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Gestión de la culpa en la actual reforma universitaria.Marcos Santos Gómez
El viejísimo sentimiento de culpa que ha acompañado a nuestra civilización desde tiempos remotos, parece ser una de sus inercias que, camaleónicamente, han ido adaptándose a diversos contextos en los cuales ha ejercido, sobre todo, una función de control que le ha sido muy útil a las no menos camaleónicas formas del poder. Un poder que no es el de la afirmación de sí, es decir, del propio ser y por tanto del ser, en cuanto uno es modo o apariencia en que éste emerge. Quiero decir que la culpa se halla en las antípodas del querer ser, de la voluntad de existencia y de vida, que Nietzsche ubicara en la base de su crítica extramoral a la civilización platónico-cristiana y que denominara “voluntad de poder”. El poder, en su otra cara, es el poder agresivo que atenta contra esta misma vida, el de un nihilismo reactivo nacido, según el genio alemán, en el resentimiento, porque no soporta la existencia en su inocencia e incertidumbre y la corroe desde una patológica afirmación del propio ser que requiere la negación del ser ajeno, del elemento diferencial que es su “origen”. Aunque en Nietzsche ha habido una cierta hybris por querer eludir el trasfondo cultural que precisamente estaba cuestionando, y que le condujo a momentos de obscena crítica a la compasión y la caridad, no ha de extraerse de su filosofía, necesariamente, esta invocación a ser uno en detrimento de los demás.
Por el contrario, su clave nos recuerda que el ethos resentido es el propio de quien ejerce un poder que se basa en la culpabilización del prójimo y que es consecuencia, en el fondo, del desprecio a la vida. Desde su filosofía podemos interpretar la culpa como un producto del rechazo al ser inmanente al traducirlo, en su contingencia, como mal. Lo que subyace es el desprecio por el hombre, si el lector me permite extrapolar el discurso nietzscheano a la perspectiva de un humanismo vitalista, como intentaron denunciarlo también los autores freudomarxistas del siglo XX o incluso el Adorno de Minima Moralia. En este siglo pasado se aprendió del genio alemán, y aún orbitamos en torno a ello, que la vida vale y ha de valer, para que podamos pensar, entre otras cosas, aunque pensando ya de un modo extramoral y más allá del bien y del mal. El agente que impide esta efervescencia de lo vital en el pensar es, precisamente, la culpa. Es ella la que, como un antivalor, impide la realización del hombre como ente en cuyo ser le va el elegir su modo de ser, dicho en términos de la filosofía existencialista, o el valorar, en los términos de Nietzsche.
Así, cuando la educación no se ha tecnificado y convertido en la esencia de lo que comprendemos por “escuela”, lo que sustenta y permite que seamos educables es este modo dinámico y lúcido del hacerse. Por supuesto, ni ahora ni en otros escritos en los que he podido ser crítico con lo escolar, estoy queriendo decir que la escuela (o la universidad) no valgan. De hecho, dedico la mayor parte de mi esfuerzo a demostrar que valen. Ese es el objetivo de este post, pero asumiendo que la universidad deba ser justamente lo contrario de lo que hoy se entiende que es la universidad desde las agencias de evaluación de la calidad. La escuela y la universidad deben ser del modo que se concibieron, deben aspirar a su modo de ser originario o si no, tendríamos que ser consecuentes y llamarlas de otro modo, por lo menos. En ellas se da el milagro de una doble vía de fosilización y alienación de lo cultural en la apropiación técnica de lo mismo pero, también, de franco estallido del potencial creativo de la cultura que puede darse cuando ésta moviliza y llena de posibilidades el tener que hacerse de los educandos. Cuando en el tiempo cronológico de la escuela se inserta la verticalidad y la hondura del tiempo concentrado en el que la humanidad se hace presente para uno y lo educa, en una suerte de inmanente eternidad, entonces la escuela ha conseguido verdaderamente abrir lo educativo, educar, y superar su contradicción y límites ceñidos a perpetuar lo peor del presente. La escuela puede activar lo que sitúa al alumno más allá de ella, en un sentido extraescolar que podemos hasta cierto punto comparar con la aspiración nietzscheana a ser en lo extramoral. Cuando en la escuela se logra la necesaria excentricidad, en el diálogo formativo y el brillo de una razón capaz de ver a la propia escuela como un producto, lúcidamente, y desactivándose en su aspecto técnico, la escuela habrá educado.
Todo ello quiere decir que no la rechazo, a diferencia del Illich de los años 70 del siglo pasado, que, por cierto, más adelante rectificó y matizó mucho de lo que había escrito en torno a la pedagogía y a la escuela. No rechazo el valor que la escuela ostenta siempre que nos sitúe en el punto de escoger lúcidamente el modo de mundo que queremos, o de ser, y que también puede llamarse, “valorar”, escoger o descubrir los valores con cuya ejemplaridad uno va a eternizar su existencia, en una suerte de infinito finito de que hablábamos en posts anteriores. Según esto, en la escuela hay implícita una alegre afirmación de la vida que elude toda culpabilización, cuando la valoración se da en un proceso sincero.
Pero la escuela hoy, y la universidad, culpabilizan, o sea, nos acusan precisamente por intentar ser ejemplares, por ilustrar y encarnar valores con nuestra vida. Porque no se pretende ya de ellas que emancipen, en el sentido que estoy diciendo, es decir, que alcen al alumno a su sino de tener que hacerse lúcidamente. Por el contrario, esta iluminación o Ilustración es perseguida hoy justamente con la coartada de la culpa, ese viejo compañero terco de nuestra civilización Occidental. Culpar implica renunciar a esta libertad, ya que se parte, como en algunas interpretaciones teológicas sustancialistas del Génesis, de que nuestra libertad ha degenerado, debido a la actualización de la posibilidad de corromper el mundo y de expandir y elegir el mal que de hecho ha acometido la humanidad. La culpa, pues, descansa en un profundo rechazo a la libertad y al hombre viciados, tornados malos, caídos. Se opone a un humanismo vitalista y lúcido que busca el punto de la máxima realización humana precisamente en esta libertad que ahora se niega y coarta mediante la idea tenebrosa de la culpa. La culpa es el agente y el síntoma, a la vez, de la civilización antivital de la que habla Erich Fromm, por ejemplo, y A. S. Neill, el conocido creador de la escuela Summerhillcuyo libro principal es prologado, precisamente, por Fromm.
Se da con fuerza, pues, en el momento en que la culpa y la culpabilización del otro operan, un poderoso desprecio de la vida y del existir del hombre. Esto es lo primero que yo quería, desde un punto de vista teórico, situar bien. La culpa, además, como Nietzsche supo advertir perfectamente, parte del rechazo a situarse en el punto de la libre opción más allá del bien y del mal, decía él, y, por el contrario, utiliza una idea de “bien” y de “mal” absolutas que tiñe la dignidad que la vida y la existencia ostentan en sí mismos, condicionándolas artificialmente. Es esta dignidad, aunque la nombremos con un concepto que despertara sus reticencias, el único presupuesto de la “ética” que hoy llamaríamos nietzscheana como la desarrollada en los tres anteriores posts, y que lejos de cimentarse en reductos teológicos, significa tan solo la dignidad que se da por la conciencia de ser, cuando ésta se ve, por fin, libre de oscuridades metafísicas y teológicas, es decir, cuando implica la afirmación del ser en su titilante precariedad y contingencia. Es justo esto lo que el hombre de Occidente no soporta y lo que puede explicar en parte (sin agotar las demás posibles explicaciones) esta universalización abrumadora del acto de culpabilizar y del sentimiento de culpa que se está multiplicando y gestionando astutamente desde ciertos poderes ya más reticulares que centrales, es decir, anónimos, invisibles, dispersos, internalizados y tornados “micropoderes”.
Este poder de señalar la culpa del otro y de culpabilizar lo ostentan hoy muchas de las políticas “educativas” oficiales en apariencia hechas para proteger y liberar a los ciudadanos o garantizar su igualdad, y lo ostenta, irónicamente, la misma escuela que alza la libertad como valor pero que obstaculiza el poder hacerse del ciudadano, sutil y secretamente. Se imponen, de manera incongruente, modelos absolutos de ciudadanía que no incluyen su propia revisión racional y autocrítica. Instituciones y políticas que no creen en la persona como quien ha de autocrearse y que sustituyen la razón por el dogmatismo de las creencias y las respuestas a priori, que transforman la cultura penalizando, segregando y excluyendo.
La culpa, como supo ver Kant, utilizada como argumento, es profundamente irracional y no válida como argumento. Se trata de una pseudo razón que invalida las razones del otro mediante una versión del viejo y ominoso argumento ad hominem. Se da, por supuesto, también en las relaciones micro dentro de las instituciones y en grupos de trabajo o empresas. Su esencia es la descalificación de la persona como tal, en su integridad, como si se hallara mancillada y corrupta en sí. Todos los liderazgos autoritarios o manipuladores se sirven de ella inquisitorialmente. No vale para la transformación social ni es propia de una clarividente ilustración, sino todo lo contrario, es de naturaleza profundamente oscurantista, pues reprime y segrega desde creencias que al modo de prejuicios no se exhiben para su debate, sino que se utilizan para forzar la realidad amenazando con castigar las herejías.
Mas, como sabía Paulo Freire, la realidad no se transforma cualitativamente si se fuerza, sino al ejercitar su crítica racional mediante un diálogo que exhiba los puntos de vista, muestre las razones obvias y no tan obvias y busque un cierto lenguaje común que posibilite el acuerdo. Y en un proceso en que, como en el psicoanálisis, que él conocía muy bien, hay que poner la carne que uno es en el asador y exponer, visualizar, el propio mundo de la vida, las razones que a veces habitan en el propio cuerpo. Algo antiguo que ya llevara a cabo el gran Séneca. En cualquier caso, y sin entrar ahora en detalles que nos conducirían a tener que exponer difíciles corrientes filosóficas recientes que han trabajado este asunto muy a fondo (un post en un blog siempre es, por desgracia, sólo divulgativo), señalemos que transformar el mundo, o sea, cambiar conscientemente cultura y sociedad, supone una tarea ardua y muy compleja, que no se agota con listas de lo que debe o no pensarse como, tentadoramente, están incurriendo en la actualidad algunas políticas sociales bienintencionadas, pero ancladas paradójicamente en lo mismo que denuncian y tratan de superar, o sea, en la no razón.
Así, la culpa, la vieja culpa del tan denostado “vivimos en un valle de lágrimas” es ahora abrumadora y eficacísima, habiendo impregnado las subjetividades que son y operan en función de la vergüenza por ser, en la aversión inconsciente por la libertad. La red anónima y burocrática que es hoy nuestro mundo consiste en, básicamente, una inmensa máquina de crear y gestionar la culpa. Por eso nos quiere y nos sitúa más acá del bien y del mal, porque son ese bien o mal absolutizados, los que salvan o impugnan, de manera global y temeraria, a quien no encaja. Hoy ya no hay necesidad de prisiones y Foucault acertó cuando vaticinaba un mundo sin ellas pero inmerso en una férrea trama de exclusión, que fabricando el mal y segregando, castiga eficacísimamente, como en el mito de Procusto, a quien no encaja en las categorías con las que se ha judicializado y regulado la vida hasta niveles terroríficos. Esta es la patología de nuestra civilización que consiste en haber rechazado su principio vital, no un principio, dijimos en posts anteriores, en forma de teleología, con el alfa de un inicio y el omega de una meta, sino que ondula y se pliega proteicamente en un continuo acto de autocreación. Es esta dynamis vital lo que se suplanta mediante catálogos, en la sustitución de lo trágico (plexo de contradicciones donde emerge la lucidez y se patentiza el ser) por el drama, que es curso o corriente canalizada del ser que lo oculta.
Curiosamente, la ciencia, estoy ahora mismo leyendo en un pasaje de Jaspers, desborda todo curso aun siguiendo su propio curso, es decir, su método, con una voluntad de poder, o vitalismo, que le infunde el pathos de la búsqueda infinita pero inmanente. La ciencia presupone la libertad, sin la cual, sin el hombre lúcido que intenta no tanto apoderarse técnicamente del mundo, sino escucharlo y admirarse por el mismo en un éxtasis inagotable, no hay ciencia. Lo he dicho muchas veces, aunque de distintos modos.
Todo esto lo traigo a colación para llegar al ámbito donde con más intensidad estoy viviendo personalmente esta constricción y represión del ser como vida. Curiosamente, de nuevo digo, se da en nombre de la ciencia, la más abierta y valiente de las prospecciones que el hombre trata de llevar a cabo en el mundo. Y me refiero, por si todavía no ha quedado claro ni lo ha adivinado el lector, a nuestra querida universidad. Júzguese, sólo digo eso, en este panorama que acabo de pintar tan apresuradamente, apenas un boceto, en qué lugar se encuentra hoy la universidad, si en el de la culpa y la negación de la ciencia al negar la vida que ésta alberga, o en el lugar de la exultante afirmación de ser del hombre en su actividad científica. Porque es obvio que se está dando una irónica pero muy triste paradoja, y es que se ha creado una culpa que se sitúa condenatoriamente en quien obedece fielmente a la ciencia. En nombre de la ciencia, diabólicamente, se condena la ciencia. Se la asfixia con el corsé de lo antivital, imponiéndole una trama de categorías que suplen “vida” por “calidad” en la universidad, desde la cual se prescribe al científico lo que debe hacer en una atmósfera de espantosa ausencia de libertad. La calidad que se nos vende, en lo más “acá” del bien y del mal, no es más que la mistificación de las inercias sociales de un mundo cerrado en sí mismo, ahogado en su trascender, sin horizontes ni “permiso” para la excentricidad crítica. Consagra férreamente lo dado, el modo presente, la apariencia actual deificada de lo que es pura contingencia. Una atroz censura anónima y eficacísima que se apoya en el estulto y resentido rechazo a lo vital que hemos denunciado bulle en nuestra época. Una hábil gestión de la culpa para matar una de las zonas de mayor vitalidad en la sociedad, capaz de impugnar y hacer frente a los poderes que son antes tiranías que vida.
Con esta queja quiero concluir el presente post, esperando que la expresión generalizada del dolor ya tan extendido en la comunidad universitaria, la torne pueblo lúcido y cabal que al recuperar su modo de ser trágico pueda repensarse y retornar a su noble misión de hacer ciencia e investigar con la indispensable libertad. Quizás todo el absurdo sufrimiento en que hoy se ha convertido una de las mayores proezas del ingenio humano haga retornar un sentido común que desde lo patológico de este cierre fatal, nos ayude a percatarnos de que el rey está desnudo.