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Educación y filosofía
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Apuntes sobre el último Foucault para la educación (4ª parte)
* La parresía I
Marcos Santos Gómez
Si cuando educamos pretendemos, de algún modo, desaparecer ante lo que señalamos, o, dicho en otras palabras, hacernos transparentes a la “verdad” cuyo esplendor y brillo queremos resaltar, nos estaríamos aproximando a un tipo de relación parresiástica con la misma. Es decir, se espera de quien educa, que ensalce aquello de lo que es un mero mediador o “sacerdote”. La parresía se dio en el ámbito de la búsqueda/creación griega de la “verdad” a lo largo de diversos momentos. A nosotros nos interesa ir relacionando la descripción del avatar histórico de la parresía con el presente y el entorno de la escuela o la educación. En quien educa, como en quien aconseja, confiesa o defiende un discurso en la asamblea, se da una relación especial e íntima con la “verdad”, que es invocada tanto en el contexto político como en el de las relaciones específicamente educativas. Es por esta razón que se nos antoja un concepto imprescindible que hemos de tener en cuenta en la Pedagogía actual o en una historiografía o, mejor dicho, arqueología de los actuales procesos educativos formales y no formales. Si, extrapolando la pugna entre sofistas y Sócrates, hoy se entiende la educación como una cierta “presentación” de la “verdad”, en oposición a un escepticismo sofístico que relativiza la verdad a intereses ajenos a la misma, hemos de clarificar cómo se dio y cómo hoy puede darse esta especial relación, íntima y configuradora, de la “verdad” con aquel que la dice.
En primer lugar, como recuerda Jorge Álvarez (2013) en su libro sobre el último Foucault, etimológicamente, la parresía es “decirlo todo”, “hablar franco, libre”. Es la libertas, por emplear el término latino, de quien habla. Para que se dé esta libertad en el hablar, Foucault señala, en su estudio de las fuentes griegas, la necesidad de eludir la adulación y la cólera. Estamos en el marco del gobierno de sí requerido para el gobierno de los otros que tanto estudiara el estoicismo y que será un campo fundamental en los análisis del filósofo francés. Séneca busca la autonomía de quien gobierna, lo que aunque tenga el fin de manejarse exteriormente, de legislar o gobernar a otros, debe partir de un gobierno interior, de una relación franca con uno mismo. Será la carencia de esta autofranqueza la que acercaría al individuo a la posibilidad de ser adulado o de ceder a la cólera, perdiendo el buen criterio o el buen juicio en su trato con los demás.
Pero además de esta impermeabilización respecto al peligro de la adulación sufrido por quien gobierna o quien sencillamente pretende manejarse en sus asuntos, Foucault va a resaltar, señala Álvarez, la oposición de la parresía a la retórica. Esta, cultivada por maestros o “pedagogos” como Quintiliano, en el siglo I, no implicaba una presencia de la verdad, como si esta hubiera de teñir al sujeto que proclama su discurso, aun cuando este se encamine a persuadir acerca de verdades y quiera apuntar o decir una verdad. En esta pedagogía de los profesores de retórica, será el tema el que imponga su método, mientras que en la parresía, será el kairós, u ocasión, la oportunidad, a lo que se acople la transmisión de la verdad. Hay una firme voluntad en la parresía de que la verdad se haga constantemente presente en todo el proceso que empieza por decirla. Y, todavía más, tampoco se da en el habla parresiástica la presencia de intereses particulares del emisor, su beneficio, sino una generosidad, es decir, el objetivo de que el receptor alcance una relación consigo mismo de plena autonomía. Es una forma de educación veraz en todos los sentidos, gestionada por una relumbrante sinceridad que busca auténticamente que la verdad se haga presente y modifique la conducta de maestro y discípulo.
Analiza Foucault textos de Filodemo, Galeno, Plutarco y, especialmente, Séneca. En particular, de las Cartas a Lucilio (de ineludible lectura para todo pedagogo, por cierto), las 29, 38, 40 y sobre todo la 75. El giro que representa Séneca en ellas es la “fuga” de la oratoria y las grandes asambleas, de los discursos populares, donde no prevalece ya la verdad, para apuntar un ámbito personal, cara a cara, en el que sí es posible invocarla. De hecho, me parece que Séneca es uno de los inventores de la persona en la Antigüedad, de esa dimensión en la que somos entre una interioridad a la que se reclama sinceridad y autoconocimiento, pero inserta en una trama relacional que ya no es pública, sino privada, en un juego amistoso, es decir, en el habla de amigo a amigo que quiere estar ya plenamente imbuido por el afán de verdad en todos sus momentos.
Es esto, justamente, lo que desarrolla en sus mencionadas Cartas, en todas, inventando, podríamos decir, este mismo nivel personal de lo educativo, por el que uno llega a sí mismo en el trato veraz y sincero con el otro. El pensamiento aquí vale cuando transmite bien la idea, cuando se ordena, aun empleándose vías persuasivas o bellas, para decir la verdad de manera transparente y sin falsos adornos (p. 155). Así, el criterio para considerar bueno un discurso es que diga realmente lo que se piensa y que se piense lo que se diga, involucrando a la conducta e impregnando con su verdad la propia práctica. De nuevo, como tanto ha salido en los estudios y borradores que son los posts del presente blog, la “buena” educación se rige por esa coherencia en la que se funden lo discursivo con lo práctico, apuntando a una “verdad” que moviliza nuestro comportamiento y que ha de encarnarse en la propia vida. Estamos ante uno de los grandes troncos de la filosofía en sus inicios, hoy menos presente que lo era en la Antigüedad.
La parresía es ahora, dicho de otro modo, la capacidad que la verdad, al ser dicha, tiene para implicar para la vida y el sujeto que la dice. Será el maestro el que, todos modos, vaya movilizando la relación educativa, en un sentido de guía, de simple movilizador de la búsqueda. No será este el sentido del periodo cristiano en el que la verdad subsiste, mayor que el propio maestro y “fuera” del mismo, como un centro al que ambos, discípulo y maestro, han de referirse. Este centro se halla, en realidad, en el Libro sagrado, lugar o ámbito del que hay que impregnarse para hacerse portador de la verdad. Además, la nueva relación educativa implicará que sea el guiado, el discípulo, donde resida el peso de la relación, pues ha de ser él quien exhiba su compromiso con la verdad, que lo muestre y vaya transformándose a lo largo de la laboriosa confesión cristiana (pp. 156-157).
Un medio fundamental para esta constitución del sujeto como portador de la verdad es el examen de sí, que en los autores paganos, en especial Séneca, tiene un sentido muy diferente al cristiano. Se trata, como vemos en las Meditaciones de Marco Aurelio o los Discursos de Epicteto y las obras de Séneca, de un repaso de carácter más bien “administrativo” de los logros del día y el grado en que el sujeto se está impregnando, en su conducta, de la verdad, o alejándose de ella. Pero sin más pretensiones platonizantes o cristianas de estar accediendo a una suerte de mundo superior. No se trata de descubrir ningún mal o perversión fundamental y básica en el fondo del sujeto que se refleje en los deseos o sentimientos, sino de algo más “prosaico”, si se quiere, menos atormentado en su fondo. Se trata de ser testigo de la constitución de un sujeto ético de la verdad, sencillamente, o sea, de visualizar un proyecto de vida. Así que la falta no es un pecado, en el sentido cristiano que trata de fijar una culpabilidad o remordimiento, sino un simple error, sin otras connotaciones. Aquí la poderosa racionalidad y el énfasis por la lógica que proverbialmente ostentaron los estoicos, se manifiesta en su utilidad, en su función ética.
Y el Yo, agente de todo este proceso, habrá de, literalmente, escribirse, tornándose en objeto de la escritura y en gran medida su resultado.Estamos asistiendo, como señala certeramente Álvarez en relación con la interpretación foucaultiana de este proceso “educativo” a la configuración de la nueva subjetividad, siglos antes de Lutero o del Romanticismo. Y es la escritura la actividad que irá adensando la interioridad y el “fondo” del sujeto que en ella se va “fabricando”. Una vuelta a sí ya operante en la Antigüedad que, como señalaba García Rúa en su libro sobre Séneca, otras veces citado en el presente blog, anticipa a la Modernidad, en cuanto construcción del sujeto capaz de racionalizar el mundo y a sí mismo con una razón que sistematiza para comprender y actuar, pero que también emprende una suerte de incipiente hermenéutica de sí mismo a través de diferentes “técnicas”. Y un sujeto que a la vez que se está descubriendo y organizando, que decide su proyecto, ya se constituye como sujeto y se construye.
Vemos en la Antigüedad la tensión de la pedagogía en su doble dimensión, de construcción que crea tapando un fondo y ocultando algo esencial que queda en cierto olvido (lo que los profesores de retórica habían logrado en extremo, los maestros de la paideia refinada y erudita que fue sobre todo un saber ornamental cuya función era el ascenso y la distinción social) y, en segundo lugar, una pedagogía como efervescencia, como lucha, como conflicto y paradoja en los que aflora una esencia o verdad que subyuga como un nervio todo el entramado lógico, conceptual y cognoscitivo del filósofo o sujeto estoico. La búsqueda del equilibrio y la razón, en Séneca, conduce a ciertos desequilibrios y voluntades más allá de lo racionalizable, por lo que el filósofo tendrá que incluir en su contrapaideiaa las emociones, sentimientos, placeres, temores e incluso sueños del sujeto que emerge, en este polo, como quien doblega las tensiones, como quien ha de someter algo que él mismo ha fabricado, como quien porta algo esencial que desestabiliza por naturaleza y que obligará al ingente esfuerzo racionalizador del filósofo para conocerlo y controlarlo. En el lenguaje del actual psicoanálisis diríamos que la pedagogía retórica reprime, mientras que la contrapedagogía senequista encauza y libera mediante un uso lúcido de la razón, del orden que se palpa en el mundo y que lo rige. Para Séneca, el sujeto tiene que vincularse a ese orden para salvarse, dentro de la más estricta inmanencia. Lo terrible aflora y hay que incorporarlo sin la culpabilización que más adelante introducirá el pensamiento cristiano. Recuerdo que Martha Nussbaum realiza, de hecho, un detallado análisis de las tragedias escritas por Séneca, en especial su Medea, y va desarrollando estas ideas, aunque será preciso releer a esta gran pensadora actual para corroborar, matizar o refutar lo que vamos de algún modo anticipando e intuyendo. Y por supuesto releer y releer a Séneca y a la abundante y esencial bibliografía secundaria sobre el mismo.
En esta misma línea, Álvarez señala que el pensamiento, para Séneca, hará eso mismo: quitar su máscara terrorífica a los acontecimientos y al todo imaginario (mítico, diría yo) que nos rodea y constituye. Es lo que he llamado esa esencia oculta que aflora como la lava de un volcán que entra en violenta erupción, mediante una reducción de la realidad operada por la razón. El objetivo es, no tanto añadir sufrimiento y anticiparlo, sino evitar el sufrimiento gratuito, aun a sabiendas de que existe. “La labor del pensamiento debe despojar los acontecimientos de todo ese imaginario que los rodea y los hace temibles, quitarles la máscara. Lo que se conseguiría, en definitiva, a través de ese trabajo mental sería un efecto de reducción de realidad” (p. 161). Un control de las imaginaciones que espantan que es también control del poderoso magnetismo tremendo de los mitos. Su sometimiento.
De hecho el estoico parece dar la vuelta y utilizar en favor propio una dimensión terrible de lo real que los mitos glosaban, incluyéndola con naturalidad en la vida y como si de algún modo hubiera intuido lo que Heidegger siglos después expresaría con su angustia y la asunción de la propia finitud que tornan al Dasein en un “sujeto” libre y capaz de arraigarse en el propio ser. Marco Aurelio escribe o esculpe en los Pensamientos (que hay que releer sí o sí): “La perfección moral comporta que se pase cada jornada como si fuera la última”, entendiendo aquí moral no tanto en su acepción más corriente, sino como conducta propia, cabal, auténtica, que lo acerca, me parece, al filósofo alemán en su sentido. De nuevo, una “verdad” que ha de vertebrar o constituir al sujeto que solo lo es en el sentido que se deja impregnar de ella, lo cual se refleja y expresa en el comportamiento (y en este sentido los estoicos sí hablan de una ética). Así, la subjetividad nace cuando se halla y aplica la idea griega de “verdad” asociada, además, a un cierto orden bello (cosmos) que la palabra (logos) recoge para esta creación del sujeto.
Para conseguir tales objetivos, los estoicos inventan una serie de técnicas, como la meditación (entendida como ejercitación, al modo en que el gimnasta se planifica y organiza corporalmente, impregnando de “razón” a su propio cuerpo y conectándose en sus dimensiones más físicas y espirituales). Esto conduce a la ascética, o escultura de uno mismo que ha de realizarse poniendo en marcha el valor o coraje, por un lado, y la moderación, por otro (p. 164). Y, además, la idea de que la vida es una prueba, de que se está siempre ensayando y confrontando lo aprendido. Démonos cuenta de las implicaciones que esto tiene en la noción de educación que tenemos en mente, en nuestro estudio de la Antigüedad, como educación veraz, imbuida en la “verdad” y agitada por ella, frente a la educación sofística (siglo V a. C.) o retórica y erudita de los siglos posteriores y el periodo romano, hasta la época en que irrumpe el cristianismo en el pensamiento y en la pedagogía.
El sentido de la educación como prueba da la vuelta, decíamos, al sufrimiento, de manera que sin justificarlo ni decir que no lo sea, ahora es capaz de procurar un carácter bello y fuerte. Las inclemencias y penalidades obrarán de este modo, como una especie de pedagogía providencial. La vida no será el objeto de esta pedagogía de la prueba, sino que ella misma será, entera, dicha prueba, dicha educación constante y siempre en marcha.Idea que, Álvarez señala con sumo acierto, se halla presente en las tragedias griegas y en los mitos clásicos (Prometeo, Hércules, Edipo). Aunque el carácter agónico de esta prueba y del sufrimiento al que los dioses someten a los hombres, en Epicteto o Séneca adquieren un carácter más paternalista, sin el enfrentamiento de los mitos o la salvación cristiana en el más allá. Hay que resaltar, por tanto, que Séneca no tiene jamás en mente una trascendencia platónica o cristiana, un más allá de la mera inmanencia, y todo su proyecto filosófico puede ser incluido como una forma de inteligente inmanentismo, de manera contraria a la interpretación que se le ha dado desde el cristianismo más platonizante. Precisamente, es un autor que sugiere y recupera una noción de prueba o proyecto inmanente de vida que se supera y crea dentro de la propia inmanencia. El sujeto no hace otra cosa que relacionarse para ser, para constituirse, inmanentemente decimos, como centro de un arte de vida. La historia, podemos añadir, fabrica este pliegue sobre sí mismo que habría de ser, más adelante, el sujeto de los ideales y de la transformación (ética, política, histórica) del mundo. Será, además, el sujeto de las pedagogías que vendrán.
En el próximo post vamos a comentar otro gran momento de esta constitución tanto de la educación como del sujeto que se educa, centro de ese arte de la vida, que será, como es obvio, el cristianismo. Veremos los matices que a la vieja idea de parresía va a introducir para más adelante, siguiendo a Álvarez en su exposición del pensamiento de Foucault, ahondar en las cuestiones éticas y políticas del mismo en las tiranías, en las asambleas de la democracia ateniense y en otros ámbitos sociales e históricos.
Referencia bibliográfica:
Álvarez Yágüez, J. (2013). El último Foucault. Voluntad de verdad y subjetividad. Madrid: Biblioteca Nueva.