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Educación y filosofía
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Notas sobre el Quijote y la poesía (5)Marcos Santos Gómez
La rebelión consiste en mirar una rosa/ hasta pulverizarse los ojos
Alejandra Pizarnik
Lo excelso que los hombres aman salva, pero quien se juega el tipo por ello, quien lo encarna trabajoso e inocente, corre el riesgo de perderse exiliado de la tierra y de los hombres. Así, la vida de Alonso Quijano es una vida aislada en dos modos diferentes:
Primero. Es hidalgo venido a menos que siente cómo los nobles de mayor rango ponen en duda su nobleza, mientras que tampoco el pueblo llano acaba de admitirlo en su seno. La suya es una vida que ha de encarnar los ideales que profesa por una obligación social, es decir, su aislamiento como miembro de una clase social aislada, le obliga a vivir lo aristocrático como algo artificial, desnaturalizado, en lo que el elemento educativo manifiesta su necesidad para alcanzar los valores que no recibe como herencia de sangre. De un modo semejante a otras clases ascendentes en otros tiempos, Quijano, el hidalgo, se ve obligado a elegir quién quiere ser y, además, a desdoblarse entre quien elige y lo elegido; es decir, entre la persona que aspira a ser más desde su inanidad social y lo que constituye su segunda persona o máscara, puesta como algo aparte frente a sí, con fuerza ejemplar. El hombre previo y latente que intuimos en don Quijote y que aflora en algunos pasajes muy relevantes (cuando es más autoconsciente y reflexiona, de manera distanciada, sobre la caballería manifestando su elección y voluntad de resucitarla en nuestros tiempos) se complementa con la máscara que ha de ganar en un costoso y largo bautizo. Se sitúa el hidalgo en una zona límite que solo la educación y la aventura pueden salvar, lleno de indigencia existencial, pero que es la zona donde es posible emprender la crítica y ejercitar la voluntad de utopía. Una suerte de fisura, de sima donde se va abriendo, y transformándose, la historia, cuya transformación parece requerir, generalmente, de estas crisis.
En segundo lugar, don Quijote (ese más allá de Alonso Quijano) vive una libertad que experimenta en lo más profundo como soledad y delirio. Esta situación de pender en la cuerda floja, que es, propiamente, la nuda condición existencial del hombre y que es justamente lo que lo fuerza a pensar, lo que le hace tomar conciencia de su modo de ser abierto y procesual, se encarna en el hidalgo que habita entre varios tiempos y mundos. Su posición social, su desconcierto entre las cosas, lo fuerza a intuir y olfatear el sustrato de su apertura ontológica. Sin saber vivirlo y experimentarlo de otra manera que como una tarea solitaria.
Nostálgico de una edad de oro cuya ausencia el provinciano hidalgo manchego es capaz de sentir más que nadie, alejado pero próximo a la eufórica agitación de un inusitado e inimaginable horizonte extendiéndose mucho más allá de la Península, quizás incluso por ello, su misión vital ha de ser retornar a dicho periodo áureo. Parece que olfateaba algo grande muy cerca, que su imaginación debía dibujar, pero algo inefable y acechante, tan amenazador y terrible como elevadamente prometedor. Es como si hubiera caído en la cuenta, en un sublime ataque de cordura: "no, no me la cuela esta realidad mundana mediocre y olvidada. Esto es más, mucho más". Y don Quijote fue el precario intento de mostrarlo.
Significativamente el caballero ya se hallaba, hasta cierto punto sin saberlo (porque en la segunda parte don Quijote es ya lector de don Quijote y ha comenzado su metamorfosis hacia esa broma que llamamos inmortalidad), inmerso en una edad que, sin él saberlo, acabaría siendo llamada el Siglo de Oro. O, mejor dicho, en una novela de ese periodo áureo de la literatura en lengua española, en la primera novela de la modernidad como tal, que al mostrar esta guerra del hombre con lo real ya embelleció y enalteció lo real. Cervantes nos muestra nuestro mundo actual, enriquecido por el esfuerzo de un personaje literario cuya ingente tarea y esplendor acabarían brillando más que la Mancha, más que el propio lector actual y más que él mismo, que como su coetáneo inglés, sería disuelto por su propia obra. Porque crear, y ni siquiera hay que ser un genio como ellos para experimentarlo, es, contra la creencia usual, disolverse, desaparecer en la propia obra que nos roba realidad e incluso llega a matarnos. Por eso, el arte antes que donar, como se creía, la inmortalidad, antes que garantizar una forma de supervivencia del yo creador, aniquila dicho yo. La verdad es que este "yo" no existe y la prueba de ello es la realidad, mucho más obvia, densa y elocuente, de lo que ha creado, en lo que algo se prolonga y vive, pero no siendo ni siquiera nuestra sombra, sino otra cosa que, contrariamente, nos ensombrece a nosotros.
Don Quijote existe a fuerza de voluntad consciente, desde la distancia y sabedor del esfuerzo que hay que hacer por recuperar lo que se había perdido, lo que se admira próximo pero inalcanzable. Dicho de otro modo, su estado social, o sea, su vida, su ser ahí, le fuerza a pensar, a situarse de un modo racional en el mundo y a educarse, a adquirir lo que a otros les viene dado, lo que murió con la muerte de los dioses, lo que acaso nunca había existido. Su manera de sentir el mundo es la nostalgia por los perdidos dioses que un par de siglos después tan bellamente prolongaría Hölderlin, y la melancolía. Porque, recordemos, el caballero tiene lo que al burgués le falta, pero no llega a tener lo que tienen los nobles y, aun más arriba, los dioses. Por eso ama la verdad, porque es inalcanzable y está fuera de lugar. Por eso se agita en él un afán, un amor y un vivo deseo. Pero amando fantasmas, sin tierra bajo los pies, se vive en el desconcierto. Su sino es estar abocado a la desubicación, a la nostalgia. Así, don Quijote surge por el esfuerzo de Alonso Quijano por comprender su mundo, por realizarse de un modo meditado y voluntario, en la plena conciencia de quién quiere ser, de elegir su ser. Pensar y verse abocado a tener que hacerse son un solo movimiento.
Mas el movimiento por el que una voluntad trata de apropiarse de lo excelso, cuya concreción manchega y renacentista fue Alonso Quijano, es también aquel por el que cualquier vida decide afirmarse de un modo consciente. Dicho de otro modo, nos referimos al movimiento por el que la propia vida se erige en vida lúcida, la que se sabe cabalmente en la necesidad de definirse, como lo nunca logrado del todo. Lo que deseo resaltar es, apuntando a este halo por el que don Quijote es más que un mero afán de afirmación social (que lo convertiría en Sancho), que don Quijote es alma que opta en el empeño de ser libre, lo que caracteriza a cualquier hombre realizado en cualquier tiempo. Que su condición fuera de noble nostálgico y empobrecido, hasta cierto punto, es lo de menos. Lo que le pasaba nos pasa a todos. Esto equivale, en su tiempo y en todos los tiempos, al hombre que se realiza, aquel que halla y piensa su lugar exacto entre los seres, capaz de adivinar su apertura esencial, su indefinición y la consecuente necesidad de decidirse acerca de su existir.
En don Quijote se pueden pensar dos dimensiones de la existencia humana. La óntica, por la que el hombre es determinado y situado entre los entes, siendo él mismo un ente que responde a las leyes de lo óntico, a sus causalidades y progresiones. Pero en la medida que se da en su existir concreto y determinado la paradójica necesidad de ser radicalmente libre, de hallarse como una cierta voluntad en medio del abismo y pender constantemente en la cuerda floja, don Quijote está expresando algo mucho más universal que la mera condición de su hidalguía. Es en esto en lo que deseo fijarme. En el trasfondo ontológico que se da en lo antropológico, por el que el hombre es ser consciente de que debe ser, de que requiere ser acabado, como han subrayado los existencialismos. En el plano educativo, diríamos que para que lo óntico del educarse que nos entiende como construcción y fabricación de una cierta identidad, aunque dinámica y tensa, está la mayor concreción del ontológico tener que hacerse como condición existencial, como la condición “humana” (frente a “naturaleza humana”).
Esta lucidez de que hablo es la que el hombre logra, en su contexto socio-histórico, con la tensión incorporada en su vivo existir hacia un frente a sí, como la encarnación de esa posibilidad básica de libertad que nos caracteriza. Se trata de una vida lúcida que es a la vez máxima expresión de lo “humano” y que trasciende lo educativo reificado. Así, el hombre concreto toma las riendas al saberse contingente y es esta libertad la que los proyectos éticos y políticos liberadores presuponen. El retorno a ella. Si no es así, todo es una mera ilusión, si la libertad no nutre y se entrevera en nuestros ideales, que emergen de ella y en ella subsisten, no habrá liberación sino, en palabras de Paulo Freire referidas a la educación, “educación bancaria”, o cosificación del juego vivo de la existencia. Una libertad que es saberse en la pura indefinición esencial, en la precariedad de la persona, y, justamente por ello, sacar el máximo esplendor a la vida. Esa libertad es la edad de oro que don Quijote busca, la que, al buscarla, ya invoca y realiza.
La rara forma de lucidez (cordura) a que me refiero es, también, la lucidez de don Quijote. Una lucidez que a los hombres procura ambiguos sentimientos, como recuerda Erich Fromm, que nos sitúa en el mismo filo de la nada, que disuelve, que relativiza, pero que en dicha nada y desde ella, frente a los demás seres, nos conmina a sabernos abocados a la existencia. Un infierno celestial. O hacer de este infierno un cielo. Esto es y esto quiso acaso decir, en los albores de la modernidad, en un tiempo de crisis, cuando el vértigo que somos hoy irrumpía en la historia, el viejo soldado, vencido, Miguel de Cervantes. Porque don Quijote existe en ese desfondamiento por el que el ser se da la mano con la nada, con lo indefinido, con la falta de fundamentos anunciada siglos después por Nietzsche y llevada a cabo por las derivas hermenéutica y deconstructiva del pensamiento. Cervantes acaso intuyó esta sima en nuestro corazón y esta sima en la modernidad. Una maldición que trastoca la vida del hidalgo pero que, como una bendición, la torna divina. Hölderlin también deseará, en cierto famoso poema ("Empédocles"), haber vivido solo un día, al menos un día, como los dioses, y después, ya no importará la muerte.
Don Quijote ha optado por una vida buena (¿divina?) y la vive. Pero a solas o con la constante antítesis del escudero, mejor dicho. Y esta soledad que es tensión y apartamiento entre los hombres, puede también ser una carga, una insuperable consecuencia de su modo de ser que no sabe vadear. Como tanto se dice en el texto de la novela, don Quijote es ambas cosas: loco y cuerdo. Es cuerdo, efectivamente, más, infinitamente más, que ninguno de los otros personajes con quienes se cruza. Pero su apuesta por un modo de ser que resucita a posta, con conciencia de lo artificial de este proceso que solo llega a través de lecturas, con la forzada invocación de los viejos ideales de una edad de oro que han dejado de tener lugar en el mundo, lo aproximarán a la locura. Un movimiento de la razón, que lo desquicia.
Es cuerdo que empieza a pensar bien, pero se queda a medias. Pensar lo distancia infinitamente de un mundo al que comprende mejor que los demás hombres, pero cuya comprensión no es capaz de hacer llegar prudentemente hasta ellos. Justo porque es capaz de acceder al corazón irradiante y precioso de la realidad, no acaba de comprender cómo este se desenvuelve. Abre los ojos más que nadie, en la mayor de las corduras, pero es cegado por aquello que descubre, en la mayor de las locuras. Su locura da certeras razones de las cosas, pero es una sabiduría inocente. Él y Sancho son sobre todo, veridictores, o sea, inocentes señaladores y decidores de la verdad. Y se sitúan de tal manera en la órbita de esta, que acaban quedándose fuera de lugar.
Su denodada defensa de una nobleza sin sentido exiliada al lugar de las ideologías, que vivía idealmente en la fantasía grotesca de las novelas de caballería o en los salvajes sueños, el pasmo y la sangrienta tenacidad de los conquistadores de América, pero también en la hipócrita fachada de aristócratas que hacía siglos dejaron de encarnar en sus obras los ideales que los fundaron, su querer ser auténticamente noble resucitando el muy lejano vínculo del aristócrata con lo excelso, fue su locura, a la que no faltaba un ápice de razón.
Así, la diferencia de don Quijote en relación con los demás aristócratas de mayor rango es creerse el ideal y tomarse más en serio que ellos su nobleza. Desde su clave indigente, profesa los ideales perdidos y vive en permanente tensión hacia ellos. Pero, hemos dicho, el don Quijote concretísimo y libérrimo que elige voluntaria y reflexivamente lo que quiere ser, o como quiere ser, resulta, paradójicamente, un fantasma. Su apuesta por los ideales y modelos ejemplares en los que nadie cree, pero que siguen causando admiración en la fantasía de los hombres, su afirmación vital épica, su densificación poética de lo real, abierto a una dimensión cualitativamente superior, bella, excelsa, que trata de regular y acoplar, inútilmente, al mundo, lo va aislando. Por eso, don Quijote, en la novela, da la sensación todo el tiempo de ser él, solo él, en la manera de una isla que ha ido resistiendo mientras la inundación se iba apoderando de todo. Su esfuerzo, y esto resulta dolorosísimo de admitir por el lector enamorado del personaje del caballero andante, finalmente parece ser completamente inútil, una equivocación, un mero conato de rebeldía absurda, jamás secundada por nadie, un torpe juego de solitario francotirador. Su deseo, su voluntad y su libertad son admirables, pero fallan.
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Educación y filosofía
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Notas sobre el Quijote y la poesía (4)
Marcos Santos Gómez
El proyecto de Cervantes en el Quijote solo es equiparado, creo que puedo afirmar aunque sin desplegar mi memoria en demasía, por el Ulises de Joyce. Es decir, emplear en una narración recursos como la incorporación de distintos géneros y, sobre todo, meditar en ella poniendo en juego el arte dentro de la realidad, la sublimación que obra el arte en sí como una gran vidriera y cada género en su correspondiente perspectiva de la realidad, todo ello dentro de otra obra literaria mayor que las contiene, lo han conseguido pocos. Una gran obra que fingiendo ser la realidad acaba adquiriendo autoconciencia de no serlo, de su insuperable brecha con ella. Todo ello convierte a la genial obra de Cervantes en la pionera y fundadora de esta suerte de literatura autorreflexiva o metaliteratura, como tanto se ha dicho.
Pero las sorpresas o, en palabras de Borges, magias, que guarda el Quijote no se agotan en ello. Aun más, resultan infinitas, lo cual ya era también anticipado por el propio Cervantes, quien inicia un juego abisal de reverberaciones, de una suerte de bromas en las que nos perdemos sin acabar sabiendo del todo si lo que se cuenta es, supuestamente, un intento de Cervantes de contar una historia realista o, en el fondo, él sabe bien y deja entrever que su historia no tiene nada de realista. En la segunda parte, por ejemplo, Sancho se sorprende de que los duques le hayan preparado agasajos (empezando por hacerle cumplir su sueño de gobernar una ínsula) en función de sus íntimos deseos como si conocieran sus secretos personales. Pero, claro, es que resulta que el narrador de la primera parte, en su omnisciencia, relata lo que para Sancho formaba parte de su conocimiento secreto, que en la segunda parte conoce todo el mundo porque han leído la primera. Esto ocurre en algunas anécdotas que tomando el relato de la primera parte sobre miedos, ambiciones, dudas del escudero, los hace “públicos”. El lector lee el “mundo interior” de Sancho recogiendo con naturalidad esta omnisciencia del narrador, lo cual acaba resultando un imposible que la literatura ha hecho verdad. Y así lo muestra la segunda parte del Quijote, cuando el propio Sancho se asombra de ello, de que todo el mundo conozca sus intimidades, porque incluso los demás personajes ¡han leído la obra!
Así pues, en la segunda parte, los personajes se salen de la narración y toman distancia reflexiva de la misma, en la autoconciencia de ser personajes de una obra literaria. Estamos ante un juego que la literatura más culta explotaría en los siglos posteriores y que en el siglo XX ha reaparecido en numerosas obras maestras de su literatura. Sin ir más lejos, el testigo de Cervantes lo tomará Unamuno que en su novela (“nivola”) Niebla saca al protagonista de su historia, dentro de otra historia, en la que están ese mismo personaje autoconsciente y extrañado frente, nada menos, al autor, que se convierte en personaje de su propia novela. Todo es como un conjunto de esas muñecas rusas que se van incluyendo unas dentro de otras.
El camino emprendido por Cervantes en la primera parte, que estriba en una aglomeración, decíamos, de géneros y cuentos dentro del gran cuento del Quijote, insertados en una trama “realista”, con naturalidad, como quien no quiere la cosa, siendo historias que jamás ocurrirían en nuestra/la realidad, este camino cambia, pero solo en apariencia. Se ve que, como confiesa el propio Cervantes en boca de alguno de los distintos comentadores, personajes o escritores-traductores ficticios de la obra, esta profusión de microrelatos dentro de una trama general, había sido criticada tras la publicación, por romper el hilo de la trama principal. Cervantes hace caso a los lectores, pero sigue jugando. La broma de Cervantes es tal, que en la segunda parte sigue haciendo lo mismo sin que apenas se note, sin que el lector lo detecte. A mí me habría colado, por ejemplo, una, cuando uno de los capítulos que sitúan a don Quijote enfermo tras la broma de los gatos en la casa o castillo (¡¡¡Cervantes juega además con esta ambigüedad y nos deja, ahora, elegir qué realidad queremos, si finca nobiliaria rural o castillo, sin aclarar dónde están los duques y don Quijote “realmente”!!!), en el que es de nuevo vapuleado, él y una dueña que parece ser de las pocas personas sinceras (junto con el canónigo que al principio de la sarta de humillantes bromas pesadas de los duques protesta contra ello en una comida) resulta que es, a nivel de contenido y estructura un típico entremés cervantino. Y lo sé gracias a una nota de Francisco Rico, si no, me la cuela Cervantes.
Así pues, la segunda parte está igualmente plagada de literatura dentro de la literatura, pero fingiendo todo un supuesto realismo mayor que el de la primera parte. Gran parte del gobierno de Sancho en la ínsula son chascarrillos muy populares en la época, que se contaban más en entornos sociales propios de Sancho que en la literatura culta (de caballerías, pastoril, etc.), la cual se leía en entornos más cultivados. Cuando uno se aproxima así al Quijote, resulta que nos percatamos de que es tan exuberante y mágico como cualquier novela del realismo mágico de la América Latina del siglo XX.
Pero gran parte de la clave del Quijote está en sus personajes principales. En esos dos polos, en apariencia antitéticos, que son Sancho Panza y don Quijote. En ambos, quizás más en quien la fisura con lo real es mayor (si es que a cierta altura del Quijote nos aclaramos con lo que Cervantes entiende por lo real), o sea, el caballero andante, parecen darse dos niveles de realidad. Si tomamos la figura doblemente triste (según desde qué mundo es visto) del hidalgo convertido en caballero andante, aparentemente fuera de lugar, adivinamos un sustrato de carne y hueso, muy humano, que llevaba una vida de típico hidalgo de pueblo. Los hidalgos eran el sector más bajo de la aristocracia, que no era considerado noble, y que no podían utilizar el “don” en su nombre. Constantemente, cuenta Hugh Thomas en su primer volumen de la trilogía sobre el Imperio español, se veían forzados, por un cierto complejo, a demostrar que encarnaban lo que los demás nobles ubicados por encima en la jerarquía ya ostentaban de nacimiento. Tenían que ganarse su nobleza y el historiador inglés cuenta cómo en la guerra de Granada algunos cometían hazañas temerarias y absurdas para ganarse dicho halo social, el reconocimiento cabal de la nobleza de su sangre. Se situaban, pues, a nivel social, entre el pueblo llano (labradores, los que profesaban oficios, vendedores, etc.) y la nobleza que sin dudas encarnaba “de verdad” los valores “nobles”. Por tanto, hay que suponer ya de partida una tensión dentro del ser (social) del hidalgo manchego y el sentimiento de no lugar, de estar sobre una cuerda floja.
¿Qué representan, entonces, las novelas de caballería para el humilde hidalgo (la famosa descripción con que comienza el Quijote enfatiza precisamente lo humilde de su condición, su forma austera de vida, su porte sencillo, demasiado moderado como para ser un noble)? Quizás aquí haya que retomar el asunto que nos había movido a destinar esta serie de post al Quijote: lo épico que, en lo más fundamental del hombre, equivale a lo poético (nomenclaturas al uso aparte). Parece contrastada la universalidad de la condición poética o del anhelo épico del hombre. Algo que relacionábamos también con los mitos, en la medida que todo ello apunta a la incorporación de una tensión al modo de perturbadores horizontes (axiológicos, ejemplares) que excitan el deseo frente al sujeto. Lo que llamamos “cultura” o ideología los porta. Todos los pueblos sienten esa necesidad humana de tirar de sí para delante. El hombre podría ser pura permanencia, inmutable mutabilidad y tender en exclusiva a ser una constante repetición de sí mismo. Pero tal hombre es inconcebible, resulta imposible imaginarlo. Todo en nosotros, desde los sentidos a la inteligencia, porta esta suerte de tendencia a desplegarse y a hacerlo situando un modelo ejemplar frente a sí. Dicho en otras palabras, el hombre, salvo patologías como la actual en nuestro inicio del siglo XXI, los seres humanos se anteponen ideales.
Mas los ideales y el modo en que estos se expresan se ha de encarnar con todo lo que somos, incluido ese elemento fundamental que consiste en que somos sociales. Aludir ahora a una historia de los ideales, de su plasmación cultural y de sus contenidos, es por supuesto tarea imposible, debido a la extensión y rigor que haría falta. Ya se ha acometido esta empresa en varios frentes y por mejores estudiosos. Yo tan solo puedo apuntar algunas impresiones y esbozos acerca del ser social e histórico del hombre.
Desconocemos prácticamente la enorme franja, para siempre ignota, de la Prehistoria. Unos doscientos mil años sin agricultura ni ganadería, de nomadismo, de recolectores, cazadores y pescadores en una tierra virgen y desconocida en su inmensa plenitud. Las pinturas rupestres tienen una antigüedad mucho menor, y apenas queda más rastro que los sílex y huesos, muy pocos, del homo sapiens durante lo que ha sido su forma más longeva y “normal” de existencia. Desde luego, tampoco conocemos el futuro ante nosotros. Así que resta que nos centremos en lo que podemos averiguar directamente, en la pequeña franja de la historia, acerca de la pulsión de los ideales en el hombre.
En la llamada “civilización” a menudo los ideales se han situado, vivos, en las castas superiores (veíamos cómo indica esto Jaeger al referirse a la Grecia del siglo VIII a. C.). Ha habido un estrato “aristocrático” que, en decenas de transformaciones, ha ido siendo el depositario de lo excelso. Naturalmente, el modo en que esto ha ocurrido y el nicho social concreto que ha gozado de este privilegio, ha ido cambiando con las formas de sociedades hasta nuestro mundo burgués. Digamos que, no obstante, la cierta sombra de una vieja casta noble ha permanecido, como lugar admirado, como objeto de deseo, como prohibido lecho de rosas cuasi divino que sólo en muy pocas ocasiones era alcanzado por el populacho. Pero, para este “populacho” (y que me perdonen los sociólogos por esta forma tan simple y generalizadora de expresarme) el mayor deseo, lo que se imitaba o se tenía por forma ideal de vida, aquello a lo que todo el mundo quería parecerse, aun renunciando resignadamente a lograrlo jamás, era lo que ha representado el ideal “aristocrático”. Así, en la civilización, la fisura que los ideales abren en la realidad se ha encarnado en una fisura social, palpable, constatable entre los hombres. Y la fisura, en general, variando a veces en su localización (dentro de un mundo burgués o estamental los abismos sociales se expresaban y ubicaban de modo diferente), se ha configurado como insalvable.
De manera impresionantemente actual, también el Quijote puede ser visto, aunque esto guarda una obvia relación con la necesidad de lo épico en el hombre que llevamos varios posts resaltando, puede ser visto, decimos, como una reflexión narrativa acerca del ascenso social en la época y, todavía hoy. Si las primeras cincuenta o hasta cien páginas de la segunda parte se destinan a situarnos bruscamente en el nivel de la literatura autoconsciente que va a florecer en las siguientes, con las discusiones entre don Quijote, el barbero, el cura y el bachiller Sansón Carrasco, tras ello se relata el pasaje de la discusión entre Teresa Panza, mujer de Sancho, y su marido. Lo que ella desarrolla es un auténtico tratado del sentido común (que para Sancho se expresa en su modo de “sabiduría” basada en los refranes populares) y que a Teresa le hace expresar la imposibilidad que ellos tienen de lograr de veras un ascenso social. Es lo que explica, la imposibilidad de ascender socialmente en su tiempo, como algo imposible (aunque esta reflexión en sí y tan lúcida y distanciada toma de conciencia apunta ya a un mundo feudal que se estaba empezando a quebrar). Son páginas que cualquier persona “razonable” habría de suscribir. Señala que de hecho, resulta imposible ascender socialmente y, aun más, que puede ser castigado el intrusismo social ascendente. Es impresionante como, casi como un sociólogo actual, Teresa Panza expone y describe con gran lucidez el modo en que este rechazo se daría y cómo impediría una vida tranquila y bien acoplada a su nuevo escalón social por parte del arribista. Sorprendentemente, asevera que el dinero no es la clave para definir el nicho social que uno ocupa, sino lo que siglos después Bourdieu llamaría “capitales” (de los cuales el económico es solamente uno más y no de los más determinantes) y “habitus”. El intrusismo de alguien que no se ha socializado en las reglas de un campo de juego social determinado (y Bourdieu afina y matiza mucho más la tradicional teoría de las clases sociales, término que rehúsa emplear) produce una cierta distorsión vital en el intruso. Y esto es lo que Teresa trata de explicarle a su marido que se encuentra cegado por su deseo de ser gobernador.
Asimismo, el propio don Quijote es acusado de intrusismo social, cuando los hidalgos y nobles del pueblo manifiestan su incomodidad con el “don” que se ha añadido sin merecerlo socialmente, lo que en la época significaba mucho. Pero don Quijote se lo añade porque los caballeros de las novelas que leía lo ostentaban y él quiere hacer realidad el sueño que eran, en cuanto ideales deformados, paródicos, las novelas de caballería.
Seguramente, una vía de ascenso social paralela que sí era reconocida fue la universidad, a medias entre el estamento eclesiástico y el nobiliario. El hombre cultivado y estudioso ya se preguntaba por todo esto e incluso lo cuestionaba. Tenía cierto permiso social y la posibilidad de hacerlo; lo que se conseguía leyendo o yendo a la universidad, como el bachiller Sansón Carrasco. La figura medieval del intelectual universitario se incorporaría hasta nuestros días en una institución, la universidad, que iría transformándose según la sociedad le iba asignando misiones o funciones adecuadas con los cambios históricos y estructurales. El nicho universitario ya era en la época el lugar donde la ideología se iba acoplando a los cambios sociales e históricos. Una suerte de fábrica de ideología que, por eso mismo, implicaba el distanciamiento crítico muy a menudo y un notable carácter, también, de fábrica de contraideología. Seguramente hizo, y ha hecho hasta hoy, falta este ámbito de pensamiento “libre”.
A nosotros, por volver a un ámbito menos descriptivo, menos historiográfico, lo que nos interesa es que los ideales son formas de lo poético o, como también lo hemos llamado y hecho casi sinónimo, de lo épico y lo mítico. Son estos ideales los que procuran su brillo al estamento noble. Para don Quijote los ideales se le habían presentado efervescentemente vívidos, más que en su pobre realidad social y en las novelas de caballerías. Tampoco puedo hablar aquí con detalle y conocimiento de causa, ya que no he estudiado el género (habría que leerse algún día, sí o sí, el Amadís, por lo menos), pero baste la general convicción de que los relatos épicos, con distintos matices, plasman lo deseado en un contexto social, es decir, lo excelso, el contenido de lo bueno que en este momento equivalía a lo que garantizaría, supuestamente, el ascenso social e ingreso en la élite social aristocrática. El género caballeresco idealizaba algo que nunca ocurrió tal cual y que funcionaba como imagen o espejo en que mirarse, aunque deformándolo grotescamente para divertir, con tramas apasionantes y recursos fáciles de suspense y acción, lo que convertía al mismo en una parodia del ideal nobiliario-épico. Me tienta comparar lo que suscitaba con lo que hoy sería para nosotros la serie televisiva Juego de tronos.
Hay que recordar además que un género literario de la época que yo apenas he nombrado pero que también está presente, mucho más velado, implícito, en el Quijote, era el género picaresco. Lo esencial del mismo, dentro de la problemática a la que estamos apuntando, es la absoluta imposibilidad de ascenso social que mostraba. El pícaro viaja, como los héroes de las novelas de caballería, en peculiares formas de lo que hoy serían road movies, o también novelas de educación (de mala educación), como el Lazarillo. Pero de todas sus aventuras y esfuerzos no resulta cambio cualitativo de ningún tipo. Es decir, el pícaro permanece esencialmente miserable toda su vida e incluso puede terminar lleno de satisfacción su andadura con la mayor deshonra, con el envilecimiento personal autocomplaciente, como es el caso del Lazarillo. Pues bien, don Quijote es lector expreso y consciente de las novelas caballerescas e, implícito, de las picarescas. Es decir, emprende un viaje con tintes de ascenso, como si un pícaro o alguien de bajo rango social se atreviera a creer que era posible terminar de “emperador de Trapisonda” o “gobernador de la ínsula Barataria”. Lo que era imposible para el pícaro o los hidalgos de su tiempo, don Quijote lo va a emprender, desafiando las reglas del juego.
Detengámonos por ahora en estas reflexiones. En el próximo post de esta serie dedicada al Quijote, matizaremos cómo vive cada uno de los dos extremos ejemplares (caballero y escudero) de un mundo que no acaba de conciliarse con sus ideales. Cómo para uno el ideal es salida absoluta de la realidad pero en una locura cuerda, por la que los ideales son pensados y la necesidad de verlos encarnados forma parte de la peculiar racionalidad del hidalgo. Don Quijote se toma en serio lo que en el nivel discursivo ideológico o fantástico caballeresco se manifestaba como bueno y grande, y deseo verlo en el mundo (de hecho en varias ocasiones reconoce su afán de resucitar la vieja y olvidada caballería andante). Sólo que lo implanta en la realidad a la fuerza, sin mediación ni estrategia de ningún tipo empleada para ello.
Sin otro referente en esta suerte de conciencia desubicada que el polo de la inserción en el mundo sin ideales, en sus inercias ciegas, no discursivas, producto de una falta de pensamiento, que es el polo representado por Sancho Panza. Pensar bien consistiría en superar estas polaridades y el Quijote, quizás, es el intento de enfocar el asunto, de tratar de situar el pensamiento en su centro, en su equilibrio, en la integración, quizás, de los dos opuestos del caballero y el escudero. Esta gran obra muestra los dos movimientos respecto a lo real (socio-histórico) que precisa hacerse cuando se piensa lo real (socio-histórico). En un tiempo que estaba produciendo las primeras utopías de la modernidad. Las reacciones que ambos personajes van mostrando, sus razones y su vida “interior” son estaciones en este esfuerzo por pensar la realidad histórica cabalmente, de manera que a lo largo de la novela van educándose entre sí y en su interacción con el medio en su viaje-aventura. Ambos quieren ser libres, liberarse de ataduras sociales y no acaban de lograrlo. Se hallan presos de dinámicas fatales y trágicas, condenadas a no hallar una salida razonable. Porque proponerse ser libre vale como propósito, pero así, en el puro vacío, no funciona. Iremos detallando esto en próximos posts.
A la altura de la novela en que estamos, dentro de nuestra relectura, que es la parte del gobierno de Sancho Panza, es este personaje el que se nos antoja más complejo e interesante, curiosamente, cuya famosa “quijotización” supondrá el abandono de su cerrado “ideal” de ascenso social basado en una extensión de la necesidad de supervivencia. Asimismo, el pensamiento de Sancho se irá haciendo más complejo en estos momentos, a partir de su ubicación en esa forma de clichés (de no pensamiento) que son los refranes hasta el autocuestionamiento que hará que él, y también su amo, se vayan dibujando mejor, redondeando, mostrando de nuevo su realidad de carne y hueso. Literariamente, van pasando de ser ellos mismos meros clichés (personajes planos) a redondearse (personajes redondos). En principio esto es algo que funciona, al parecer, en la percepción del lector que gradualmente va viendo en acción a ambos desde un inicial casi desconocimiento. Pero coincide con una cierta riqueza y transformación progresiva de los mismos. Don Quijote abandona su aldea en la primera salida como un mero cliché que se ha llenado de matices y humanizado ya al final de la obra.
Antes de la culminación de este proceso, amo y escudero permanecían atrapados en formas de pensamiento alienadas, en el caso de don Quijote, en un giro hacia lo excelso de ideales sublimes donde la realidad aparece mistificada y desmaterializada (un modo de ser platónico) o sumergido en el fango que es el resto, la escoria de la materia, lo que le queda a Sancho por el vuelo hacia lo excelso del caballero, un Sancho que se halla atrapado en la no salida de su condición existencial, que siempre es, fatalmente, condición social. Y el pensamiento que oscila entre ambos polos antitéticos no logra superarse, no se patentiza como efectivo, no alcanza a tocar la realidad salvo dando saltos de uno a otro extremo.
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Apuntes sobre el último Foucault para la educación (6ª parte) La parresía III.
Marcos Santos Gómez
- La escuela cínica.
Foucault, como era de esperar, dedica un largo estudio a la escuela cínica de la antigua Atenas, que hizo precisamente del ideal parresíaco, su máximo fin. Así lo señala Álvarez Yagüe, cuyo estudio del último Foucault estamos siguiendo, en su hilo conductor que más o menos corresponde con la cronología de los trabajos del último Foucault, del tercer tomo de Historia de la sexualidad y, en estos pasajes, sobre todo sus cada vez más leídos y admirados cursos del Collège de France, que en español está publicando desde hace unos años la editorial Akal. Son de lectura indispensable para comprender los primeros modos y transformaciones de la paideia, de lo que se entiende por buena educación u hombre educado.
Por un lado, tenemos lo que se fue forjando en distintos ámbitos que seguían la corriente de las escuelas de retórica y sofísticas, la posterior sistematización y aumento de lo que hoy llamaríamos el primer curriculum que se conoce, los primeros tratados de didáctica y pedagogía; pero, no pasemos esto por alto, conceptos filosóficos como la parresía, y el desarrollo de la filosofía en sí, inciden todo el tiempo en un ideal educativo que cuestiona la educación más “convencional” desarrollada en dichas escuelas y reubica la educación en la senda de la verdad. De hecho, lo que estamos viendo alrededor de este concepto griego de parresía, es un retorno de la teorización (o del saber erudito y la tradición) a la vida, de manera que impregne y module real y efectivamente al sujeto.
Esto es lo que sobre todo encarnan dos escuelas. El estoicismo y, la que ahora va a ocupar a Foucault, el cinismo. De hecho, no va a cometerse en ningún momento la tontería de despreciar el conocimiento teórico y la tradición de saberes. Los estoicos, por ejemplo, se van a apoyar en ella, la van a proseguir, solo que encontrarán su verdadera conexión con la existencia, con el hombre, es decir, su repercusión en la ética. Es el caso, por ejemplo, de los estudios sobre lógica que emprendieron o los libros de filosofía natural de Séneca y otros.
En el caso del cinismo, el punto principal de esta educación filosófica se va situar en la vía de los ejercicios de endurecimiento, de autodominio, que será la askesis, frente a un logosdescarnado o saber teorizante. Al poner aquí el acento, el “método” educativo por excelencia va a ser los ejemplos vitales estimulantes, los relatos biográficos, las anécdotas. Es decir, se va recurriendo a otra forma de tradición, una tradición menos visible en los tratados, pero que constituye, a su manera, otro corpus “pedagógico” y filosófico (insistamos una vez más en el vínculo inextricable que en este tiempo y para los cínicos se da entre lo que hoy tiende a verse como dos saberes distintos, filosofía y pedagogía-educación). “Una forma de tradición, pues, de esquemas de vida, matrices de conducta y no de cuerpos doctrinales, que constituye una diferencia más con respecto a otras tradiciones como la que liga a los platónicos, aristotélicos o estoicos. En esta tradición cobra una relevancia especial la figura del héroe filosófico. Este encarnará emblemáticamente un modo de vida, que es un modo de pensamiento” (p. 239). Un tipo de heroísmo que retomará el cristianismo con la figura del asceta cristiano. Señala Foucault que los primeros padres en la Patrística, manifiestan en varios momentos su admiración por Diógenes de Sínope y la escuela cínica que, en un tiempo en que se era más valiente pensando que en la actualidad, disfrutaron durante siglos de una profunda y recurrente admiración que reflejan un par de anécdotas muy conocidas sobre el encuentro famoso de Alejandro Magno con Diógenes de Sínope. Incluso ya en la Edad Media, los monjes cultos y los filósofos de la época nunca denigraron la figura y el heroísmo del mencionado filósofo cínico, por muy chocante y grotesco que hoy nos parezcan algunas de sus anécdotas. Porque, repito, se era más valiente en el trabajo intelectual que hoy y, sobre todo, en relación con el tema que ahora mismo nos ocupa, la educación, se reconocía su veracidad, su relación cierta con la verdad, el poner su cuerpo y su vida a disposición de esta odisea del espíritu que fue en la Antigüedad la búsqueda de la “verdad”. Como señala lúcidamente Álvarez, una figura literaria y muy posterior que encarnaría la separación del espíritu y el trabajo intelectual respecto al sujeto y su vida corriente, es Fausto. En él, la formación filosófica y literaria hace aguas, se quiebra, al no poder resistir la nuda afirmación vital y las necesidades y pretensiones del sujeto.
Frente a esta patología occidental, el cínico ya no va a dedicar su vida a indagar la verdad sobre el mundo, sino va a hacer de su vida propia una manifestación de la verdad. Se entiende, una verdad en la que absorberse pero, también, en la que constituirse como sujeto, que irradie en la acción, que sea sus obras. Lo que el cristianismo más platonizante entendería como un cierto sacrificio del sujeto que se sabe menos que la verdad y tendente a diluirse ante ella (la figura del ángel o el santo señalando con su dedo más allá de sí, a lo verdaderamente importante como algo fontanal y externo, el carácter de infinita otredad inasible y desbordante lejanía del ser que lo desintegra y pulveriza en el éxtasis), los cínicos lo van a encarnar vivamente, van a bajar a la tierra esa fuga de la misma que era ya en su tiempo y en el platonismo la búsqueda, un tanto quijotesca, de la verdad, de lo excelso, del ideal. Van a invocar a la verdad con sus acciones. Ahora el ideal trata de reconciliarse, como Sancho progresivamente transformado por la locura que sigue, por su amo Don Quijote, al que sin darse cuenta va a ir reconciliando con el a menudo adusto e infértil secano del existir, en lo que se denominado la “quijotización” de Sancho.
El cínico va a “representar” situaciones un tanto límite que resulten en espejo de la verdad, en situación donde patentizarse el sesgo teorizante que la filosofía empezaba a adoptar. Obrará anticonvencionalmente, pero viviendo como sus conciudadanos. En realidad, va a mezclar la familiaridad de una vida corriente en apariencia, con la extrañeza que ante esa misma vida va a ocasionar, incluso la hostilidad. Su manera de ejercer el coraje por la verdad es esta, el vivir contracorriente. El coraje que había sido la ironía socrática, que destapaba la verdadera ignorancia con su humilde ignorancia, ahora va a enloquecerse y tratar de involucrar todos los resquicios del existir más cotidiano. El hombre que piensa tiene que vivir en viva confrontación su día a día. Su ironía consistirá en vivir según los valores que en el contexto de la dicotomía entre cultura y vida, se decía mantener pero que no se podía permitir conducir a la realidad del comportamiento humano. “El coraje cínico no es tanto declarar una verdad incómoda, o argumentar una posición a la que las gentes se resisten, es la afirmación de una verdad a través del actuar mismo” (p. 243). Un logos hecho bíos, indica certeramente Álvarez.
Pero el logos será lo que, a pesar de esta tormenta social que acarrea, salva y justifica la propia vida. Una vida racional será para los cínicos una vida paradójicamente segura. Una vida que será verdadera, o sea, no-disimulada, independiente, recta y soberana (p. 244). El cínico será implacable con el mal, y como perro, ladra y muerde. “Sus enemigos son ciertamente los males del alma, y en ese sentido su combate es espiritual, pero también contra los vicios coagulados en las instituciones, en las leyes, en las costumbres, convenciones sociales. El cínico combate en general todo lo que juzga un estado real de enfermedad de la humanidad” (p. 248). Algo que el pensamiento crítico, que problematiza y pregunta, va a representar en muchos momentos de la historia de las ideas y de la civilización, hasta hoy, y, en gran medida, algo que fue el propio Foucault. De aquí se desprende, también, otra bellísima característica del filósofo-educador: la idea de misión en la vida. Los cínicos se entenderán como soldados o monjes militantes, en duro combate hasta el fin (p. 250). Esto, que tan fuerte pueda parecer a temperamentos más calmados o tranquilos, ha sido y es una de las matrices del propio Occidente que aparece en la mismísima Iglesia en la forma de las órdenes mendicantes medievales y en todo el pensamiento revolucionario del siglo XIX. Son formas de vida militantes, que se proyectan, conscientemente éticas. Todo ello consecuencia del acto y ejercicio de pensar, en su sentido más intempestivo.
De todos modos, recalquemos que para Foucault, con razón, hay una diferencia esencial entre el cinismo pagano y el cinismo cristiano. En este último, la verdad no puede nunca manifestarse plenamente como algo terrenal. Siempre mantiene su tensión intrínseca, su carácter de fuga exteriorizante y jamás lograda. Dicho en otras palabras, el cristianismo va a resaltar y ahondar en el elemento más trascedente que implica sujetar la propia vida a la verdad, al modo inaccesible, misterioso y celestial de ser la verdad. Este halo de la santidad, es en la inmanencia, pero es más que la propia inmanencia. Para los cínicos paganos, todo se juega, sin embargo, en esta tierra y sus tensiones y guerras son en la más estricta inmanencia.
Para el cristianismo, el magisterio es obediencia, como un reflejo del sometimiento total a Dios, del situar la verdad fuera de sí. Esto suavizará el espíritu antiautoritario del cinismo y convertirá en gran medida al cristianismo, en la versión que presenta Foucault, a menudo en cómplice de la autoridad política. En este contexto, volviendo al concepto de parresía, la clave de esta será una humilde y total apertura al confesor y a Dios. Un mostrarse veraz y una confianza incondicional en Dios.
Señala Foucault que, en realidad, ambas formas de parresía se han dado en el cristianismo. De hecho, la encarnada por los primeros mártires era una parresía que implicaba con claridad el no sometimiento a las autoridades terrenales. Pero lo cierto es que ha predominado un estilo espiritualizante y ascético que prima la obediencia a las autoridades terrenales. De algún modo esto mismo, señalará Foucault, ha sucedido con la filosofía que traicionó su más originario cinismo con su conversión en profesión académica. De todos modos, en el siglo XX y en la actualidad, tanto en la Iglesia como en la filosofía reaparecen intentos de “salvación” de estas mediante el realce del elemento mundano, inmanente, que operaron y operan en sus críticas, el modo en que tanto el pensamiento crítico exteriorizante como la trascendencia cristiana implican transformaciones en la realidad dentro de los “márgenes” de la inmanencia donde han de concebirse y en los cuales únicamente, de hecho, pueden concebirse sus planteamientos.
Bibliografía
Álvarez Yagüe, J. (2013). El último Foucault. Voluntad de verdad y subjetividad. Madrid: Biblioteca Nueva.
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Apuntes sobre el último Foucault para la educación (5ª parte) La parresía II.
Marcos Santos Gómez
1. La parresía en el cristianismo antiguo
El momento cristiano de la subjetivización y la relación con la verdad añade una diferencia fundamental respecto al precedente paganismo. Si este modulaba el como de la satisfacción del deseo, sin inquirir en su naturaleza, el pensamiento cristiano tiende a preguntarse, de un modo más básico y esencial, por la naturaleza en sí del propio deseo. Es decir, se problematiza este mismo. Y se hace desde una lógica binaria por la que existiría en el mismo tanto una posibilidad de bondad como también una naturaleza mala, reprobable, y en este sentido, la relación con el mundo de la libido ahora consistirá en un examen del propio deseo en sí que alberga el sujeto, con vistas a discernir y destilar los elementos salvables de lo malo y pecaminoso. Para emprender este autoexamen será también necesario regular la autoridad del “pastor”, del otro que escucha, interroga y orienta, investido de una autoridad incuestionable a la que hay que obedecer. La virtud se convierte en obediencia y la sumisión ante el otro es asunto de toda una vida, no un mero proceso o camino intermedio, provisional, para el autogobierno del virtuoso, sino, en sí misma, esta obediencia es el camino. Como señala Álvarez, “El dominio de sí, meta en los griegos, es sustituido, entonces, por un estado permanente de dominio del otro” (p. 188). Este otro nos gobierna no desde la autoridad que en el viejo paganismo tenía quien ostentaba una mayor competencia en algo, sino desde una autoridad absoluta y esencial. Sobra decir que, en lo que se refiere a la pedagogía, este elemento introduce un cambio notable, como indica Álvarez: “La características de la relación monacal son, por tanto, radicalmente distintas de las que observábamos en el mundo griego. Es fundamentalmente ese elemento de la obediencia el que hace añicos el modelo pedagógico griego de la relación entre maestro y discípulo” (p. 189).
Foucault estudiará lo que denomina un “poder pastoral” que va describiendo en sus matices y diferencias con la relación magistral en el paganismo anterior. Ahora, hay un peso grande de la cadena de obediencia y de la relación entre servicio y servidumbre, por la que servir al otro, por parte del pastor, requiere una servidumbre, una cierta dependencia. Esta relación, indispensable para ir adquiriendo una cierta iluminación acerca de la verdad, acaba implicando todos los aspectos, externos e interiores, de la vida cotidiana, es decir, la regulación del modo de vida y a su vez, de la propia conciencia. Aquí la idea de auto-gobierno es definida por la asunción de una regla y reglamento, que van a garantizar el acceso a la virtud y a la verdad. Así, el comportamiento ha de ser moldeado en todos sus aspectos, lo que implica una vigilancia externa, y en la conciencia se dará el examen de conciencia. Por este, será ahora, contrariamente, el discípulo quien deba ejercitar la parresía, el decir veraz, el expresar la verdad sobre sí mismo.
El poder pastoral será, pues, un nuevo modo de enfocar la relación pedagógica y la subjetivización, que conecta salvación, ley y verdad. Ahora la individualización es subjetivización en el sentido no tanto de adquisición de una verdad externa, sino de generación o pronunciación de una verdad interna, acerca de uno mismo. Se trata de una suerte de autoconstrucción desde sí, pero dirigida externamente, que Foucault relacionará con su concepto de gubernamentalidad.
Desde luego, se ha ido formando un tipo de relación con la verdad y de la propia interioridad muy diferente al del paganismo. En este, se trataba de un mero autodirigirse, sin una moralización o culpabilización del propio Yo. Ahora, se introduce este elemento, específicamente cristiano, dice Foucault, en el monaquismo. El problema no son ya las pasiones y su control, sino la ilusión con que muchas se presentan a la conciencia, su naturaleza oblicua, borrosa, traicionera. Como señala Álvarez, “Oscuridad diabólica del alma y limitación intrínseca del lógos para dar con su verdad. Ahí residirá la urgente necesidad del examen y la confesión, y, en consecuencia, la insuperable heteronomía o subordinación permanente a un otro” (p. 203). El cristiano ha de ir a su pensamiento, a su análisis, no tanto al trabajo estoico con la memoria y la acción. Y dentro del pensamiento, no pesa tanto su verdad, sino su origen mismo, es decir, no importa que me traiga de fuera una verdad, sino su carácter verdadero en sí mismo. Es decir, se da una sospecha acerca de una cierta contaminación en su misma fuente que conduce al autoengaño, que lo torna ilusión, y, aun peor, que porte el mal. Un mal situado en la propia naturaleza del mismo y que va a requerir un tipo de examen de tipo hermenéutico, que discierna el sentido del pensamiento. Y es esto lo que requiere un consejero externo, porque la propia razón puede estar sesgada, aunque será el mero acto de la confesión lo que produzca este discernimiento. Se trata de una verbalización para esclarecer, que en sí misma, ya purifica, ya extrae de lo oculto y supuestamente expuesto a la perversión y al mal, en el fondo del sujeto.
En realidad, una dinámica, esta y otras introducidas por el cristianismo, muy diferentes del carácter poético, estético, del hacerse a sí mismo en el paganismo anterior. El individuo ahora, en el momento cristiano, introduce una suerte de nuevo abismo, de quiebro, en sí mismo, dentro de sí, y una autorealidad mucho más sombría, ambigua, recelosa, que ha de considerar la existencia bella, la poética de sí del paganismo, un modo de existencia sin Dios, alejada por tanto de la verdad. La educación adquiere ahora tintes de proceso de destilación, de una suerte de purificación que extrae el metal y elimina la escoria. Para el cristianismo, la verdad empieza a ser el producto de una cierta autonegación, en la que la actividad moral es además conocimiento de uno mismo, de búsqueda en sí mismo, tornado una suerte de ambiguo y equívoco sagrario de la verdad a menudo oculta y cubierta de inmundicias. “No se trata ya de una verdad referente al universo, al lugar del hombre en el cosmos, o a los efectos de los distintos factores y circunstancias que intervienen en la obtención de placer, o a la trayectoria del individuo en el cumplimiento de los propios objetivos. Es otro tipo de verdad: la de sí mismo; pero no tanto el conocimiento de los propios actos, como el de los deseos, el de las oscuras fuerzas que nos habitan y determinan” (pp. 215-216).
2. Sócrates.
Así pues, la idea de parresía evolucionó y, además de su nueva concepción paralela a la concepción nueva del poder y la verdad (y la educación) por parte del cristianismo, se fue problematizando. A partir de una visión más obvia, diríamos, asociada a las asambleas y la democracia, como hemos tratado en el post anterior, fue manifestando una serie de escollos, como es el de su ambigüedad fundamental. Ya en el mero contexto político de la democracia ateniense o, sobre todo, en su versión platónica como virtud del consejero de un Rey o tirano, se daba la paradoja de que siendo indispensable para el ejercicio del poder y el buen gobierno, implicaba un evidente peligro y solía ser de nula efectividad.
A nosotros nos interesa destacar, como estudiosos de la educación y la Pedagogía, su progresiva conversión en una tarea ética y, en la misma medida en que se trataba de forjar un carácter, educativa. Será el momento de la parresía ética, posterior a la política. Lo que antes era un requisito en las asambleas para el buen gobierno, ahora se encarna en una cierta regla que dirige la totalidad del sujeto. Va de la orientación en relación con unos actos o consejos concretos, a su adensamiento como transformación del alma del individuo (p. 226). Y, continuando esta evolución, será el filósofo el parresiasta por excelencia, y, al mismo tiempo, el educador por excelencia, como estamos mostrando. Es decir, la parresía se va tornando más seria, más profunda, involucrando más dimensiones o elementos en el sujeto y vinculándose estrechamente a la búsqueda de la verdad. Dicho de otro modo, evoluciona de la retórica a la filosofía. Y, respecto a la política, representa además un giro desde esta al sujeto de la política, el propio hombre, el sujeto que se educa y que de esta manera inscribe en lo real o encarna la verdad y el ideal filosófico de búsqueda desinteresada de la misma. Esta realización del ideal filosófico convierte a la filosofía, en la medida que se involucra educativamente en la transformación del sujeto, en una forma de vida (p. 228). Procura un ethos iluminado por la verdad en todas sus actividades: relación con el poder, pedagogía y autogobierno. La parresía será, pues, la cualidad que tiene la verdad de teñir aquello que la toca, de mostrarse en el actuar mismo del sujeto que la busca, de regir y moldear la conducta que ha de ser veraz, veridictoradesde sus primeros movimientos.
Esta verdad o logos presente en la conducta del filósofo se hizo elocuentemente conmovedor en la figura de Sócrates o Aristipo, para el que el provecho principal de la filosofía era el poder hablar libremente a todo el mundo. Y por supuesto, los cínicos, cuya vida era mostrar su perpetuo vínculo con la verdad. Es esta relación del sujeto con la verdad la que preocupó sobre todo al último Foucault y en lo que se detuvo en sus últimos años. Un vínculo y un estilo de parresía que, como hemos señalado en los primeros párrafos de este post, cambiaría fundamentalmente con la concepción cristiana que Foucault ya no tuvo tiempo de estudiar extensamente.
Señala Álvarez, en su exposición del postrer Foucault, que en las primeras elaboraciones, la parresía, la veridicción tradicional, adquiría dos maneras: la profecía y la técnica. En la profecía hay una ambigüedad por la que el profeta dice una verdad a la que desvela y vela al mismo tiempo. Hay un poder y prioridad de la palabra que Sócrates va a cuestionar y será la verdad de esta misma palabra la prueba que habrá de cumplirse y no consistirá la veridicción en una expresión turbia, que oculte, que diga oblicuamente la verdad o que renuncie en definitiva a decirla en su esencia. En el otro caso, la veridicción propia de la sabiduría, también el sabio busca ocultar, tiene en su esencia ese decir escondiendo o, sencillamente, el enigma y la ocultación de la verdad. Sócrates rompió con estas tradiciones y su veridicción adquirió el estilo de una pura transparencia, una verdad que se mostraba, o tenía voluntad de mostrarse, al salir al encuentro de los otros en la plaza pública e interpelarlos. Pero sobre todo, como es bien conocido, el saber socrático apunta a la conducta del sujeto, y no tanto al mundo.
Frente a las primeras pedagogías que se habían desarrollado, como saberes reglados, formales, ya codificados y heredados, el maestro ateniense va a fundar, en cierto modo, el saber en cada acto de búsqueda del mismo, no tanto como exposición, y partiendo, necesariamente, del reconocimiento de la propia ignorancia como punto de partida.No es esto, y hoy cualquiera lo puede comprobar si lo asume, una “enseñanza” tranquila, en calma, segura, sino todo lo contrario, una educación que requiere en los participantes un particular coraje. A menudo, en mis años de docencia, he llegado a percatarme de que para profundizar en el conocimiento y aprender verdaderamente no hace falta tanto inteligencia como, especialmente, una gran valentía, como quien surca abismos caminando peligrosamente en la cuerda floja. Así, la vida filosófica y la propia filosofía, aunque ciertamente hoy requieren, también las ciencias, una mínima inteligencia, que se haya trabajado la misma, sobre todo necesitan que seamos valientes. Es este arrojo el imprescindible para cualquier avance en el conocimiento y para ir moldeándose o dejándose moldear por la “verdad” al estilo griego y socrático. Para pensar hay que ejercitar o disponer desde luego de una mínima capacidad inteligente, pero si no hay valentía, cualquier inteligencia quedará agostada en sí misma y consistirá en una vulgar redundancia y sometimiento a las verdades de lo que hoy llamamos “pensamiento único”. Adentrarse en aquello que nos adentra el pensar, demanda, en sus distintos momentos y peligros, de valentía. Una valentía que hay que asumir incluso al educarse, al ejercitar la lógica, la ciencia, la filosofía, que debe existir para llenar de matices y complejidad el necesario ajuste de la razón con una realidad difícil y hasta espantosa en el momento que se la aborda. Para los estudiosos de la educación, por supuesto, también opera esta necesidad, pues lo educativo nos conecta con lo abierto, lo abisal, lo opaco y lo candente del propio ser (“humano”).
Es este coraje el que es exigido por el pacto parresíaco. El sujeto busca o se expone a ser interrogado (o a la interrogación) en todas sus consecuencias. Será el logos, o dimensión “expresable” de la verdad la única verdad incondicional, es decir, el único interés de quien la busca. La busca rigiéndose por ella, anteponiéndola, éticamente, a lo no pensado, a las falsas verdades. Pero, como se estará apreciando, aquí no hay tanto una concepción metafísica de la verdad, sino una estética de la existencia. No estamos en un plano técnico del saber y ni siquiera metafísico, sino, siglos antes de Nietzsche y a pesar de algunas críticas de este al socratismo, nos situamos en un plano poético, estético, en la dimensión del saber en cuanto belleza, en cuanto tiñe (educa, transforma) al sujeto creándolo como algo bello y sobrecogedor. Es esto, creo, lo que Foucault supo ver y quizás le sedujo de estas figuras griegas de la filosofía antigua. La verdad como aquello que baña, que dora y cuya adquisición o búsqueda convierte al sujeto en obra de arte. Vivir en la verdad como un vivir, hasta cierto punto, poéticamente. En otro contexto, será este uno de los núcleos fundamentales de esa reflexión narrativa (o sea, novela) que es el Quijote, como estamos también analizando en este blog.
El sujeto dice la verdad, se somete a ella y se constituye en esta medida como libre, filósofo (eterno aspirante a ser sabio), bueno, prudente… pero sobre todo, “bello”. Es esta forma de vida la que Sócrates agradece al dios que cura, Esculapio, en sus últimos momentos, agonizando, el haber disfrutado del privilegio de haber vivido sin olvido de sí, sin dejarse llevar por las opiniones y de haberse atenido solamente a la verdad y a lo que esta implicaba para el propio ser y ethos. Con sus últimas palabras, recomienda a sus discípulos y recuerda la importancia vital del cuidado de sí y de conducirse en una forma bella de existencia. Por tanto, será la educación, la educación que nos torne buenos, veraces y bellos, la última y definitiva palabra de la filosofía.
Bibliografía
Álvarez Yagüe, J. (2013). El último Foucault. Voluntad de verdad y subjetividad. Madrid: Biblioteca Nueva.
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Matar es fácil.
Pero aun así,
aunque matar es fácil,
por raro que parezca,
no todo el mundo mata.
Aun siendo necesario,
aunque resulte justo,
incluso hasta a pesar
de que se esgrimen fines
muy dignos y oportunos,
hay quien no quiere hacerlo.
Todo un contrasentido.
Porque ellos también pugnan
y quieren imponerse,
y vencen y conspiran
y hasta se pronuncian
y no digamos de a quién votan.
Si pudieran lo harían.
Son tan materialistas
como lo es cualquiera.
Se deben a los suyos
son fichas en el juego
y carecen de escrúpulos,
como todos, como todos, como todos.
Exactamente igual
que todos nosotros.
Ellos también lo harían.
Porque hay que matar
y matar es muy fácil.
O tú o yo.
Resulta imprescindible.
Pero no.
La verdad
es que no matan a nadie,
que no quieren matar,
que no saben, que no pueden, que no sienten la necesidad
o que son tontos
y se dejan matar,
y son matados
por nosotros
aunque nunca nos hicieron daño.
Marcos Santos Gómez
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Educación y filosofía
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Notas sobre el Quijote y la poesía (3)
Marcos Santos Gómez
Quizás, en el principio estuvo una inmensa, descomunal, fuga mundi. Parece ser lo que de manera reiterativa y universal compartimos todos los seres humanos. Piénsese que aunque nos parezca natural, las preguntas esenciales, los horizontes y el dinamismo hacia un futuro aun no logrado, o mejor dicho, el colocarse en frente ideales o, en sus formas más universales, mitos, podrían, digo, no existir. El mono inteligente y astuto podría ceñir su clarividencia a lo que es, sin que en lo que es existiera, ni vislumbrara, una tensión para trascender lo presente. El mundo del hombre podría no tener futuro, y constituirse en un remanso sin necesidad de preguntas, en un ahora sin misterio. ¿Sería posible una tal inteligencia y un tal estilo de ser humano? Casi en el esfuerzo que he llevado a cabo por pintar este mundo ya se manifiesta su imposibilidad. Al escribir he notado la contradicción y cómo forzaba lo que jamás puede sino vivir poéticamente, es decir, el hombre.
No se puede vivir sin horizontes y la humanidad se caracteriza, precisamente por ello, por constituir ese mismo movimiento colectivo, histórico, hacia lo que no es todavía, por la necesidad de anteponerse “algo” frente a sí, por escapar preguntándose, por un dinamismo, en definitiva, del que carecen los demás animales. Tal como lo conocemos, pues, el animal humano es aquel que vive en constante crisis y que experimenta una tensión hacia “fuera” inexistente en ningún otro modo de concienciainteligente que conozcamos en el reino animal. Quizás sea el dinamismo de la vida y del ser temporal lo que impulsa tales derroteros de la conciencia, pero el caso es que solo el hombre parece vivir en esa constante agonía, en la metamorfosis diaria, acaso en la medida en que es consciente de la pulsión por ser que manifiesta el ser y de su temporalidad.
Pues sobre esto versa en cierta medida la reflexión del Quijote. Y lo emprende con dos figuras ejemplares que dibujan el resultado de una humanidad que se sitúa en dos extremos: la humanidad que no se trasciende, que no eleva su momento y circunstancias, por un lado. Es obvio que esta humanidad en el Quijote tiene el nombre de Sancho Panza. Se trata de una humanidad inercial, no dinámica y menos aún poética. Y, por otro lado, la “triste” figura del hombre abandonado a sus altos ideales y que es, de manera contraria, la mera elevación de estos, o los ideales en cuanto que trascienden de manera absoluta su momento.
Ocurre que en la realidad tenemos ambos extremos que Cervantes situó en una misma pareja por ser dos caras de la misma moneda, dos excesos de una misma condición humana que para realizarse debe integrar a ambos. Lo primero, la idea originaria del genio hispánico, fue dibujar el resultado de bajar lo ideal, lo arquetípico y lo axiológico, desde una cielo puro, desde su cielo de esferas, a la tierra. Responde su personaje y todos los quijotes del mundo a aquello que he sugerido en mi primera frase: a la universal necesidad de postular un mundo mejor que dé la espalda a las muchas “incorrecciones” que tiene este. Es un afán de esperar y aspirar a que esto no sea lo último de la realidad y a crear un mundo hecho en función de nuestros sueños. Son sueños muy poderosos que, ciertamente, movilizan universalmente a los hombres, que lloran con ellos y los desean pero, paradójicamente, tornan a vivir su mundo prosaico sin enclaustrarse en ellos, sin desubicarse. Porque dicho cielo, en su inmensa apertura, constituye una cárcel, un absurdo, el de un mundo que no es, etéreo y hecho de puros deberes ser. Una suerte de palacio de los arquetipos, de una belleza inconcebible, irreal pero con más potencia y fuerza que lo palpable, que la realidad que afrontamos día a día. En este sentido, puede confundirnos, como a Don Quijote.
Porque este andar por las nubes es la locura de Don Quijote. Durante años ha vivido y bebido de historias de exuberante color y fantasía, que lo han situado en un cierto afuera de vivo magnetismo y que contrasta, en la novela de Cervantes, con la prosaica realidad de la Mancha, con su paisaje y personajes. Son personajes tanto el caballero que encarna lo que quiere ser pero no es, en una especie de caricatura, o, también, los rudos aldeanos forzados a vivir exiliados del mundo del caballero y por eso mismo, constituidos también en personajes, o caricaturas. En ninguno de tales extremos se es, cabalmente, persona.
Si uno se propusiera narrar la realidad con la que contrasta don Quijote, tendría que asumir un relato de lenguaje mesurado, con cierta equilibrada elegancia, como es el cervantino. Y la idea del genio, decíamos, es situar ahí, en un experimento literario único, el mundo de las novelas de caballería. Un mundo encarnado en alguien que debía situarse en ese afuera que llamamos “locura”. Así, siguiendo esta idea originaria, los primeros pasajes y una lectura también primera subrayarían este divertido y disparatado contraste del hidalgo y su universo celestial con la más adormecida realidad del paisaje manchego en el mes de julio (primera y segunda salidas del hidalgo, en la primera parte del libro), con alguna que otra caravana o rebaño atravesando el páramo acalorados. Un paisaje de sudor, fatiga y mezquindad. Don Quijote inserta su ultramundo en este y el resultado es una broma ridícula, en apariencia.
Es curioso que Cervantes probara todos los géneros y que cuando abordó la novela de caballerías hiciera el Quijote. Le debía irritar la irrealidad del mundo que pintaban y sobre todo la fascinación hipnótica y adormecedora en sus paisanos, lo que suponía de peligrosa mentira para un viejo soldado que había vivido el contraste de los ideales castrenses, su épica, con la realidad bestial, inhumana e injusta a que conducían. El supo llevar dicho hipnotismo a la estepa, en un principio solamente para reírse de unas cuantas payasadas del hidalgo enajenado.
Pero pronto se dio cuenta de que su “reflexión” narrativa daba para mucho más. El mismo paisaje real, la Mancha, Sierra Morena, el norte de Andalucía del primer libro, estaba preñado de mitos. Esa sobreabundancia de sentido es lo que Don Quijote cree, es su fe. En algunos pasajes se sabe extrañamente loco y parece querer serlo a posta. Su locura parte del razonamiento de que todo a su alrededor puede ser más y de que el mundo que él trata de resucitar es mejor. Tiene que ser así, como en las novelas. Es mejor el antiguo mundo de la caballería andante, dice, en dos sentidos que acaban entremezclándose en la novela de Cervantes: ético y estético. Lo bello acaba resultando bueno y lo bueno conmueve y resulta superior porque es bello. En el fondo, el viejo soldado que era Cervantes no acabó nunca de desistir de tan altos como fantásticos ideales y como siglos después le pasaría a otro genio literario, Dickens, acaba enamorándose de sus personajes.
En el lado estético de esa realidad quijotesca se trataría de un mundo imbuido de poesía, de la mirada sacralizadora de la buena poesía. Pero sin mediación, sin reflexión, don Quijote se comporta irrealmente, con una suerte de cabezonería andante, y fuerza lo que hay haciendo quijotadas, que consiste en chocar una y otra vez con la brutal realidad. Un soldado que se crea demasiado su ideal no funciona. Hay esa ambigüedad en lo que queremos ser.
Sin embargo su “triste figura” va adquiriendo matices, representados en el mismo juego de sentidos por el que el adjetivo “triste” que aplica Sancho a la figura de su amo vista de perfil y en las sombras, en un sentido de lamentable, ruinosa, se convierte pronto, en boca del caballero, en una condición noble, bella, que el propio escudero acaba creyendo, como si olvidara su origen miserable. Es decir, de la pura fatalidad, del fracaso y de la imposibilidad de ser mejor, extrae don Quijote su ser mejor, en un juego de manos axiológico. El adjetivo “triste” se transforma, junto a la figura del hidalgo, en una tristeza y una figura heroicas. Ridículamente heroicas, pero heroicas. Aquí es donde Cervantes vuelve a ceder ante sus viejos ideales no logrados, al parecer.
Pero no es don Quijote el único loco en esta empresa. La contrapartida es, decíamos, su contraste en Sancho Panza. Para este los ideales y horizontes no lo son. No hay otra posibilidad de fugarse del tedioso y miserable presente, de la propia ínfima circunstancia, del tiempo atroz que lo refuta y carcome, otra posibilidad que prolongar inercialmente sus valores hechos carne, los de verdad, lo que se palpan. Su trascender no trasciende nada y se halla preso en una inmanencia desprovista de la posibilidad de mejora. Una tierra sin Cielo ni ideales que incorporar a la misma y desde los cuales también se ha de mirar cabalmente a lo real para comprenderlo. Por eso, Sancho tampoco es capaz de comprender nada. Y así, también el escudero, a quien solo vaga y oblicuamente mueven los ideales de su amo, está también loco y es objeto de la burla y parodia de la novela.
Y en esta sencilla presentación de dos formas de locura, que son realmente dos extremos de esa natural tendencia del hombre, en el caso del caballero, a trascenderse, o esa otra, en el caso del escudero, a aferrarse a lo dado, podía haber empezado y terminado la novela. Sin embargo, la narración se va tornando por momentos una proeza artística, una auténtica novela, quizás la primera de la modernidad que es, de hecho, inventada como género por Cervantes. La narración muestra otras tensiones, imposibilidades y conciliaciones, pero además, la vorágine reflexivo-narrativa de Cervantes o su genial intuición, introducen la tensión en el propio texto, en su novela como tal, en la narración en sí que poco a poco, como los personajes, van matizándose unos a otros y la propia narración tornándose autoconsciente.
Del paisaje manchego emergen mitos, así que resulta no ser tan prosaico como parecía, y, sobre todo en la segunda parte, los personajes van interactuando hasta que lo que comienza a resultar es una bella narración sobre la presencia y la ausencia, ambas necesarias, de lo poético en el hombre. Ya en la primera parte Cervantes ironiza cuando los mismos personajes, el cura, el barbero, el canónigo, nada menos que dos cuadrilleros de la Santa Hermandad, los enamorados, el boyero, los labradores y dueños y trabajadores de la venta, los mismos personajes que son cuerdos, en la medida en que son capaces de mirar y entender el contraste de ambos, amo y escudero, con la realidad y saberlos por tanto locos, de una locura fuera de lugar y motivo de risa y algo de preocupación, ellos mismos aceptan el impresionante tropel de novelas dentro de la novela, que se despliegan a lo largo de la trama.
Aquí Cervantes introduce en la mansa realidad manchega todas las fantasías literarias y poéticas de la época que para el lector y para los personajes resultan naturales. Nadie sospecha de ellas ni del juego cervantino. Se suceden historias pastoriles de enamorados bellísimos y jóvenes, de sangre azul, pero disfrazados de pastorcitos, como en las Églogas garcilasianas, en medio de la solana brutal. En un momento, lo que parecían rudos pastores son llorosos amantes que purgan penas que no existen y sufren por celos y amores prácticamente inventados. La realidad manchega parece volverse loca, como el mismísimo hidalgo.
Incluso el propio género inventado por Cervantes en sus Novelas Ejemplares (“El curioso impertinente”, que se inserta como un cuento que es leído dentro de otro cuento sobre el que moraliza e ironiza el cura) y, lo que ya es el colmo, incluso el género bizantino y morisco, con historias inverosímiles que la capacidad narrativa de Cervantes torna tan verosímiles como la vida misma. Pero es que además, anticipando a Unamuno en la novela Niebla, de algún modo él mismo, como autor y poeta, se introduce, su halo y presencia difusa, en su propia creación. Su nombre aparece en dos ocasiones en la primera parte, junto a Lope de Vega, Garcilaso y otros. Se permite incluso disertar, con la voz del canónigo, sobre estética y decir, en el colmo de su mucha guasa y cinismo poético, en su elevación irónico-cómica, que la realidad no cuenta, que lo que cuenta es lo verosímil, lo que no siendo real, parece más real que la vida misma, más consistente que el universo físico que rodea al lector de la novela. Cervantes inaugura, por tanto, un vértigo que ya acompañará a la historia de la literatura hasta el presente y que culminará, en cuanto autoconsciencia del propia arte, con las vanguardias y que, en el caso de Unamuno dentro de su propia novela, como autor personaje, será tan solo el ideal cervantino de novela llevado un poco más lejos. Unamuno, Borges, Cortázar, Sabato y un largo etcétera.
Así, la poesía y el arte en su naturaleza épica, arquetípica, recogida en la poesía más antigua, cumple la paradoja de inventar otro mundo y vivir en la mera fantasía de los hombres, pero, justo por eso, por el propio magnetismo y amor que genera en sus creadores, se va tornando más real que lo real. Lo que en un principio era una locura digna de una franca carcajada, ahora se hace serio, ahora nos atrapa y pilla de repente, casi sin esperarlo, en la novela de Cervantes. Lo que eran cabreros ahora son llorosos amantes de sangre azul y poetas refinados.
Así Cervantes manifiesta la poderosa seducción de la literatura, que entronca, decía Borges, con el mito y siempre con lo épico (lo lírico y sentimental en el sentido romántico o actual es muy posterior aunque se inventa en Grecia con la poesía de Safo y similares, como consecuencia de la irrupción de la razón y la política). Ese universo sin los matices de la interioridad, sin la mediación de conceptos, que seduce y nos persuade, en su mero mostrarse, de su grandeza intrínseca, es, parece, lo más antiguo y universal, así como un rasgo ineludible de los seres humanos. Algo que, muestra Cervantes, necesitamos poner en lo real para humanizarlo. Se trata de una dimensión propiamente humana de lo real. Humanizar es, primero, mitificar o poetizar, lo que significa poner un “frente a sí”, una apertura, en lo real. Implica al hombre existente, pero también al hombre poeta y al hombre ético y político. Es por ello, por esta sima en el corazón del hombre, por lo que hay cultura, civilización e historia.
Mostrar la tremenda y sobrecogedora sobreabundancia de lo real, el plus que solo vemos los hombres en lo que existe, la veneración ante lo grande y bello de inasibles e inefables facticidades, como la temporalidad, es misión del arte. Y además, resulta que somos hombres en la medida que lo “percibimos”, o sea, en la medida en que poetizamos que es el modo de visibilizar, vaga e imposiblemente, todo este trasfondo de lo real que se escapa a los sentidos, a la astucia y a la mera supervivencia. Como supo el gran Borges, el hombre es, fundamentalmente, hacedor, es decir, creador de mitos y arquetipos que tensan su mundo, y, etimológicamente, ya sabemos que hacedor equivale, en la lengua griega, a “poeta”. El hombre es así el animal que da más de sí, que trasciende, que busca, que amplía y multiplica las dimensiones de su mero existir, tornándolo conciencia; lo cual no prueba nada más que eso, nuestra necesidad de ser más y nuestra capacidad para que los abismos silenciosos, como “desaforados” gigantes dormidos que nos cercan, en su ambiguo estar más allá del bien y del mal, donde lo ético se torna poético, nos sobrecojan.
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Educación y filosofía
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Educación y filosofía: dos caras de la misma moneda en el corazón de nuestra civilización.
Marcos Santos Gómez
La mayoría de los grandes autores tanto de la tradición específicamente filosófica (por ejemplo Sócrates, Platón, etc.) como de la pedagógica (Paulo Freire) o incluso quienes se sitúan expresamente en ambas (John Dewey) muestran el inextricable vínculo entre lo que, además de ser consideradas disciplinas o materias, yo denomino a menudo “dimensiones” de nuestra civilización: la educación (y la pedagogía o la didáctica), la filosofía y la política. Las tres dimensiones han de presuponer, cada una en particular, la existencia de lo que abren las dos restantes. Este aparente embrollo puede demostrarse con apenas tomar a uno cualquiera de los grandes autores mencionados y estudiarlo a fondo, comprendiendo su alcance. Ellos demuestran en su producción o actividad intelectual la honda relación de los vértices de este triángulo. Aunque también, como se ha hecho en ocasiones, adoptamos la tesis tanto expresada en la historia de las ideas y que hemos captado en el voluminoso libro Paideiade Jaeger, de que en el origen griego de lo que somos, emergen y se “inventan” estas dimensiones, como campos donde se piensa y “produce” mundo, consciente y “creativamente”, con un lenguaje que trata de emanciparse de la emotiva amalgama del mito, alma mater de Occidente.
Es esto lo que vine a esbozar en mi comunicación presentada al reciente Congreso Internacional de Teoría de la Educación (CITE 2017) celebrado en Murcia. Algo que hay que recordar y explicar. En realidad ya lo he ido ampliando en algún escrito en prensa que espera su pronta publicación. El desarrollo de la tesis, en gran parte extraída, como digo, del gran libro de Jaeger es el siguiente:
En el mundo de campesinos y de una élite distinguida de aristócratas, en el siglo VIII a VII a. C. en Grecia, la explicación de la realidad se entendía como dar realce a la realidad y, en términos más humanos y concretos, a la propia sociedad y al modo de vida de aquella época homérica. Se trataba de señalar de un modo apofántico, mostrando antes que explicando, que lo que hay “es obvio”, de sentido común, su valor intrínseco. Es decir, que el mito, modo de conocimiento en estas culturas, muestra y persuade mediante seductoras imágenes antes que demostrar (aunque ya se den en él largas cadenas causales que secularizadas constituirán el pensamiento jonio, según Jaeger). Una mezcla, pues, de lo que hoy son la razón y el arte, lo racional y lo estético; en gran medida, una forma de razón, acaso, pero todavía inconsciente, anónima, colectiva. Un vibrante nervio que aún hoy opera soterrado en la civilización, aunque ahora no matizaremos sobre este asunto.
Este “pre-logos” (ya preñado de logos, anticipándolo) se presentaba como una actividad que teñía de gloria y dolor al mundo, como algo conmovedor y excelso, al modo de un súper-mundo ideal que justificaba el que hay a nuestro alrededor acoplándose al mismo y que por tanto salvaba este alrededor por la fuerza de un encanto (igual que el fatal atractivo de las sirenas). Y justamente era ese “encanto” implantado en el mundo el que impedía otra noción de lo educativo que no fuera la transmisión sobrecogedora de dicho universo mitológico tal cual, en su grandeza, por acción de una potente osmosis seductora, que, sin embargo, también impedía la distancia necesaria para pensar en el sentido actual. Estamos ante esa forma mítica de adscripción a lo que hay desde el corazón, la muda admiración por lo que uno es y ante lo que es en su irradiante sobreabundancia, en su valor no explicado. Una admiración mucho más propia de lo artístico, de la sensibilidad y la genialidad artística, que muestra y ensalza precisamente dicha sobreabundancia, que de la razón en un sentido analítico y objetivo.
La tradición, entremezclada con sus mitos, lo era todo en aquel mundo homérico y acaso siga siéndolo todo, en el cuasi infinito juego de interpretaciones, relatos o cosmovisiones que nos constituyen y atrapan en la cárcel de oro de una civilización y sus cambiantes culturas. Quiero decir que en asuntos como la búsqueda de un sentido global y un proyecto colectivo cultural-existencial todavía se pueden detectar numerosos elementos propios del mito, cuando se intenta justificar lo que en gran medida resulta injustificable e inexplicable, como son las formas de vida, las naciones, los estamentos sociales, lo heroico, lo valioso en definitiva. Cuando aquel mundo homérico se miró a sí mismo, se topó con la potente pregnancia del mito en su corazón.
Esto se quebró a partir del siglo VII a. C. y sobre todo el VI a. C. Esos siglos fundan nuestro espacio civilizatorio, que se ubica, como decía Jaspers, entre dos enormes inmensidades ignotas, la del hombre de antes (el amplísimo tiempo de la Prehistoria, de unos casi trescientos mil años, según la reciente datación del Homo Sapiens) y el de después de nuestra civilización o la eternidad hueca que nos sucederá. Este hombre ancestral del que no hay apenas rastros vivió acaso inmerso en su propio magma, en fértil caldo de vivas emociones, sensaciones, intensidades y comuniones que son lo propio del existir humano, en un todo sin fisuras. La cristalización de este magma es lo que llamamos cultura. Ésta, en ese tiempo ignoto, se adhería al naciente en un proceso mudo, constante, que la naturalizaba. Así, el ser humano es animal que lo es en el modo de un tener cultura, pero esta era, en definitiva, en aquel tiempo como una segunda naturaleza que replicaba los rasgos de la primera. Lo que estamos diciendo es que en esta untuosa amalgama no podía haber, ni hubo, educación. Porque tampoco hubo la distancia y brecha que son precisas para que la palabra capte su mundo en la distancia salvadora del concepto, del logos, como razón desnuda. El proceso por lo menos formal de la educación, su entificación en un saber académico, curricular, institucional, no existía, y menos aún, por supuesto, la pedagogía o la didáctica. Había, seguramente, transmisión chamánica y el aprendizaje de ciertas técnicas, pero lo crucial es que se daban sin la mediación racional que hoy se da explícita e implícitamente en los procesos propiamente educativos, sobre todo, por supuesto, en la enseñanza institucionalizada.
Dicho de otro modo, la educación como elección progresivamente consciente, libre, analítica, del propio modo de ser, en la perspectiva de una libertad fundamental, ontológica, era una posibilidad del hombre, pero solo eso. Una posibilidad que para actualizarse requería de lo que llegó en los albores de la civilización y, concretamente, en la Grecia de los inicios de la filosofía. Sólo entonces, mediando el pensamiento, pudo mostrarse, se verbalizara o no, nuestra educabilidad (en términos de la actual pedagogía y teoría de la educación) que es una manera de nombrar el carácter abierto e inacabado de nuestra esencia, o mejor dicho, que nuestra esencia es no tener esencia y ser constitutivamente históricos. Somos antes historicidad que naturaleza. Pero, como digo, solo pudimos comprenderlo y actuar en consecuencia tras el amanecer griego sobre todo o con los albores de la civilización con escritura algo antes, en Oriente Medio, Egipto y quizás ciertas regiones de India, China y tal vez, al parecer, África, algunas ya casi tan olvidadas y perdidas como el inmenso páramo de la Prehistoria anterior.
Hay que puntualizar que aunque nos empeñamos en que pensar y el pensamiento deben definir, bajo el paraguas de la identidad, las cosas no fueron ni son así. El mundo es infinitamente más rico, matizado y rizomático que el corto espacio y tiempo de un momento histórico, una “nación” o incluso una época. En el esfuerzo griego por captar esta cuasi inabarcable diversidad filosóficamente se fundaron varios caminos y ya en ellos se entrevieron las miserias del pensamiento de la identidad o la metafísica del ente y sus fundamentos, que algunos de sus más originales exponentes perfilaron. Como muchas otras civilizaciones, quizás intuyeron los peligros que esto inauguraba (baste todavía hoy explorar desde la antropología etnológica lo que distintas lenguas y pueblos, en sus auto-explicaciones culturales o cosmovisiones, han forjado, en cuanto a modos más próximos a lo diferencial en el ser que a lo idéntico, en el abordaje pre-conceptual o imaginativo de la realidad que llevan a cabo).
La propia realidad cultural, en su sustrato vital, es antes tensiones y vínculos, que aglomeración de “pequeñas identidades”. Lo que resulta en una dinámica continuidad entre espacios y tiempos diversos, civilizaciones que eran en la medida que se perfilaban otras y que devenían en otra cosa, en una explosión de posibilidades culturales (nunca ha habido, realmente, pueblos aislados, señalan los antropólogos y leíamos este verano en el gran filósofo Jaspers, como escribimos en el presente blog). De hecho, una civilización se da básicamente en la grieta que la tensión del propio hombre, la tensión que es ya, en el mundo, el propio hombre, abre en el manso ritmo de la vida mineral, vegetal o incluso animal que están también en él. El hombre estáen un suelo, al modo de las piedras y las plantas; se mueve en ese suelo al modo de los animales; y desborda y supera dicho suelo, como sólo él puede hacer, al modo de la cultura, como hacedor de su propio modo de ser, como lo que consiste en trascenderse.
Así que nuestro sustrato cultural es antes escape y extensión que cimento, como contrariamente suele imaginarse. Abona su propia fuga, o sea, es alimento para la aventura. Resulta un oxímoron por tanto (y aquí solo puedo apuntar a este tema que no puedo desarrollar en estas breves líneas) hablar de “identidad” nacional, porque eso o no existe o si existe a la fuerza nos sitúa por debajo de aquello que podemos ser, privándonos del carácter trascendente del ser humano. Por eso los discursos que apelan a “identidades nacionales o culturales” constituyen no ya mitologías, sino todavía menos, un mero sustrato inorgánico donde nos anclamos para, si persistimos en dicho anclaje, acabar muriendo.
Pues bien, en el “nutriente” que hemos escogido, sin los debidos matices y revisiones de otras civilizaciones, en el “centro” que todavía late en nosotros, en la maravillosa civilización griega, se tornó consciente lo inconsciente, por emplear la analogía con el psicoanálisis. Es decir, sus fuerzas, comenzaron a operar como tensiones creadas, sobre todo, en el giro sobre sí, en el pliegue interrogativo sobre uno mismo.
Se abordó la totalidad de la naranja por medio de su piel desgajada como clave. Esto quiere decir que tanto el lenguaje como la realidad a la que hacían referencia estas incipientes operaciones del intelecto cultural eran “mundos” resecos, una suerte de esqueletos o estructuras lógicas que pretendían sustituir a la realidad, para matematizarla o tornarla conceptos o ideas. Desde estas lógicas y estructuras “ajenas”, en un pensamiento que se esfuerza por erradicar sus imágenes, se podía disponer del mundo con calma. Es un proceso en el que yo no puedo precisar mucho, por mi carencia del necesario conocimiento filológico de la lengua griega. Solo puedo hasta cierto punto apoyarme en argumentos de quienes sí la han conocido bien, como fue Jaeger, señalando su progresiva “filosofización”, en el cuerpo filosófico, en el esquema, que fue emanando de los poderosos vocablos e imágenes impresionantes, terribles, sobrecogedoras, del mito.
Por supuesto el mito nunca desapareció. De hecho, el prestigio de la filosofía entre los griegos, la seductora presencia de la retórica en su cultura (palabra tornada “útil” por su belleza y capacidad persuasiva), el amor por la belleza y la poesía, fueron fantasmas del mito que aún hoy nos acompañan. Están presentes siempre que se requiera de un plus de irradiante magnetismo en los conceptos y teorías, en el mismo halo y admiración que podamos sentir ante la ciencia, en su evidente fuerza estética. Porque nos movemos a fuerza de mito. Los mitos proporcionan un horizonte que añadimos los seres humanos a nuestra existencia, como si tuviéramos la innata necesidad de proyectar o de poner frente a nosotros algo. Es lo que explica que el hombre tienda a crear religiones, pero también arte y, por supuesto, ciencia, lo que le hace dinámico, moviente, aventurero. Su innata voluntad de trascendencia que parece contradecir la otra cara de los mitos como pegamento social, como lo que da cohesión e impermeabilidad a un pueblo. De nuevo, carezco aquí de conocimientos, pero sería interesante discernir ambos elementos, en su aparente contradicción, conservador y trascendente, en distintas mitologías.
Esta cultura griega que de manera insólita pretendió escapar de sus mitos, se giró sobre sí misma, para “mirarse”. Postuló una suerte de distancia entre el pensamiento y quien piensa, que sin adquirir todavía en muchos casos el tinte de dos polos bien diferenciados, como en la Modernidad, trata de alzarse sobre lo propio, sobre lo que uno es, de generar una separación para mirar mejor, sin escindirse todavía como haría siglos después la filosofía cartesiana. El efecto de este movimiento que, propiamente, ya es “pensamiento”, fue, si seguimos el relato de Jaeger, la cosificación, la objetivación de tres dimensiones ónticas que otrora permanecían en profunda ligazón. Estas dimensiones, que ahora obran lúcidamente, es decir, conscientes de su propio obrar y de sus fines, son las que señalábamos al principio: logos/razón/pensamiento o filosofía, por un lado, educación/pedagogía/didáctica, por otro, y política, finalmente. Esto ocurre cuando pensar resulta, en los albores de la filosofía, una tarea que aspira a despojarse de los viejos caldos y hervores del conocimiento chamánico, que se presupone “fría”, palabra que tiende a ir enfriándose, aun cuando en los hombres que la producen no desaparecen las más viejas razones del corazón, o formas más intuitivas, a-lógicas o emocionales de conocimiento. El hombre se despoja de lo que le da miedo, de lo que parece superarle, de las poderosísimas inercias del mito, y solo en alguna medida lo logra, o funda esta ilusión de haberse emancipado de sus mitos.
Pero primero, esta desnaturalización del pensamiento había creado una nueva dimensión existencial y ontológica: la historia. El hombre “crea” la historia y se sabe, desde esa recién nacida capacidad de mirarse postulándose en un punto externo a sí mismo, temporal, cambiante hasta lo más íntimo de sí, como ser ligado al tiempo. Descubre su historicidad. Vimos este pasado verano que así lo señalaba Jaspers. Emerge como animal racional a la vez que histórico. Pero la historia significa mucho más. Su presencia, la historicidad una vez es asumida cuando van “aclarándose” los mitos, opera una desnaturalización de los pregnantes procesos por los que los niños iban encarnando los valores “eternos” de su cultura, su apasionado heroísmo, sus lances, su épica.
Por esta necesidad de tenerse que creer y naturalizar “a la fuerza” unos contenidos culturales alejados, ajenos y humillados en su historicidad, desnaturalizados en su incorporación a los hombres y mujeres, tornados históricos, relativos, la pulsión de re-naturalizarlos que pende sobre nosotros creó en el mundo otra esfera existencial: la educación. Pensar fue la condición para que pudiera darse la educación. Una dimensión otrora natural, también es ahora histórica, es decir, tornada un “algo” aparte y ya relativo, no eterno, y en esa historización, emerge, nace. El proceso automático, inconsciente, natural, se ha convertido en esfuerzo, planificación, vinculación consciente con los contenidos y el conocimiento guardado por la propia cultura.
Nace el hombre educable que es el que ha “fabricado” su libertad al tomar distancia del (su) mundo cultural, adquiriendo conciencia de su relatividad. Ahora se sabe necesitado de valores y mitos y de que, en su indigencia, ha de absorberlos. La paideia es el producto de esta cosificación de la cultura, que al desnaturalizarse, obliga a un proceso racional educativo para su re-naturalización o encarnación en el sujeto. La educación se torna “racional” y manifiesta una cualidad deliberadamente formativa. Nos hemos de dar forma “racionalmente”, a posta.
Todo lo que antes se daba de un modo no consciente, implícito, automático o inercial, ahora debe pasar el tamiz del logos, debe pronunciarse ese proceso, debe mirarse, y por ello pensar crea la necesidad de ser educados. Se presupone, en el caso griego, un orden que nos ordena, que debe ordenarnos, y educarse consiste en ordenarse según dicho orden cósmico. Dewey va a desarrollar certeramente esta relación por la que este modo de existir como persona libre, o sea, educable, equivale al modoen que se piensa distanciada y libremente el mundo. Educar es ir incorporando este orden y la aspiración al mismo en el niño, un orden que desde el pragmatismo del norteamericano, lo es porque funciona, porque ayuda a mejorar la existencia en todas sus dimensiones, no solo las materiales, porque mejora la vida en definitiva.
Paulo Freire vinculará también educación y pensamiento, pero de un modo mucho más pormenorizado, con nuevos matices que el pensador norteamericano, que hoy deberíamos recuperar en la pedagogía. Pero en realidad, esta conexión entre pensar/conocer y educar-se (ponerse en disposición de pensar/conocer, realizar y actualizar al ser pensante en una especie de inversión del cogito cartesiano por el que la existencia es lo primero y desde lo que se llega a lo que llamamos conocer o pensar), es algo implícito muchos filósofos, el hecho de que pensar ya nos modula y forma en su actividad, dispone las condiciones (existenciales y metódicas, ambas) para educarse o incluso forja un carácter equilibrado y racional. Pensar será una forma de ser (la de toda una civilización), una forma de ser que hay que conseguir a conciencia y que en el caso de Freire vendrá dada primero por la pura existencia de los hombres, por su vida, y en su momento epistemológico, por la puesta en común mediante el diálogo de los puntos de vista hasta adquirir un lenguaje común (científico) capaz de explicar (conciencia crítica, concientización) la propia forma de vida.
Es decir, Freire, entre otros, nos enseña que hay una conexión entre pensar y modificar la propia existencia, que necesariamente ha de darse dialógicamente, porque si permanecemos en el sujeto individual no podemos superar las estrechas fronteras de un pseudopensamiento subjetivista. Pensar es hacer mundo, conocer el mundo (“leerlo” primero y verbalizar, tornar consciente lo cultural; tomar distancia dialógicamente con la ayuda del “otro” que nos aporta sulenguaje; y explicarlo desde la esforzadamente lograda “objetividad” de la ciencia ahora ya vivenciada). Frente a esto, el pensamiento desconectado de su mundo crea la ilusión de una falsa objetividad ante cuyas inercias el sujeto no se muestra consciente. Aunque al sujeto las “verdades” le parezcan inmutables (en una fatal vuelta de lo histórico a lo natural pero sin la mediación del pensamiento o la educación en un sentido liberador que forme al hombre de un modo lúcido y cabal), eso no pasa de ser una mera ilusión, porque en realidad lo que sufre es la ceguera por la que no puede ver las realidades subyacentes u ocultas bajo la máscara de una falsa objetividad. La pedagogía de Freire es, de hecho, el arduo esfuerzo que al educarse hacen los hombres por “conquistar” el/su mundo y vincularse a la realidad conscientemente, por ser dueños y hacedores de su conocimiento, por ir pensando lo que se va haciendo; el sujeto y su mundo en consciente interrelación. O, dicho de otro modo que nos evoca la base también existencialista y fenomenológica de Freire, al educarse/pensar la conciencia ilumina su dirección, hace visibles los intereses que la movilizan, por qué “mira” y “comprende” de tal manera el mundo.