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Educación y filosofía
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Educación y formación. Hacia una hermenéutica “crítica” de la propia vida.
Marcos Santos Gómez
"La temeridad, frescura y grandiosidad de Byron, ¿acaso no son formativas? Tenemos que guardarnos mucho de pretender buscar la educación sólo en lo que sea manifiestamente puro y moral. Todo lo que sea grande educa nada más percibirlo".
Goethe, en Conversaciones con Goethe, de Eckermann.
La lectura de El nombre de la rosa en mi adolescencia me confirmó lo que ya algunas clases en el instituto donde estudiaba B.U.P. (el bachillerato de la época) me sugerían. Que había algo grande, incluso inmenso, una belleza y una posibilidad de vida que desbordaban los pobres cauces de una adolescencia en una ciudad de provincias fuertemente castigada por la pobreza y la droga, en los años ochenta. Supe que tales posibilidades las abrían los libros y el estudio, pero también la influencia de maestros, de personas que encarnaban, más o menos, lo que había en los libros, que me suscitaron la sospecha y la esperanza de que había vida mucho más allá de mi vida.
Así, desde que mi profesor de filosofía en el instituto me presentó a Sócrates, he sabido que al hombre y a la existencia humana más excelsa, más lograda y bella, le corresponde un dinamismo trágico por el que se busca casi a ciegas y siempre con la única certeza de que no vamos a resolverlo todo, de que, desgraciada y afortunadamente, el mundo y el ser se prolongan mucho más allá de nuestras existencias particulares.
En estos días recuerdo algo de eso, del papel fundamental de los maestros que añaden ese tono trágico, pero bello, a la existencia del discípulo, leyendo las Conversaciones con Goethe de Eckhermann, editadas en Acantilado. Aunque el gran alemán no fue ni quiso ser en gran parte de su vida un romántico, y se mantuvo en una estética y ética tendentes a lo clásico y equilibrado, el hecho de ser él mismo un pozo sin fondo de sabiduría e inquietud intelectual y artística, ya expresaba lo no logrado como el carácter esencial de un sabio. O sea, que la paradójica certeza de la propia ignorancia que subrayó Sócrates como salud, también aquí, por nombrar un solo ejemplo, se manifiesta. Y fue, en estos días voy recordando, la clave del profundo impacto que me causó la lectura del libro de Eco.
Paradójicamente hay en el que busca saber (etimológicamente, casi, el “filósofo”) un trasfondo negativo (¿Mefistófeles en el Faustode Goethe?) y frustrante que le va a acompañar siempre y que aunque suponga una permanente carencia e insatisfacción en el hombre docto, resulta por otro lado participar de una rara belleza que no me explico realmente cómo ni por qué, me sedujo. Aunque la pista la da una cita del propio Goethe sobre Byron en la que señala que es el contacto con lo genuinamente grande lo que ya, al modo de un contagio, nos educa, es decir, nos forma, nos realiza, sin que sea, matiza, necesaria una moral, es decir, sin reverberaciones de ninguna ética particular o sentido de lo bueno o moralmente malo. Sencillamente, se trata de algo que siendo ético, trasciende lo moral y se expresa como algo antes estético, creo. Dicho de otro modo, la educación obra por la capacidad de una vida bella (¿trágica?) para impulsar, a modo de contagio, al discípulo su búsqueda también personal. Sin esto, una existencia humana está aún más falta de algo, incompleta y deficiente. Es lo que sin explicarlo así mis maestros en la EGB y el BUP, junto con otros adultos cercanos, y la novela de Eco me sugirieron. Abre tu minúscula existencia a lo que puede contagiarle su grandeza, que es lo que en términos de la pedagogía, no sin sesgo positivista y devaluado, se llamaría curriculum pero que yo denomino sencillamente “alta cultura” o “conocimiento”. Me refiero al poso que la humanidad va dejando a lo largo de su historia, lleno de errores y horrores, pero también nutrido por una suave iridiscencia que lo torna grande. Para ello la vida debe incorporar el conflicto y entonces estalla, llena de insatisfacción y fracasos, su salvaje belleza.
Un Grado en cualquiera de las especialidades de la Educación tiene que obrar de esta manera. Debe incorporar la cultura como magisterio que amplifica la propia vida y la hace inquisitiva, reflexiva. Además esta incorporación de lo grande que educa, va a generar la elección de un ideal por el que el sujeto se alza sobre su propio suelo y es capaz de pensarlo. Así aunque la pedagogía es introducción de una norma y regulación de la vida del niño o adolescente, será esta fijación de límites lo que hará superar al niño, explicaría un freudiano, su narcisismo, su ceguera a todo lo que no sea su particular y mezquino universo de deseos pulsantes. En este sentido, la buena pedagogía, aunque tienda a situarnos en el límite del abismo y en la pregunta, comienzan con la limitación y lo normativo. Algo que hoy se ha olvidado por completo o que si se alude, se hace para entenderlo con un fuerte componente peyorativo, como si por esto estuviéramos justificando que masacremos a los niños.
Lo que una vida bella y magistral transmite es eso, la poderosa necesidad y acción de ideales que tiren hacia arriba de la propia existencia y que, por ende, nos impulsen mucho más allá, a los cielos inimaginables que se alzan sobre la egolatría y el narcisismo. Estos ideales valen, son buenos, cuando producen el dinamismo trágico al que me refería, el de saberse pobre, el de estar en permanente movimiento, con un prurito constante, sin poder ya reposar en el suelo y el opio de una existencia autocomplaciente y conformista. Es la vida que había escogido el protagonista de la novela de Eco, Guillermo de Baskerville, una vida inquieta e indigente. Una vida, decía unas líneas más arriba, trágica, situada en la falla, en la fractura, que rehúsa todo dogmatismo y se vertebra desde la pregunta y la casi ausencia de respuestas. No acabo de explicarme por qué, pero esta vida seduce y atrae, quizás porque evoca horizontes, porque en ella está el espíritu inconformista y preguntón que diferencia al hombre del resto de los animales. Es como si intuyéramos que es el camino para la auténtica y diferenciada realización humana. Y que, por tanto, el otro camino, el de la permanencia en un todo sin fisuras, sistemático y plagado de respuestas y clichés, empobrece al hombre, lo aleja de la actualización de su principal potencia.
Así, la cultura que educa no es tanto la de un llenarse de datos, como intuyó la pedagogía hace casi dos siglos y, si nos remitimos a Sócrates, hace más de dos milenios, sino la de llenarse de vacíos y tensiones, la mayoría irresolubles. Este es el efecto que causan en una persona los ideales y los contenidos, que no los datos, de una cultura “escolar”. Es la cultura que aporta el abono para que emerjan los ideales que tirando de la propia existencia, la conducen, como el tábano socrático, a la pretensión de superarse. O sea, frente a concepciones conservadoras de la Bildung, estamos ante un dinamismo en la educación que desde la visión de lo que uno no es y no tiene, conduce a la propia superación o, como quizás ha querido indicar cierta pedagogía, a la propia y nunca lograda perfección. Cuando el educador mejora a su alumno, no puede ir más allá de esto, si educa bien, o, si educa mal, a provocar el autocomplaciente retiro en los dogmas y clichés de un pensamiento fosilizado.
Una vida sin examen, pues, siguiendo la afortunada expresión platónica, no merece ser vivida. O, en cualquier caso, es menos vida, bastante por debajo de lo que podía ser en un sentido cualitativo. Se reduce. Y la pedagogía tiene que tener mucho cuidado con esto. Es decir, no puede crear la falsa ilusión de que todo vale, de que todo en ella consiste en la extensión del narcisismo infantil, de los “intereses” del niño, cuando hay intereses muy suyos que no puede conocer el niño todavía y ni siquiera imaginar hasta que un maestro, o una buena novela, se los presenta, los invoca para que se encarnen ante sus ojos. Esto es educar en el sentido de formar. Porque esto es lo que produce la alta cultura en el hombre.
La “alta” cultura (la historia, las ciencias, las artes, la filosofía, las lenguas y literaturas) muestra los horizontes y las posibilidades de mejora de la propia existencia que el niño no puede soñar por sí mismo, a solas. Necesita esta presencia estimulante del otro, y por tanto, es radicalmente heterónomo, lo que quiere decir que para crecer necesita adquirir la convicción de que los demás están ahí, de que estaban mucho antes que él, y de que seguirán estándolo siglos y milenios después de que muera. Esto, como parece claro, implica que educar no pueda ser solamente un entrenamiento y adquisición de competencias, sino en el osmótico contacto con lo más excelso, al estilo de la benéfica influencia de Goethe sobre Eckhermann. Las novelas de formación, género literario de la lengua alemana iniciado precisamente por Goethe, destacan esto. El niño va recibiendo influencias y enseñanzas que lo liberan de su narcisismo, de la exultante permanencia en sí mismo, al modo de socráticos y negativos acicates que le hacen ir pensando su vida, los cuales habitan, simbólicamente, en la cultura. No veo por tanto que podamos concebir una educación sin contenidos, los cuales van a originar sus propios caminos y métodos a posteriori, no al modo de destrezas o métodos a priori. Por el contrario, lo que produce la verdadera formación es, hemos indicado, el prurito de saberse en permanente falta de algo en la propia existencia, como si en lugar de adaptación la inmersión en las tradiciones produjera, contrariamente, una constante y fatigosa inadaptación. No nos vale, pues, que inmediatamente alguien nos relacione la formación con un culto sagrado a la tradición como algo cerrado, sin aperturas, que repite lo añejo, rancio o carca. Esto no es la cultura ni la tradición que fecunda el mundo del hombre de transformaciones y búsqueda. Es una versión conservadora asociada, en efecto, al modo de vida burgués, y por tanto peculiar y sesgada de lo que es la tradición y de su efecto en el hombre y en la educación. Por cierto, no anda esto, que puede discutirse en la pedagogía, lejos de parte del debate filosófico en torno a la hermenéutica que se ha dado en el siglo XX.