanto implica ir más allá de todo pragmatismo y del poder (p. 254) y de la técnica que “soluciona” el vacío que acarrea la técnica con más técnica, retardando y planificando los “avances”. “Se intenta contrarrestar la insatisfacción, el hastío y la vacuidad en los hombres mediante una organización planificada de las horas libres, una organización del hogar y de la vida privada” (p. 273). Las consecuencias políticas de esto son, para Jaspers, de nuevo una contundente crítica a la planificación estatal del comunismo (en lo que Vattimo hoy denomina la versión metafísica del comunismo frente a la versión hermenéutica que él desarrolla y que trataremos en los próximos posts). Con enorme acierto lo expresa, sintéticamente, Jaspers: “No hay justa organización del mundo. La justicia es una tarea infinita” (p. 281). Desde esta premisa, Jaspers dedica numerosas páginas de su obra a pensar, teniendo en cuenta derecho y política, una liberación histórica de la humanidad que desbloquee al “hombre”. Nunca habrá una manera, una única posibilidad histórica, sino que el despliegue del hombre (que es despliegue del ser) será despliegue no lineal ni progresivo, en plural y sin final. “Los límites de las posibilidades históricas tienen su profundo fundamento en el ser del hombre. Nunca puede ser alcanzada en el mundo humano un estado final acabado, porque el hombre es un ser que trasciende constantemente sobre sí mismo; un ser no sólo inconcluso, sino también inconcluible. Una humanidad que sólo quisiera ser lo que es perdería, al limitarse a sí misma, su ser humano” (p. 314). Es decir, tiene que haber un futuro ante nosotros, un horizonte, para que seamos “hombres”, lo que opone la filosofía de la historia de Jaspers a la hegeliana y a toda filosofía de la historia.
Obra que estamos comentando:
Jaspers, K. (2017). Origen y meta de la historia. Barcelona: Acantilado.
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Educación y filosofía
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La historicidad y la historia en Karl Jaspers (segunda parte)Marcos Santos Gómez
Jaspers, en el libro Origen y meta de la historia, que estamos comentando, realiza unas reflexiones sobre lo que denomina “Edad Técnica”, que coinciden con las de tantos filósofos del siglo XX de muy diversas corrientes del pensamiento, sobre el asunto de la técnica y que él desarrolla en una línea muy semejante a lo realzado por casi todos ellos. Su análisis parte de la evidencia de que la técnica tiene el poder, que de hecho ya se está desplegando plenamente en la historia, de operar una transformación cualitativa del hombre que, si en principio aportaba mayores posibilidades para su comodidad y realización, tal como está sucediendo hoy, al haberse abandonado la civilización a su inercia mecánica, está, diabólicamente, mecanizando al propio hombre y despojándolo de su carácter histórico. Y esto ocurre porque al mecanizarlo, al tornarlo medio y no fin, como arma de doble filo que se vuelve contra aquel mismo que la utiliza en la misma línea que lo indicaron Horkheimer y Adorno en su Dialéctica de la Ilustración, la técnica lo está alejando de su “suelo” nutricio (“suelo” que básicamente consiste en la tradición y la historia), convirtiendo su mundo en un desierto donde todo cambio se torna repetición.
Junto al Tiempo Eje, este final de la historia que lo es porque ésta, contra lo defendido por Fukuyama, está llegando a la peor de sus posibilidades, es el segundo gran momento de la historia conocida; con la diferencia de que si en el Tiempo Eje se daba una lúcida apertura y la capacidad de distanciarse analíticamente del propio mundo por parte del hombre, ahora opera una distancia que por el contrario lo desconecta de su posibilidad (y necesidad) de hacerse, de la fuente de su esperanza y lo torna, por tanto, incapaz de comprender, proyectar o transformar su mundo. La técnica niega la historia y priva al hombre de su historicidad, porque donde hay automatismo, no hay libertad, y sin libertad, no hay historia, según Jaspers. En este sentido, estaríamos asistiendo a una suerte de infierno dantesco por el que se ha expulsado de la civilización la esperanza y la tradición sobre cuyo transitar el pensamiento era un sereno pero apremiante paseo.
El hombre, habíamos señalado anteriormente, se caracteriza por la indefinición de su ser y la incertidumbre, y por eso mismo es histórico. En gran medida, lo que llamamos “cultura”, como dimensión axiológica del hombre que le otorga su modo de realización, imprime una “naturaleza” en la que se da un modo de “ser” que es una interpretación concreta y compartida de lo que son sujeto y mundo (mundo que es la realidad “humanizada” en el horizonte y el magma de la cultura). Jaspers entiende la cultura como el “mundo” que es para el hombre, como “mundo de la vida” del que emerge el sentido (el “como”) de su transcurrir existencial, lo que cada hombre afirma siendo, la forma particular y mundana en que se revela su ser. Aunque nuestro querido filósofo no se adentra en la sucesión “infinita” de fondos que en las corrientes hermenéuticas acaban apuntando a un desfondamiento tanto de mundo-objeto como del sujeto-conciencia (“noema” y “noesis” en la fenomenología de Husserl), en una superación aun más radical de la Modernidad que la emprendida por las corrientes fenomenológico-husserlianas, para Jaspers ya existe un cierto desfondamiento. En la obra que comentamos lo que se abre es el abismal espacio de la historia y de la no-historia aun más abisal que la precede y continúa en sus extremos, de lo ignoto en el tiempo, que parece cercarnos y acrecentar nuestra contingencia. Pero cuidémonos bien de entender este fondo como “causa” o fundamento de lo que es el hombre (en el sentido que lo hace el historicismo desde su cientificismo) o al estilo determinista. La historia no determina, sino que posibilita, o sea, ofrece y expande la materia en la que el hombre puede ser.
En el hombre concreto esta falta de “suelo” firme que lo fundamente, al estilo, decimos, de las metafísicas modernas o de enfoques más “estáticos” o sustancialistas, se da en la comunicación, que opera desde ella, más allá de la razón o de la transmisión verbal de mensajes o palabras, pero posibilitando eso mismo. Comunicación, que es apertura al otro y pura relación o “entre” en el que somos, que incluye desde lazos afectivos a los profundos abismos de la historia, la cultura o la civilización, y que marca el derrotero por el que el logos dialógico y la transmisión de mensajes circularán, en un nivel tan consciente y elevado como reducido y limitado. Este nivel racional, para Jaspers, es el del diálogo que, a pesar de su muchas veces probada incapacidad para comprender al otro que manifiesta el logos (incapacidad que Jaspers padeció y de la que supo bien a través del ejercicio de la psiquiatría, en la entrevista y el diagnóstico que pretenden adentrarse en las profundidades de las que emerge lo patológico y lo psíquico), manifiesta una importancia que nunca será valorada lo suficiente. Es la dimensión racional por la que podemos proyectar, argumentar y elaborar conceptos, en un intento de aprehender el mundo. Aquí reside la importancia que Jaspers le da a la ciencia, a diferencia de Heidegger, en cuanto que es capaz de indagar meritoriamente en sectores de lo real, pero también en cuanto que se ve constreñida a una mirada sectorial y objetivizante que la torna inútil para asir la realidad total en su dimensión más amplia y ontológica, que se le escapa de las manos (del concepto). Así, en la psiquiatría, por ejemplo, siempre permanecerá una amplia opacidad que cerca y restringe fatalmente la comprensión del terapeuta, la conexión entre paciente y médico, a diferencia de la pretensión freudiana de haber llenado dichos abismos (lo inconsciente) con conceptos y con ciencia, con las reglas que rigen su peculiar hermenéutica parcialmente teñida de positivismo. Aunque Freud, ciertamente, intenta eludir la comprensión referencial y la simbología plana y lineal en la interpretación de los sueños, por ejemplo, con formas libremente asociativas y oblicuas de hermenéutica, para Jaspers continúa siendo demasiado e ingenuamente atrevido. La comprensión que el paciente extiende de sí mismo, su sufrimiento y sus vivencias son, en última instancia, completamente inasibles para el terapeuta que lo explora.
De ambos ámbitos, comunicación y diálogo, el propiamente educativo será, para Jaspers y como resalta en su magna obra Filosofía, en tres tomos (en español publicada en dos tomos), el de la comunicación, que así, se sitúa en la dimensión de lo ontológico, del hombre como modo abierto de ser que tiene que hacerse. Frente a esto, lo que muchas veces inicia las clases de Filosofía o Teoría de la Educación, que sitúan el origen de lo educativo en la transmisión de un mensaje dentro de un modelo referencial y objetivista de la comunicación y del diálogo, al que como mucho se añade la posibilidad de sugerir sentidos (por emplear la terminología de Frege) no sería correcto, según Jaspers. Lo educativo, para entenderse, tiene que ubicarse en lo ontológico y es por esto mismo por lo que en el presente blog, de la mano de autores continentales del ámbito de la filosofía del ser, nos estamos adentrando por tales lares. De hecho, las patologías que habrán de darse en la interacción humana y en el intercambio de razones o el desarrollo público y dialógico de la argumentación, emanan muchas veces de patologías en lo más profundo del mundo de la vida, en lo no verbal e inconsciente del sujeto o del mundo que ambos interlocutores comparten y en lo que se disuelven y desfondan. A diferencia de Jaspers, la filosofía también ha tratado de aprehender estos abismos como lo haría el proyecto de la filosofía hermenéutica que continuó, matizándolas, la senda fenomenológica y existencialista.
Pues bien, para Jaspers nuestro tiempo está caracterizado por una patología concreta que se asocia, como hemos ya apuntado, con el auge de lo técnico, en la medida en que dicha absolutización de la “mentalidad” o modo de ser propios de la técnica, implican la desconexión que, como ocurre con la psicosis en un paciente, el sujeto sufre respecto al “fondo” inconsciente desde el que necesariamente tenemos que acceder a la realidad. Este fondo, este inmenso magma, recordemos, es donde reside la historia, a la que no podemos acceder en nuestras investigaciones del modo lineal en que lo hace la historiografía al uso o la descripción biográfica.
Obra que estamos comentando:
Jaspers, K. (2017). Origen y meta de la historia. Barcelona: Acantilado.
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Educación y filosofía
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La historicidad y la historia en Karl Jaspers (primera parte).Marcos Santos Gómez
El filósofo K. Jaspers, en Origen y meta de la historia, editado recientemente en español por Acantilado, elabora una reflexión de corte “existencial” sobre la historia a la que, como es obvio, comprende desde lo ontológico, que va ampliando a lo óntico de una presentación concreta de sus condiciones materiales, estudiadas por la ciencia y la historiografía. El historiador, que en cuanto científico descriptivo o narrador de “hechos” se mueve en lo óntico, apenas puede sino aspirar a un relato empírico de lo pasado y a detectar en determinadas zonas de la historia causalidades, pero desde las cuales no se comprende propia ni totalmente lo histórico. Como ejemplo de las limitaciones del conocimiento en general, a que se referirá Jaspers en este libro, hay que señalar que desde la historiografía no se abarca lo que significa la historia y el ser histórico en su amplitud y dimensiones.
Lo que hace posible este acontecer por el que los hombres en su actividad generan el dinámico torbellino de la historia es la relación profunda y esencial con el ser por parte de su modo de ser marcado por la temporalidad del propio ser. Esta temporalidad del ser, que ni es desarrollo, ni evolución ni progreso, lejos de la concepción hegeliana y marxista que el filósofo rechaza, determina la apertura del hombre en cuanto su tener que hacerse “optando” en función de posibilidades históricas. Esta opción y libertad no es, sin embargo, absoluta, ya que hay, en un primer nivel natural unas evidentes condiciones muy estrictas que constituyen una suerte de marco en el que se desenvuelve su libertad, pero que no puede explicar desde sí al hombre en su totalidad, lo que constituiría un reduccionismo que implicaría fundar lo “superior” en lo “inferior”. Porque donde el hombre es cabalmente hombre es en el devenir histórico que se autocondiciona desde la libertad. En Jaspers, como “existencialista”, hay un esfuerzo por vincular lo humano con su concreción. Todo se desarrolla en un plano de estricta inmanencia no exento de tensiones centrífugas que a veces adquieren la forma de una trascendencia postulada o verdad extrahistórica como horizonte que desde lo inalcanzable provoca el movimiento.
Me ha parecido que en esto es preciso estar muy atentos a cómo se ofrece el desarrollo de Jaspers, en comparación con Heidegger, y si hay en él una tendencia a lo extramundano en un sentido dualista cuando introduce esta suerte de necesario postulado, de “verdad” exteriorizante desde la cual se comprende la finitud y la limitación del acontecer humano; un postulado o clave para asir lo inmanente y lo contingente en su inmanencia y contingencia. O, más bien, hay que entender “lo trascendente” a que tanto se refiere en sus obras, en los meros términos de una trascendentalidad kantiana, como constituyente de la comprensión del mismo, o en clave interna, como contenido del mundo que lo eleva a cifra, tensando lo real centrífugamente. Lo que Jaspers parece intentar es, en todo caso, una superación fenomenológica del idealismo kantiano en el sentido de estar aludiendo a una “conciencia” donde se da lo real como mundo (para el hombre) que situaría lo trascendente como apertura (sentido), en el fenómeno. Una suerte de trascendente que es a la vez trascendental requerido para la ubicación y la comprensión del hombre en el mundo, para la constitución de lo real como mundo (para el hombre) y que, en palabras de Jaspers, significa lo envolvente, aquello en lo que se funda (no fundamenta) lo real que sólo el hombre, en su lucidez, torna mundo. Dicho en otras palabras, la apertura de todo lo que es a algo que lo desborda, a su propia sobreabundancia, a un plus inefable que lo constituye o del que emerge (el ser). En el conocimiento y en el mundo aprehendido por el hombre se daría una revelación de la que nada más puede decirse y en la que parece latir el trasfondo en Jaspers de la teología negativa y que, como hemos comentado, habría que analizar cuidadosamente si introduce un elemento dualista en su pensamiento.
En otras obras él desarrolla sus bellas nociones de “cifra de la trascendencia” y de “situación límite” por las que entiende que las condiciones extremas e inmutables por las que la historia topa con un límite opaco, con una ausencia de historia y de visibilidad, con una imposibilidad de superarse, en su finitud, sugieren un infinito que en ella sólo puede incorporarse al modo de símbolos. Es por estos símbolos por los que el hombre incorpora en sí mismo y en la historia lo infinito, como un horizonte que completa y supera, desde ella, la historia. En el libro que nos ocupa, en el que nombra un par de veces más o menos a Dios, no hay un abuso “ultramundano” de esta perspectiva cuasi religiosa, pero ha podido conducir a que algunos intérpretes, y quizás el propio Heidegger, considerasen al filósofo dentro de un existencialismo de corte religioso, lo cual lo situaría como no propiamente existencialista. Para el existencialismo en sentido estricto, el hombre y el mundo son en la medida en que no son extramundanos, de manera ajena a cualquier sombra de metafísica o fundamentacionalismo ontológico, que tornaría el ser mismo en ente. Afirmarse es desfundamentarse, en un sentido nietzscheano. Conscientes somos, sin embargo, de que si se llama “Dios” a lo infinito, a lo otro que moviliza lo real como aspiración a ser más desde sí, a la apertura y horizonte inaprensibles conceptualmente de lo real, manteniendo su carácter de activa y soterrada impresencia, en formas no ónticas de lo divino, se podría considerar la posibilidad no contradictoria de un existencialismo cristiano. Pero, particularmente, creo que el mero hecho de llamarlo “Dios” o de divinizar el horizonte ya lo torna ente.
En todo caso, en el libro que nos ocupa, Jaspers no parece introducir en la historia elementos ajenos a la historia. Es más, acusa de ello a las metafísicas del progreso al uso y lo denuncia, incluidas sus concreciones políticas que ya veía elaboradas en sus componentes totalitarios unos años después de acabar la guerra, en los países socialistas. Su materialismo, el del marxismo, es de carácter técnico, según él, y por tanto no es fiel al componente ontológico de la libertad humana, pues hacen que lo óntico invada lo ontológico, originando un cierre en las posibilidades del hombre y en el devenir que llamamos historia. Jaspers es mucho más proclive a formas liberales en la democracia. De todos modos, aquí hay terreno para una larga discusión.
Como hemos dicho, Jaspers ve la historia como apertura fundamental, sin otros determinismos que lo natural que, sin embargo, no la explican. Sucede entre dos amplísimos espacios ignotos que se abren en el pasado y en el futuro, que no constituyen en sí historia, ya que ni están en la memoria consciente del hombre actual, salvo como inconcebible abismo inconsciente, ni pueden anticiparse, en el caso del futuro. Sólo desde hoy y desde la perspectiva cambiante con la que recordamos y entendemos el pasado hay realmente historia. En tiempos de Jaspers se creía que el homo sapiens ostentaba unos 100.000 años. Hoy acabamos de conocer, por un cráneo hallado en Marruecos hace unos meses, que tiene la inasumible edad de 300.000 años. En su mayor parte, pues, el hombre ha vivido sin historia, es decir, sin una conciencia de su temporalidad, o, mejor dicho, no se ha constituido como historia ni para el hombre de aquel remoto pasado ni para nosotros. Pero esta clara conciencia de sí, tampoco es un elemento que haya acontecido en todos los momentos de esta historia nuestra conocida (el lapso de unos 7000 a 10.000 años a partir del presente, cuyo devenir concreto y “datado” nos ha llegado y forma parte activa y consciente de nuestra cultura actual), sino que viene asociada a lo que Jaspers denomina el “Tiempo Eje” y, posteriormente, a la Modernidad y la ciencia, aun degenerada en Edad Técnica que acaba negando hoy a la propia historia.
El Tiempo Eje sucede entre los siglos VII a. C y IV a. C. aproximadamente, dándose en diversas zonas y culturas del mundo, sin que Jaspers crea que pueda explicarse su surgimiento de un modo asumible. Lo caracteriza un tomar conciencia de la realidad que en el caso de Grecia se constituye como la impresionante lucidez de ser capaz de captar lo propio de la cultura en su historicidad, es decir, en su relativismo, desde un modo de ser que genera un modo de pensar la realidad en el movimiento de un trascender el mismo capaz de desfundamentar el mundo. Sin embargo, los griegos se quedan a medias, señala el autor alemán, pues incorporan finalmente a su comprensión de la realidad la idea mítica de cosmos como orden cerrado, formando ésta parte de su logos, del esquema con el que abordan y entienden la realidad. Los griegos estaban obsesionados con el movimiento al que, sin embargo, subsumieron en su idea de cosmos como orden autoclausurado.
Esta clausura cósmica la quebrantará la ciencia en la Modernidad, que desde la idea bíblica de Creación presupone un orden, aunque invisible, en el mundo capaz de calmar las ansiedades humanas y el terror por los abismos, pero que por esto mismo puede permitir en la historia, la cultura y el conocimiento una apertura hacia delante, una incertidumbre del futuro, por la que el avance del conocimiento no se detiene nunca. Es decir, para la ciencia el mundo se conoce mediante la pesquisa nunca concluida en torno al mismo. Jaspers distingue cuidadosamente esta pesquisa que no conoce límites, como voluntad del puro conocer, respecto a la técnica, que introduce unos fines ajenos a este prurito del conocimiento en sí mismo (p. 137). La ciencia, para Jaspers, es una praxis elevadísima que recuerda al hombre, nada menos, su vínculo esencial con el ser: “No es una voluntad de poder en el sentido de dominio, sino de independencia interior. Esa libertad de conciencia del investigador es, justamente, la que puede aprehender con toda pureza la realidad fáctica como auténtica cifra del ser” (p. 138). El ser no es aprehensible conceptualmente, pero sí puede mostrarse en el mundo como cifra (¿es esto ejemplo del dualismo implícito que sospechábamos antes en Jaspers, el presupuesto por la “cifra”?). Así, la realidad es como el texto cifrado del ser, a diferencia de Heidegger, autor éste en el que el ser no se agota ni confunde absolutamente con lo ente, pero sólo se halla en ello, en la perspectiva al menos del Heidegger de Ser y tiempo.
Jaspers no reprime sus constantes halagos a la ciencia (¿debido al dualismo del filósofo, cabría indagar de nuevo, que la consideraría una suerte de teología negativa que conduce, como a él mismo le sucedió en su biografía personal, a la filosofía y a la ontología?). La ciencia ostenta en sí un componente de universalidad, de noble y tolerante aspiración a la verdad. “No hay agresividad en el ethos del conocimiento convincente, de validez general –a diferencia de lo plausible, aproximado, fluctuante, discrecional-, sino voluntad de claridad y certidumbre” (p. 138). Más adelante, resalta que “El motivo no es la agresión, sino la pregunta a la naturaleza” (p. 138). Contra lo que muchos todavía hoy quieren creer, Jaspers basa esta actitud rigurosamente indagadora de lo real en la Biblia, que introduce la necesaria idea de una “verdad” o “veracidad” a toda costa en lo que hace el hombre, que consagra y postula el imprescindible horizonte de una verdad (¿dualismo en el filósofo, una vez más, o forma contrafáctica de la razón?).
Lo que el cristianismo aportaría, si hemos entendido bien a Jaspers, es la fortaleza de una verdad como exigencia de seriedad y vínculo con lo real en lo que uno hace. Este es el origen de una paideia cristiana, por cierto, que nos ha llegado desarrollada especialmente por los textos de la Patrística que con gran acierto estudió y entendió el último Foucault. Para el logos cristiano, cuando no cede completamente a la forma griega del logos, como ocurre en Santo Tomás, “(…) se engendra el impulso de correr constantemente al fracaso; pero no para abandonarse, sino para volver a recobrarse en una nueva forma más amplia y plena y para continuar este proceso en una infinitud que nunca se llena” (p. 140). Se trata de verdad, no de dogma. Más adelante, indica Jaspers: “el conocimiento de que todo el mundo ha sido creado infunde tranquilidad ante los abismos de la realidad en la inquietud investigadora que pregunta ilimitadamente y por eso progresa” (p. 141). “El ser del mundo no puede ser concebido como una realidad absoluta, definitiva; constantemente se manifiesta como diferente” (p. 141). Finalmente, destaca bellamente: “La nota decisivamente característica del hombre científico es que en la investigación busca su contradictor, sobre todo aquellos que todo lo ponen en cuestión mediante pensamientos concretos y precisos. Así, lo que parece destruirse a sí mismo se convierte en fecundo, productivo. Por esta razón, es señal de que la ciencia se ha perdido cuando se evita la discusión e incluso se la rechaza, cuando su pensamiento queda recluido en círculos de la misma opinión y emplea hacia fuera una agresividad destructora en vagas generalidades” (p. 142). Sin embargo, esta nota de tolerancia y apertura que la ciencia debería introducir en la cultura, de hecho no se da en la cultura: “La ciencia es un rasgo fundamental de la época, y, sin embargo, todavía es impotente espiritualmente porque la masa humana no ingresa en ella cuando se apodera de los resultados técnicos o admite como dogmas trivialidades discutibles” (p. 143). Estaríamos, pues, muy lejos de una verdadera Ilustración propiciada por la integración de este espíritu de tolerancia y apertura antidogmática propias de la ciencia en el modo de ser de un pueblo degenerado en masa.
¿Y qué aporta en esta Ilustración académica la filosofía? Nos lo sugiere Jaspers en su reflexión acerca de la ciencia: el constante aviso de los límites del conocimiento científico. Éstos se manifiestan cuando lo que funciona sectorialmente en la realidad, se intenta aplicar al mundo como totalidad. La ciencia no puede explicar el existir, en cuanto tal, ni invadir el terreno de lo ontológico a partir de su “visión” óntica. Este es el reduccionismo cientificista que Jaspers, desde su perspectiva existencialista o de filósofo del ser, indica. Porque el mundo en su totalidad no es cognoscible.
Cuando la razón se reduce a razón científica y se eliminan otros modos rigurosos y metódicos de aproximación a la realidad que incorporan la tensión de lo real y del ser en su imposibilidad de última y definitiva aprehensión, como son los filosóficos, puede ocurrir que la razón decepcione y se torne impotente. En este caso, en paralelo con el rechazo de la filosofía, tenemos el auge de “saberes” irracionales que apelan al mero sentimiento, señala Jaspers, al instinto o al impulso. “Racionalizar” el mundo es, entonces y muy peligrosamente, someterlo a sus propios impulsos ciegos, como de hecho ocurre con la absolutización de la técnica.
La seriedad de la ciencia, para Jaspers, se funda en su vínculo “secreto” con el ser, a pesar de su reducción óntica, que, como en la teología negativa, sugiere el ser en la medida en que calla decirlo, a diferencia de la técnica (en la Edad Técnica, de la que hablaremos más adelante) que prescinde de esta insinuación y que sólo en el “máximo peligro” del ocultamiento que lleva a cabo, en las conocidas palabras del verso de Hölderlin glosado por Heidegger, puede iniciar el movimiento de la salvación. “El estrépito imperante de los éxitos conseguidos en la configuración del mundo material y en las aplicaciones de la concepción ‘ilustrada’ del mundo, extendida por toda la Tierra, no puede engañarnos sobre el hecho indiscutible de que la ciencia, aparentemente lo más familiar, es lo más secreto” (p. 146). Esto es lo que he considerado en algún momento de este blog como lo poético de la ciencia, es decir, su austero mostrar en el silencio propio de eremitas, su mostrar precisamente en cuanto que calla en medio del desbordante impulso de conocimiento que la moviliza, como si se impusiera la penitencia de un voto de silencio en su aparente exuberancia.
La técnica, por otro lado y como ya trataremos más adelante, aportaría una suerte de segunda naturaleza al hombre con el riesgo de que éste acabe asfixiándose en ella. No otra cosa era lo que quería decir el Illich de la anti-escuela y la sociedad convivencial (o convivial, según las traducciones) en los años 70 del siglo pasado, quien por cierto, nunca se dirá lo suficiente, superó el pensamiento de esta etapa al que nunca regresó, a partir de los años 80; años, por cierto, marcados cada vez más por la casi insufrible efervescencia de una teología negativa o apofántica. Porque respecto a la cualidad emancipatoria de la razón y la técnica, es preciso señalar que si la razón sirve a la libertad debe posibilitarla, no generarla, lo que no puede darse con una razón instrumentalizada, reducida a su uso técnico para producirla libertad. Este es el estigma con el que la razón técnica tiñe a la libertad, también en los regímenes políticos que han querido hacer de la libertad su nervio pero que han confiado en las burocracias y la organización centralizada (antigua URSS). La razón emancipatoria abre claros, empleando la imagen heideggeriana, y posibilita, iluminando lo posible, esclareciendo, pero no causando la libertad.
Dejamos en este punto de la Edad Técnica y su relación con la historia, tratado a fondo por Jaspers, nuestro comentario de su libro, por no abusar de la paciencia del lector, para retomarlo en un próximo post que constituirá la segunda parte de este.
Obra que estamos comentando:
Jaspers, K. (2017). Origen y meta de la historia. Barcelona: Acantilado.
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Educación y filosofía
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Teología neoliberal: culpa y tecnificación de la ciencia.Marcos Santos Gómez
Hoy resulta esencial que nos centremos en el universal sentimiento de culpa que se ha extendido por la civilización y en cómo gestionado desde instancias de poder que emergen del Estado, ejerce un eficacísimo control social que garantiza la perpetuidad del modelo económico neoliberal. Nacemos en la rueda de la culpa que como un fatal tsamtsara cerrado en sí mismo se nos antoja insuperable, y al que es preciso que entendamos sobre todo como el fatalismo de un modo de ser que expulsa de sí mismo su ser, situándolo en un más allá de la inmanencia. Por eso nos tornamos fantasmas o reflejos automatizados, en un mundo abandonado a su suerte, de las proyecciones e inercias de lo social sin el tenso horizonte de la utopía, tornada inalcanzable Reino de los Cielos; fantasmas arrojados en un mundo caído, humanidad lastrada por el pecado original que sobrevive despojada de su fuente y que funciona de espaldas a su propia esencia. Nuestra tesis en el presente escrito, apenas un boceto, es que vino primero la culpa, en el corazón de nuestra civilización, y ésta ha preparado el terreno para una economía neoliberal que es este puro despojo de la vida y la razón del hombre, víctima de una culpa que se ha camaleonizado en lo económico, habitando en ello para generar la vinculación anónima y “productiva” entre los seres humanos.
El capitalismo se ha enganchado a este poderoso medio de control y aniquilación que es la culpa, o sea, a la culpabilización a priori del existente, que lo rebaja y lo despoja de su carácter de fin en sí mismo y de la dignidad que hay que suponerle como sujeto ético, desmembrándolo en una trama reticular de micropoderes que castigan con la exclusión y fabrican las subjetividades como desechos de la economía. En esto consiste el antihumanismo que le es propio al capitalismo, en arrancarle su modo de ser libre y racional al hombre. En esta rueda desprovista de conexión con la fuente de su vida, con su “naturaleza” libremente autocreadora, que lo despersonaliza y automatiza, lo económico (el mundo de la economía de mercado desregulada y el entorno laboral) generan, a su vez, más culpa para procesar y gestionar culturalmente, en lo que el marxismo más clásico denominara superestructura. Para que funcione el modo de producción capitalista en la versión neoliberal que hoy ha adquirido se precisa esta universalización de la culpa por la que el hombre se olvida de sí mismo y emprende el tipo de trabajo, vida y consumo que son requeridos por el mercado.
El problema que nos plantearemos más adelante es cómo abandonar esta rueda y cómo hacerlo desde la educación, desde la clave de Paulo Freire y de otra escuela y universidad posibles. En el mundo laboral, hoy se ha acabado asociando, gracias a la propaganda de unos mass media que ilustran los valores de la empresa para ser convincentes (la verdad coincide con lo que quiere oír la mayoría de un pueblo degenerado en masa, es decir, pueblo que no piensa), el disfrute de los derechos con una suerte de vergüenza, en una moral que vuelve a oponer el rigorismo y el dolor al placer, el ocio y la realización personal. A esto, la presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, Cifuentes, no ha hecho más que poner rostro, cuando ha renunciado, pública y ejemplarmente, a sus vacaciones. El heroísmo propio de la vieja ética como vínculo con una verdad que ensalza la vida, ahora es una verdad que exige el ascetismo y la renuncia, como ya lo advirtiera Max Weber.
Sólo en este contexto de descalificación del hombre puede tornarse obvio lo que para una vida cabal, en su exuberante vínculo con los demás, no podría haberlo sido nunca. Obvio, decimos, que el hombre deba servir a lo que se le opone (sentir culpa es, precisamente, sentir que la vida deseante se opone “perversamente” a lo que la inercia social y económica requiere de nosotros). Digamos que, como ya anticipaba el barroco y sus grandes figuras hispanas, desde Gracián a Quevedo, el mundo ha tenido que quebrantar su “naturaleza”, su tensa unidad diferencial, y ponerse patas arriba, del revés, de manera que la razón, en lugar de vitalizar, lo despojase de su “alma”.
La culpa que se asocia a la existencia como producto de una valoración negativa de la misma, puede haber arraigado también en las diferentes formas de platonismo (sobre todo en la versión neoplatónica y en los gnosticismos del siglo II d. C.) que la Patrística recoge en algunos momentos de la teología de Agustín de Hipona y que tienen en común una infravaloración de lo mundano a partir de una clave ultramundana. El mundo ha de ser salvado insuflándole espíritu desde fuera (La ciudad de Dios). Así, el dualismo de estas perspectivas acusa al mundo de haberse constituido en una suerte de caída que lo torna sombra o apariencia que en sí mismas no poseen existencia ni son realidad. Es decir, el ser se sitúa fuera de su propio aparecer. Por eso, en las éticas derivadas de este dualismo se hereda un cierto desprecio por el mundo, por la materia y el cuerpo, que han de doblegarse a la externalidad de un ser cuyo esplendor irradia y transmite externamente su prestigio.
La culpa que se atribuye al mundo, a la vida o al hombre, es una valoración que se realiza desde esta metafísica dualista por la que todos ellos se consideran esencialmente malos. El mundo y la existencia, en un movimiento muy obvio en Agustín, se tiñen de una nostalgia por lo imposible que obra milagrosamente, que lo sostiene, y de una melancolía por la que se aspira a un mayor ser a través de la negación de su voluntad, entendida como tensa afirmación vital, en la concepción pesimista de Schopenhauer. El mundo que aparece ante la razón como “algo” aparte se ensombrece, se torna ajeno y distante, absconditus, para la mirada. El sujeto sólo lo halla en su solipsismo. ¿Es este dualismo gnostizante una inercia “razonable” del hombre ante el insoportable dolor de la existencia, plagada de sufrimiento, como también sugiere Nietzsche, un comprensible espejismo del deseo? ¿Es la noble aspiración a trascender lo que hay cuando el horizonte es sueño y no posibilidad todavía, porque no cabe en el estado de las cosas? El caso es que, demos la respuesta que demos, esta pulsión de trascender más allá de lo inmanente para asegurarlo, lo condena a un mal y una culpa esenciales.
Esta es la forma metafísica de abordaje fundamentacionalista que presupone la relación técnica con el mundo. Para la técnica, el mundo ha perdido su sentido y ya sólo puede servir de medio para un progreso ilimitado por el que se multiplica. No obstante, para Jaspers en Origen y meta de la historia, lo técnico adquiere una dimensión positiva como creación de un segundo mundo en el que el hombre habita cómodamente facilitando su vida, pero creando una fuerte dependencia a éste, que pierde su libertad (en la pedagogía, Illich trató a fondo esta problemática). Una cosa es evidente y es que este curso de la historia que Jaspers denomina “Era técnica”, de duración reciente, está transformando el ser propio del hombre, es decir, está modificando cualitativamente lo que entendemos y lo que es en sí el hombre, o sea, su modo de existencia. Se está generando, dicho en pocas palabras, un nuevo hombre, como hoy, en el universo de internet, las redes sociales y las veloces e inasibles telecomunicaciones, que el filósofo no conoció, es evidentísimo. Se nos está fabricando de nuevo, lo cual es una posibilidad del hombre en cuanto existente cuya esencia es hacerse a sí mismo y fabricarse. Pero este nuevo ser del hombre, presto siempre a recrearse, hoy se constituye como ente inercial, como orden, como cauce de un caos originario y lo cosifica, alejando también su comprensión del dinamismo de su existencia. Vimos anteriormente que el hombre puede autocrearse en un proceso continuo, incausado, rizomático y proteico, conectando con un ser que es génesis y no causa derivante, o, puede incluirse en una construcción de la realidad entificada que es antes identidad y orden helado que diferencialidad y tensión. Lo técnico se relaciona con este modo segundo y sustancial de concebirse y hacerse el hombre. Porque lo técnico impone una linealidad causal a la realidad, el fantasma de un progreso que obra a costa de cuantificar lo cualitativo, como incremento de lo mismo, como producción y construcción, desde una omnisciente e iluminadora catalogación y regulación del flujo de lo real.
Así, en la técnica se halla inserta una cosmovisión y una metafísica que no son patológicas en sí mismas, salvo que se absolutice lo técnico y comience a regir mundo y conocimiento, señala Jaspers con acierto. Lo típicamente reticular de internet impone, en medio de su aparente fluidez, una solidez, un “mensaje”, en la concepción de MacLuhan, que es ya de hecho imposición de un modo de ser y de una deriva del pensar como acoplarse a lo inercial, como dar palabras y razones para las inercias para cuyo origen resulta ciego. Se piensa a partir de inercias sociales, pero no se piensan las propias inercias. El pensamiento pierde la excentricidad inmanente, perdida en la estratosfera de lo ultramundano, y el mundo se torna puro abandono en sí mismo o un mero estar, una absurda permanencia, un desolado vacío, formalizándose y perdiendo sus “contenidos” o el suelo de un mundo de la vida o de una physis que lo nutre. Causalidad sin horizonte, con fines insertos y preestablecidos, cuyo espíritu es el puro vagar de una eternidad cerrada. La técnica es, en su fundamento íntimo, clonación, repetición, lejos de la poética apertura, en sus límites, de la ciencia, de la aristocrática elevación de quien investiga por purísimo amor a la investigación, reconciliado con los fines, en el trato asombrado con ellos.
Estamos en la plena y universal autonomización de la técnica respecto a la ciencia (aunque es cierto que nunca fueron históricamente dependientes una de la otra), extendiéndose en la cultura una sorda tendencia a llenar el mundo acumulativamente, como quien se llena de cosas. Por eso, lo ético marcado por lo técnico consiste en mantenerse en dicha corriente, sin la posibilidad de plantearse que el comportamiento racional del hombre haya de hacer epojé de lo que se le presenta. Pensar es acoplarse, y por tanto, pensar se reduce a una función estratégica propia del hombre astuto que adquiere las habilidades o competencias que le permiten ser bueno en su medio, en el mundo de lo dado, en lo que se le presenta. Un mundo sin fondo, sin abismos, sin misterio, sin preguntas, que renuncia a autotrascenderse y que, paradójicamente, fuerza, en su angustia, a inventar y postular zonas trascendentes más allá de sí donde no puede operar ninguna razón. Más allá de la inercia que señala lo que es bueno y las metas, está la nada y, por tanto, el reino de la magia. Es la zona de la parapsicología, las pseudorreligiones y el falso misticismo con las que se aborda, impotentemente, aquello que en un mundo que renuncia a acoger en sí mismo todo infinito, hay que suponer que se halla fuera. Estamos en la trascendencia platonizante que constituye sobre todo un escape y fuga mundi renunciando a vínculos reales con el mundo. En el mundo del puro cálculo, todo se nos va de las manos, porque también la razón, en su vieja amplitud, se ha reducido y desaparece. De ahí que pueda darse al mismo tiempo que alguien sea un gran científico o un experto ingeniero, pero que recurra a la magia para llenar las dimensiones del mundo que han excluido y exiliado a la razón.
En definitiva, el mundo gobernado por la técnica carece de consistencia ontológica. El mundo no es en sí mismo, ni, en el plano ético, vale en sí mismo, sino que es en cuanto sirve para algo ajeno o, en el plano inmanente, en cuanto sigue ciegamente su inercia. Los fines están ahí, pero no existe otro trato con ellos que cumplirlos. Así, el hombre, en su ser rebajado y dependiente, el ser culpable, que al absolutizar la técnica también se ha hecho depender de lo técnico él mismo, sacrifica su posibilidad de elegir modos de ser y de descubrir o escoger valores que tornen su vida ejemplar, para asumir, pasivamente, aquello que nunca alcanza. La cultura se llena de desasosiego. El malestar civilizatorio destruye los cuerpos esclavos, reducidos, desprovistos de su dignidad e importancia, en terroríficas formas de neurosis como la anorexia. La razón deja de pensar y retorna a la magia, al milagro y al mito. Paradójicamente, el sujeto que realiza la ética, en su existencia, no racionaliza sus acciones en la pretensión libre de portar una verdad, sino que ahora sus acciones son obediencia mecánica, en medio de la impotencia de su razón, a lo que se nos sirve como inaprehensible. En lo inmanente no puede hallarse ya ninguna clave ni sentido más allá de lo instrumental, en el mundo angustiado por la culpa, caído y corrupto, que ha de renunciar a su libertad y someter sus designios a fuerzas que ya no comprende ni maneja.
Este es el carácter profundamente gnóstico de nuestro tiempo. Un tiempo en que para salvar al hombre hay que negar su libertad, porque se presume nuestra generalizada culpabilidad y nuestra corrupción tras la expulsión y la caída originarias, siendo el derecho la rigorista máquina de generar y gestionar esta culpabilidad, de criminalizar, en una sociedad en la que la utopía y la transformación social se obtienen a golpe de decreto y ajustando la vida a categorías que marcan lo absolutamente bueno y purificador, frente a lo absolutamente malo, desde lo cual se excluye y desecha lo vital en la medida en que obstaculiza la funciónestablecida. Es el reino de lo instrumental, el de la era técnica que señala Jaspers o de la vida dañada, según Adorno. Y, por si el lector todavía no se ha percatado de que estamos constantemente refiriéndonos a la educación y a la actual reforma universitaria, a las agencias de evaluación y a la calidad que es ídolo y mistificación de todo este mundo técnico y caído, del pecado y la culpa, que estamos describiendo, resaltemos que, como señala Jaspers, en la era técnica, la nuestra, lo que se está dando es una tecnificación de la ciencia, o sea, la confusión que considera que es ciencia lo meramente técnico. Se impone en la universidad el fantasma de una ciencia rebajada a su utilidad, incapaz ya de establecer sus propios fines o de regirse por sus fines intrínsecos impulsada por el subversivo asombro. Pero así el entramado neoliberal obtiene su deseado cierre tanto en la razón como en la cultura, produciendo como universal su modo específico de razón instrumental.
Bibliografía citada:Jaspers, K. (2017). Origen y meta de la historia. Barcelona: Acantilado.
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Educación y filosofía
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Gestión de la culpa en la actual reforma universitaria.Marcos Santos Gómez
El viejísimo sentimiento de culpa que ha acompañado a nuestra civilización desde tiempos remotos, parece ser una de sus inercias que, camaleónicamente, han ido adaptándose a diversos contextos en los cuales ha ejercido, sobre todo, una función de control que le ha sido muy útil a las no menos camaleónicas formas del poder. Un poder que no es el de la afirmación de sí, es decir, del propio ser y por tanto del ser, en cuanto uno es modo o apariencia en que éste emerge. Quiero decir que la culpa se halla en las antípodas del querer ser, de la voluntad de existencia y de vida, que Nietzsche ubicara en la base de su crítica extramoral a la civilización platónico-cristiana y que denominara “voluntad de poder”. El poder, en su otra cara, es el poder agresivo que atenta contra esta misma vida, el de un nihilismo reactivo nacido, según el genio alemán, en el resentimiento, porque no soporta la existencia en su inocencia e incertidumbre y la corroe desde una patológica afirmación del propio ser que requiere la negación del ser ajeno, del elemento diferencial que es su “origen”. Aunque en Nietzsche ha habido una cierta hybris por querer eludir el trasfondo cultural que precisamente estaba cuestionando, y que le condujo a momentos de obscena crítica a la compasión y la caridad, no ha de extraerse de su filosofía, necesariamente, esta invocación a ser uno en detrimento de los demás.
Por el contrario, su clave nos recuerda que el ethos resentido es el propio de quien ejerce un poder que se basa en la culpabilización del prójimo y que es consecuencia, en el fondo, del desprecio a la vida. Desde su filosofía podemos interpretar la culpa como un producto del rechazo al ser inmanente al traducirlo, en su contingencia, como mal. Lo que subyace es el desprecio por el hombre, si el lector me permite extrapolar el discurso nietzscheano a la perspectiva de un humanismo vitalista, como intentaron denunciarlo también los autores freudomarxistas del siglo XX o incluso el Adorno de Minima Moralia. En este siglo pasado se aprendió del genio alemán, y aún orbitamos en torno a ello, que la vida vale y ha de valer, para que podamos pensar, entre otras cosas, aunque pensando ya de un modo extramoral y más allá del bien y del mal. El agente que impide esta efervescencia de lo vital en el pensar es, precisamente, la culpa. Es ella la que, como un antivalor, impide la realización del hombre como ente en cuyo ser le va el elegir su modo de ser, dicho en términos de la filosofía existencialista, o el valorar, en los términos de Nietzsche.
Así, cuando la educación no se ha tecnificado y convertido en la esencia de lo que comprendemos por “escuela”, lo que sustenta y permite que seamos educables es este modo dinámico y lúcido del hacerse. Por supuesto, ni ahora ni en otros escritos en los que he podido ser crítico con lo escolar, estoy queriendo decir que la escuela (o la universidad) no valgan. De hecho, dedico la mayor parte de mi esfuerzo a demostrar que valen. Ese es el objetivo de este post, pero asumiendo que la universidad deba ser justamente lo contrario de lo que hoy se entiende que es la universidad desde las agencias de evaluación de la calidad. La escuela y la universidad deben ser del modo que se concibieron, deben aspirar a su modo de ser originario o si no, tendríamos que ser consecuentes y llamarlas de otro modo, por lo menos. En ellas se da el milagro de una doble vía de fosilización y alienación de lo cultural en la apropiación técnica de lo mismo pero, también, de franco estallido del potencial creativo de la cultura que puede darse cuando ésta moviliza y llena de posibilidades el tener que hacerse de los educandos. Cuando en el tiempo cronológico de la escuela se inserta la verticalidad y la hondura del tiempo concentrado en el que la humanidad se hace presente para uno y lo educa, en una suerte de inmanente eternidad, entonces la escuela ha conseguido verdaderamente abrir lo educativo, educar, y superar su contradicción y límites ceñidos a perpetuar lo peor del presente. La escuela puede activar lo que sitúa al alumno más allá de ella, en un sentido extraescolar que podemos hasta cierto punto comparar con la aspiración nietzscheana a ser en lo extramoral. Cuando en la escuela se logra la necesaria excentricidad, en el diálogo formativo y el brillo de una razón capaz de ver a la propia escuela como un producto, lúcidamente, y desactivándose en su aspecto técnico, la escuela habrá educado.
Todo ello quiere decir que no la rechazo, a diferencia del Illich de los años 70 del siglo pasado, que, por cierto, más adelante rectificó y matizó mucho de lo que había escrito en torno a la pedagogía y a la escuela. No rechazo el valor que la escuela ostenta siempre que nos sitúe en el punto de escoger lúcidamente el modo de mundo que queremos, o de ser, y que también puede llamarse, “valorar”, escoger o descubrir los valores con cuya ejemplaridad uno va a eternizar su existencia, en una suerte de infinito finito de que hablábamos en posts anteriores. Según esto, en la escuela hay implícita una alegre afirmación de la vida que elude toda culpabilización, cuando la valoración se da en un proceso sincero.
Pero la escuela hoy, y la universidad, culpabilizan, o sea, nos acusan precisamente por intentar ser ejemplares, por ilustrar y encarnar valores con nuestra vida. Porque no se pretende ya de ellas que emancipen, en el sentido que estoy diciendo, es decir, que alcen al alumno a su sino de tener que hacerse lúcidamente. Por el contrario, esta iluminación o Ilustración es perseguida hoy justamente con la coartada de la culpa, ese viejo compañero terco de nuestra civilización Occidental. Culpar implica renunciar a esta libertad, ya que se parte, como en algunas interpretaciones teológicas sustancialistas del Génesis, de que nuestra libertad ha degenerado, debido a la actualización de la posibilidad de corromper el mundo y de expandir y elegir el mal que de hecho ha acometido la humanidad. La culpa, pues, descansa en un profundo rechazo a la libertad y al hombre viciados, tornados malos, caídos. Se opone a un humanismo vitalista y lúcido que busca el punto de la máxima realización humana precisamente en esta libertad que ahora se niega y coarta mediante la idea tenebrosa de la culpa. La culpa es el agente y el síntoma, a la vez, de la civilización antivital de la que habla Erich Fromm, por ejemplo, y A. S. Neill, el conocido creador de la escuela Summerhillcuyo libro principal es prologado, precisamente, por Fromm.
Se da con fuerza, pues, en el momento en que la culpa y la culpabilización del otro operan, un poderoso desprecio de la vida y del existir del hombre. Esto es lo primero que yo quería, desde un punto de vista teórico, situar bien. La culpa, además, como Nietzsche supo advertir perfectamente, parte del rechazo a situarse en el punto de la libre opción más allá del bien y del mal, decía él, y, por el contrario, utiliza una idea de “bien” y de “mal” absolutas que tiñe la dignidad que la vida y la existencia ostentan en sí mismos, condicionándolas artificialmente. Es esta dignidad, aunque la nombremos con un concepto que despertara sus reticencias, el único presupuesto de la “ética” que hoy llamaríamos nietzscheana como la desarrollada en los tres anteriores posts, y que lejos de cimentarse en reductos teológicos, significa tan solo la dignidad que se da por la conciencia de ser, cuando ésta se ve, por fin, libre de oscuridades metafísicas y teológicas, es decir, cuando implica la afirmación del ser en su titilante precariedad y contingencia. Es justo esto lo que el hombre de Occidente no soporta y lo que puede explicar en parte (sin agotar las demás posibles explicaciones) esta universalización abrumadora del acto de culpabilizar y del sentimiento de culpa que se está multiplicando y gestionando astutamente desde ciertos poderes ya más reticulares que centrales, es decir, anónimos, invisibles, dispersos, internalizados y tornados “micropoderes”.
Este poder de señalar la culpa del otro y de culpabilizar lo ostentan hoy muchas de las políticas “educativas” oficiales en apariencia hechas para proteger y liberar a los ciudadanos o garantizar su igualdad, y lo ostenta, irónicamente, la misma escuela que alza la libertad como valor pero que obstaculiza el poder hacerse del ciudadano, sutil y secretamente. Se imponen, de manera incongruente, modelos absolutos de ciudadanía que no incluyen su propia revisión racional y autocrítica. Instituciones y políticas que no creen en la persona como quien ha de autocrearse y que sustituyen la razón por el dogmatismo de las creencias y las respuestas a priori, que transforman la cultura penalizando, segregando y excluyendo.
La culpa, como supo ver Kant, utilizada como argumento, es profundamente irracional y no válida como argumento. Se trata de una pseudo razón que invalida las razones del otro mediante una versión del viejo y ominoso argumento ad hominem. Se da, por supuesto, también en las relaciones micro dentro de las instituciones y en grupos de trabajo o empresas. Su esencia es la descalificación de la persona como tal, en su integridad, como si se hallara mancillada y corrupta en sí. Todos los liderazgos autoritarios o manipuladores se sirven de ella inquisitorialmente. No vale para la transformación social ni es propia de una clarividente ilustración, sino todo lo contrario, es de naturaleza profundamente oscurantista, pues reprime y segrega desde creencias que al modo de prejuicios no se exhiben para su debate, sino que se utilizan para forzar la realidad amenazando con castigar las herejías.
Mas, como sabía Paulo Freire, la realidad no se transforma cualitativamente si se fuerza, sino al ejercitar su crítica racional mediante un diálogo que exhiba los puntos de vista, muestre las razones obvias y no tan obvias y busque un cierto lenguaje común que posibilite el acuerdo. Y en un proceso en que, como en el psicoanálisis, que él conocía muy bien, hay que poner la carne que uno es en el asador y exponer, visualizar, el propio mundo de la vida, las razones que a veces habitan en el propio cuerpo. Algo antiguo que ya llevara a cabo el gran Séneca. En cualquier caso, y sin entrar ahora en detalles que nos conducirían a tener que exponer difíciles corrientes filosóficas recientes que han trabajado este asunto muy a fondo (un post en un blog siempre es, por desgracia, sólo divulgativo), señalemos que transformar el mundo, o sea, cambiar conscientemente cultura y sociedad, supone una tarea ardua y muy compleja, que no se agota con listas de lo que debe o no pensarse como, tentadoramente, están incurriendo en la actualidad algunas políticas sociales bienintencionadas, pero ancladas paradójicamente en lo mismo que denuncian y tratan de superar, o sea, en la no razón.
Así, la culpa, la vieja culpa del tan denostado “vivimos en un valle de lágrimas” es ahora abrumadora y eficacísima, habiendo impregnado las subjetividades que son y operan en función de la vergüenza por ser, en la aversión inconsciente por la libertad. La red anónima y burocrática que es hoy nuestro mundo consiste en, básicamente, una inmensa máquina de crear y gestionar la culpa. Por eso nos quiere y nos sitúa más acá del bien y del mal, porque son ese bien o mal absolutizados, los que salvan o impugnan, de manera global y temeraria, a quien no encaja. Hoy ya no hay necesidad de prisiones y Foucault acertó cuando vaticinaba un mundo sin ellas pero inmerso en una férrea trama de exclusión, que fabricando el mal y segregando, castiga eficacísimamente, como en el mito de Procusto, a quien no encaja en las categorías con las que se ha judicializado y regulado la vida hasta niveles terroríficos. Esta es la patología de nuestra civilización que consiste en haber rechazado su principio vital, no un principio, dijimos en posts anteriores, en forma de teleología, con el alfa de un inicio y el omega de una meta, sino que ondula y se pliega proteicamente en un continuo acto de autocreación. Es esta dynamis vital lo que se suplanta mediante catálogos, en la sustitución de lo trágico (plexo de contradicciones donde emerge la lucidez y se patentiza el ser) por el drama, que es curso o corriente canalizada del ser que lo oculta.
Curiosamente, la ciencia, estoy ahora mismo leyendo en un pasaje de Jaspers, desborda todo curso aun siguiendo su propio curso, es decir, su método, con una voluntad de poder, o vitalismo, que le infunde el pathos de la búsqueda infinita pero inmanente. La ciencia presupone la libertad, sin la cual, sin el hombre lúcido que intenta no tanto apoderarse técnicamente del mundo, sino escucharlo y admirarse por el mismo en un éxtasis inagotable, no hay ciencia. Lo he dicho muchas veces, aunque de distintos modos.
Todo esto lo traigo a colación para llegar al ámbito donde con más intensidad estoy viviendo personalmente esta constricción y represión del ser como vida. Curiosamente, de nuevo digo, se da en nombre de la ciencia, la más abierta y valiente de las prospecciones que el hombre trata de llevar a cabo en el mundo. Y me refiero, por si todavía no ha quedado claro ni lo ha adivinado el lector, a nuestra querida universidad. Júzguese, sólo digo eso, en este panorama que acabo de pintar tan apresuradamente, apenas un boceto, en qué lugar se encuentra hoy la universidad, si en el de la culpa y la negación de la ciencia al negar la vida que ésta alberga, o en el lugar de la exultante afirmación de ser del hombre en su actividad científica. Porque es obvio que se está dando una irónica pero muy triste paradoja, y es que se ha creado una culpa que se sitúa condenatoriamente en quien obedece fielmente a la ciencia. En nombre de la ciencia, diabólicamente, se condena la ciencia. Se la asfixia con el corsé de lo antivital, imponiéndole una trama de categorías que suplen “vida” por “calidad” en la universidad, desde la cual se prescribe al científico lo que debe hacer en una atmósfera de espantosa ausencia de libertad. La calidad que se nos vende, en lo más “acá” del bien y del mal, no es más que la mistificación de las inercias sociales de un mundo cerrado en sí mismo, ahogado en su trascender, sin horizontes ni “permiso” para la excentricidad crítica. Consagra férreamente lo dado, el modo presente, la apariencia actual deificada de lo que es pura contingencia. Una atroz censura anónima y eficacísima que se apoya en el estulto y resentido rechazo a lo vital que hemos denunciado bulle en nuestra época. Una hábil gestión de la culpa para matar una de las zonas de mayor vitalidad en la sociedad, capaz de impugnar y hacer frente a los poderes que son antes tiranías que vida.
Con esta queja quiero concluir el presente post, esperando que la expresión generalizada del dolor ya tan extendido en la comunidad universitaria, la torne pueblo lúcido y cabal que al recuperar su modo de ser trágico pueda repensarse y retornar a su noble misión de hacer ciencia e investigar con la indispensable libertad. Quizás todo el absurdo sufrimiento en que hoy se ha convertido una de las mayores proezas del ingenio humano haga retornar un sentido común que desde lo patológico de este cierre fatal, nos ayude a percatarnos de que el rey está desnudo.
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Educación y filosofía
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Una propuesta de Ética más allá de la Modernidad (tercera parte)Marcos Santos Gómez
En este post, tercero y último dedicado a la ética que plantea el libro El ocaso de Occidente de Luis Sáez, vamos a matizar lo dicho en el segundo post, a raíz del “imperativo de elevación excéntrica”. Resulta necesario realizar algunas precisiones y concretar lo que avanzamos, pero recordando que precisamente en la naturaleza de esta ética se halla el que, aun retornando a una ética material (de virtudes), frente a los modelos formalistas, no pueda ofrecer un catálogo de prescripciones como sería un código deontológico para el educador o las directrices de una moral o de una Gran Política destinada a llevar a cabo la reconciliación del mundo con su dinamismo intrínseco (con lo basal de la physis) diseñando el proyecto de una vida buena. Esto que muchas veces se nos pide a los “teóricos” no podemos ni debemos hacerlo cuando se trata de, como afirma Sáez, emprender un diagnóstico en el que ya, en bastante medida, se va dando la terapia. Quien sea capaz de situarse en el melancólico punto de lo trágico problematizante, ya se halla en el camino imprescriptible de la cura, como sucede en la catarsis aristotélica ante la tensa irresolución de la tragedia.
Porque esta ética que recoge la diferencialidad de lo real, en sus distintos niveles o dimensiones, es, ella misma, pura tensión; y, al mismo tiempo que se esfuerza por diagnosticar un modo patológico del ser occidental y apela a una rectificación de la autonomización de lo cultural y lo sociopolítico que devuelva el alegre auto-crearse proteico a la existencia humana, no puede precisar, salvo flagrante contradicción, lo que hay que hacer. Es decir, no se resuelve con más normatividad la hybris de la normativización y judicialización en nuestro ocaso civilizatorio (neoliberal) como inconsciente modo de ser del hombre sumido en inercias legaliformes. No se puede recurrir, en cualquier caso, sino a una forma muy laxa de lo normativo, con la que juzgar proyectos de vida.
Situarse lúcidamente en la tragicidad, aunque ésta se halle reprimida en la administración del vacío que lo multiplica, que oculta todo dolor y que reduce la razón a lo instrumental y lo estratégico, puede orientar de por sí. Padecer la exclusión y sentirse desechado nos anuncia un daño que reclama hacer epojé del hábitat de “bienestar” inercial que hemos heredado. Hay en ello una orientación para el buen existir, como un faro, pero que ni va ni puede ir más allá de los caminos trazados en la agónica soledad de la rebelión. Lo que esta ética propugna es, ante todo, un nuevo modo de ser basado en, como hemos desarrollado en los dos posts anteriores, los principios de, en primer lugar, la franca e inocente aceptación de la vida en su devenir y, en segundo lugar, de la elevación excéntrica que produce el asombro, como estado anterior al logos, ante el ser y lo que existe, en cuanto que existe, y ante el modo de ser que dicha existencia ha adquirido. Es decir, nos impele a ser capaces, en los términos de la cultura, de ad-mirar lo céntrico de la misma para dotarlo de un horizonte de infinitud que hemos llamado “excelencia” y desde el cual se juzga y valora a la propia cultura. Este imperativo invoca la dolorosa lucidez de aquel animal capaz de decidir en libertad su propio ser sin ceñirse a los estrechos límites de lo céntrico hoy cosificado.
Nos referimos con ello a una “racionalización” de la existencia en cuanto un “gobernarse” por el dinamismo de lo excéntrico que sopesa y busca conscientemente los valores por los que regirse, aspirando a la excelencia y relativizando el poder del sino cristalizado que nos lastra en el ocaso de nuestra civilización. El hombre ha de situarse, según este imperativo ante el hecho de que tiene que hacerse, con lo que estaríamos abriendo la otrora clausurada oportunidad de una pedagogía en el segundo camino que describí en algún post reciente, el de una educación sin fundamentos ni modelos, aunque sí con valores (ojo, que “modelo” significa una vulgar reducción que despoja de su carácter infinito a un valor, a lo ejemplar, y que es la versión de valor propia del mundo administrado y vacío, su mercantilización en el contexto del neoliberalismo). Así, la lucidez exteriorizante nos permite juzgar y detectar por dónde se camina tanto en nuestras existencias personales como en el conjunto de la civilización que hoy se halla en tenaz y pavorosa auto clausura.
Retornemos al ejemplo de las Trece Rosas que ha podido inducir algún equívoco cuando lo he empleado en el post anterior. Este malentendido se basa en que desde hoy hacia atrás, cuando su asesinato ya ha pasado, lo contemplamos no exento de aquella grandeza que acompaña al reconocimiento póstumo de una excelencia heroica que puede justificar la vida. Sabemos que es como si hubieran tenido que morir para afirmar, paradójicamente, su intensa vitalidad, su amor por la existencia. De manera que es justo llamarlas mártires, que, como es sabido, en griego (martyr) significa “testigo”, el que da testimonio de algo. Ellas dieron testimonio, hoy todo el mundo lo sabe y “celebra”, de la/su libertad, o sea, la libertad que se realizó cuando eligieron su modo de ser y se autocrearon, poéticamente en la verdad elegida.
Hay, por cierto, que evitar escrupulosamente confundir esta paradoja del martirio in extremis, hasta la muerte, con el culto fascista a la muerte que esconde, en realidad, un profundo nihilismo reactivo, un resentido odio a lo vital. No en vano, en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, cuando ocurrió el famoso encuentro entre Unamuno y Millán Astray durante la Guerra Civil, los gritos de los sublevados fueron, variando según las versiones, vivas a la muerte y algo así como “muera la inteligencia” o, según las versiones, “mueran los intelectuales”. No puede haber, cuando se increpaba a uno de los más grandes pensadores trágicos de la filosofía española que en aquellos momentos defendió vida e inteligencia, mayor contradicción con lo afirmado también, con su muerte, por las Trece Rosas.
Porque, decía, aunque hoy ellas sean recordadas y admiradas como mártires, en el momento de morir, estaban solas. Es esto lo que hoy ya acaso no se aprecia bien y por eso hablaba yo de un posible malentendido. Murieron, aunque algunas lo hicieron agarradas de las manos cuando las fusilaron juntas, en la más espantosa incomprensión, vencidas y fracasadas. No tuvieron entonces, y hagamos un esfuerzo por ponernos en su lugar y en el de quien, como cuenta Scheler citado por Sáez, muere de manera anónima, olvidado y rodeado de silencio, despojado incluso de la dignidad en el morir por la tortura, en cualquier mazmorra de cualquier castillo secreto, no tuvieron, digo, el apoyo que hoy podamos darle. Eso no cuenta. Murieron solas y fracasadas.
Lo que quiero decir es que quien asume la ética de la excelencia que estamos presentando, como bien destaca el profesor Sáez, ha de estar dispuesto a ir contra corriente con toda la carga que eso conlleva de no reconocimiento y anonimato. Elevarse excéntricamente tiene un precio, desde los tiempos de Sócrates. El heroísmo que supone abandonar el camino trillado que como un cáncer hoy extermina al hombre en nuestro atroz entorno neoliberal, aunque el noble y conmovedor canto de la Ilíada nos lo ensalce y produzca una secreta admiración en el Occidente crepuscular, es hondamente solitario. Porque un mundo social, político y cultural situado en la centricidad complaciente de su propio vacío, para el que, repitámoslo, no hay más excelencia que la consistente en cubrir aparatosamente el propio vacío con “cosas”, que premia la completa fusión centrípeta con lo dado pero que veta y castiga con crueldad, con el desprestigio y el desprecio, al desafiante vuelo de la razón, va a excluir y desechar lo que no le vale. Y más porque la elevación que realiza la razón presupone un sentido para captar lo trágico y el dolor que son rudamente negados en la sociedad del optimismo plano e inconsciente que tiñe incluso los sueños.
Expresando mejor esta idea, y siguiendo el texto de Sáez, de lo que se trata, como nos recordaba la figura de Unamuno, es de situarse trágicamente en la tensión irresoluble de la propia existencia y en la tensión particular e intrínseca a nuestro mundo, cárcel reticular de la vigilancia sin foco y de micropoderes tecnopedagógicos, que clama inconscientemente por dejar de serlo. En este sentido, el heroísmo ético al que apelamos, al que apelaba yo en algún escrito sobre El hombre rebelde de Albert Camus hace muchos años, un heroísmo que nos pese o no, con todos sus peligros y ambigüedades, hace falta para hacer el bien y que hasta cierto punto correspondería con la voluntad de ilustrar ejemplarmente un valor, en cuanto lúcido y consciente modo de ser que apunta a un mayor ser, es requisito indispensable de toda ética. Funciona como un a priori, como una instalación pre-lógica necesaria para pensar. Por eso, es el modo de situarse propio de la filosofía, aunque esto no corresponda en absoluto con ser o no filósofo profesional o dedicarse a la filosofía o ni siquiera leerla. Corresponde a todo hombre, por muy ignorante de la tradición filosófica que sea, aunque es cierto que la excentricidad es la actitud y la razón propias del filósofo. Por eso, cuando he defendido ejercer una ampliación de la razón pedagógica hacia la racionalidad filosófica he querido decir, entre otras cosas, que se dé esta incorporación de la tensión excéntrica en el pensar la educación y en la investigación educativa.
Cumplir con el imperativo de elevación excéntrica, precisemos también, como bien señala Sáez, no tiene que ver con la mucha o poca inteligencia que se tenga, sino con el uso que se haga de la misma. Por el contrario, un uso estratégico de la razón como el que impera en la pedagogía y las Ciencias de la Educación significa que se está dando por bueno lo que hay, para utilizarlo al propio favor, en la plena fusión estática con lo céntrico que no quiere ir más allá, que no se empeña en tensar la inmanencia para que dé de sí otro juego.
Y en general, hablamos de incorporar una tensión exteriorizante, siguiendo el segundo “mandato”, a la vida que, aunque genere dolor, pueda, catárticamente, infundir grandeza a la existencia. Algo así como lo que transmiten las tragedias griegas, que hemos comenzado a estudiar en algunos escritos en prensa, donde el hombre se mira a sí mismo y se asombra por ser, y en el que lo cristalizado en la cultura, sus contenidos, van a ser dinamizados y retorcidos en la búsqueda de infinitos inmanentes, en las cosas mismas, y, lo que es más grandioso, para que en ese mismo agitarse la cultura, emerja proteicamente la verdad que es su propia búsqueda. En este punto, Sáez emprende un esmerado y preciso análisis de lo barroco, que yo voy a eludir en estas líneas, pero que puede ser una forma de lo trágico. En la tragedia griega, recordemos, lo que se plantea es la naturaleza esencialmente conflictiva tanto del hombre, como de la cultura y de la mera existencia. Un conflicto que hemos de asumir para ser en toda su intensidad (porque el ser es problemático), para que la existencia humana responda a sus enormes posibilidades. Un conflicto y un componente doloroso en el existir que el héroe ético asume, cuyo dolor implica el silencio y el fracaso, pero que es la única forma de lucidez capaz de trascender el cierre y la inmersión irreflexiva en lo céntrico. Por esto mismo, terminaba yo un post de hace semanas sobre la pedagogía afirmando que su victoria habría de ser su fracaso, que sólo vencería al exprimir su sino de perdedora en estos tiempos. La pedagogía, para ganar, si es que este lenguaje sigue teniendo sentido para ella, debe perder. Lo que es otro modo de decir que tiene que plantar cara a un mundo que ha tecnificado lo educativo cerrándolo a las mayores posibilidades del hombre, o sea, a su libertad.
Así “acaba” esta ética que extraemos del libro de Sáez y que él desarrolla de manera mucho más detallada y rigurosa que lo han hecho estas líneas, por los derroteros de lo trágico y lo barroco. Acaba manteniendo la ambigüedad que le es intrínseca, que no debe perder y que la tiñe de claroscuros, pero que puede y debe, en gran medida, trabajarse en relación con problemas viejos tanto de las éticas materiales como de las formales o procedimentales. Un inicio de abordaje sería, como Sáez indica, partir de la clave consistente en mantener los dos polos de lo céntrico y lo excéntrico vivos, sin que la tragicidad que se aspira a incorporar al devenir existencial y al pensamiento acabe ubicándose solo en uno de ellos. Sólo el primero acarrearía la ciega asunción de tradiciones en un resignado fatalismo conservador, de nuevo, y el segundo el vacío de una nada despojada de contenidos cuyo único ser consistiría en su sordo orbitar. Para racionalizar el mundo sociocultural desprovisto de razón hay que mantener un pensar bifronte, entre lo céntrico y lo excéntrico, que insufle una salvadora distancia en la concreción de lo real, desde la perspectiva de valores que logren extraerle a la existencia su efímera eternidad. Bibliografía utilizada:Sáez, L. (2015). El ocaso de Occidente. Barcelona: Herder.
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Educación y filosofía
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Una propuesta de Ética más allá de la Modernidad (segunda parte)Marcos Santos Gómez
Habíamos concluido en la primera parte del presente escrito, en el post anterior, que podría establecerse una suerte de “mandato” ético para personas y civilizaciones de favorecer la vida en su exuberancia, en cuanto que la vida, extensión incausada de la physis como natura naturans, es dynamis proteica que crea “centros” en la cultura, pero para al mismo tiempo abrir distancias y tensiones en los mismos, en el movimiento hacia un afuera inmanente, que el profesor Luis Sáez en su obra El ocaso de Occidente precisa que no ha de comprenderse jamás al modo de un dualismo de lo ultramundano platonizante. El primer mandato de esta ética (y también de lo que él denomina Gran Política) es la llamada a salvaguardar dicha exuberancia de la vida en la civilización, en su doble tensión centrípeta y centrífuga que nos sitúa en lo imprevisible y desafiante del tener que hacerse los hombres como existentes, en un modo de ser despojado del pathosdel miedo a la libertad. Es decir, se trataría de que lo social se vincule de nuevo con su génesis, fluidificándose y permitiendo intersticios convivenciales (Sáez emplea en varias ocasiones el neologismo “convivencial” y “convivencialidad”, palabra que existe en la lengua francesa y que me evoca gratamente a Iván Illich) donde re-crearse los seres humanos. No se trata, pues, del esbozo de una vida que llevara insertado ningún proyecto teleológico o el implícito desarrollo de una naturaleza humana entendida bajo lo identitario, que permaneciera igual a sí misma al modo de la sustancia aristotélica en medio de sus mutaciones, sino que es su pura y azarosa dinamicidad, de una manera que sería interesante comparar con la “voluntad” schopenhaueriana pero que es, sobre todo, la “vida” como voluntad de poder propia del vitalismo nietzscheano.
Una tensión de la realidad a dar más de sí que, en la dimensión sociopolítica, constituye lo que Sáez denomina “pueblo”, acaso siguiendo a Deleuze, frente a la “comunidad” que es esa misma dimensión social de lo real en cuanto que tiende a cuajar en tradiciones culturales “estáticas” donde ubicarse el hombre para, desde ahí, reiniciar su movimiento de fuga excéntrico creador de la diferencialidad inscrita en toda cultura.
Así, el primer “mandato” podría también definirse como “atrévete a crear poéticamente quién eres” sin la prescripción de una normatividad rígida que canalice tu expansión, desde una concepción del “sujeto” ético no como continuidad de una sustancia en la constitución de un “individuo”, hemos dicho, sino como movimiento desde sí que no obedece a una linealidad preestablecida o, ni siquiera, a una concepción lineal como tal. En cada momento de su existencia, el hombre tiene que hacerse y sería el retorno a esta actividad cualitativa sin que se confunda con incrementos cuantitativos o acumulativos, desde una filosofía de honda raigambre nietzscheana, desde lo que entendemos este “mandato”. Una lucidez que es juego de claroscuros y que se va afirmando, valientemente, sin otro valor que la propia exuberancia y el juego en sí. La palabra “juego” por cierto, nos ayuda también a la comprensión de esta perspectiva, si la asociamos a los “juegos de lenguaje” del segundo Wittgenstein que suponen contextos (lingüísticos) habitacionales dentro de la cultura que se definen en relación con una gramática que no equivale a reglas ni normas, sino a figuras capaces de crear, poéticamente, nuevas figuras a partir de ellas, como si establecieran rutas para la creación. En este sentido, una civilización reconciliada con su physisvital, que retomara el dinamismo expansivo de la natura naturans, establecería como único mandato el de crear poéticamente la realidad, en el profundo engarzamiento y religación con el bullicioso torbellino de los apareceres del ser que son el ser mismo. Pero siempre aportando la época y la civilización esta suerte de gramática no normativa, que como el ritmo que dota de ciertas características a la actividad improvisadora en un tema de jazz, va ofreciendo posibilidades para la misma.
Estamos, como ya sabemos, tratando de exponer cómo es posible una ética sin fundamentos, desde el estilo planteado por el profesor Luis Sáez en su libro El ocaso de Occidente. Ésta debe ser debatida y valorada en relación con otras éticas actuales que han tratado, cada una, de rectificar los excesos de una metafísica y ontoteología sustancialistas e identitarias o de superar, también, distintas formas de platonismo y, por tanto, planteándose desde la más estricta inmanencia. Desde las corrientes liberales, hasta la razón comunicativa y la pragmática trascendental de Habermas y Apel (a las que el profesor Sáez hace una crítica hacia el final de su libro, en cuanto propiciadoras de cierto reduccionismo del pensar q ue en su formalismo excluye estilos de razón y elementos del mundo de la vida no formalizables), al comunitarismo de Rorty o distintos tipos de pragmatismo y neopragmatismos o utilitarismos. Como ejemplo concreto, en breve iniciaremos la exploración de la perspectiva ética de Vattimo (que se considera discípulo “a la izquierda” de Heidegger), no muy bien vista según he percibido en algunos foros, pero que creo, en principio, interesante y digna de abordarse. Vattimo trata de conciliar filosofías que en apariencia y a primera vista parecerían no conciliables. Pero lo son, según él. Y, en relación con nuestra preocupación por hallar éticas postmodernas, Vattimo, inventor de la expresión “pensamiento débil” (pensiere debole) parece haber realizado un notable esfuerzo por eludir el tan cacareado “todo vale” del relativismo ético de que se acusa a estas filosofías “postmodernas” y que aunque se da en la cultura “enferma” que analiza Sáez, no es propio de las filosofías que comparten dicha etiqueta. Hay, quizás, un cierto fondo común entre éstas y lo que estamos desarrollando en este escrito, que consiste en la idea de que la desfundamentación ya de por sí constituye un proyecto liberador y ético. Será un análisis mesurado y profundo de estas “creaciones” éticas lo que nos dé la respuesta acerca de las posibilidades de hallar orientaciones para la existencia y sopesar valores tras la nietzscheana muerte de Dios (La gaya ciencia) y contestando, como decíamos en el post anterior, al famoso aserto de Dostoievski.
Pues bien, lo que aporta lo más parecido a una “norma” ética sin las cualidades penosas y patológicas que Sáez atribuye a lo “normativo”, lo que podríamos conectar incluso con una cierta idea no sustancialista de “verdad” que puede orientar prácticamente la desfundamentada y desfondada existencia humana, es aquello, creo, que Grecia intuyó y en ocasiones denominó areté, traducido como virtud o excelencia. No obstante, el profesor Sáez solamente emplea el término “excelencia” y de un modo que vamos a tratar a continuación. No deja de ser irónico y sintomático, precisamente, de la patología civilizatoria ante la cual elevamos estas palabras con Sáez, que hoy se hable tanto de excelencia en la educación y en la universidad pero en una burda reducción de la misma cuantitativista y medible, además de acumulativa y ocultadora de lo que, vamos a ver a continuación, constituye la verdadera excelencia.
Por eso, Sáez se cuida de no confundir, y advierte al lector para que no lo haga, esta excelencia suya con la presupuesta en el sentido de la paideia como techné que hemos tratado en abundancia en escritos en prensa, para el que acabó siendo la plasmación de un modelo según las prescripciones del prestigio social y el uso de las normas sociales para ser admirado. La verdadera excelencia, expresada en los poemas homéricos y siempre presente en el alma griega, es absolutamente contraria a la búsqueda de aprobación, admiración o prestigio social, aunque a veces pudiera entrometerse dicha necesidad. No se trata de la encarnación de las inercias finitas de un mundo que la ha olvidado y por tanto no aspira a la infinitud. Porque la excelencia, según Sáez, es la presencia de un infinito en el ethos, en lo que uno hace, su presencia en lo finito pero como tensión que apunta a un ir más allá de sí, a completarse y perfilarse como el esplendor que constituye su nervio. En esta afirmación de algo grandioso que supera al carácter precario y parcial de lo que hacemos pero que le infunde su grandeza, de un modo ejemplar, en cuanto concreción de un ideal infinito que se entiende en la finitud del mundo y del obrar concreto, como si en nuestra conducta afirmáramos lo que la desborda y vitaliza, tenemos el mandato o “imperativo de elevación excéntrica” en la existencia. Es decir, a mirar lo que hacemos desde el punto de vista de la infinitud a la que apunta, desde fuera, en su dimensión eterna y sin la ciega fusión con lo céntrico colapsado de inercias. Éste sería el segundo “mandato” de esta ética inmanente que siguiendo a Nietzsche tiene la ventaja pero también el peligro de situarse más allá del bien y del mal. Lo cual nos ubicaría en un terreno de claroscuros y de total ausencia de fundamentos y seguridades, salvo la propia seguridad que este obrar excelente constituye en sí mismo. Un segundo mandato que, más que corregir, complementa el primero inscrito en una ética deleuziana que obviamente se nutre de la filosofía de Nietzsche. Dicho con otras palabras, es la obligación de llevar una vida excelsa y de conformar una civilización que aspire también a ello.
Este dar testimonio de la “verdad” que encierra un ethos, una verdad que, insistamos una vez más, Sáez no la entiende como eidos platónico ultramundano pero que tampoco es, pues lo desborda, la persecución de modelos finitos que ciega para lo infinito, que nos vende nuestra sociedad de consumo, como “verdades” sometidas a las inercias consumistas y antivitalistas de nuestro mundo capitalista, sopesa tanto una vida particular como una civilización. Dicho de otro modo, lo que estamos explicando es que una vida es afirmación de un valor, al que incluye y realiza, y que en cuanto que una vida encarna un valor, viviéndose ejemplarmente, es vida buena. Esto supone la inserción en uno mismo de esa tensión excéntrica de lo real a no agotarse en la propia figura que adquiere, a ir siempre más allá. Se trata, también, de una afirmación de la vida en su exuberancia que nos vincula con lo reclamado por el primer mandato.
Podríamos concretar lo que estamos diciendo de muchos modos, mostrando esta excelencia viva que ensombrece y muestra en su ruindad mezquina las otras “excelencias” consumistas que se nos venden. Quizás no sea tan descabellado esto que he venido defendiendo en varios escritos de que para pensar haga falta, en el ethos veteado de razón que estamos describiendo, una cierta aspiración aristocrática a elevarse y contemplar la propia vida como proyecto en su finita infinitud, desde la perspectiva de la única eternidad que en la inmanencia podemos perseguir los hombres. Es, de hecho, justamente lo que realiza el héroe homérico con su vida, lo que plasma y cantan los poemas con los que comienza Occidente en la lengua escrita más antigua entre las lenguas europeas. Quizás, la verdad de ello sea que es preciso, en su muchas veces arriesgada ambigüedad, un cierto heroísmo para actuar según la razón, si entendemos razón y verdad, en la ética, como el buscar y dotar de un sentido, cuando los dioses y el mito ya están lejos, a la precaria, efímera y contingente existencia humana. Estaríamos, pues, ante lo que moviliza el querer hacer de la propia vida una vida con sentido, tras la muerte de Dios.
Por ejemplo, y aprovechando el aniversario de la ejecución de las llamadas “Trece Rosas” en la Guerra Civil española en estos días, digamos que para que ellas llegaran a la paradoja de que afirmando la/su vida acarreaban su muerte, debieron captar o comprender que en su mortal afirmación, en absoluto comparable al nihilismo negador y reactivo del “viva la muerte” fascista, alcanzaban precisamente lo contrario, una finita infinitud que, de un modo cualitativo, supuso la inserción de una eternidad en lo que hacían. Sólo de este modo precario, el hombre puede aspirar a ser dios, con minúscula, como los héroes de la Ilíada. Así, en una aparente paradoja final, la vida y la muerte, dos caras de la misma moneda, cobran su mayor sentido, en este ejemplo de las Trece Rosas. Son sus vidas, vidas impregnadas de razón, pero de una razón, como señalaba María Zambrano, poética, que desborda los estrechos cauces del concepto para perfumarse con la emotiva exultación de la vida, secreto ingrediente presente en todo concepto o teoría.
Otro ejemplo, sería la famosa anécdota de Diógenes de Sínope, el filósofo de la Secta del Perro, los Cínicos, discípulos “menores” de Sócrates. Cuenta el otro Diógenes, el historiador de la filosofía griega, Diógenes Laercio, que el primero se hallaba tomando el sol tranquilamente y que Alejandro Magno, el hombre más poderoso de la Tierra en aquellos momentos, le buscó y le ofreció incorporarlo a la corte, con pompa, honores, poder y riquezas. A lo cual, como es bien conocido, el excéntrico sabio le pidió que lo único que deseaba y le rogaba era que se apartara para que él pudiera seguir tomando el sol. Que le dejara, en definitiva, ser. Seguramente, muchos hoy estén completamente ciegos a la elevación que al tomar las riendas de la propia existencia invocaba y realizaba el viejo Diógenes, y a que esta grandeza es, propiamente, lo único que justifica y dota de su precario sentido a la existencia, pero justo Diógenes no obraba afirmando los antivalores que predominaban en su mundo social y, diríamos, en toda la historia de Occidente hasta su ocaso neoliberal en la actualidad. Expresó en su ethosla necesidad de situarse en un elevado afuera para vivir en la esencial libertad del tener que hacerse propio de los hombres. Afirmó y ejemplificó, encarnándolo en su vida, este ideal o valor, que, en aquellos momentos, lo hizo eterno, filósofo y hombre.
Podía extenderme, pero creo que para quien esté abierto y receptivo a la encarnación de esta grandeza vitalizante es suficiente. Quien no, persistirá en su vida antifilosófica, arrastrado y esclavo, como decía Séneca, de sus pasiones. Es esta filosofía viva que llamamos Ética la que, de este modo, podemos ir desarrollando, en lo que se refiere a este blog, en sucesivos escritos y que puede aportarnos una clave importante para plantear la educación y salvar a la pedagogía de su caída. Una caída que, lejos de miradas ancladas en la idea de progreso, el profesor Luis Sáez ha expuesto en su libro del modo que hemos intentado parafrasear y que alcanza gravemente a nuestra civilización. Él la sitúa en lo cultural, que refleja la conexión del hombre con su physis, en la rigidez asfixiante de un mundo social condenado a la repetición pautada de sí mismo, a confundir excelencia con imitación de prototipos finitos despojados de todo infinito, que ha perdido su nervio para dar razones y confiar en la argumentación sin perder ni siquiera en ello una cierta distancia irónica y la superación de las formas estratégicas de la razón. Un dar razones y buscar, como personas y como civilización, que precisa además del heroísmo socrático de una vida y cultura inspiradas, creativas, valientes y capaces de poner por encima de todo el ideal de la “verdad” aun habiendo perdido toda la fe en los antiguos dioses y en el carácter divino de la propia verdad.
Bibliografía citada y utilizada:Sáez, L. (2015). El ocaso de Occidente. Barcelona: Herder.
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Educación y filosofía
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Una propuesta de Ética más allá de la Modernidad (primera parte)Marcos Santos Gómez
Hay distintos modos de replicar a Dostoievski, en su famosa afirmación, puesta en boca de Iván Karamazov en Los hermanos Karamazov, que más o menos decía: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Para ello, es preciso insistir en la posibilidad de desarrollar éticas que traten de realizar valores, sin que ello suponga una sofística consagración de lo establecido por el mero hecho de su presencia fáctica en la sociedad o la apelación, como termina haciendo el propio Iván o algunos sofistas, a la ley del más fuerte imperante en el ciego mundo de la physis. Esto se puede intentar a partir de fundamentaciones que sin ser teológicas, acudan a otras vías de justificación racional. Desde cierto punto de vista, concretando este desafío, el esfuerzo estribaría en, si como algunos pensadores actuales no cristianos defienden, los valores del cristianismo pueden evitar que este mundo se torne un verdadero infierno, cómo apostar por ellos sin el recurso a una fundamentación ya sea metafísica o teológica (sin el recurso a la ontoteología, en palabras de Heidegger). En todo caso, se trata de tomarse muy en serio, como decía yo en posts recientes, la muerte de Dios anunciada por Nietzsche, pero sin que esto necesariamente suponga el establecimiento de un individualismo atroz de hombres tornados lobos para los propios hombres.
Podemos plantear que sí sea posible desarrollar una justificación de ciertos valores por distintas vías de tipo racional, pero que no involucren ni requieran el aval de un fundamento divino. Sin Dios, la razón puede también, por sí misma, avalar el desarrollo de normatividades, justificándolo desde lo procedimental o desde la necesidad de desarrollar las éticas a partir del reconocimiento de valores imprescindibles y básicos para que pueda existir la propia ética, como es el valor de la protección de la vida. Pero es posible, y lo digo sin haberme detenido en el análisis a fondo que haría falta realmente para afirmarlo, que tras los estilos de éticas derivados de la desteologización y el antropocentrismo propios de la modernidad, nos estemos aún moviendo en un paradigma fundamentalista que incorpora una concepción filosófica metafísica en la que, en cierta medida, todavía permanezca la sombra del Dios abatido. Se suele plantear que, en este sentido, “Dios” sí tiene que existir para que haya una ética y que, por tanto, tras la denominada postmodernidad se ha aniquilado la posibilidad de establecer una orientación acerca de lo bueno o lo malo, pues ya no se puede recurrir a identidades, relaciones causales, sustancias y, sobre todo, al alfa de un origen y el omega de una teleología, dentro de la concepción lineal de progreso o superación hegeliana propias de la modernidad.
Desde las filosofías que han intentado plantarse más allá del bien y del mal, una vez anunciara Nietzsche esta valiente y exteriorizante perspectiva del filosofar, se cuestiona que dentro de las concepciones o fundamentaciones fuertes de la ética que se rigen por un bien universal y absoluto erigido en norma, se haya eliminado lo que era un “Dios” para ellas. Dios, o una causa o fundamento para la trama metafísica, hacen falta cuando se plantea el mundo desde los elementos propios de dicha trama, que lo demanda y lo invoca aun como indefinida sombra. Cuando el mundo se torna una trama para el hombre, o mejor dicho, un todo representable, legaliforme, que funcionaacumulativamente, sin saltos cualitativos ni mutar la manera de presentarse salvo en el modo de un incremento, es decir, sin alterar su modo de presentación y apariencia (aún más, su modo de ser) que se toman como forma dada de la realidad, explica, de nuevo el profesor Luis Sáez, la postulación de un origen que causa como derivado o desarrollo al propio mundo o el entramado ético, se antoja imprescindible. Estamos hablando de lo que la revolución científica de los siglos XVII y XVIII introdujo como el modo propio del ser y de presentarse el mundo, que podemos leer bellamente expuesto en Descartes.
Pues bien, lo que estamos intentando defender es la tesis de que hay ética posible tras el derrumbe de la modernidad y abandonando su cosmovisión. Para ello, hay que plantear los cambios, la dynamisespecífica de la physis donde se genera ese caos que deriva en órdenes que no son normativos como cambios cualitativos (y de ahí la dificultad de captar, para nuestras imaginaciones e inteligencias impregnadas de la metafísica tradicional, desde el platonismo hasta la mencionada Revolución científica, que mira el mundo desde la “norma” o la categoría). Es decir, la realidad es pura forma sin sustancia, que se rehace desde sí misma en un tenso trascender inmanente que no podemos entender tampoco, so pena de incurrir de nuevo en la mirada platonizante, como una aspiración a lo ultramundano. El ser es mundo y se manifiesta en el propio aparecer del mundo, abandonando, pues, toda comprensión dualista.
Dejando aparte, como estará notando algún lector, la corrección que la modernidad hace de sí misma en la denominada reilustración de Habermas o Apel, que no vamos a comentar en estos momentos, retornamos a alguien que, por cierto, sí lo ha hecho muy bien, aunque para seguirlo por otros derroteros. Se trata, una vez más y siguiendo el hilo de su último libro El ocaso de Occidente, del profesor Luis Sáez. Retomemos ahora lo dicho en el post anterior en torno a lo que el mundo es en su “naturaleza”, como océano de fuerzas que son en cuanto que se diferencian pero que, en esa misma tensión de su separatidad, forjan siempre provisionales dibujos y niveles obedeciendo sólo a su ir allende de sí, por el que son, y que no obedece a modelos, normas, ideas o sustancias. Una imagen que nace del esfuerzo por captar la esencia de lo real en su devenir de un modo cualitativo, a diferencia del estilo moderno o metafísico, como pura transformación desde sí que crea épocas y civilizaciones, en todo caso, que son finitudes desde los que se generan los movimientos o figuras propios de una época pero como puro movimiento, desde una cierta cadencia improvisada, sin constituirse en moldes. En algún momento creo recordar que Sáez alude al elocuente ejemplo del jazz en su cursoimprovisado. A menudo, por cierto, la música parece explicar mejor la realidad que las palabras, pero este es otro tema.
La crítica a esta posición que pretende situarse más allá de la metafísica, o en lo que Nietzsche denominaba “más allá del bien y del mal”, que podría formularse desde el punto de vista de la ética, volvamos a repetir, es que no daría pie a ninguna orientación clara para el ethos del hombre. Esto parecería justificar la tan cacareada acusación a las filosofías catalogadas como “postmodernas” de que se está propiciando el relativismo ético por el que no es posible sopesar y comparar, juzgándolas, civilizaciones o modos de vida o cultura.
El profesor Sáez, precisemos para evitar una peligrosa interpretación de su “ontología crítica” caosmica que él mismo desmiente en su obra, no está propiciando lo que sería justamente una visión profundamente contraria a lo que expone, como es la de la constitución del mundo de los hombres como una suerte de coexistencia de naciones o culturas sustantivizadas que son porque se dan la espalda, en la medida que no son el otro, en las distintas formas de separatismo ideológico que pueden existir. Es decir, su filosofía de la separatidad y diferencialidad de lo real lo que verdaderamente implica es que el hombre vive y se desarrolla en el intersticio de lo real, en las grietas, que se forman por el movimiento centrípeto y a la vez centrífugo que caracteriza al ser y a la dimensión vital. El ser no es, para él, y recordando acaso la visión heideggeriana, una cosa definible y concebible, que es lo que Heidegger siguiendo la terminología escolástica llamó “ente”, algo que emula el carácter sustantivo de las cosas, que fundamenta y causa, vinculándose de un modo externo (cual eidos platónico o como la causa primera de Aristóteles) como acoplamiento o por participación, en los entes que lo poseen, estando en ellos, repito, sustentando una identidad; sino que el ser es errático, o sea, puro dinamismo sin orden preestablecido que tiende a expandirse desde un centro hacia allende.
Todo orden con el que organizamos lo real ha de ser posterior al ser y, de algún modo, no perder tampoco el carácter fluido, proteico y tentacular del propio ser si quiere captarlo hasta cierto punto. Esto contradice la tendencia, que en forma de inercias (las inercias son ya fuerzas doblegadas en los habitus sociales cuando éstos no incorporan tensión ex - céntrica) nos lastran hacia lo sólido, tanto en la percepción del mundo como en su comprensión o incluso en el modo de ubicarnos en el mundo como habitantesde una cultura. Pero estas limitaciones que restringen y encorsetan el flujo de lo real son ficticias. La dolorosa lucidez estriba, creo, en ser capaz de asumir, al modo nietzscheano, lo desfondado de estos “fondos” o centros culturales, como diversas corrientes contemporáneas de la filosofía han mostrado, y la necesidad de contrarrestarlos con la tensión exteriorizante capaz de relativizarlos. Desde esta perspectiva filosófica, pues, lo que se da es un modo de no absolutizar el propio universo cultural, que es, a su vez, consecuencia del primero de los “mandatos” de esta ética que no puede cristalizar sino como deber de proteger aquello que hace posible a la ética. Es decir, la vida, pero la vida no doblegada, para que sea vida fruitiva y floreciente. Un primer “mandato”, hasta cierto punto semejante al que orienta la reflexión ética en Dussel, que será corregido por un segundo “mandato” que en su momento vamos a explicar, en el post que constituirá la segunda parte del presente escrito.
Como yo me permito en este entorno de la divulgación ser bastante menos preciso, esmerado y riguroso que el profesor Sáez, me arrogo el ominoso derecho de, incoherentemente, ubicar esta mirada caosmótica y antimetafísica que él presenta bajo la etiqueta de un “anarquismo” teórico que, y aquí es donde voy, posee una vertiente práctica y ética, como otra cara de la misma moneda no como fundamento, por supuesto. Porque, siguiendo a Deleuze, que en gran medida expusiera una imagen semejante de lo real y del ser, y cuya difícil lectura en profundidad tengo aún pendiente, nos podíamos quedar con una ética consistente en el desbloqueo del bloqueo vital que puede darse en las civilizaciones. De hecho, de este ocaso o pavoroso bloqueo actual de nuestra civilización es de lo que principalmente quiere hablar el libro de Luis Sáez. Un bloqueo que no supone ni “degeneración” ni un “curso” en esto que llamamos nuestra civilización occidental, como debería ya ir quedando claro.
Lo que ocurre en el momento actual de Occidente es que hemos dejado de respetar a la vida o, mejor dicho, la tememos, siguiendo el diagnóstico de Nietzsche y reinterpretando el de Freud. Ha habido un complejo mecanismo de reacción y resentimiento contra nuestro propio ser como proteico devenir a nivel colectivo, se ha ido creando e invocando o materializando ese miedo atávico del hombre, en su desnudez e inteligencia, ante la exuberante y amenazadora naturaleza que le recuerda su soledad y desfundamentación, que le roba sus seguridades y que se opone a los anhelos de construir tramas en el universo. El hombre se ha revelado incapaz de pensarse, es decir, de contemplarse y de escuchar el demoledor silencio que impugna muchos de sus deseos y que calla ante sus mayores preguntas. Quizás, interpreta el que escribe estas líneas, se ha dado un gigantesco miedo a la libertad, en las bellas palabras de Erich Fromm, en el mismo Occidente que se situó en la encrucijada llena de bifurcaciones de la mera existencia solitaria del hombre, que quiso desnudarse de mitos para verse en su desnudez, en el momento que inventó el juego del pensar exteriorizante. Aunque el mito, recordemos, siempre retorna, incluso dentro de la tradición filosófica, en la forma de veneración y enamoramiento por la “Verdad” que he descrito e incluso ensalzado en posts anteriores.
Una civilización, según Luis Sáez, no sigue ningún curso o cauce, ni por tanto, deriva, crece o decrece como creía Spengler. Sáez no está refiriéndose a una decadencia de lo que llamamos Occidente. Sino que el ocaso del que escribe consiste en el pathos de un cierto miedo a la libertad y a la propia vida que la normativiza y judicializa nomológicamente dejándonos ciegos para nuestro propio humus, ajenos al dinamismo proteico tanto de la vida como del ser. Una cosificación dada en la cultura y la sociedad para olvidar el vacío originado por esta temerosa desconexión con lo caótico basal (llamado también por Sáez natura naturans, empleando el participio latino de presente activoque infunde la idea de creación, el movimiento del puro acto creativo anterior a cualquier resultado, lo que se señalaría, en este segundo caso, con el participio de pasado pasivo natura naturara), para no ver lo insoportable. Este horror vacui conduce a lanzarse en brazos de un cosmos de normas y leyes, un nomos, que lo llenan ilusoriamente tratando de generar seguridades que sin embargo se vengan de nosotros, al modo en que según Freud operan las represiones.
Nos fabricamos una esclavitud para eludir el vacío de un mundo desprovisto de vida ante el miedo a tener que hacernos propios del modo de ser que llamamos “hombre”. La forma de ser inteligente del hombre acarreó este tener que hacerse. Así que es el desbloqueo, decíamos, de la vida, en su proteica dinamicidad, su fluidificación, lo que constituye el papel de una ética. Una suerte de ética deleuziana de claras reminiscencias nietzscheanas y que nos conmina, en nombre de una salud no normativa, es decir, no basada en una norma acerca de lo sano o lo bueno, a dejarnos ser. Una salud más allá del modelo médico de lo sano y de lo enfermo en función de patrones. Ten el valor de vivir, podríamos indicar que sería su mandato; y el valor afirmado en el ejercicio de una vida ética, sería la propia vida, retornando a ella, como dimensión imprescindible que daría su norte y su sentido como fluidificación a una “moral” carente de sentidos metafísicos.
En especial en las páginas postreras de su libro, el profesor Sáez especifica, con gran acierto, la figura concreta de estos dinamismos con los que la cultura occidental, en su ocaso, oculta todo auténtico dinamismo, desde la conversión de lo cualitativo en cuantitativo. A nosotros, desde el objetivo de este blog, nos interesa destacar y lo desarrollaremos en posts posteriores, sus “efectos” o fenomenología en el ámbito de lo educativo. Aunque nos podemos preguntar ahora, por lo pronto: ¿Es posible una pedagogía que fluidifique y retorne al ocultado modo de ser del hombre en relación con su dimensión vital? ¿Está condenada la pedagogía a ser consecuencia del proceso de normativización de la cultura cuyo inicio ya hemos visto en la antigua Grecia y que ha producido una escuela que en otros escritos publicados hace bastantes años por mí había yo denominado “muerta”? ¿Puede la escuela desde la fosilización que la ha creado superar dicha fosilización y retornar a un carácter vivo de la cultura que transmite? ¿Es solamente posible en ella el tipo de innovación actual que de un modo compulsivo y ciego olvida que lo propio del hombre y de la cultura es tantear en modos de ser, es decir, en “innovaciones” cualitativas que desafíen y nos conduzcan a la sana mirada exteriorizante capaz de impugnar lo dado en la medida en que lo dado nos enferma? Y retornando a un viejo tema, que como un relámpago vuelve ahora pero que en realidad ha estado siempre presente en todo lo que he escrito: ¿es la tolerancia, cuando resulta auténtica, en todas sus manifestaciones, tolerancia a la vida y, por ende, la intolerancia, como ya apuntaba hace muchos años, intolerancia al carácter proteico y desafiante de la propia vida? Y por último, aludiendo a otro campo de mis investigaciones: ¿Es posible entender los valores e incluso la justificación del carácter “universal” de algunos en relación con esta fluidificación/ocultamiento de lo vital en la civilización recuperando un “tratamiento” nietzscheano de lo que significa valorar como afirmación de modos de ser?
Estos interrogantes serán abordados más adelante, aunque primero, en el próximo post que será la segunda parte del presente, habremos de referirnos a un segundo “mandato” de esta ética “post moderna”, por poner una etiqueta un tanto absurda, que corregirá un problema que acarrearía el que solamente nos quedáramos con este primer momento o mandato y que el profesor Luis Sáez subraya y detecta en la “ética” deleuziana.
Bibliografía citada y utilizada:Sáez, L. (2015). El ocaso de Occidente. Barcelona: Herder.
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Educación y filosofía
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Sobre el actual totalitarismo en la educaciónMarcos Santos Gómez
Suelo argumentar que vivimos en un mundo sociocultural totalitario, a raíz de las dinámicas en torno a la “calidad” que hoy se dan en la enseñanza, porque es lo que inmediatamente afecta a este blog (que trata de pensar lo educativo como principal objetivo), pero hablamos de un universo sociocultural cuyo carácter totalitario, como es obvio, se extiende al modo profundo de situarse en el mundo y de mirar la realidad por parte de quienes vivimos como esclavos de su vacío. Soy consciente de lo difícil que resulta para algunos apreciar esta situación actual en todos sus elementos, en su asfixiante falta de libertad, lo que se torna aún más difícil cuando se alude al síntoma de la fiebre innovadora que, aunque no es el único, es el que ahora más me preocupa. Me preocupa porque existe un elemento diabólico en todo esto que consiste en que lo patológico se nos vende como lo propio de una exultante buena salud. Se nos da gato por liebre o, como decíamos en el movimiento 15 M, “lo llaman democracia y no lo es”. Es esto lo que voy a intentar aclarar y analizar en las líneas que siguen.
La ilusión de cambio frenético es, digámoslo ya, una mera ilusión porque no mueve ni se vincula con el humus dinámico del que, empleando las palabras del profesor Luis Sáez en su libro El ocaso de Occidente que nos sirve como fuente para el presente análisis, emerge el cosmos de lo social como un caosmos. Es decir, en la realidad natural (physis), que también engloba todo lo que en niveles superiores definimos como “humano” o “social”, hay un movimiento rizomático (Deleuze) que no es de individuos ni por supuesto sustancias (de hecho trata de superarse la metafísica aristotélica y en general la causalidad de la misma que ha predominado en la mirada y en las explicaciones del pensamiento y la ciencia occidental), sino de fuerzas que interaccionan en permanente tensión y reconfiguración de sus formas, pues son sólo formas, formas que mutan desde sí en un inmanente trascender, que constituyen un desfondado y no fundamentante nivel basal que tanto la filosofía actual como la física tratan de vislumbrar.
Algo así, me ha parecido, aunque no a la manera de un todo panteísta, como el bullicioso ir más allá de sí en que consiste todo lo que es y la vida, que no es producto, esta última, ni de una teleología ni lógica ya preestablecida en el dinamismo que la crea, pues nada obedece a un tipo de movimiento lineal ni de superación hegeliana. Pero este ir más allá, este allende que sí parece propio del dinamismo caosmótico que consiste en la creación de órdenes a partir de una naturaleza no esencialista y caótica compuesta, como he dicho, de tensiones y diferenciaciones antes que de identidades, y a partir de lo cual ha pensado Deleuze, produce figuras que constituyen lo cultural. Lo cultural, en la exposición de Sáez, emerge antes que lo social, ya que lo social es la cristalización en “individuos” y figuras concretas que es la sociedad pero que son en lo basal las tensiones y fuerzas culturales cuando se dan en su concreción histórica. Lo cultural y lo social son dos caras de una misma moneda que no se entienden la una sino por la otra y que deben mantener una cierta relación tensional más que de acoplamiento. De hecho, las patologías de la sociedad y de la civilización (que es un cierto margen epocal que orienta creativamente, en finitud generadora, el movimiento proteico de la cultura) no las concibe Sáez en relación con una norma, sino en función de la paralización y escisión de las figuras sociales respecto al trasfondo cultural y, sobre todo, caosmótico de lo real. La patología sería, pues, la pérdida de la dynamis proteica propia de la vida que bulle y se reconfigura creando sus patrones carentes de todo fundamento y su sustanciación, su derivación y cristalización como un nomos rígido que Sáez asocia, en una interpretación propia, con la fuerza de muerte que Freud denominara en su análisis del malestar de la cultura como thanatos. El thanatos vence y reprime el saludable caos que es génesis de la sociedad, que entonces le da la espalda y se autonomiza, tanto en sus construcciones institucionales, normas y vida política, como en su pensamiento (de aquí surge lo que algunos enfoques marxistas han llamado lo ideológico o, sin corresponder exactamente, la superestructura). Es este pensamiento el que se cierra sobre sí mismo y, lejos de buscar el contacto de un modo también tentativo y proteico con lo caosmótico de la propia vida, impone sus categorías, su definición de lo sano o lo enfermo en función de un concepto de salud, por ejemplo, a la realidad, a la physis y a la propia cultura para las cuales se torna ciego. Crea un sustituto o sucedáneo de realidad, proceso al que Sáez llama “ficcionalización” que anula y vuelve al dinamismo originario contra sí mismo en lo que denomina “autofagia”. Esto puede detectarse, en gran medida, precisamente en las redes sociales e internet.
Entender esto parece complicado o puede resultar extravagante pero no debemos olvidar que la comprensión de lo real ha derivado hoy por lo inverosímil, ya que trata de tocar precisamente lo intangible, no porque lo basal sea ese flujo o fuerza mística de las pseudorreligiones hoy al uso, sino porque, siendo algo real que aborda la física cuántica, no pertenece al mundo de lo que Kant o Schopenhauer podían entender como “representación”, que es la realidad bajo la mirada organizadora del hombre que obedece a las categorías de su razón y de su percepción. Yo no lo hago aquí pero el profesor Sáez se esmera en una exposición rigurosa y precisa de lo que quiere decir que a su vez se apoya en filosofías muy complejas que es donde realmente esto se afina y matiza. Yo, ya digo, estoy sencillamente haciendo una somera síntesis de lo leído para cuya cabal comprensión se exigiría, propiamente, varios años de ardua e intensa lectura de, entre otros autores que son bastante difíciles, Deleuze. En cualquier caso, como he señalado en otras ocasiones, pensar no es en absoluto fácil porque la realidad es abismalmente compleja cuando trata de captarse (incluyendo, he repetido a menudo, lo educativo).
En cualquier caso, la perspectiva de Sáez enfatiza el papel que lo caótico tiene en la génesis y “esencia” de lo real y cifra en un desbloqueo de, como hemos dicho, las fosilizaciones normativizadoras e institucionales de la sociedad, o las rígidas categorías de un pensamiento dogmático, la superación de la patología actual de la civilización, cuyos síntomas son, entre otros, los que he indicado al comienzo de este escrito. Frenesí pseudoinnovador y obsesión por la pseudocalidad.
Concretando, precisemos que este caos no funda nada. De hecho se trata en gran medida del caos o la desfundamentación vista ya con claridad por Nietzsche bajo su conocido aserto de la muerte de Dios. La muerte de Dios significa, para el genio alemán, la carencia de fundamentos sólidos o de tramas metafísicas, contra el platonismo, que opera en lo real y en la que pende la propia vida, que ajena, por tanto, a toda sustancia ni causalidad, es solamente mera tensión por dar más de sí, a recrearse proteicamente. En un post anterior yo he demandado a quienes han escogido explícitamente formas agnósticas o ateas de ubicarse en el mundo y de comprenderlo, que sean, de hecho, consecuentes con esta desfundamentación anti-metafísica, en su ethos. Es lo que Nietzsche demandaba, por cierto. Vivir sin la sombra del Dios asesinado. Tener ese coraje. Y yo denominé “creyentes” en el contexto de la escuela y la universidad, a quienes no han sido capaces de renunciar a las viejas seguridades cristalizando su pensamiento en “respuestas” dogmáticas, o sea, creencias, por muy laicas que fueren.
El diagnóstico de Sáez es que esto mismo se está dando hoy con pavoroso poder que anula lo propio de la vida, que es sencillamente y como estamos repitiendo, su tensión a ir allende de lo dado que “hereda” o porta en cuanto lo rizomático originario es su fuerza. Nuestra civilización es totalitaria porque asfixia este juego de lo real y de lo vital con un pensamiento cosificado que lo anula, que lo pinta a su medida y que ciega para actuar y vivir en el juego proteico en que consiste la vida. Se da entonces un vacío que es esclavitud, esclavitud a formas detenidas de su devenir que producen un falso movimiento de reproducción de lo mismo. Sólo logran, en su impotencia, repetirse, habiendo perdido su contacto con el caosmos de lo cultural en su vínculo con la vida y con lo real. Y esto se da, desde una interpretación freudiana, como gigantesco y colectivo mecanismo de defensa. Por eso, el diagnóstico de Sáez implica, como él mismo tanto insiste en varios foros, que el malestar no se resuelve desde lo político o lo económico, sino que precisa que apuntemos al subsuelo de lo cultural donde se proyecta lo ontológico.
Justo en este alejamiento de lo cultural respecto a su origen basal consiste la ilusión de que hablaba, la de una libertad que oculta la profunda falta de libertad para decidir, como proclamaba Nietzsche, la propia vida. Una ausencia de salida, de futuro, de movimiento real en el modo de ser que significa la cultura. Un vacío, por la desconexión con la dynamisde la vida, que ha de llenarse con la esclavitud o condena a la repetición. Ya no hay diferencia ni tensiones diferenciales, sino una nueva linealidad o reduplicación de lo dado que no abandona lo dado. Lo diferencial se sustituye por lo reproductivo. Es con este fenómeno cultural y social que yo asociaba esa frenética propensión de la actual pedagogía y didáctica por la innovación. Una innovación que, si se estudia desde esta perspectiva en sus manifestaciones y ejemplos concretos podríamos verlo y entenderlo mejor, consiste en la mera acumulación cuantitativa que no se autotrasciende (ha perdido su ímpetu, diríamos) y que por tanto no cambia, no es capaz de evadir realmente lo dado, en lo que sería una innovación en lo cualitativo.
Me gustaría que esto pudiera señalarse, en el análisis concreto de cada movimiento innovador cuantitativo, su vacío, su carencia de vida y su complicidad con un thanatos consistente en la doblegación de la vida al pensamiento fosilizado y autocomplacientemente incapaz de trascenderse. Algo que yo he estudiado y relacionado, en algunos trabajos publicados, con la transformación de la razón, señalada por Horkheimer y Adorno, en razón técnica e instrumental, en razón estratégica, que desde el resentimiento, o reacción contra la exuberancia desafiante de la vida, trata de domeñarla. Sólo que, como bien señalaron estos autores inspirados en la misma idea freudiana, la vida se toma su venganza y son el propio hombre, la cultura y la sociedad, los que acaban rígidamente encarcelados en la sociedad administrada del imperio fatal de la burocracia que anula y absorbe todo lo que intenta escapar de ella. Es este imperio de la normativización y del control totalitario el que, decía al principio, estamos viviendo en la vorágine del cambio regulado que llaman innovación y calidad que amenaza con destruir lo que a mi juicio es la esencia del pensamiento, la ciencia y la educación, como he detallado y seguiré concretando en posts que están por venir en este blog.
Porque cuando hablamos de pensar, hablamos de algo que trasciende y desborda el corsé conceptual de las competencias. Por mucho que exista la innovación que se pretende “progresista” (la palabra ya lo dice todo, irónicamente) o crítica, o incluso competencias en “pensamiento crítico”, lo que se da con estas perspectivas es un absurdo oxímoron o paradoja. Ser crítico implica ir más allá de lo competencial que, por definición, alude a destrezas y habilidades para sobrevivir, desenvolverse o adaptarse a lo dado, sin que se pueda abandonar lo dado. Pensar, enseñaba Hannah Arendt, que es lo que hay que enseñar principalmente en las clases de los Grados en Educación, supone un momento de excentricidad por el que lo céntrico que es el mundo de la vida o lo cultural es visto como un “algo” ajeno. Lo que quiero resaltar es que pensar es casi sinónimo de extrañarse, para así ser capaz de visualizar lo que uno es. Es lo que faltó, decía Arendt, al nazi Eichmann, promotor y ejecutor intelectual del Holocausto, que siendo un ingeniero eficiente y un perfecto estratega, no fue capaz de preguntarse por lo que estaba haciendo. Al menos, indicó ella, polémicamente, esto fue evidente en el famoso juicio en Jerusalén que acabó con su condena a muerte. En realidad, son precisos, matiza Sáez en su libro a partir de lo que ya indicara en un nivel ontológico, con el ser, en su anterior obra Ser errático, dos movimientos en lo que llamamos pensar. El de lo céntrico, o fusión o vinculación con unos contenidos culturales, y, a partir de ellos, el de lo excéntrico, que es capaz de, como acabo de indicar, extrañarse de lo “natural” desnaturalizándolo. Es lo que llevo casi un año estudiando y escribiendo, en varios artículos de pronta publicación, en relación con el logos griego y que hoy nos sirve, a afectos muy prácticos, para el análisis y la crítica de la pedagogías de moda que son pedagogías asumidas como algo dado, justo por lo cual, es preciso y perentorio extrañarse de ellas.
Referencia bibliográfica:Sáez, L. (2015). El ocaso de Occidente. Barcelona: Herder.