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Educación y filosofía
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Una propuesta de Ética más allá de la Modernidad (segunda parte)Marcos Santos Gómez
Habíamos concluido en la primera parte del presente escrito, en el post anterior, que podría establecerse una suerte de “mandato” ético para personas y civilizaciones de favorecer la vida en su exuberancia, en cuanto que la vida, extensión incausada de la physis como natura naturans, es dynamis proteica que crea “centros” en la cultura, pero para al mismo tiempo abrir distancias y tensiones en los mismos, en el movimiento hacia un afuera inmanente, que el profesor Luis Sáez en su obra El ocaso de Occidente precisa que no ha de comprenderse jamás al modo de un dualismo de lo ultramundano platonizante. El primer mandato de esta ética (y también de lo que él denomina Gran Política) es la llamada a salvaguardar dicha exuberancia de la vida en la civilización, en su doble tensión centrípeta y centrífuga que nos sitúa en lo imprevisible y desafiante del tener que hacerse los hombres como existentes, en un modo de ser despojado del pathosdel miedo a la libertad. Es decir, se trataría de que lo social se vincule de nuevo con su génesis, fluidificándose y permitiendo intersticios convivenciales (Sáez emplea en varias ocasiones el neologismo “convivencial” y “convivencialidad”, palabra que existe en la lengua francesa y que me evoca gratamente a Iván Illich) donde re-crearse los seres humanos. No se trata, pues, del esbozo de una vida que llevara insertado ningún proyecto teleológico o el implícito desarrollo de una naturaleza humana entendida bajo lo identitario, que permaneciera igual a sí misma al modo de la sustancia aristotélica en medio de sus mutaciones, sino que es su pura y azarosa dinamicidad, de una manera que sería interesante comparar con la “voluntad” schopenhaueriana pero que es, sobre todo, la “vida” como voluntad de poder propia del vitalismo nietzscheano.
Una tensión de la realidad a dar más de sí que, en la dimensión sociopolítica, constituye lo que Sáez denomina “pueblo”, acaso siguiendo a Deleuze, frente a la “comunidad” que es esa misma dimensión social de lo real en cuanto que tiende a cuajar en tradiciones culturales “estáticas” donde ubicarse el hombre para, desde ahí, reiniciar su movimiento de fuga excéntrico creador de la diferencialidad inscrita en toda cultura.
Así, el primer “mandato” podría también definirse como “atrévete a crear poéticamente quién eres” sin la prescripción de una normatividad rígida que canalice tu expansión, desde una concepción del “sujeto” ético no como continuidad de una sustancia en la constitución de un “individuo”, hemos dicho, sino como movimiento desde sí que no obedece a una linealidad preestablecida o, ni siquiera, a una concepción lineal como tal. En cada momento de su existencia, el hombre tiene que hacerse y sería el retorno a esta actividad cualitativa sin que se confunda con incrementos cuantitativos o acumulativos, desde una filosofía de honda raigambre nietzscheana, desde lo que entendemos este “mandato”. Una lucidez que es juego de claroscuros y que se va afirmando, valientemente, sin otro valor que la propia exuberancia y el juego en sí. La palabra “juego” por cierto, nos ayuda también a la comprensión de esta perspectiva, si la asociamos a los “juegos de lenguaje” del segundo Wittgenstein que suponen contextos (lingüísticos) habitacionales dentro de la cultura que se definen en relación con una gramática que no equivale a reglas ni normas, sino a figuras capaces de crear, poéticamente, nuevas figuras a partir de ellas, como si establecieran rutas para la creación. En este sentido, una civilización reconciliada con su physisvital, que retomara el dinamismo expansivo de la natura naturans, establecería como único mandato el de crear poéticamente la realidad, en el profundo engarzamiento y religación con el bullicioso torbellino de los apareceres del ser que son el ser mismo. Pero siempre aportando la época y la civilización esta suerte de gramática no normativa, que como el ritmo que dota de ciertas características a la actividad improvisadora en un tema de jazz, va ofreciendo posibilidades para la misma.
Estamos, como ya sabemos, tratando de exponer cómo es posible una ética sin fundamentos, desde el estilo planteado por el profesor Luis Sáez en su libro El ocaso de Occidente. Ésta debe ser debatida y valorada en relación con otras éticas actuales que han tratado, cada una, de rectificar los excesos de una metafísica y ontoteología sustancialistas e identitarias o de superar, también, distintas formas de platonismo y, por tanto, planteándose desde la más estricta inmanencia. Desde las corrientes liberales, hasta la razón comunicativa y la pragmática trascendental de Habermas y Apel (a las que el profesor Sáez hace una crítica hacia el final de su libro, en cuanto propiciadoras de cierto reduccionismo del pensar q ue en su formalismo excluye estilos de razón y elementos del mundo de la vida no formalizables), al comunitarismo de Rorty o distintos tipos de pragmatismo y neopragmatismos o utilitarismos. Como ejemplo concreto, en breve iniciaremos la exploración de la perspectiva ética de Vattimo (que se considera discípulo “a la izquierda” de Heidegger), no muy bien vista según he percibido en algunos foros, pero que creo, en principio, interesante y digna de abordarse. Vattimo trata de conciliar filosofías que en apariencia y a primera vista parecerían no conciliables. Pero lo son, según él. Y, en relación con nuestra preocupación por hallar éticas postmodernas, Vattimo, inventor de la expresión “pensamiento débil” (pensiere debole) parece haber realizado un notable esfuerzo por eludir el tan cacareado “todo vale” del relativismo ético de que se acusa a estas filosofías “postmodernas” y que aunque se da en la cultura “enferma” que analiza Sáez, no es propio de las filosofías que comparten dicha etiqueta. Hay, quizás, un cierto fondo común entre éstas y lo que estamos desarrollando en este escrito, que consiste en la idea de que la desfundamentación ya de por sí constituye un proyecto liberador y ético. Será un análisis mesurado y profundo de estas “creaciones” éticas lo que nos dé la respuesta acerca de las posibilidades de hallar orientaciones para la existencia y sopesar valores tras la nietzscheana muerte de Dios (La gaya ciencia) y contestando, como decíamos en el post anterior, al famoso aserto de Dostoievski.
Pues bien, lo que aporta lo más parecido a una “norma” ética sin las cualidades penosas y patológicas que Sáez atribuye a lo “normativo”, lo que podríamos conectar incluso con una cierta idea no sustancialista de “verdad” que puede orientar prácticamente la desfundamentada y desfondada existencia humana, es aquello, creo, que Grecia intuyó y en ocasiones denominó areté, traducido como virtud o excelencia. No obstante, el profesor Sáez solamente emplea el término “excelencia” y de un modo que vamos a tratar a continuación. No deja de ser irónico y sintomático, precisamente, de la patología civilizatoria ante la cual elevamos estas palabras con Sáez, que hoy se hable tanto de excelencia en la educación y en la universidad pero en una burda reducción de la misma cuantitativista y medible, además de acumulativa y ocultadora de lo que, vamos a ver a continuación, constituye la verdadera excelencia.
Por eso, Sáez se cuida de no confundir, y advierte al lector para que no lo haga, esta excelencia suya con la presupuesta en el sentido de la paideia como techné que hemos tratado en abundancia en escritos en prensa, para el que acabó siendo la plasmación de un modelo según las prescripciones del prestigio social y el uso de las normas sociales para ser admirado. La verdadera excelencia, expresada en los poemas homéricos y siempre presente en el alma griega, es absolutamente contraria a la búsqueda de aprobación, admiración o prestigio social, aunque a veces pudiera entrometerse dicha necesidad. No se trata de la encarnación de las inercias finitas de un mundo que la ha olvidado y por tanto no aspira a la infinitud. Porque la excelencia, según Sáez, es la presencia de un infinito en el ethos, en lo que uno hace, su presencia en lo finito pero como tensión que apunta a un ir más allá de sí, a completarse y perfilarse como el esplendor que constituye su nervio. En esta afirmación de algo grandioso que supera al carácter precario y parcial de lo que hacemos pero que le infunde su grandeza, de un modo ejemplar, en cuanto concreción de un ideal infinito que se entiende en la finitud del mundo y del obrar concreto, como si en nuestra conducta afirmáramos lo que la desborda y vitaliza, tenemos el mandato o “imperativo de elevación excéntrica” en la existencia. Es decir, a mirar lo que hacemos desde el punto de vista de la infinitud a la que apunta, desde fuera, en su dimensión eterna y sin la ciega fusión con lo céntrico colapsado de inercias. Éste sería el segundo “mandato” de esta ética inmanente que siguiendo a Nietzsche tiene la ventaja pero también el peligro de situarse más allá del bien y del mal. Lo cual nos ubicaría en un terreno de claroscuros y de total ausencia de fundamentos y seguridades, salvo la propia seguridad que este obrar excelente constituye en sí mismo. Un segundo mandato que, más que corregir, complementa el primero inscrito en una ética deleuziana que obviamente se nutre de la filosofía de Nietzsche. Dicho con otras palabras, es la obligación de llevar una vida excelsa y de conformar una civilización que aspire también a ello.
Este dar testimonio de la “verdad” que encierra un ethos, una verdad que, insistamos una vez más, Sáez no la entiende como eidos platónico ultramundano pero que tampoco es, pues lo desborda, la persecución de modelos finitos que ciega para lo infinito, que nos vende nuestra sociedad de consumo, como “verdades” sometidas a las inercias consumistas y antivitalistas de nuestro mundo capitalista, sopesa tanto una vida particular como una civilización. Dicho de otro modo, lo que estamos explicando es que una vida es afirmación de un valor, al que incluye y realiza, y que en cuanto que una vida encarna un valor, viviéndose ejemplarmente, es vida buena. Esto supone la inserción en uno mismo de esa tensión excéntrica de lo real a no agotarse en la propia figura que adquiere, a ir siempre más allá. Se trata, también, de una afirmación de la vida en su exuberancia que nos vincula con lo reclamado por el primer mandato.
Podríamos concretar lo que estamos diciendo de muchos modos, mostrando esta excelencia viva que ensombrece y muestra en su ruindad mezquina las otras “excelencias” consumistas que se nos venden. Quizás no sea tan descabellado esto que he venido defendiendo en varios escritos de que para pensar haga falta, en el ethos veteado de razón que estamos describiendo, una cierta aspiración aristocrática a elevarse y contemplar la propia vida como proyecto en su finita infinitud, desde la perspectiva de la única eternidad que en la inmanencia podemos perseguir los hombres. Es, de hecho, justamente lo que realiza el héroe homérico con su vida, lo que plasma y cantan los poemas con los que comienza Occidente en la lengua escrita más antigua entre las lenguas europeas. Quizás, la verdad de ello sea que es preciso, en su muchas veces arriesgada ambigüedad, un cierto heroísmo para actuar según la razón, si entendemos razón y verdad, en la ética, como el buscar y dotar de un sentido, cuando los dioses y el mito ya están lejos, a la precaria, efímera y contingente existencia humana. Estaríamos, pues, ante lo que moviliza el querer hacer de la propia vida una vida con sentido, tras la muerte de Dios.
Por ejemplo, y aprovechando el aniversario de la ejecución de las llamadas “Trece Rosas” en la Guerra Civil española en estos días, digamos que para que ellas llegaran a la paradoja de que afirmando la/su vida acarreaban su muerte, debieron captar o comprender que en su mortal afirmación, en absoluto comparable al nihilismo negador y reactivo del “viva la muerte” fascista, alcanzaban precisamente lo contrario, una finita infinitud que, de un modo cualitativo, supuso la inserción de una eternidad en lo que hacían. Sólo de este modo precario, el hombre puede aspirar a ser dios, con minúscula, como los héroes de la Ilíada. Así, en una aparente paradoja final, la vida y la muerte, dos caras de la misma moneda, cobran su mayor sentido, en este ejemplo de las Trece Rosas. Son sus vidas, vidas impregnadas de razón, pero de una razón, como señalaba María Zambrano, poética, que desborda los estrechos cauces del concepto para perfumarse con la emotiva exultación de la vida, secreto ingrediente presente en todo concepto o teoría.
Otro ejemplo, sería la famosa anécdota de Diógenes de Sínope, el filósofo de la Secta del Perro, los Cínicos, discípulos “menores” de Sócrates. Cuenta el otro Diógenes, el historiador de la filosofía griega, Diógenes Laercio, que el primero se hallaba tomando el sol tranquilamente y que Alejandro Magno, el hombre más poderoso de la Tierra en aquellos momentos, le buscó y le ofreció incorporarlo a la corte, con pompa, honores, poder y riquezas. A lo cual, como es bien conocido, el excéntrico sabio le pidió que lo único que deseaba y le rogaba era que se apartara para que él pudiera seguir tomando el sol. Que le dejara, en definitiva, ser. Seguramente, muchos hoy estén completamente ciegos a la elevación que al tomar las riendas de la propia existencia invocaba y realizaba el viejo Diógenes, y a que esta grandeza es, propiamente, lo único que justifica y dota de su precario sentido a la existencia, pero justo Diógenes no obraba afirmando los antivalores que predominaban en su mundo social y, diríamos, en toda la historia de Occidente hasta su ocaso neoliberal en la actualidad. Expresó en su ethosla necesidad de situarse en un elevado afuera para vivir en la esencial libertad del tener que hacerse propio de los hombres. Afirmó y ejemplificó, encarnándolo en su vida, este ideal o valor, que, en aquellos momentos, lo hizo eterno, filósofo y hombre.
Podía extenderme, pero creo que para quien esté abierto y receptivo a la encarnación de esta grandeza vitalizante es suficiente. Quien no, persistirá en su vida antifilosófica, arrastrado y esclavo, como decía Séneca, de sus pasiones. Es esta filosofía viva que llamamos Ética la que, de este modo, podemos ir desarrollando, en lo que se refiere a este blog, en sucesivos escritos y que puede aportarnos una clave importante para plantear la educación y salvar a la pedagogía de su caída. Una caída que, lejos de miradas ancladas en la idea de progreso, el profesor Luis Sáez ha expuesto en su libro del modo que hemos intentado parafrasear y que alcanza gravemente a nuestra civilización. Él la sitúa en lo cultural, que refleja la conexión del hombre con su physis, en la rigidez asfixiante de un mundo social condenado a la repetición pautada de sí mismo, a confundir excelencia con imitación de prototipos finitos despojados de todo infinito, que ha perdido su nervio para dar razones y confiar en la argumentación sin perder ni siquiera en ello una cierta distancia irónica y la superación de las formas estratégicas de la razón. Un dar razones y buscar, como personas y como civilización, que precisa además del heroísmo socrático de una vida y cultura inspiradas, creativas, valientes y capaces de poner por encima de todo el ideal de la “verdad” aun habiendo perdido toda la fe en los antiguos dioses y en el carácter divino de la propia verdad.
Bibliografía citada y utilizada:Sáez, L. (2015). El ocaso de Occidente. Barcelona: Herder.