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La historicidad y la historia en Karl Jaspers (primera parte).Marcos Santos Gómez
El filósofo K. Jaspers, en Origen y meta de la historia, editado recientemente en español por Acantilado, elabora una reflexión de corte “existencial” sobre la historia a la que, como es obvio, comprende desde lo ontológico, que va ampliando a lo óntico de una presentación concreta de sus condiciones materiales, estudiadas por la ciencia y la historiografía. El historiador, que en cuanto científico descriptivo o narrador de “hechos” se mueve en lo óntico, apenas puede sino aspirar a un relato empírico de lo pasado y a detectar en determinadas zonas de la historia causalidades, pero desde las cuales no se comprende propia ni totalmente lo histórico. Como ejemplo de las limitaciones del conocimiento en general, a que se referirá Jaspers en este libro, hay que señalar que desde la historiografía no se abarca lo que significa la historia y el ser histórico en su amplitud y dimensiones.
Lo que hace posible este acontecer por el que los hombres en su actividad generan el dinámico torbellino de la historia es la relación profunda y esencial con el ser por parte de su modo de ser marcado por la temporalidad del propio ser. Esta temporalidad del ser, que ni es desarrollo, ni evolución ni progreso, lejos de la concepción hegeliana y marxista que el filósofo rechaza, determina la apertura del hombre en cuanto su tener que hacerse “optando” en función de posibilidades históricas. Esta opción y libertad no es, sin embargo, absoluta, ya que hay, en un primer nivel natural unas evidentes condiciones muy estrictas que constituyen una suerte de marco en el que se desenvuelve su libertad, pero que no puede explicar desde sí al hombre en su totalidad, lo que constituiría un reduccionismo que implicaría fundar lo “superior” en lo “inferior”. Porque donde el hombre es cabalmente hombre es en el devenir histórico que se autocondiciona desde la libertad. En Jaspers, como “existencialista”, hay un esfuerzo por vincular lo humano con su concreción. Todo se desarrolla en un plano de estricta inmanencia no exento de tensiones centrífugas que a veces adquieren la forma de una trascendencia postulada o verdad extrahistórica como horizonte que desde lo inalcanzable provoca el movimiento.
Me ha parecido que en esto es preciso estar muy atentos a cómo se ofrece el desarrollo de Jaspers, en comparación con Heidegger, y si hay en él una tendencia a lo extramundano en un sentido dualista cuando introduce esta suerte de necesario postulado, de “verdad” exteriorizante desde la cual se comprende la finitud y la limitación del acontecer humano; un postulado o clave para asir lo inmanente y lo contingente en su inmanencia y contingencia. O, más bien, hay que entender “lo trascendente” a que tanto se refiere en sus obras, en los meros términos de una trascendentalidad kantiana, como constituyente de la comprensión del mismo, o en clave interna, como contenido del mundo que lo eleva a cifra, tensando lo real centrífugamente. Lo que Jaspers parece intentar es, en todo caso, una superación fenomenológica del idealismo kantiano en el sentido de estar aludiendo a una “conciencia” donde se da lo real como mundo (para el hombre) que situaría lo trascendente como apertura (sentido), en el fenómeno. Una suerte de trascendente que es a la vez trascendental requerido para la ubicación y la comprensión del hombre en el mundo, para la constitución de lo real como mundo (para el hombre) y que, en palabras de Jaspers, significa lo envolvente, aquello en lo que se funda (no fundamenta) lo real que sólo el hombre, en su lucidez, torna mundo. Dicho en otras palabras, la apertura de todo lo que es a algo que lo desborda, a su propia sobreabundancia, a un plus inefable que lo constituye o del que emerge (el ser). En el conocimiento y en el mundo aprehendido por el hombre se daría una revelación de la que nada más puede decirse y en la que parece latir el trasfondo en Jaspers de la teología negativa y que, como hemos comentado, habría que analizar cuidadosamente si introduce un elemento dualista en su pensamiento.
En otras obras él desarrolla sus bellas nociones de “cifra de la trascendencia” y de “situación límite” por las que entiende que las condiciones extremas e inmutables por las que la historia topa con un límite opaco, con una ausencia de historia y de visibilidad, con una imposibilidad de superarse, en su finitud, sugieren un infinito que en ella sólo puede incorporarse al modo de símbolos. Es por estos símbolos por los que el hombre incorpora en sí mismo y en la historia lo infinito, como un horizonte que completa y supera, desde ella, la historia. En el libro que nos ocupa, en el que nombra un par de veces más o menos a Dios, no hay un abuso “ultramundano” de esta perspectiva cuasi religiosa, pero ha podido conducir a que algunos intérpretes, y quizás el propio Heidegger, considerasen al filósofo dentro de un existencialismo de corte religioso, lo cual lo situaría como no propiamente existencialista. Para el existencialismo en sentido estricto, el hombre y el mundo son en la medida en que no son extramundanos, de manera ajena a cualquier sombra de metafísica o fundamentacionalismo ontológico, que tornaría el ser mismo en ente. Afirmarse es desfundamentarse, en un sentido nietzscheano. Conscientes somos, sin embargo, de que si se llama “Dios” a lo infinito, a lo otro que moviliza lo real como aspiración a ser más desde sí, a la apertura y horizonte inaprensibles conceptualmente de lo real, manteniendo su carácter de activa y soterrada impresencia, en formas no ónticas de lo divino, se podría considerar la posibilidad no contradictoria de un existencialismo cristiano. Pero, particularmente, creo que el mero hecho de llamarlo “Dios” o de divinizar el horizonte ya lo torna ente.
En todo caso, en el libro que nos ocupa, Jaspers no parece introducir en la historia elementos ajenos a la historia. Es más, acusa de ello a las metafísicas del progreso al uso y lo denuncia, incluidas sus concreciones políticas que ya veía elaboradas en sus componentes totalitarios unos años después de acabar la guerra, en los países socialistas. Su materialismo, el del marxismo, es de carácter técnico, según él, y por tanto no es fiel al componente ontológico de la libertad humana, pues hacen que lo óntico invada lo ontológico, originando un cierre en las posibilidades del hombre y en el devenir que llamamos historia. Jaspers es mucho más proclive a formas liberales en la democracia. De todos modos, aquí hay terreno para una larga discusión.
Como hemos dicho, Jaspers ve la historia como apertura fundamental, sin otros determinismos que lo natural que, sin embargo, no la explican. Sucede entre dos amplísimos espacios ignotos que se abren en el pasado y en el futuro, que no constituyen en sí historia, ya que ni están en la memoria consciente del hombre actual, salvo como inconcebible abismo inconsciente, ni pueden anticiparse, en el caso del futuro. Sólo desde hoy y desde la perspectiva cambiante con la que recordamos y entendemos el pasado hay realmente historia. En tiempos de Jaspers se creía que el homo sapiens ostentaba unos 100.000 años. Hoy acabamos de conocer, por un cráneo hallado en Marruecos hace unos meses, que tiene la inasumible edad de 300.000 años. En su mayor parte, pues, el hombre ha vivido sin historia, es decir, sin una conciencia de su temporalidad, o, mejor dicho, no se ha constituido como historia ni para el hombre de aquel remoto pasado ni para nosotros. Pero esta clara conciencia de sí, tampoco es un elemento que haya acontecido en todos los momentos de esta historia nuestra conocida (el lapso de unos 7000 a 10.000 años a partir del presente, cuyo devenir concreto y “datado” nos ha llegado y forma parte activa y consciente de nuestra cultura actual), sino que viene asociada a lo que Jaspers denomina el “Tiempo Eje” y, posteriormente, a la Modernidad y la ciencia, aun degenerada en Edad Técnica que acaba negando hoy a la propia historia.
El Tiempo Eje sucede entre los siglos VII a. C y IV a. C. aproximadamente, dándose en diversas zonas y culturas del mundo, sin que Jaspers crea que pueda explicarse su surgimiento de un modo asumible. Lo caracteriza un tomar conciencia de la realidad que en el caso de Grecia se constituye como la impresionante lucidez de ser capaz de captar lo propio de la cultura en su historicidad, es decir, en su relativismo, desde un modo de ser que genera un modo de pensar la realidad en el movimiento de un trascender el mismo capaz de desfundamentar el mundo. Sin embargo, los griegos se quedan a medias, señala el autor alemán, pues incorporan finalmente a su comprensión de la realidad la idea mítica de cosmos como orden cerrado, formando ésta parte de su logos, del esquema con el que abordan y entienden la realidad. Los griegos estaban obsesionados con el movimiento al que, sin embargo, subsumieron en su idea de cosmos como orden autoclausurado.
Esta clausura cósmica la quebrantará la ciencia en la Modernidad, que desde la idea bíblica de Creación presupone un orden, aunque invisible, en el mundo capaz de calmar las ansiedades humanas y el terror por los abismos, pero que por esto mismo puede permitir en la historia, la cultura y el conocimiento una apertura hacia delante, una incertidumbre del futuro, por la que el avance del conocimiento no se detiene nunca. Es decir, para la ciencia el mundo se conoce mediante la pesquisa nunca concluida en torno al mismo. Jaspers distingue cuidadosamente esta pesquisa que no conoce límites, como voluntad del puro conocer, respecto a la técnica, que introduce unos fines ajenos a este prurito del conocimiento en sí mismo (p. 137). La ciencia, para Jaspers, es una praxis elevadísima que recuerda al hombre, nada menos, su vínculo esencial con el ser: “No es una voluntad de poder en el sentido de dominio, sino de independencia interior. Esa libertad de conciencia del investigador es, justamente, la que puede aprehender con toda pureza la realidad fáctica como auténtica cifra del ser” (p. 138). El ser no es aprehensible conceptualmente, pero sí puede mostrarse en el mundo como cifra (¿es esto ejemplo del dualismo implícito que sospechábamos antes en Jaspers, el presupuesto por la “cifra”?). Así, la realidad es como el texto cifrado del ser, a diferencia de Heidegger, autor éste en el que el ser no se agota ni confunde absolutamente con lo ente, pero sólo se halla en ello, en la perspectiva al menos del Heidegger de Ser y tiempo.
Jaspers no reprime sus constantes halagos a la ciencia (¿debido al dualismo del filósofo, cabría indagar de nuevo, que la consideraría una suerte de teología negativa que conduce, como a él mismo le sucedió en su biografía personal, a la filosofía y a la ontología?). La ciencia ostenta en sí un componente de universalidad, de noble y tolerante aspiración a la verdad. “No hay agresividad en el ethos del conocimiento convincente, de validez general –a diferencia de lo plausible, aproximado, fluctuante, discrecional-, sino voluntad de claridad y certidumbre” (p. 138). Más adelante, resalta que “El motivo no es la agresión, sino la pregunta a la naturaleza” (p. 138). Contra lo que muchos todavía hoy quieren creer, Jaspers basa esta actitud rigurosamente indagadora de lo real en la Biblia, que introduce la necesaria idea de una “verdad” o “veracidad” a toda costa en lo que hace el hombre, que consagra y postula el imprescindible horizonte de una verdad (¿dualismo en el filósofo, una vez más, o forma contrafáctica de la razón?).
Lo que el cristianismo aportaría, si hemos entendido bien a Jaspers, es la fortaleza de una verdad como exigencia de seriedad y vínculo con lo real en lo que uno hace. Este es el origen de una paideia cristiana, por cierto, que nos ha llegado desarrollada especialmente por los textos de la Patrística que con gran acierto estudió y entendió el último Foucault. Para el logos cristiano, cuando no cede completamente a la forma griega del logos, como ocurre en Santo Tomás, “(…) se engendra el impulso de correr constantemente al fracaso; pero no para abandonarse, sino para volver a recobrarse en una nueva forma más amplia y plena y para continuar este proceso en una infinitud que nunca se llena” (p. 140). Se trata de verdad, no de dogma. Más adelante, indica Jaspers: “el conocimiento de que todo el mundo ha sido creado infunde tranquilidad ante los abismos de la realidad en la inquietud investigadora que pregunta ilimitadamente y por eso progresa” (p. 141). “El ser del mundo no puede ser concebido como una realidad absoluta, definitiva; constantemente se manifiesta como diferente” (p. 141). Finalmente, destaca bellamente: “La nota decisivamente característica del hombre científico es que en la investigación busca su contradictor, sobre todo aquellos que todo lo ponen en cuestión mediante pensamientos concretos y precisos. Así, lo que parece destruirse a sí mismo se convierte en fecundo, productivo. Por esta razón, es señal de que la ciencia se ha perdido cuando se evita la discusión e incluso se la rechaza, cuando su pensamiento queda recluido en círculos de la misma opinión y emplea hacia fuera una agresividad destructora en vagas generalidades” (p. 142). Sin embargo, esta nota de tolerancia y apertura que la ciencia debería introducir en la cultura, de hecho no se da en la cultura: “La ciencia es un rasgo fundamental de la época, y, sin embargo, todavía es impotente espiritualmente porque la masa humana no ingresa en ella cuando se apodera de los resultados técnicos o admite como dogmas trivialidades discutibles” (p. 143). Estaríamos, pues, muy lejos de una verdadera Ilustración propiciada por la integración de este espíritu de tolerancia y apertura antidogmática propias de la ciencia en el modo de ser de un pueblo degenerado en masa.
¿Y qué aporta en esta Ilustración académica la filosofía? Nos lo sugiere Jaspers en su reflexión acerca de la ciencia: el constante aviso de los límites del conocimiento científico. Éstos se manifiestan cuando lo que funciona sectorialmente en la realidad, se intenta aplicar al mundo como totalidad. La ciencia no puede explicar el existir, en cuanto tal, ni invadir el terreno de lo ontológico a partir de su “visión” óntica. Este es el reduccionismo cientificista que Jaspers, desde su perspectiva existencialista o de filósofo del ser, indica. Porque el mundo en su totalidad no es cognoscible.
Cuando la razón se reduce a razón científica y se eliminan otros modos rigurosos y metódicos de aproximación a la realidad que incorporan la tensión de lo real y del ser en su imposibilidad de última y definitiva aprehensión, como son los filosóficos, puede ocurrir que la razón decepcione y se torne impotente. En este caso, en paralelo con el rechazo de la filosofía, tenemos el auge de “saberes” irracionales que apelan al mero sentimiento, señala Jaspers, al instinto o al impulso. “Racionalizar” el mundo es, entonces y muy peligrosamente, someterlo a sus propios impulsos ciegos, como de hecho ocurre con la absolutización de la técnica.
La seriedad de la ciencia, para Jaspers, se funda en su vínculo “secreto” con el ser, a pesar de su reducción óntica, que, como en la teología negativa, sugiere el ser en la medida en que calla decirlo, a diferencia de la técnica (en la Edad Técnica, de la que hablaremos más adelante) que prescinde de esta insinuación y que sólo en el “máximo peligro” del ocultamiento que lleva a cabo, en las conocidas palabras del verso de Hölderlin glosado por Heidegger, puede iniciar el movimiento de la salvación. “El estrépito imperante de los éxitos conseguidos en la configuración del mundo material y en las aplicaciones de la concepción ‘ilustrada’ del mundo, extendida por toda la Tierra, no puede engañarnos sobre el hecho indiscutible de que la ciencia, aparentemente lo más familiar, es lo más secreto” (p. 146). Esto es lo que he considerado en algún momento de este blog como lo poético de la ciencia, es decir, su austero mostrar en el silencio propio de eremitas, su mostrar precisamente en cuanto que calla en medio del desbordante impulso de conocimiento que la moviliza, como si se impusiera la penitencia de un voto de silencio en su aparente exuberancia.
La técnica, por otro lado y como ya trataremos más adelante, aportaría una suerte de segunda naturaleza al hombre con el riesgo de que éste acabe asfixiándose en ella. No otra cosa era lo que quería decir el Illich de la anti-escuela y la sociedad convivencial (o convivial, según las traducciones) en los años 70 del siglo pasado, quien por cierto, nunca se dirá lo suficiente, superó el pensamiento de esta etapa al que nunca regresó, a partir de los años 80; años, por cierto, marcados cada vez más por la casi insufrible efervescencia de una teología negativa o apofántica. Porque respecto a la cualidad emancipatoria de la razón y la técnica, es preciso señalar que si la razón sirve a la libertad debe posibilitarla, no generarla, lo que no puede darse con una razón instrumentalizada, reducida a su uso técnico para producirla libertad. Este es el estigma con el que la razón técnica tiñe a la libertad, también en los regímenes políticos que han querido hacer de la libertad su nervio pero que han confiado en las burocracias y la organización centralizada (antigua URSS). La razón emancipatoria abre claros, empleando la imagen heideggeriana, y posibilita, iluminando lo posible, esclareciendo, pero no causando la libertad.
Dejamos en este punto de la Edad Técnica y su relación con la historia, tratado a fondo por Jaspers, nuestro comentario de su libro, por no abusar de la paciencia del lector, para retomarlo en un próximo post que constituirá la segunda parte de este.
Obra que estamos comentando:
Jaspers, K. (2017). Origen y meta de la historia. Barcelona: Acantilado.