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Notas sobre el Quijote y la poesía (3)
Marcos Santos Gómez
Quizás, en el principio estuvo una inmensa, descomunal, fuga mundi. Parece ser lo que de manera reiterativa y universal compartimos todos los seres humanos. Piénsese que aunque nos parezca natural, las preguntas esenciales, los horizontes y el dinamismo hacia un futuro aun no logrado, o mejor dicho, el colocarse en frente ideales o, en sus formas más universales, mitos, podrían, digo, no existir. El mono inteligente y astuto podría ceñir su clarividencia a lo que es, sin que en lo que es existiera, ni vislumbrara, una tensión para trascender lo presente. El mundo del hombre podría no tener futuro, y constituirse en un remanso sin necesidad de preguntas, en un ahora sin misterio. ¿Sería posible una tal inteligencia y un tal estilo de ser humano? Casi en el esfuerzo que he llevado a cabo por pintar este mundo ya se manifiesta su imposibilidad. Al escribir he notado la contradicción y cómo forzaba lo que jamás puede sino vivir poéticamente, es decir, el hombre.
No se puede vivir sin horizontes y la humanidad se caracteriza, precisamente por ello, por constituir ese mismo movimiento colectivo, histórico, hacia lo que no es todavía, por la necesidad de anteponerse “algo” frente a sí, por escapar preguntándose, por un dinamismo, en definitiva, del que carecen los demás animales. Tal como lo conocemos, pues, el animal humano es aquel que vive en constante crisis y que experimenta una tensión hacia “fuera” inexistente en ningún otro modo de concienciainteligente que conozcamos en el reino animal. Quizás sea el dinamismo de la vida y del ser temporal lo que impulsa tales derroteros de la conciencia, pero el caso es que solo el hombre parece vivir en esa constante agonía, en la metamorfosis diaria, acaso en la medida en que es consciente de la pulsión por ser que manifiesta el ser y de su temporalidad.
Pues sobre esto versa en cierta medida la reflexión del Quijote. Y lo emprende con dos figuras ejemplares que dibujan el resultado de una humanidad que se sitúa en dos extremos: la humanidad que no se trasciende, que no eleva su momento y circunstancias, por un lado. Es obvio que esta humanidad en el Quijote tiene el nombre de Sancho Panza. Se trata de una humanidad inercial, no dinámica y menos aún poética. Y, por otro lado, la “triste” figura del hombre abandonado a sus altos ideales y que es, de manera contraria, la mera elevación de estos, o los ideales en cuanto que trascienden de manera absoluta su momento.
Ocurre que en la realidad tenemos ambos extremos que Cervantes situó en una misma pareja por ser dos caras de la misma moneda, dos excesos de una misma condición humana que para realizarse debe integrar a ambos. Lo primero, la idea originaria del genio hispánico, fue dibujar el resultado de bajar lo ideal, lo arquetípico y lo axiológico, desde una cielo puro, desde su cielo de esferas, a la tierra. Responde su personaje y todos los quijotes del mundo a aquello que he sugerido en mi primera frase: a la universal necesidad de postular un mundo mejor que dé la espalda a las muchas “incorrecciones” que tiene este. Es un afán de esperar y aspirar a que esto no sea lo último de la realidad y a crear un mundo hecho en función de nuestros sueños. Son sueños muy poderosos que, ciertamente, movilizan universalmente a los hombres, que lloran con ellos y los desean pero, paradójicamente, tornan a vivir su mundo prosaico sin enclaustrarse en ellos, sin desubicarse. Porque dicho cielo, en su inmensa apertura, constituye una cárcel, un absurdo, el de un mundo que no es, etéreo y hecho de puros deberes ser. Una suerte de palacio de los arquetipos, de una belleza inconcebible, irreal pero con más potencia y fuerza que lo palpable, que la realidad que afrontamos día a día. En este sentido, puede confundirnos, como a Don Quijote.
Porque este andar por las nubes es la locura de Don Quijote. Durante años ha vivido y bebido de historias de exuberante color y fantasía, que lo han situado en un cierto afuera de vivo magnetismo y que contrasta, en la novela de Cervantes, con la prosaica realidad de la Mancha, con su paisaje y personajes. Son personajes tanto el caballero que encarna lo que quiere ser pero no es, en una especie de caricatura, o, también, los rudos aldeanos forzados a vivir exiliados del mundo del caballero y por eso mismo, constituidos también en personajes, o caricaturas. En ninguno de tales extremos se es, cabalmente, persona.
Si uno se propusiera narrar la realidad con la que contrasta don Quijote, tendría que asumir un relato de lenguaje mesurado, con cierta equilibrada elegancia, como es el cervantino. Y la idea del genio, decíamos, es situar ahí, en un experimento literario único, el mundo de las novelas de caballería. Un mundo encarnado en alguien que debía situarse en ese afuera que llamamos “locura”. Así, siguiendo esta idea originaria, los primeros pasajes y una lectura también primera subrayarían este divertido y disparatado contraste del hidalgo y su universo celestial con la más adormecida realidad del paisaje manchego en el mes de julio (primera y segunda salidas del hidalgo, en la primera parte del libro), con alguna que otra caravana o rebaño atravesando el páramo acalorados. Un paisaje de sudor, fatiga y mezquindad. Don Quijote inserta su ultramundo en este y el resultado es una broma ridícula, en apariencia.
Es curioso que Cervantes probara todos los géneros y que cuando abordó la novela de caballerías hiciera el Quijote. Le debía irritar la irrealidad del mundo que pintaban y sobre todo la fascinación hipnótica y adormecedora en sus paisanos, lo que suponía de peligrosa mentira para un viejo soldado que había vivido el contraste de los ideales castrenses, su épica, con la realidad bestial, inhumana e injusta a que conducían. El supo llevar dicho hipnotismo a la estepa, en un principio solamente para reírse de unas cuantas payasadas del hidalgo enajenado.
Pero pronto se dio cuenta de que su “reflexión” narrativa daba para mucho más. El mismo paisaje real, la Mancha, Sierra Morena, el norte de Andalucía del primer libro, estaba preñado de mitos. Esa sobreabundancia de sentido es lo que Don Quijote cree, es su fe. En algunos pasajes se sabe extrañamente loco y parece querer serlo a posta. Su locura parte del razonamiento de que todo a su alrededor puede ser más y de que el mundo que él trata de resucitar es mejor. Tiene que ser así, como en las novelas. Es mejor el antiguo mundo de la caballería andante, dice, en dos sentidos que acaban entremezclándose en la novela de Cervantes: ético y estético. Lo bello acaba resultando bueno y lo bueno conmueve y resulta superior porque es bello. En el fondo, el viejo soldado que era Cervantes no acabó nunca de desistir de tan altos como fantásticos ideales y como siglos después le pasaría a otro genio literario, Dickens, acaba enamorándose de sus personajes.
En el lado estético de esa realidad quijotesca se trataría de un mundo imbuido de poesía, de la mirada sacralizadora de la buena poesía. Pero sin mediación, sin reflexión, don Quijote se comporta irrealmente, con una suerte de cabezonería andante, y fuerza lo que hay haciendo quijotadas, que consiste en chocar una y otra vez con la brutal realidad. Un soldado que se crea demasiado su ideal no funciona. Hay esa ambigüedad en lo que queremos ser.
Sin embargo su “triste figura” va adquiriendo matices, representados en el mismo juego de sentidos por el que el adjetivo “triste” que aplica Sancho a la figura de su amo vista de perfil y en las sombras, en un sentido de lamentable, ruinosa, se convierte pronto, en boca del caballero, en una condición noble, bella, que el propio escudero acaba creyendo, como si olvidara su origen miserable. Es decir, de la pura fatalidad, del fracaso y de la imposibilidad de ser mejor, extrae don Quijote su ser mejor, en un juego de manos axiológico. El adjetivo “triste” se transforma, junto a la figura del hidalgo, en una tristeza y una figura heroicas. Ridículamente heroicas, pero heroicas. Aquí es donde Cervantes vuelve a ceder ante sus viejos ideales no logrados, al parecer.
Pero no es don Quijote el único loco en esta empresa. La contrapartida es, decíamos, su contraste en Sancho Panza. Para este los ideales y horizontes no lo son. No hay otra posibilidad de fugarse del tedioso y miserable presente, de la propia ínfima circunstancia, del tiempo atroz que lo refuta y carcome, otra posibilidad que prolongar inercialmente sus valores hechos carne, los de verdad, lo que se palpan. Su trascender no trasciende nada y se halla preso en una inmanencia desprovista de la posibilidad de mejora. Una tierra sin Cielo ni ideales que incorporar a la misma y desde los cuales también se ha de mirar cabalmente a lo real para comprenderlo. Por eso, Sancho tampoco es capaz de comprender nada. Y así, también el escudero, a quien solo vaga y oblicuamente mueven los ideales de su amo, está también loco y es objeto de la burla y parodia de la novela.
Y en esta sencilla presentación de dos formas de locura, que son realmente dos extremos de esa natural tendencia del hombre, en el caso del caballero, a trascenderse, o esa otra, en el caso del escudero, a aferrarse a lo dado, podía haber empezado y terminado la novela. Sin embargo, la narración se va tornando por momentos una proeza artística, una auténtica novela, quizás la primera de la modernidad que es, de hecho, inventada como género por Cervantes. La narración muestra otras tensiones, imposibilidades y conciliaciones, pero además, la vorágine reflexivo-narrativa de Cervantes o su genial intuición, introducen la tensión en el propio texto, en su novela como tal, en la narración en sí que poco a poco, como los personajes, van matizándose unos a otros y la propia narración tornándose autoconsciente.
Del paisaje manchego emergen mitos, así que resulta no ser tan prosaico como parecía, y, sobre todo en la segunda parte, los personajes van interactuando hasta que lo que comienza a resultar es una bella narración sobre la presencia y la ausencia, ambas necesarias, de lo poético en el hombre. Ya en la primera parte Cervantes ironiza cuando los mismos personajes, el cura, el barbero, el canónigo, nada menos que dos cuadrilleros de la Santa Hermandad, los enamorados, el boyero, los labradores y dueños y trabajadores de la venta, los mismos personajes que son cuerdos, en la medida en que son capaces de mirar y entender el contraste de ambos, amo y escudero, con la realidad y saberlos por tanto locos, de una locura fuera de lugar y motivo de risa y algo de preocupación, ellos mismos aceptan el impresionante tropel de novelas dentro de la novela, que se despliegan a lo largo de la trama.
Aquí Cervantes introduce en la mansa realidad manchega todas las fantasías literarias y poéticas de la época que para el lector y para los personajes resultan naturales. Nadie sospecha de ellas ni del juego cervantino. Se suceden historias pastoriles de enamorados bellísimos y jóvenes, de sangre azul, pero disfrazados de pastorcitos, como en las Églogas garcilasianas, en medio de la solana brutal. En un momento, lo que parecían rudos pastores son llorosos amantes que purgan penas que no existen y sufren por celos y amores prácticamente inventados. La realidad manchega parece volverse loca, como el mismísimo hidalgo.
Incluso el propio género inventado por Cervantes en sus Novelas Ejemplares (“El curioso impertinente”, que se inserta como un cuento que es leído dentro de otro cuento sobre el que moraliza e ironiza el cura) y, lo que ya es el colmo, incluso el género bizantino y morisco, con historias inverosímiles que la capacidad narrativa de Cervantes torna tan verosímiles como la vida misma. Pero es que además, anticipando a Unamuno en la novela Niebla, de algún modo él mismo, como autor y poeta, se introduce, su halo y presencia difusa, en su propia creación. Su nombre aparece en dos ocasiones en la primera parte, junto a Lope de Vega, Garcilaso y otros. Se permite incluso disertar, con la voz del canónigo, sobre estética y decir, en el colmo de su mucha guasa y cinismo poético, en su elevación irónico-cómica, que la realidad no cuenta, que lo que cuenta es lo verosímil, lo que no siendo real, parece más real que la vida misma, más consistente que el universo físico que rodea al lector de la novela. Cervantes inaugura, por tanto, un vértigo que ya acompañará a la historia de la literatura hasta el presente y que culminará, en cuanto autoconsciencia del propia arte, con las vanguardias y que, en el caso de Unamuno dentro de su propia novela, como autor personaje, será tan solo el ideal cervantino de novela llevado un poco más lejos. Unamuno, Borges, Cortázar, Sabato y un largo etcétera.
Así, la poesía y el arte en su naturaleza épica, arquetípica, recogida en la poesía más antigua, cumple la paradoja de inventar otro mundo y vivir en la mera fantasía de los hombres, pero, justo por eso, por el propio magnetismo y amor que genera en sus creadores, se va tornando más real que lo real. Lo que en un principio era una locura digna de una franca carcajada, ahora se hace serio, ahora nos atrapa y pilla de repente, casi sin esperarlo, en la novela de Cervantes. Lo que eran cabreros ahora son llorosos amantes de sangre azul y poetas refinados.
Así Cervantes manifiesta la poderosa seducción de la literatura, que entronca, decía Borges, con el mito y siempre con lo épico (lo lírico y sentimental en el sentido romántico o actual es muy posterior aunque se inventa en Grecia con la poesía de Safo y similares, como consecuencia de la irrupción de la razón y la política). Ese universo sin los matices de la interioridad, sin la mediación de conceptos, que seduce y nos persuade, en su mero mostrarse, de su grandeza intrínseca, es, parece, lo más antiguo y universal, así como un rasgo ineludible de los seres humanos. Algo que, muestra Cervantes, necesitamos poner en lo real para humanizarlo. Se trata de una dimensión propiamente humana de lo real. Humanizar es, primero, mitificar o poetizar, lo que significa poner un “frente a sí”, una apertura, en lo real. Implica al hombre existente, pero también al hombre poeta y al hombre ético y político. Es por ello, por esta sima en el corazón del hombre, por lo que hay cultura, civilización e historia.
Mostrar la tremenda y sobrecogedora sobreabundancia de lo real, el plus que solo vemos los hombres en lo que existe, la veneración ante lo grande y bello de inasibles e inefables facticidades, como la temporalidad, es misión del arte. Y además, resulta que somos hombres en la medida que lo “percibimos”, o sea, en la medida en que poetizamos que es el modo de visibilizar, vaga e imposiblemente, todo este trasfondo de lo real que se escapa a los sentidos, a la astucia y a la mera supervivencia. Como supo el gran Borges, el hombre es, fundamentalmente, hacedor, es decir, creador de mitos y arquetipos que tensan su mundo, y, etimológicamente, ya sabemos que hacedor equivale, en la lengua griega, a “poeta”. El hombre es así el animal que da más de sí, que trasciende, que busca, que amplía y multiplica las dimensiones de su mero existir, tornándolo conciencia; lo cual no prueba nada más que eso, nuestra necesidad de ser más y nuestra capacidad para que los abismos silenciosos, como “desaforados” gigantes dormidos que nos cercan, en su ambiguo estar más allá del bien y del mal, donde lo ético se torna poético, nos sobrecojan.