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Educación y filosofía
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Una propuesta de Ética más allá de la Modernidad (tercera parte)Marcos Santos Gómez
En este post, tercero y último dedicado a la ética que plantea el libro El ocaso de Occidente de Luis Sáez, vamos a matizar lo dicho en el segundo post, a raíz del “imperativo de elevación excéntrica”. Resulta necesario realizar algunas precisiones y concretar lo que avanzamos, pero recordando que precisamente en la naturaleza de esta ética se halla el que, aun retornando a una ética material (de virtudes), frente a los modelos formalistas, no pueda ofrecer un catálogo de prescripciones como sería un código deontológico para el educador o las directrices de una moral o de una Gran Política destinada a llevar a cabo la reconciliación del mundo con su dinamismo intrínseco (con lo basal de la physis) diseñando el proyecto de una vida buena. Esto que muchas veces se nos pide a los “teóricos” no podemos ni debemos hacerlo cuando se trata de, como afirma Sáez, emprender un diagnóstico en el que ya, en bastante medida, se va dando la terapia. Quien sea capaz de situarse en el melancólico punto de lo trágico problematizante, ya se halla en el camino imprescriptible de la cura, como sucede en la catarsis aristotélica ante la tensa irresolución de la tragedia.
Porque esta ética que recoge la diferencialidad de lo real, en sus distintos niveles o dimensiones, es, ella misma, pura tensión; y, al mismo tiempo que se esfuerza por diagnosticar un modo patológico del ser occidental y apela a una rectificación de la autonomización de lo cultural y lo sociopolítico que devuelva el alegre auto-crearse proteico a la existencia humana, no puede precisar, salvo flagrante contradicción, lo que hay que hacer. Es decir, no se resuelve con más normatividad la hybris de la normativización y judicialización en nuestro ocaso civilizatorio (neoliberal) como inconsciente modo de ser del hombre sumido en inercias legaliformes. No se puede recurrir, en cualquier caso, sino a una forma muy laxa de lo normativo, con la que juzgar proyectos de vida.
Situarse lúcidamente en la tragicidad, aunque ésta se halle reprimida en la administración del vacío que lo multiplica, que oculta todo dolor y que reduce la razón a lo instrumental y lo estratégico, puede orientar de por sí. Padecer la exclusión y sentirse desechado nos anuncia un daño que reclama hacer epojé del hábitat de “bienestar” inercial que hemos heredado. Hay en ello una orientación para el buen existir, como un faro, pero que ni va ni puede ir más allá de los caminos trazados en la agónica soledad de la rebelión. Lo que esta ética propugna es, ante todo, un nuevo modo de ser basado en, como hemos desarrollado en los dos posts anteriores, los principios de, en primer lugar, la franca e inocente aceptación de la vida en su devenir y, en segundo lugar, de la elevación excéntrica que produce el asombro, como estado anterior al logos, ante el ser y lo que existe, en cuanto que existe, y ante el modo de ser que dicha existencia ha adquirido. Es decir, nos impele a ser capaces, en los términos de la cultura, de ad-mirar lo céntrico de la misma para dotarlo de un horizonte de infinitud que hemos llamado “excelencia” y desde el cual se juzga y valora a la propia cultura. Este imperativo invoca la dolorosa lucidez de aquel animal capaz de decidir en libertad su propio ser sin ceñirse a los estrechos límites de lo céntrico hoy cosificado.
Nos referimos con ello a una “racionalización” de la existencia en cuanto un “gobernarse” por el dinamismo de lo excéntrico que sopesa y busca conscientemente los valores por los que regirse, aspirando a la excelencia y relativizando el poder del sino cristalizado que nos lastra en el ocaso de nuestra civilización. El hombre ha de situarse, según este imperativo ante el hecho de que tiene que hacerse, con lo que estaríamos abriendo la otrora clausurada oportunidad de una pedagogía en el segundo camino que describí en algún post reciente, el de una educación sin fundamentos ni modelos, aunque sí con valores (ojo, que “modelo” significa una vulgar reducción que despoja de su carácter infinito a un valor, a lo ejemplar, y que es la versión de valor propia del mundo administrado y vacío, su mercantilización en el contexto del neoliberalismo). Así, la lucidez exteriorizante nos permite juzgar y detectar por dónde se camina tanto en nuestras existencias personales como en el conjunto de la civilización que hoy se halla en tenaz y pavorosa auto clausura.
Retornemos al ejemplo de las Trece Rosas que ha podido inducir algún equívoco cuando lo he empleado en el post anterior. Este malentendido se basa en que desde hoy hacia atrás, cuando su asesinato ya ha pasado, lo contemplamos no exento de aquella grandeza que acompaña al reconocimiento póstumo de una excelencia heroica que puede justificar la vida. Sabemos que es como si hubieran tenido que morir para afirmar, paradójicamente, su intensa vitalidad, su amor por la existencia. De manera que es justo llamarlas mártires, que, como es sabido, en griego (martyr) significa “testigo”, el que da testimonio de algo. Ellas dieron testimonio, hoy todo el mundo lo sabe y “celebra”, de la/su libertad, o sea, la libertad que se realizó cuando eligieron su modo de ser y se autocrearon, poéticamente en la verdad elegida.
Hay, por cierto, que evitar escrupulosamente confundir esta paradoja del martirio in extremis, hasta la muerte, con el culto fascista a la muerte que esconde, en realidad, un profundo nihilismo reactivo, un resentido odio a lo vital. No en vano, en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, cuando ocurrió el famoso encuentro entre Unamuno y Millán Astray durante la Guerra Civil, los gritos de los sublevados fueron, variando según las versiones, vivas a la muerte y algo así como “muera la inteligencia” o, según las versiones, “mueran los intelectuales”. No puede haber, cuando se increpaba a uno de los más grandes pensadores trágicos de la filosofía española que en aquellos momentos defendió vida e inteligencia, mayor contradicción con lo afirmado también, con su muerte, por las Trece Rosas.
Porque, decía, aunque hoy ellas sean recordadas y admiradas como mártires, en el momento de morir, estaban solas. Es esto lo que hoy ya acaso no se aprecia bien y por eso hablaba yo de un posible malentendido. Murieron, aunque algunas lo hicieron agarradas de las manos cuando las fusilaron juntas, en la más espantosa incomprensión, vencidas y fracasadas. No tuvieron entonces, y hagamos un esfuerzo por ponernos en su lugar y en el de quien, como cuenta Scheler citado por Sáez, muere de manera anónima, olvidado y rodeado de silencio, despojado incluso de la dignidad en el morir por la tortura, en cualquier mazmorra de cualquier castillo secreto, no tuvieron, digo, el apoyo que hoy podamos darle. Eso no cuenta. Murieron solas y fracasadas.
Lo que quiero decir es que quien asume la ética de la excelencia que estamos presentando, como bien destaca el profesor Sáez, ha de estar dispuesto a ir contra corriente con toda la carga que eso conlleva de no reconocimiento y anonimato. Elevarse excéntricamente tiene un precio, desde los tiempos de Sócrates. El heroísmo que supone abandonar el camino trillado que como un cáncer hoy extermina al hombre en nuestro atroz entorno neoliberal, aunque el noble y conmovedor canto de la Ilíada nos lo ensalce y produzca una secreta admiración en el Occidente crepuscular, es hondamente solitario. Porque un mundo social, político y cultural situado en la centricidad complaciente de su propio vacío, para el que, repitámoslo, no hay más excelencia que la consistente en cubrir aparatosamente el propio vacío con “cosas”, que premia la completa fusión centrípeta con lo dado pero que veta y castiga con crueldad, con el desprestigio y el desprecio, al desafiante vuelo de la razón, va a excluir y desechar lo que no le vale. Y más porque la elevación que realiza la razón presupone un sentido para captar lo trágico y el dolor que son rudamente negados en la sociedad del optimismo plano e inconsciente que tiñe incluso los sueños.
Expresando mejor esta idea, y siguiendo el texto de Sáez, de lo que se trata, como nos recordaba la figura de Unamuno, es de situarse trágicamente en la tensión irresoluble de la propia existencia y en la tensión particular e intrínseca a nuestro mundo, cárcel reticular de la vigilancia sin foco y de micropoderes tecnopedagógicos, que clama inconscientemente por dejar de serlo. En este sentido, el heroísmo ético al que apelamos, al que apelaba yo en algún escrito sobre El hombre rebelde de Albert Camus hace muchos años, un heroísmo que nos pese o no, con todos sus peligros y ambigüedades, hace falta para hacer el bien y que hasta cierto punto correspondería con la voluntad de ilustrar ejemplarmente un valor, en cuanto lúcido y consciente modo de ser que apunta a un mayor ser, es requisito indispensable de toda ética. Funciona como un a priori, como una instalación pre-lógica necesaria para pensar. Por eso, es el modo de situarse propio de la filosofía, aunque esto no corresponda en absoluto con ser o no filósofo profesional o dedicarse a la filosofía o ni siquiera leerla. Corresponde a todo hombre, por muy ignorante de la tradición filosófica que sea, aunque es cierto que la excentricidad es la actitud y la razón propias del filósofo. Por eso, cuando he defendido ejercer una ampliación de la razón pedagógica hacia la racionalidad filosófica he querido decir, entre otras cosas, que se dé esta incorporación de la tensión excéntrica en el pensar la educación y en la investigación educativa.
Cumplir con el imperativo de elevación excéntrica, precisemos también, como bien señala Sáez, no tiene que ver con la mucha o poca inteligencia que se tenga, sino con el uso que se haga de la misma. Por el contrario, un uso estratégico de la razón como el que impera en la pedagogía y las Ciencias de la Educación significa que se está dando por bueno lo que hay, para utilizarlo al propio favor, en la plena fusión estática con lo céntrico que no quiere ir más allá, que no se empeña en tensar la inmanencia para que dé de sí otro juego.
Y en general, hablamos de incorporar una tensión exteriorizante, siguiendo el segundo “mandato”, a la vida que, aunque genere dolor, pueda, catárticamente, infundir grandeza a la existencia. Algo así como lo que transmiten las tragedias griegas, que hemos comenzado a estudiar en algunos escritos en prensa, donde el hombre se mira a sí mismo y se asombra por ser, y en el que lo cristalizado en la cultura, sus contenidos, van a ser dinamizados y retorcidos en la búsqueda de infinitos inmanentes, en las cosas mismas, y, lo que es más grandioso, para que en ese mismo agitarse la cultura, emerja proteicamente la verdad que es su propia búsqueda. En este punto, Sáez emprende un esmerado y preciso análisis de lo barroco, que yo voy a eludir en estas líneas, pero que puede ser una forma de lo trágico. En la tragedia griega, recordemos, lo que se plantea es la naturaleza esencialmente conflictiva tanto del hombre, como de la cultura y de la mera existencia. Un conflicto que hemos de asumir para ser en toda su intensidad (porque el ser es problemático), para que la existencia humana responda a sus enormes posibilidades. Un conflicto y un componente doloroso en el existir que el héroe ético asume, cuyo dolor implica el silencio y el fracaso, pero que es la única forma de lucidez capaz de trascender el cierre y la inmersión irreflexiva en lo céntrico. Por esto mismo, terminaba yo un post de hace semanas sobre la pedagogía afirmando que su victoria habría de ser su fracaso, que sólo vencería al exprimir su sino de perdedora en estos tiempos. La pedagogía, para ganar, si es que este lenguaje sigue teniendo sentido para ella, debe perder. Lo que es otro modo de decir que tiene que plantar cara a un mundo que ha tecnificado lo educativo cerrándolo a las mayores posibilidades del hombre, o sea, a su libertad.
Así “acaba” esta ética que extraemos del libro de Sáez y que él desarrolla de manera mucho más detallada y rigurosa que lo han hecho estas líneas, por los derroteros de lo trágico y lo barroco. Acaba manteniendo la ambigüedad que le es intrínseca, que no debe perder y que la tiñe de claroscuros, pero que puede y debe, en gran medida, trabajarse en relación con problemas viejos tanto de las éticas materiales como de las formales o procedimentales. Un inicio de abordaje sería, como Sáez indica, partir de la clave consistente en mantener los dos polos de lo céntrico y lo excéntrico vivos, sin que la tragicidad que se aspira a incorporar al devenir existencial y al pensamiento acabe ubicándose solo en uno de ellos. Sólo el primero acarrearía la ciega asunción de tradiciones en un resignado fatalismo conservador, de nuevo, y el segundo el vacío de una nada despojada de contenidos cuyo único ser consistiría en su sordo orbitar. Para racionalizar el mundo sociocultural desprovisto de razón hay que mantener un pensar bifronte, entre lo céntrico y lo excéntrico, que insufle una salvadora distancia en la concreción de lo real, desde la perspectiva de valores que logren extraerle a la existencia su efímera eternidad. Bibliografía utilizada:Sáez, L. (2015). El ocaso de Occidente. Barcelona: Herder.