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Notas sobre el Quijote y la poesía (4)
Marcos Santos Gómez
El proyecto de Cervantes en el Quijote solo es equiparado, creo que puedo afirmar aunque sin desplegar mi memoria en demasía, por el Ulises de Joyce. Es decir, emplear en una narración recursos como la incorporación de distintos géneros y, sobre todo, meditar en ella poniendo en juego el arte dentro de la realidad, la sublimación que obra el arte en sí como una gran vidriera y cada género en su correspondiente perspectiva de la realidad, todo ello dentro de otra obra literaria mayor que las contiene, lo han conseguido pocos. Una gran obra que fingiendo ser la realidad acaba adquiriendo autoconciencia de no serlo, de su insuperable brecha con ella. Todo ello convierte a la genial obra de Cervantes en la pionera y fundadora de esta suerte de literatura autorreflexiva o metaliteratura, como tanto se ha dicho.
Pero las sorpresas o, en palabras de Borges, magias, que guarda el Quijote no se agotan en ello. Aun más, resultan infinitas, lo cual ya era también anticipado por el propio Cervantes, quien inicia un juego abisal de reverberaciones, de una suerte de bromas en las que nos perdemos sin acabar sabiendo del todo si lo que se cuenta es, supuestamente, un intento de Cervantes de contar una historia realista o, en el fondo, él sabe bien y deja entrever que su historia no tiene nada de realista. En la segunda parte, por ejemplo, Sancho se sorprende de que los duques le hayan preparado agasajos (empezando por hacerle cumplir su sueño de gobernar una ínsula) en función de sus íntimos deseos como si conocieran sus secretos personales. Pero, claro, es que resulta que el narrador de la primera parte, en su omnisciencia, relata lo que para Sancho formaba parte de su conocimiento secreto, que en la segunda parte conoce todo el mundo porque han leído la primera. Esto ocurre en algunas anécdotas que tomando el relato de la primera parte sobre miedos, ambiciones, dudas del escudero, los hace “públicos”. El lector lee el “mundo interior” de Sancho recogiendo con naturalidad esta omnisciencia del narrador, lo cual acaba resultando un imposible que la literatura ha hecho verdad. Y así lo muestra la segunda parte del Quijote, cuando el propio Sancho se asombra de ello, de que todo el mundo conozca sus intimidades, porque incluso los demás personajes ¡han leído la obra!
Así pues, en la segunda parte, los personajes se salen de la narración y toman distancia reflexiva de la misma, en la autoconciencia de ser personajes de una obra literaria. Estamos ante un juego que la literatura más culta explotaría en los siglos posteriores y que en el siglo XX ha reaparecido en numerosas obras maestras de su literatura. Sin ir más lejos, el testigo de Cervantes lo tomará Unamuno que en su novela (“nivola”) Niebla saca al protagonista de su historia, dentro de otra historia, en la que están ese mismo personaje autoconsciente y extrañado frente, nada menos, al autor, que se convierte en personaje de su propia novela. Todo es como un conjunto de esas muñecas rusas que se van incluyendo unas dentro de otras.
El camino emprendido por Cervantes en la primera parte, que estriba en una aglomeración, decíamos, de géneros y cuentos dentro del gran cuento del Quijote, insertados en una trama “realista”, con naturalidad, como quien no quiere la cosa, siendo historias que jamás ocurrirían en nuestra/la realidad, este camino cambia, pero solo en apariencia. Se ve que, como confiesa el propio Cervantes en boca de alguno de los distintos comentadores, personajes o escritores-traductores ficticios de la obra, esta profusión de microrelatos dentro de una trama general, había sido criticada tras la publicación, por romper el hilo de la trama principal. Cervantes hace caso a los lectores, pero sigue jugando. La broma de Cervantes es tal, que en la segunda parte sigue haciendo lo mismo sin que apenas se note, sin que el lector lo detecte. A mí me habría colado, por ejemplo, una, cuando uno de los capítulos que sitúan a don Quijote enfermo tras la broma de los gatos en la casa o castillo (¡¡¡Cervantes juega además con esta ambigüedad y nos deja, ahora, elegir qué realidad queremos, si finca nobiliaria rural o castillo, sin aclarar dónde están los duques y don Quijote “realmente”!!!), en el que es de nuevo vapuleado, él y una dueña que parece ser de las pocas personas sinceras (junto con el canónigo que al principio de la sarta de humillantes bromas pesadas de los duques protesta contra ello en una comida) resulta que es, a nivel de contenido y estructura un típico entremés cervantino. Y lo sé gracias a una nota de Francisco Rico, si no, me la cuela Cervantes.
Así pues, la segunda parte está igualmente plagada de literatura dentro de la literatura, pero fingiendo todo un supuesto realismo mayor que el de la primera parte. Gran parte del gobierno de Sancho en la ínsula son chascarrillos muy populares en la época, que se contaban más en entornos sociales propios de Sancho que en la literatura culta (de caballerías, pastoril, etc.), la cual se leía en entornos más cultivados. Cuando uno se aproxima así al Quijote, resulta que nos percatamos de que es tan exuberante y mágico como cualquier novela del realismo mágico de la América Latina del siglo XX.
Pero gran parte de la clave del Quijote está en sus personajes principales. En esos dos polos, en apariencia antitéticos, que son Sancho Panza y don Quijote. En ambos, quizás más en quien la fisura con lo real es mayor (si es que a cierta altura del Quijote nos aclaramos con lo que Cervantes entiende por lo real), o sea, el caballero andante, parecen darse dos niveles de realidad. Si tomamos la figura doblemente triste (según desde qué mundo es visto) del hidalgo convertido en caballero andante, aparentemente fuera de lugar, adivinamos un sustrato de carne y hueso, muy humano, que llevaba una vida de típico hidalgo de pueblo. Los hidalgos eran el sector más bajo de la aristocracia, que no era considerado noble, y que no podían utilizar el “don” en su nombre. Constantemente, cuenta Hugh Thomas en su primer volumen de la trilogía sobre el Imperio español, se veían forzados, por un cierto complejo, a demostrar que encarnaban lo que los demás nobles ubicados por encima en la jerarquía ya ostentaban de nacimiento. Tenían que ganarse su nobleza y el historiador inglés cuenta cómo en la guerra de Granada algunos cometían hazañas temerarias y absurdas para ganarse dicho halo social, el reconocimiento cabal de la nobleza de su sangre. Se situaban, pues, a nivel social, entre el pueblo llano (labradores, los que profesaban oficios, vendedores, etc.) y la nobleza que sin dudas encarnaba “de verdad” los valores “nobles”. Por tanto, hay que suponer ya de partida una tensión dentro del ser (social) del hidalgo manchego y el sentimiento de no lugar, de estar sobre una cuerda floja.
¿Qué representan, entonces, las novelas de caballería para el humilde hidalgo (la famosa descripción con que comienza el Quijote enfatiza precisamente lo humilde de su condición, su forma austera de vida, su porte sencillo, demasiado moderado como para ser un noble)? Quizás aquí haya que retomar el asunto que nos había movido a destinar esta serie de post al Quijote: lo épico que, en lo más fundamental del hombre, equivale a lo poético (nomenclaturas al uso aparte). Parece contrastada la universalidad de la condición poética o del anhelo épico del hombre. Algo que relacionábamos también con los mitos, en la medida que todo ello apunta a la incorporación de una tensión al modo de perturbadores horizontes (axiológicos, ejemplares) que excitan el deseo frente al sujeto. Lo que llamamos “cultura” o ideología los porta. Todos los pueblos sienten esa necesidad humana de tirar de sí para delante. El hombre podría ser pura permanencia, inmutable mutabilidad y tender en exclusiva a ser una constante repetición de sí mismo. Pero tal hombre es inconcebible, resulta imposible imaginarlo. Todo en nosotros, desde los sentidos a la inteligencia, porta esta suerte de tendencia a desplegarse y a hacerlo situando un modelo ejemplar frente a sí. Dicho en otras palabras, el hombre, salvo patologías como la actual en nuestro inicio del siglo XXI, los seres humanos se anteponen ideales.
Mas los ideales y el modo en que estos se expresan se ha de encarnar con todo lo que somos, incluido ese elemento fundamental que consiste en que somos sociales. Aludir ahora a una historia de los ideales, de su plasmación cultural y de sus contenidos, es por supuesto tarea imposible, debido a la extensión y rigor que haría falta. Ya se ha acometido esta empresa en varios frentes y por mejores estudiosos. Yo tan solo puedo apuntar algunas impresiones y esbozos acerca del ser social e histórico del hombre.
Desconocemos prácticamente la enorme franja, para siempre ignota, de la Prehistoria. Unos doscientos mil años sin agricultura ni ganadería, de nomadismo, de recolectores, cazadores y pescadores en una tierra virgen y desconocida en su inmensa plenitud. Las pinturas rupestres tienen una antigüedad mucho menor, y apenas queda más rastro que los sílex y huesos, muy pocos, del homo sapiens durante lo que ha sido su forma más longeva y “normal” de existencia. Desde luego, tampoco conocemos el futuro ante nosotros. Así que resta que nos centremos en lo que podemos averiguar directamente, en la pequeña franja de la historia, acerca de la pulsión de los ideales en el hombre.
En la llamada “civilización” a menudo los ideales se han situado, vivos, en las castas superiores (veíamos cómo indica esto Jaeger al referirse a la Grecia del siglo VIII a. C.). Ha habido un estrato “aristocrático” que, en decenas de transformaciones, ha ido siendo el depositario de lo excelso. Naturalmente, el modo en que esto ha ocurrido y el nicho social concreto que ha gozado de este privilegio, ha ido cambiando con las formas de sociedades hasta nuestro mundo burgués. Digamos que, no obstante, la cierta sombra de una vieja casta noble ha permanecido, como lugar admirado, como objeto de deseo, como prohibido lecho de rosas cuasi divino que sólo en muy pocas ocasiones era alcanzado por el populacho. Pero, para este “populacho” (y que me perdonen los sociólogos por esta forma tan simple y generalizadora de expresarme) el mayor deseo, lo que se imitaba o se tenía por forma ideal de vida, aquello a lo que todo el mundo quería parecerse, aun renunciando resignadamente a lograrlo jamás, era lo que ha representado el ideal “aristocrático”. Así, en la civilización, la fisura que los ideales abren en la realidad se ha encarnado en una fisura social, palpable, constatable entre los hombres. Y la fisura, en general, variando a veces en su localización (dentro de un mundo burgués o estamental los abismos sociales se expresaban y ubicaban de modo diferente), se ha configurado como insalvable.
De manera impresionantemente actual, también el Quijote puede ser visto, aunque esto guarda una obvia relación con la necesidad de lo épico en el hombre que llevamos varios posts resaltando, puede ser visto, decimos, como una reflexión narrativa acerca del ascenso social en la época y, todavía hoy. Si las primeras cincuenta o hasta cien páginas de la segunda parte se destinan a situarnos bruscamente en el nivel de la literatura autoconsciente que va a florecer en las siguientes, con las discusiones entre don Quijote, el barbero, el cura y el bachiller Sansón Carrasco, tras ello se relata el pasaje de la discusión entre Teresa Panza, mujer de Sancho, y su marido. Lo que ella desarrolla es un auténtico tratado del sentido común (que para Sancho se expresa en su modo de “sabiduría” basada en los refranes populares) y que a Teresa le hace expresar la imposibilidad que ellos tienen de lograr de veras un ascenso social. Es lo que explica, la imposibilidad de ascender socialmente en su tiempo, como algo imposible (aunque esta reflexión en sí y tan lúcida y distanciada toma de conciencia apunta ya a un mundo feudal que se estaba empezando a quebrar). Son páginas que cualquier persona “razonable” habría de suscribir. Señala que de hecho, resulta imposible ascender socialmente y, aun más, que puede ser castigado el intrusismo social ascendente. Es impresionante como, casi como un sociólogo actual, Teresa Panza expone y describe con gran lucidez el modo en que este rechazo se daría y cómo impediría una vida tranquila y bien acoplada a su nuevo escalón social por parte del arribista. Sorprendentemente, asevera que el dinero no es la clave para definir el nicho social que uno ocupa, sino lo que siglos después Bourdieu llamaría “capitales” (de los cuales el económico es solamente uno más y no de los más determinantes) y “habitus”. El intrusismo de alguien que no se ha socializado en las reglas de un campo de juego social determinado (y Bourdieu afina y matiza mucho más la tradicional teoría de las clases sociales, término que rehúsa emplear) produce una cierta distorsión vital en el intruso. Y esto es lo que Teresa trata de explicarle a su marido que se encuentra cegado por su deseo de ser gobernador.
Asimismo, el propio don Quijote es acusado de intrusismo social, cuando los hidalgos y nobles del pueblo manifiestan su incomodidad con el “don” que se ha añadido sin merecerlo socialmente, lo que en la época significaba mucho. Pero don Quijote se lo añade porque los caballeros de las novelas que leía lo ostentaban y él quiere hacer realidad el sueño que eran, en cuanto ideales deformados, paródicos, las novelas de caballería.
Seguramente, una vía de ascenso social paralela que sí era reconocida fue la universidad, a medias entre el estamento eclesiástico y el nobiliario. El hombre cultivado y estudioso ya se preguntaba por todo esto e incluso lo cuestionaba. Tenía cierto permiso social y la posibilidad de hacerlo; lo que se conseguía leyendo o yendo a la universidad, como el bachiller Sansón Carrasco. La figura medieval del intelectual universitario se incorporaría hasta nuestros días en una institución, la universidad, que iría transformándose según la sociedad le iba asignando misiones o funciones adecuadas con los cambios históricos y estructurales. El nicho universitario ya era en la época el lugar donde la ideología se iba acoplando a los cambios sociales e históricos. Una suerte de fábrica de ideología que, por eso mismo, implicaba el distanciamiento crítico muy a menudo y un notable carácter, también, de fábrica de contraideología. Seguramente hizo, y ha hecho hasta hoy, falta este ámbito de pensamiento “libre”.
A nosotros, por volver a un ámbito menos descriptivo, menos historiográfico, lo que nos interesa es que los ideales son formas de lo poético o, como también lo hemos llamado y hecho casi sinónimo, de lo épico y lo mítico. Son estos ideales los que procuran su brillo al estamento noble. Para don Quijote los ideales se le habían presentado efervescentemente vívidos, más que en su pobre realidad social y en las novelas de caballerías. Tampoco puedo hablar aquí con detalle y conocimiento de causa, ya que no he estudiado el género (habría que leerse algún día, sí o sí, el Amadís, por lo menos), pero baste la general convicción de que los relatos épicos, con distintos matices, plasman lo deseado en un contexto social, es decir, lo excelso, el contenido de lo bueno que en este momento equivalía a lo que garantizaría, supuestamente, el ascenso social e ingreso en la élite social aristocrática. El género caballeresco idealizaba algo que nunca ocurrió tal cual y que funcionaba como imagen o espejo en que mirarse, aunque deformándolo grotescamente para divertir, con tramas apasionantes y recursos fáciles de suspense y acción, lo que convertía al mismo en una parodia del ideal nobiliario-épico. Me tienta comparar lo que suscitaba con lo que hoy sería para nosotros la serie televisiva Juego de tronos.
Hay que recordar además que un género literario de la época que yo apenas he nombrado pero que también está presente, mucho más velado, implícito, en el Quijote, era el género picaresco. Lo esencial del mismo, dentro de la problemática a la que estamos apuntando, es la absoluta imposibilidad de ascenso social que mostraba. El pícaro viaja, como los héroes de las novelas de caballería, en peculiares formas de lo que hoy serían road movies, o también novelas de educación (de mala educación), como el Lazarillo. Pero de todas sus aventuras y esfuerzos no resulta cambio cualitativo de ningún tipo. Es decir, el pícaro permanece esencialmente miserable toda su vida e incluso puede terminar lleno de satisfacción su andadura con la mayor deshonra, con el envilecimiento personal autocomplaciente, como es el caso del Lazarillo. Pues bien, don Quijote es lector expreso y consciente de las novelas caballerescas e, implícito, de las picarescas. Es decir, emprende un viaje con tintes de ascenso, como si un pícaro o alguien de bajo rango social se atreviera a creer que era posible terminar de “emperador de Trapisonda” o “gobernador de la ínsula Barataria”. Lo que era imposible para el pícaro o los hidalgos de su tiempo, don Quijote lo va a emprender, desafiando las reglas del juego.
Detengámonos por ahora en estas reflexiones. En el próximo post de esta serie dedicada al Quijote, matizaremos cómo vive cada uno de los dos extremos ejemplares (caballero y escudero) de un mundo que no acaba de conciliarse con sus ideales. Cómo para uno el ideal es salida absoluta de la realidad pero en una locura cuerda, por la que los ideales son pensados y la necesidad de verlos encarnados forma parte de la peculiar racionalidad del hidalgo. Don Quijote se toma en serio lo que en el nivel discursivo ideológico o fantástico caballeresco se manifestaba como bueno y grande, y deseo verlo en el mundo (de hecho en varias ocasiones reconoce su afán de resucitar la vieja y olvidada caballería andante). Sólo que lo implanta en la realidad a la fuerza, sin mediación ni estrategia de ningún tipo empleada para ello.
Sin otro referente en esta suerte de conciencia desubicada que el polo de la inserción en el mundo sin ideales, en sus inercias ciegas, no discursivas, producto de una falta de pensamiento, que es el polo representado por Sancho Panza. Pensar bien consistiría en superar estas polaridades y el Quijote, quizás, es el intento de enfocar el asunto, de tratar de situar el pensamiento en su centro, en su equilibrio, en la integración, quizás, de los dos opuestos del caballero y el escudero. Esta gran obra muestra los dos movimientos respecto a lo real (socio-histórico) que precisa hacerse cuando se piensa lo real (socio-histórico). En un tiempo que estaba produciendo las primeras utopías de la modernidad. Las reacciones que ambos personajes van mostrando, sus razones y su vida “interior” son estaciones en este esfuerzo por pensar la realidad histórica cabalmente, de manera que a lo largo de la novela van educándose entre sí y en su interacción con el medio en su viaje-aventura. Ambos quieren ser libres, liberarse de ataduras sociales y no acaban de lograrlo. Se hallan presos de dinámicas fatales y trágicas, condenadas a no hallar una salida razonable. Porque proponerse ser libre vale como propósito, pero así, en el puro vacío, no funciona. Iremos detallando esto en próximos posts.
A la altura de la novela en que estamos, dentro de nuestra relectura, que es la parte del gobierno de Sancho Panza, es este personaje el que se nos antoja más complejo e interesante, curiosamente, cuya famosa “quijotización” supondrá el abandono de su cerrado “ideal” de ascenso social basado en una extensión de la necesidad de supervivencia. Asimismo, el pensamiento de Sancho se irá haciendo más complejo en estos momentos, a partir de su ubicación en esa forma de clichés (de no pensamiento) que son los refranes hasta el autocuestionamiento que hará que él, y también su amo, se vayan dibujando mejor, redondeando, mostrando de nuevo su realidad de carne y hueso. Literariamente, van pasando de ser ellos mismos meros clichés (personajes planos) a redondearse (personajes redondos). En principio esto es algo que funciona, al parecer, en la percepción del lector que gradualmente va viendo en acción a ambos desde un inicial casi desconocimiento. Pero coincide con una cierta riqueza y transformación progresiva de los mismos. Don Quijote abandona su aldea en la primera salida como un mero cliché que se ha llenado de matices y humanizado ya al final de la obra.
Antes de la culminación de este proceso, amo y escudero permanecían atrapados en formas de pensamiento alienadas, en el caso de don Quijote, en un giro hacia lo excelso de ideales sublimes donde la realidad aparece mistificada y desmaterializada (un modo de ser platónico) o sumergido en el fango que es el resto, la escoria de la materia, lo que le queda a Sancho por el vuelo hacia lo excelso del caballero, un Sancho que se halla atrapado en la no salida de su condición existencial, que siempre es, fatalmente, condición social. Y el pensamiento que oscila entre ambos polos antitéticos no logra superarse, no se patentiza como efectivo, no alcanza a tocar la realidad salvo dando saltos de uno a otro extremo.