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Educación y filosofía
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Notas sobre el Quijote y la poesía (2)Marcos Santos Gómez
Prosigo con mi relectura del Quijote. Si nuestra anterior reflexión a partir de la novela cervantina conducía a la “inserción” y necesidad de lo poético en la existencia, el propio Quijote, o sea, Cervantes (tornado ya él, por cierto, mero mito y del que no se sabe en realidad casi nada, igual que sucede con su gran coetáneo Shakespeare, pues para nosotros desaparecen ante su obra artística contra lo que generalmente se piensa que sucede), ahora va adquiriendo unos derroteros éticos. Es decir, “pensar” poéticamente, en el sentido de dejarse teñir por la “verdad” de mitos y arquetipos, por su afanoso deseo, por el núcleo que late desnudo e irradiante en el interior de los antiguos mitos de la poesía homérica, produce unas conmociones en el comportamiento que, como inmediata consecuencia, tiene repercusiones paradójicas en el vínculo con la propia época. El “pensamiento” todavía poético, o sea, incipiente, sentimental, plástico, va, de hecho, levantando todo de su sitio y tirando de la manta, lo que solo desde unas ciertas condiciones materiales puede hacerse. Tu época ha de facilitarte, como lo hizo con Cervantes, en el propio arte, una cierta técnica de mediación que constituye una reflexión incipiente, un intento de pensar lo poético, aun desde los cauces del propio arte y como ya hoy estamos tan acostumbrados a realizar. Uno ha de estar, además, en el nicho social que lo permita, un nicho al que debe caracterizar la distancia, postulando una separación de la misma sociedad que nutre a uno, y sin el cual no sería posible ni siquiera imaginar que se toma distancia respecto al propio arte.
Esto está ya en el mismísimo origen de la filosofía y de Occidente, cuando, como resaltaba yo en este mismo blog, al hilo de la lectura de Paideiade Jaeger, que sugiere esta misma tesis entre líneas, se pudo dar una emulación o reverberación del mundo aristocrático, imagen del deseo y la admiración por parte de la mayoría de la sociedad de campesinos del siglo VIII a. C. en la Grecia que creara los textos homéricos, en el pensador. Hay una transfiguración de la nobleza que, habría que estudiar detenidamente, supone la creación de un tenso distanciamiento en la propia realidad social para crear el punto de vista alejado que es preciso ocupar para lograr realizar el juicio en relación con la propia tradición y mitos. Esta distancia ha sido, ella misma, objeto del propio pensamiento y se ha expresado de numerosas maneras. Es lo que, todavía hoy, se precisa y materializa en el momento más “elevado” y platónico del pensamiento, por el cual, éste busca su lugar en “otro” mundo, sin que pueda, de hecho y fatalmente, de un modo absoluto, abandonar las categorías y proyecciones de “este” mundo.
Esta elevación, anclada en grietas y separaciones dentro de la sociedad, este modo de ser aristocrático, ha acompañado siempre a la filosofía, en todas sus formas y modos de realizarse. A nivel institucional, y simplificando un poco, es la misma elevación que ha vertebrado a la “nobleza” universitaria y que ha hecho que la Universidad sirva a la sociedad pero también procure la salvación, que es también trampa, de situarse por encima de su propio suelo nutricio. Una nobleza que evita que el pensador ceda a las a veces peligrosas corrientes de su propio mundo, que pueden conducirle a ciegas. Este fue el esfuerzo del filósofo desde el principio. Sócrates demandaba estar en el mundo y, desde luego, nadie en su tiempo y lugar lo estuvo tanto, tan “instalado” y sobre todo tan lúcidamente, en el mismo. Pero su aguijón requería un esfuerzo ingente que, contra lo que sucedía en el viejo modelo de las sociedades heroicas, fue castigado, pues era poco entendido por la mayoría, un peligro que aparecía como uno de los lemas en el frontispicio del templo de Apolo, uno de los lemas de los Siete Sabios: la mayoría se equivoca, es mala, se aleja de la “verdad”. Es esta mayoría la que, de algún modo, asesinó a Sócrates pero, al mismo tiempo, su voluntad de pensamiento y libertad, acabó siendo aceptada e incorporada nada menos que a la tradición que en gran medida él inaugura y que él mismo denominó “filosofía” o amor por el conocimiento, un amor que parte de la propia indigencia y que aspira a lo más bello y digno de ser amado, lo que, solo por el hecho de que el filósofo aspira a ello, ya de algún modo tiñe el propio ser.
La filosofía, por tanto, nació elitista, como una transfiguración del anterior heroísmo aristocrático que se admiraba, pero que ahora provoca la admiración de unos pocos y el odio de muchos. Esto es tanto una situación social concreta de quien piensa, que es ubicado por el propio hecho de pensar, en este mismo lugar incierto, como un movimiento, acaso, del propio pensamiento en cuanto este trata de elevarse lúcidamente sobre la propia circunstancia que uno es. Digamos que pensar tiene un precio, a nivel social, lleno de ambigüedad, pues es fuente tanto del recelo como de cierta admiración por parte de un mundo que se resiste a pensar-se (¡la novedad de nuestra época, casi inaugurada con el nuevo siglo, es que, por primera vez en la historia de occidente, no se admira “socialmente” al pensamiento ni al intelectual!). Pero además, lo que el pensamiento tiene de vuelo y separación del terreno donde uno pisa, obliga también a asumir un riesgo “espiritual”, el dolor de cercenarse sin que haya garantizada una síntesis, sin que el pensador o el pensamiento puedan lograr una ansiada reconciliación, sin la superación e integración de negatividades que va moviendo el auto-conocimiento del espíritu en Hegel. Esto tiñe tanto el hecho de pensar como la vida y el lugar social de quien piensa. A menudo el pensamiento y el pensador son y están solamente en la pura quiebra, en la ruptura, en la soledad y el desgarro, en la resistencia que su mundo opone a ser pensado.
La implicación ética de todo esto es clara. Es una de las “reflexiones” que se hacen mostrando (poéticamente) por el Quijote. Don Quijote ha recurrido existencialmente a fijar su relación con el mundo mediante arquetipos, al modo en que ya los mitos lo hacían y del modo en que la poesía realiza su apertura en el “cosmos”, su vertiginosa ruptura. Pero esta distancia que la elevación poética produce, heroica en un principio y asociada a la épica y por tanto a los valores de la aristocracia, es ahora emulada en el momento que se ha de re-hacer el propio mundo. De manera que no hay una separación clara entre el mito y lo poético, que ensalza y eleva, acaso mostrando o señalando las alturas de los ideales, y la filosofía, por lo menos en la filosofía socrática y gran parte de la tradición de un pensamiento “enamorado” de ideales y desde los cuales, como punto de apoyo arquimédico, “opera” su palanca, como fue el caso griego socrático-platónico. Estos ideales son lo mejor del propio mundo, lo que a menudo se descubre pensando pero que antes es vivido; su purificación, su destilación para la obtención de las esencias que son los nervios del propio tiempo. Así, el pensador platónicono está, realmente, en otro mundo, sino que se mueve entre los arquetipos que constituyen el espíritu de este, lo que se admira y cultiva en bellos discursos o en la poesía (épica).
En la medida en que la poesía muestra, es ya el paraíso donde respiran estos ideales, y por eso Platón desterró de su pensamiento a los poetas, de su ciudad, en su voluntad de pensar dichos ideales, de no entremezclarse con ellos sin la mediación del concepto que los piensa. Pero, en su exceso de elevación dejó de verse, dejó de conocer, el grado en que dichos ideales son el alimento y el fuego de su pensamiento lo quiera o no. Los convierte en ideas para pensar, despojándolos, en principio aunque falsamente, de su fuego poético. O trata de razonar el apego del hombre a los mismos. La paradoja es que, sin embargo, sus ideas tratan de mirar el mundo desde lejos pero manteniendo el prestigio, el atractivo de lo bello, que en la poesía manifestaron, cuando eran simples ideales que movilizaban y ampliaban la realidad por una irresistible mímesis, que la dotaban de la dimensión poética por la que esta se abre y es más de lo que en principio es, sintiéndose la intensidad del ser previamente a su pensamiento. La poesía, pues, trató antes de Platón de elevarse y de señalar ese “ser más” que acompaña a la existencia y al mundo, que Platón conduce a su ontología, donde lo ubica y aborda.
Don Quijote es persona más que platónica, poética (aunque en cierto pasaje denomina “platónico” a su amor por Dulcinea, hablando con Sancho, en la primera parte). Quiere mostrar que el mundo puede ser mejor si cree en sus propias palabras. Si se atiene a su esencia, a su nervio, a su espíritu vivo en la poesía. Pero el conflicto con el mundo es inevitable. El efecto de querer integrar los valores que pululan en la poesía ya más rebajada en formas artísticas como las novelas de caballería, es chocante. Paradójicamente, son valores que no funcionan en el mundo “real” aunque tengan su remoto origen en el mismo. El esfuerzo de Don Quijote es embellecer su vida, poéticamente, encarnando de un modo sincero lo amado, pero también ir embelleciendo un paisaje que en la época era bien prosaico y alejado de las fantasías de las novelas de caballería (esta función de tratar con paisajes fantásticos sí la cumplió y se creyó y vio mucho más en los paisajes americanos que se estaban “explorando” y cuya presencia latente está en el Quijote y en toda la literatura del Siglo de Oro), pero que se abre, paulatinamente, a sus sueños, hasta que ya para nosotros, mágicamente, ya desbordada la escisión entre arte y realidad, La Mancha y su paisaje son puro espíritu. Ya no podemos mirar a La Mancha, ni a las sierras, áridas llanuras y costas o playas mediterráneas de España sin entremezclar la historia del hidalgo y su escudero.
Cabe preguntarse, además, por qué para mostrar esta historia Cervantes recurre, en primer lugar justamente a eso, a contar una historia (e inventar la novela moderna) y por qué se vale del efecto cómico de todo este asunto. El Quijote, en su grandeza, muestra y cuenta, pero para pensar algo. Pensar, en su elevación, ya no podía repetir la trampa de su personaje y constituirse en tragedia, una suerte de tragedia griega en la que se cae víctima del irresoluble conflicto entre razón y mito, sino que, continuando el movimiento y la elevación, ha de llegar hasta la dimensión del humor y de la ironía que, también, en nuestra tradición inaugurara Sócrates. La realidad intenta ser, sin lograrlo y deviniendo su obra también en arte o mito en la segunda parte del Quijote, una narración. Pero, como narración, se “pierden” o se “elevan” los hombres. No hay forma de contar la realidad y de comprenderla sin el recurso, vilipendiado, de lo poético, pues es lo poético lo que va señalando en lo real sus puntos donde adquiere una especial densidad y hondura “cualitativa”. Por estos puntos se accede a una vida mejor, uno se abisma. Esta es la intuición de Don Quijote y su empeño es querer encarnar, hacer vivas estas líneas de fuga que, en cuanto fuga, alejan y distancian, pero que, paradójicamente, son por donde el mundo se muestra quizás en su más plena grandeza espiritual. Es como si Don Quijote hubiera pensado dos cosas: primero, que el mundo es malo o por lo menos su momento histórico (donde han fracasado los ideales del viejo soldado), en una reflexión gnostizante (platónica o neoplatónica quizás) acerca del mismo. Segundo: que la salvación, paradójicamente, está en él, pero si se vive con poesía. Y lo que provoca, al vivir poéticamente, es una tensión que Cervantes muestra con la ironía de sugerir el despliegue ya inasumible y desbordante que se abre ante el mundo por este efecto de la poesía en el mismo. Puede que sea algo que el hombre necesite, pero que no soporte.
Lo poético es, por tanto, necesario, pero, como lo era pensar, peligroso. Produce perturbadores trances, como a Stendhal enfermo de arte en Italia. Es la perturbación a veces grotesca que el poeta vive en la realidad lo que Don Quijote vive, en su mundo de ideales y arquetipos, que es el mundo de los sueños. Pero la grandeza de este movimiento es que salva, que a fuer de no comprendido y de estar cómicamente “fuera” de lugar muestra la no menos cómica realidad “prosaica” en que se vive. Y en esta tensión, además, entra en juego una dignidad, una superación del propio mundo o el denodado esfuerzo por ello. Es un movimiento que tanto la poesía como, decíamos, el pensamiento en lo que tiene de “noble” han de reproducir. El humilde conocedor de su ignorancia, Sócrates, y el voluntariamente indigente Diógenes, Sócrates enloquecido y también víctima de un secreto orgullo, diría Platón del mismo, son, al mismo tiempo que personas inmersas en el mundo al que tratan de entender, aristócratas de un heroísmo que se eleva sobre el mismo y que, además, cualquiera que pretenda no ceder a las corrientes que arrastran, tiene que asumir. Diógenes de Sínope entraba en los teatros cuando la masa salía de ellos, “contracorriente”, cuenta Diógenes Laercio. Este voluntario y contradictorio autoexilio el hombre tiene que emprenderlo cuando piensa la realidad o trata de mejorarla, en un movimiento que es a la vez cognoscitivo y bello pero, obviamente, también ético, constituyendo en sí mismo la conocida tríada griega que unía las tres dimensiones estética, ontológica y moral en una misma.