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Educación y filosofía
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Teoría, verdad y educación: actualidad de la Pedagogía socrática y platónica.
Marcos Santos Gómez
Explicar por qué hay que estudiar a los griegos antiguos para comprender el presente de la escuela tiene su dificultad; aun más, explicarlo a futuros educadores en una de las numerosas facultades de Educación (o de Ciencias de la Educación) que en España han asumido un sesgo técnico en detrimento del enfoque teórico propio de la universidad anterior al Plan Bolonia. Pero es precisamente la reflexión en torno a este camino intelectual escogido masivamente por los planes de estudio y guías docentes en los Grados en educación el que puede aclararse en sus consecuencias y alcance acudiendo a los griegos. Porque resulta imprescindible remontarse al origen de la educación en occidente, tal como hoy la conocemos, para hallar su nervio actual más profundo. Un origen que, tanto histórica como teóricamente, nos sigue determinando, pues seguimos dentro de los márgenes de Grecia que dispusieron lo que hoy somos.
En particular, lo que nos caracteriza hoy en su aparente novedad es el rechazo de lo teórico y su suplantación por lo técnico en la investigación y la docencia. Pero esto es, aunque muchos no lo sepan, viejo como occidente, y ya ocurrió en Atenas, la Atenas de Pericles, los sofistas, Sócrates y, metidos ya en el siglo IV a. C., Platón. La pura posibilidad del dilema entre lo práctico-técnico y lo teórico es ya algo que se fraguó entonces en la discusión de Sócrates y Platón con la sofística, y ya se dieron respuestas e inquietudes parecidas a las que hoy podemos formular.
Lo esencial de lo que pasó (y nos pasa todavía) es descrito por Jaeger en su monumental obra clásica Paideia. Recordemos que la tesis principal de este ingente trabajo del conocido helenista es que la necesidad de educar de un modo consciente y ya no relegado al mero aprendizaje espontáneo y vivencial de la tradición, del puro impregnarse de ella, emerge al mismo tiempo que en la cultura se obra la racionalización que la escinde de lo natural, que la desnaturaliza, obligando a una relación distanciada y consciente con la misma. Lo hemos ya escrito y publicado en numerosas ocasiones. A partir del momento en que el saber no es lo que se da por cierto en los poemas, o sea, que no es lo que los poetas (primeros educadores de Grecia) transmitían seductora pero irracionalmente, emerge un “todo” que se empieza a mirar como un algo aparte, como un conjunto definido y separado del individuo, compuesto por los “nuevos” saberes que es preciso estudiar y no solamente interiorizar de manera inconsciente. Se ha superado, por tanto, el modo espontáneo y entreverado en la propia vida y placeres, de insertarse el individuo en su universo cultural o tradición, como por encanto, míticamente, atraído por el canto de las sirenas.
Como excelente compendio de esta perspectiva que ya había intuido a partir de la lectura de la obra de Jaeger, acabo de enfrascarme gratamente en un capítulo magistral de un libro colectivo y antiguo, un clásico del pensamiento pedagógico del siglo XX, y que ha reeditado la editorial FCE. Se trata de:Château, J. (2013). Los grandes pedagogos. México: FCE (primera edición francesa 1956).
De manera sintética y genial, el autor de este capítulo (hay otro dedicado a Juan Luis Vives de García Hoz, por cierto) ha expuesto perfectamente la idea básica que a lo largo de mis recientes artículos y entradas en el blog de hace ahora justo un año, había querido mostrar. Parte del siglo V a. C., ¿cómo no?, porque en él ya ocurre algo fundamental, por lo menos en Atenas pero vinculado a lo que un siglo antes Jonia ya había desarrollado en torno a la Phisis o mundo natural.
Tras la desnaturalización de los saberes, con la distancia que con la razón (logos) el filósofo había creado ante los mitos y la tradición, se habían dado dos procesos. Uno consistente en la necesidad, ante el desarrollo de las técnicas de las distintas artes y oficios, de enseñar y aprender todo un caudal de conocimientos relacionados con el saber-hacer, es decir, de tipo práctico, relacionado con las técnicas empleadas por los artesanos. Lo que hoy denominaríamos una formación técnica sistemática y polivalente. Y otro fenómeno, que nos interesa mucho, fue la creación de la teoría, como hoy también la poseemos. Lo teórico era algo que aunque nacido históricamente después de lo técnico, sin embargo fundamentaba y dotaba a lo técnico (como un primer paso para la epistemología) a través de la reflexión en torno a la verdad y universalidad o particularidad residentes en el conocimiento. Era la búsqueda (y desde entonces educarse e investigar es precisamente buscar) de algo firme, de una relación de aquello que se sabe con la realidad en su íntima esencia y eternidad, por encima de los mitos y la tradición y fundamentando todo el edificio del conocimiento. La presunción de una verdad desnuda y formal que dotara a los contenidos de un carácter universal y objetivo. Un invento griego que por muy arriesgado que nos parezca es el que propició la aparición, siglos después, de la ciencia. Se colocaron con esto los cimientos para que una idea de lo verdadero, de la verdad desnuda e incluso a priori, de los conceptos, artes e ideas, fundara la posibilidad de explorar y explicar el mundo de un modo ajeno a los intereses que no fueran la mera certeza, la seguridad epistemológica mucho más poderosa que las certezas impuras y relativas que nos ha transmitido la tradición.
Así, en Grecia, la TEORÍA tiene nada menos que el cometido de hallar lo cierto y lo falso en todo lo que se nos presenta, incluida la tradición y los saberes. Hemos de recordar que esto, es decir, la capacidad de la teoría o del pensamiento distanciado para dotar a lo bueno, al bien, o sea, a los valores, con la categoría de lo verdadero y por tanto con su universalidad, se aplicó al análisis de la tradición y del comportamiento racional (ética). La discusión (teórica) en torno a lo universal o relativo del currículo que enseñaban los sofistas, se fue aplicando al campo de la ética.
Vayamos por partes. En primer lugar la sofística tuvo dos modos generales de darse. Uno, casi ya lo hemos formulado, fue el punto de vista de los saberes estrictamente técnicos, el de los ingenieros y artesanos, saberes que en la universidad medieval apuntarían al Quadrivium y que desarrolló Hipias entre los sofistas. La idea de una formación práctica basada en lo útil y en el operar dentro de las cosas naturales. Así, un sofista sería un profesor, o sea, cobraba a alumnos que pagaban por sus clases, que enseñaba un compendio de saberes prácticos, relacionados muchos con oficios, como una especie de enciclopedia del conocimiento acumulado por los artesanos, un conocimiento útil y apto para sobrevivir con tino en el mundo. En esta primera acepción, no existía ni valoraba la teoría y por tanto lo que hoy denominaríamos “currículo” era detentado por saberes prácticos.
Hubo otra forma de sofística que se situó en el lenguaje como paradigma y en la figura del abogado, o sea, del saber propio de los abogados que estos ponían en marcha en su actividad pública. Esto fue además lo que compuso, por cierto, en la universidad medieval el Trivium o artes relacionadas con el lenguaje y la persuasión. Se consideraba que el conocimiento residía en el habla y los textos que podían ser hábilmente empleados para aquello que fundamentalmente era el fin, creían, del lenguaje, que consistía en conducir a los demás hacia los propios fines. También, como en el modelo técnico, se pretendía el éxito en la sociedad, una vez comprendidos y asumidos sus valores. Aquí aparece algo que hoy tiene mucho sentido en la Pedagogía: los valores. Un valor sería lo considerado bueno, lo que hay que hacer propio, y en función de ello, moverse estratégicamente para acomodarse en la sociedad. Respecto a la tradición esto implicaba una utilización de la misma que no iba más allá de su supeditación al éxito social, es decir, no se formulaba la pregunta sobre el grado de verdad de lo bueno, de los valores que se asumían como fines. Esto quiere decir que tampoco se integraba en esta enseñanza una teoría que fuera capaz de “mirar” o buscar con pretensión de certeza, lo verdadero. No se pretendía la verdad de los valores de la tradición que eran incluidos en la enseñanza de un modo irreflexivo. Los valores eran los fines asumidos de hecho para orientar las estrategias retóricas enseñadas en una relación comercial al alumno que pagaba (y mucho) por ello.
En ambas versiones, señala el capítulo que estamos parafraseando, no podemos establecer un cabal conocimiento científico. No se da siquiera la pregunta por la verdad, o sea, por el valor universal, por el rango que, extraído de las matemáticas, hacía a un saber o a un bien, verdadero a priori y en toda nación o circunstancia. En la medida que hoy la ciencia pretende “hablar” de este modo acerca del mundo, tiene que partir de esta idea de verdad en un sentido formal, matemático y universal. Algo opuesto por completo al relativismo de Protágoras que Platón expone en el diálogo con su nombre y que se nos antoja un texto fundamental para entender la educación. Un relativismo el del sofista en torno a la ética y a la ley. Según este enfoque la virtud no podría enseñarse porque, sencillamente, no existe. No existe la virtud como verdad a la que apuntar con la conducta. “La educación ética, tal como la concibe Protágoras, descubre así su fragilidad y su indigencia crítica. ¿Cómo restaurar la moralidad, instruir a los individuos en la virtud, guiar la conciencia colectiva, sin un efectivo conocimiento de los valores y de los fines? El relativismo de Protágoras no conoce otros valores que los que emanan de la opinión, expresada en la ley de cada ciudad; no dispone de ningún principio que permita juzgar la opinión, verdadera o falsa; (…) si la moralidad no descansa en un saber, carece de fundamento sólido; y la acción educadora, cuando no está dirigida por otros principios que la distinción puramente pragmática de lo normal y de lo patológico, cae fatalmente en el oportunismo” (2013, p. 21).
La consecuencia para la educación y la pedagogía es clara. No puede haber una educación en lo universal y lo máximo que puede regirla es aquello que una sociedad establece como lo bueno y en función de lo cual regirse tácticamente para vivir bien en ella. Se ha eliminado la teoría de la educación y se ha optado por una técnica de la educación que prima el saber hacer como básico recurso que el hombre educado debe adquirir. Un saber hacer que en el lenguaje actual llamamos “competencias”. Las competencias, como todo lo que se reduce a su aspecto técnico, implican o enseñan un actuar eficiente, pero ciego, sin la distancia y el desinterés con que la teoría “miran” a lo que uno mismo o los demás hacen.
Pero la conducta de un sujeto puede ser movida por lo que para Platón, en cambio, son ya valores, valores que encierran un bien que atrae y que, sobre todo, es verdadero. Hay una razón no meramente estratégica en lo que mueve al sujeto y esa razón se basa en que el fin buscado es verdadero, corresponde con una verdad. Dicho de otro modo, hay razones universales para determinados comportamientos, que así pueden fundarse con firmeza. “En esta determinación de la voluntad por el conocimiento descansa la posibilidad de la educación ética; la acción recta procederá infaliblemente, en efecto, de un juicio lúcido. Ahora bien, cualesquiera que sean las incertidumbres de la conciencia colectiva, las variaciones de la opinión, la subjetividad de las preferencias individuales, es posible llevar al sujeto consciente hasta reconocer que existe un ideal que se impone incondicionalmente a la reflexión, a la voluntad razonable, que hay valores independientes de la prevención individual o social, de los prejuicios o del egoísmo, y que responden a la más profunda aspiración del ser que piensa” (2013, p. 22).
Fue Sócrates quien apoyándose en esta cierta fe en la posibilidad de “verdad” y de una absoluta certeza del Bien, quien desarrolló otro tipo de pedagogía que ya no era aprendizaje de saberes técnicos o prácticos o retóricos y que además podía implicar la crítica a la tradición. Se ponía el cimiento para lo que hoy denominaríamos “espíritu crítico”. Esto, metodológicamente suponía que “aprender” o formarse no era tanto una incorporación, al modo de una suma, de un “currículo”, sino el penoso, esforzado y constante cuestionamiento y puesta a prueba de lo aprendido espontáneamente al absorber la tradición. La postulación de una verdad o universalidad posible de alcanzar en los valores, como una consistencia o rango ontológicos inscrito en ellos, era el motor para los diálogos socráticos que consistían en el hallazgo de este tesoro oculto que había que desvelar por vías antes negativas que afirmativas. Si emergía lo afirmativo, o sea, lo que era verdad en medio del desecho de las no verdades, sucedía como en un parto (mayéutica). Esto implicaba un modo socrático de concebir lo universal como algo inscrito en el hombre y posible de reconocer (reminiscencia) aunque generalmente se vive sin dicho reconocimiento, como en letargo. El bien sería este tesoro que rige la conducta y funda la ética, a diferencia de los sofistas, pero cuyo conocimiento en sí es el fin más elevado de la propia ciencia. En el proceso dialéctico de la paideiasocrática hay, pues, al mismo tiempo el sentimiento de una carencia y el sentimiento de que es posible adquirir la certeza sobre algo o, en términos de la ética, sobre el bien. “La educación moral halla en la reflexión acerca de las condiciones de la objetividad, en la exigencia de la autonomía espiritual, su fundamento genuino; la virtud puede ser enseñada, porque se reduce a una ciencia; la moralidad descansa en un conocimiento objetivo de los valores” (2013, p. 28).
Es este concepto por el que lo teórico es lo universal, lo que capta la verdad en que lo técnico o la costumbre pueden o no apoyarse, el que puede ser llamado, desde entonces, “ciencia”. Pero, subrayemos, la ciencia se ubica en la hoy tan denostada por muchos pedagogos, “teoría”. “Teoría” es la capacidad de observar distanciadamente lo real, mediante la escrupulosa eliminación de cualquier otro interés que no sea el del saber en sí mismo. Como de manera concisa pero excelente se expone en el libro de Carlos Fernández Liria aludido días atrás, suprimir la teoría implica la condena a ceder de manera ciega a cualquier otro interés que se sobrepone a la verdad. Desde un punto de vista técnico incluso puede llevar a perdernos, pues lo técnico no halla verdades ni mentiras, solo acepta sin cuestionarlo el mundo, la tradición y los valores que hemos heredado o que imperan en la sociedad o que desde instancias jurídicas o políticas se imponen. Y la teoría es el conocimiento que postula y busca una verdad que corresponde de un modo cierto con el mundo, como un íntimo nervio, que puede presentarse de maneras engañosas, inciertas, esquivas pero que siempre reside como una última posibilidad de certeza universal. Desde el punto de vista del científico y la ciencia, esto quiere decir que la TEORÍA es el imperio del saber buscado por el mero afán de saber, en pos de lo verdadero como algo en sí valioso que no se supedita a nada para valer, en la denodada y desinteresada investigación que busca la verdad. El teórico lo es porque se ha elevado sobre lo útil, lo técnico, lo comercial, lo tradicional e incluso sobre los propios mitos. Esto fue el hallazgo griego que, como decía más arriba, nos ha hecho, aun hoy, ser como somos y cuyo estudio es necesario para comprender, por tanto, nuestro más inmediato tiempo presente.
Así la metodología socrática presuponía una teoría que a su vez es lo que hoy posibilita que haya ciencia. Si apelamos a la Historia de la Ciencia, comprobamos fácilmente que lo que ha movido su progreso, el alma de los grandes científicos, ha sido este amor puro por el saber en sí. Fue lo que Platón, en diálogos posteriores a los denominados “socráticos”, pensó sistemáticamente y a fondo, es decir, cómo había que ser y cómo hacerse (educarse) para esa búsqueda incondicional y desinteresada de la verdad. Como señala Moreau, autor del capítulo dedicado a Platón, este fue el primer filósofo de la educación, de la educación como aquel proceso que nos sitúa en la posibilidad de responder a la verdad y buscarla, lo que quiere decir, de emprender un camino teórico para hallar el íntimo nervio del mundo, lo que lo sostiene, lo que no cambia y siendo universal es, también, válido a priori.
La verdad, expondrá el Platón maduro, ostenta un esplendor en sí misma capaz de enamorar y hacer del proceso, como hoy señala Recalcati en su controvertido libro, algo eróticamente incentivado, en la medida en que es esa verdad o su posibilidad y búsqueda lo que dinamiza el proceso educativo en la escuela al modo de la atracción amorosa.
Por último, es necesario puntualizar algo controvertido en relación con la filosofía de la educación platónica, Platón reconoce que no todo el mundo puede alcanzar la verdad por estos medios trabajosos que sitúan a quienes buscan en el abismo de la duda respecto a lo previamente asumido. La filosofía no es para todos. Pero como la verdad es el presupuesto imprescindible para actuar bien, en la medida en que la verdad en sí atrae, resulta necesario crear una cierta propensión por ella previa a la razón. Utilizar a la poesía y sus artes seductoras en contra de la propia poesía. En esto consiste el proyecto de La República, una educación que favorezca la presencia de la verdad en el carácter y por tanto prepare para buscarla o ser receptivos a la misma, aunque estemos hablando de una educación que no es al modo racional que pretendía Sócrates con sus interlocutores. La verdad, y en esto consiste el proyecto pedagógico y filosófico del mencionado libro, ha de reinar en la sociedad, bien sea mediante la educación racional de quienes pueden (los filósofos) o la educación del carácter de quienes no pueden entregarse a la búsqueda racional de la misma, a su hallazgo a través de la dialéctica y el pensamiento. “Esta forma de educación es la única que conviene a los más y al mantenimiento de la moral pública; se impone necesariamente respecto de la infancia, cuando el sujeto que ha de ser dirigido no posee aún el uso pleno de la razón. Pero si no conduce a la autonomía moral, por lo menos no obstruye el acceso a ella; la opinión que inculca no es un prejuicio del que será preciso librarse; coincide con lo verdadero; el que la haya acogido dócilmente, si llega un día a reconocer en ella la razón, ratificará las enseñanzas recibidas cuando niño; descubriendo en ellas, por la reflexión, los valores ideales, recuperará, por decirlo así, viejos conocimientos; reconocerá en su verdad unas nociones que le eran familiares desde hace tiempo (…)” (2013, p. 30).
Es un adelanto de lo que también Rousseau proyectará en Emilio, la creación de un carácter proclive y sensible a la verdad que en el momento de la razón, responderá con gusto a su búsqueda racional y a su disposición en el mundo social. No en vano, el ginebrino menciona como el mayor libro de educación de todos los tiempos a La República. Se trata de una educación que motivada y regida escrupulosamente por lo verdadero (y lo bueno verdadero, o sea, la verdad presente en los valores que como fines han de orientar la conducta del educando), no llega a realizar todavía la autonomía moral, careciendo de racionalidad en cuanto que no es descubierto o elegido por el educando en un proceso reflexivo como eran los diálogos socráticos. Pero aun de un modo previo, actúa despertando el sentimiento y la atracción por lo verdaderamente bueno. Una vez el niño esté en condiciones de razonar y pensar su vida, descubrirá como universalmente bueno aquello en que fue educado. Su vida, antes y después de su autonomía moral, habrá respondido al esplendor de la verdad, porque la verdad es bella y de por sí atrae y produce admiración.
No creo que haga mucha falta subrayar cómo toda esta presentación de la educación en Grecia, sofística o socrático-platónica, nos aclaran circunstancias actuales. Lo hemos subrayado a menudo y seguiremos con ello, pero señalemos ahora, para terminar, el vínculo con una idea sofística de la educación que subyace en la actualísima pedagogía de competencias e incluso en el Aprendizaje Basado en Proyectos, en cuanto estos asumen las valoraciones de hecho existentes en la sociedad, sin ponerlas en cuestión. Se trataría de un modelo técnico tanto de la escuela y la universidad como de la formación de los futuros maestros. La erradicación de la teoría de los estudios, amparada bien es cierto en el mal hacer de la enseñanza académica del pasado, se nos presenta como algo muy peligroso pues, como ocurría con los sofistas, se elimina la posibilidad y el ejercicio de un distanciado análisis de lo que nuestra cultura y sociedad nos presentan como bueno. En realidad lo bueno es lo útil, lo que sirve para el mundo laboral, y es esta misma conexión la que si eliminamos un enfoque teórico como el de Sócrates, la que estamos dejando de poder cuestionar. Hace falta un claro enfoque teórico, sólido, con fe en su propia labor, para que de nuevo el magisterio, las facultades de Educación o de Ciencias de la Educación cumplan aquello que la Ilustración, con sus más y sus menos, designara a la Universidad. Hay que superar la concepción de la formación de maestros como algo regido por lo técnico y por tanto reducido a las didácticas, así como retomar para la Pedagogía una tarea más allá de la consistente en pensar y crear metodologías de enseñanza (en una confusión con la didáctica) o la que se ciñe solamente a describir lo dado, recuperando su carácter teórico, es decir, crítico y socrático.
Bibliografía:
Château, J. (2013). Los grandes pedagogos. México: FCE (primera edición francesa 1956).
Fernández Liria, C. et al. (2017). Escuela o barbarie. Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda. Madrid: Akal.
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Educación y filosofía
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Pedagogía e ideología en la actual reforma educativa.
Marcos Santos Gómez.
La inmediata y urgente actualidad de la reforma educativa nos recuerda que es preciso acudir a lo teórico de manera ineludible para comprender la escuela y el sistema educativo. Se hace preciso llevar a cabo un prudente distanciamiento que nos facilite la percepción cabal de lo que está ocurriendo, es decir, recuperar una cierta objetividad en el análisis y la valoración de todo ello. Me refiero a la necesidad de poner en marcha una sospecha “metódica” acerca de las supuestas obviedades que tenemos entre manos y, como señalamos en nuestra entrada anterior, aplicar el principio de una Teoría Crítica a la hora de pensar las actuales reformas. Es la Pedagogía, que en realidad poco se diferencia en esto, creemos, de la Teoría de la Educación, la portadora de esta “mirada” que puede realizar un análisis imparcial movido por el exclusivo interés de descubrir la verdad. En realidad, la Pedagogía (y la Teoría de la Educación inextricablemente ligada a la misma, así como la Historia de la Educación) ha de optar si finalmente es esta la misión que escoge o, por el contrario, va a dejarse arrastrar por un interés ajeno a la pura investigación de la verdad capaz de desvelar el trasfondo neoliberal de la reforma.
Esta encrucijada, expresada en forma de tesis, se formularía del modo siguiente: la Pedagogía puede optar, por una parte, por contribuir a la ideologización que legitima lo que se está haciendo en escuela y universidad, o, por el contrario, puede ser capaz de disolver la ideología que obstaculiza el ejercicio de la crítica. Primero precisemos que entendemos por ideología un modo de pensamiento clausurado que se ha cristalizado dogmáticamente en unas cuantas “verdades” acerca de la realidad. En este sentido, la pista de que el espíritu crítico destaca por su ausencia es que las interpretaciones, comprensiones y explicaciones de lo real han dejado de constituir un vivo y permanente tanteo con la realidad. Esto es así cuando la inconfesable y a menudo inconsciente misión del pensamiento y ciencia pedagógicos es precisamente clausurar y detener toda posibilidad de pensar la realidad para que esta no cambie.
En esta línea, nos referimos en la anterior entrada a la posibilidad de una Teoría Crítica de la Educación cuya labor partiera de la historización de los conceptos, o sea, que acometiera la “devolución” a los mismos de su carácter histórico, o, dicho de otro modo, dispuesta a hacer patente la vinculación de conceptos y teorías pedagógicas con el modo interesado y parcial de “ver” las cosas acorde con su tiempo y circunstancia. Al poner en juego los conceptos y las teorías al uso, se dan unas consecuencias prácticas que hay que observar escrupulosamente, y que nos pueden asombrar mostrando que de hecho una teoría que se dice de una forma determinada, sirve justo para lo contrario. O podemos detectar que tales conceptos no describen nada real aparte de ideas por encarnar o todavía por desarrollar. Esto es lo que la Escuela de Fráncfort, en su primera etapa, pretendiera para la teoría en las ciencias sociales y la filosofía. Es decir, desnaturalizar los conceptos y evidenciar su vínculo con la historia, con la carga ideológica y axiológica que contienen, con los intereses a los que sirven.
Pues bien, en la presente entrada deseamos ampliar estas razones a toda la Pedagogía, entendiendo por ella el estudio amplio de la realidad educativa, cuyo aspecto técnico son las didácticas, y que en un nivel teórico se va apoyando en las llamadas Ciencias de la Educación que proceden de saberes científicos generales (fundamentalmente psicología y sociología). Aún más, la pedagogía aúna tanto una comprensión teórica y científica, como una aproximación histórica a la educación. Es este conocimiento básico y general de lo educativo y sus formulaciones y “prescripciones” el que puede ser crítico o ideológico. La más inmediata actualidad educativa nos sirve en bandeja la percepción de esta doble finalidad, cómplice o crítica, de la pedagogía. Y es que nos duele especialmente que la tradición pedagógica que tratara en su fase moderna de constituirse como un modo de pensar la relación (formativa) del individuo con el legado humano que en la cultura le es transmitido, esta noble tradición ilustrada, decimos, se haya acabado materializando en la peor de sus posibilidades, la que elude su aspecto crítico y emancipador y cae en brazos de la pura apología de lo que el político y el empresario, en última instancia, le estaban exigiendo. Cabe preguntarse, pues, por la idea (de persona, de sociedad, de relaciones humanas) que están verdaderamente invocando y “trayendo al mundo” la escuela y la universidad actuales, amparándose y justificándose en una Pedagogía tornada ideología.
Esta función cómplice con un determinado statu quo de la pedagogía es, ciertamente, una de sus posibilidades desde su nacimiento (en la Grecia del siglo V a. C., con Esparta y Atenas como modelos totalitario y liberador del pensamiento, o por otro lado, en la discusión entre Sócrates y los sofistas en Atenas que es bien reflejada en el Protágoras o La República). Porque, queremos decir, si la educación se entiende, como en el caso de La República platónica, como construcción del sujeto previa al ejercicio de la razón política, la pedagogía se ocuparía de pensar y favorecer que la educación incorpore de un modo ordenado, pautado, al sujeto un carácter social, mediante los afectos y sin mediar más razón que la del diseñador de los “planes de estudio”. Los estudios de Foucault, por mencionar a alguno de los que mejor lo han dicho, aludieron a la necesidad que tiene una sociedad o un régimen de fabricar, moldear y constituir un tipo de sujeto que garantice la supervivencia del modelo o estructura sociales. La pedagogía, nos dice el francés, ha estado involucrada como una de las principales tecnologías de la vida en la Modernidad, aunque se ejercería en la constitución de sujetos de un modo afirmativo, no necesariamente punitivo o represivo (en esto consisten los matices que supusieron para su teoría anterior los famosos cursos postreros en el Collège de France a principios de los ochenta). Es decir, la pedagogía se ha ocupado de idear una educación apta para fabricar y constituir los sujetos del régimen moderno de organización de la vida. Además, previamente Foucault había señalado el aspecto negativo por el que la pedagogía y la escuela habrían también actuado como instrumentos represivos (invocando un orden a costa de definir y fabricar lo anormal) para cohesionar y perfilar las relaciones de poder de la Modernidad. La educación haría emerger un orden (segregador, como todo orden) que sería legitimado y justificado por la ciencia pedagógica.
Claro, esta función atribuida por Foucault a la teoría educativa o la pedagogía pinta muy mal. Implica una disolvente crítica a las instituciones educativas, por lo menos en el Foucault de la etapa de Vigilar y castigar. Nos haría cómplices no solo a los pedagogos sino a toda la escuela, al sistema educativo y a cualquier docente de ser funcionarios de una “racionalización” equivalente a la burocratización, regulación y organización sistemática de la vida, que se concreta a partir de sus sombras, márgenes y reversos. Dicho con brevedad, lo normal es en función de lo anormal.
Podemos argumentar, y habrá quien así lo crea, que de hecho no existe otra posibilidad para la pedagogía que esta complicidad, mientras perduren las instituciones educativas de la Modernidad (crítica que ya hizo en España el sociólogo Lerena en los años ochenta del siglo pasado con su conocida obra Reprimir y liberar). Lo que tiene el riesgo, insiste hoy el pensador marxista Liria, de coartar y frenar una reivindicación de las instituciones educativas que como el Estado de Derecho, suponen una vía de liberación y salvaguarda de los ideales democráticos de la clase trabajadora. Es, afirma, esta posición foucaultiana en la izquierda la que está, paradójicamente, dejando sin instrumentos para su lucha a la clase obrera, cuyo objetivo tendría que ser reivindicar y salvaguardar la escuela y la universidad pública, universal, barata y accesible para todos. Las instituciones educativas, en su imperfección, son, no obstante, el único modo de que el fértil caldo de cultivo de la gran cultura llegue a las clases sociales menos privilegiadas. Por mucha violencia simbólica con que opere y aun albergando ocultos e invisibles sesgos que continúan e incluso consagran la división de clases (Bourdieu), Liria parece decantarse por que la lucha por una sociedad más justa deba pasar por atribuir un papel válido para ello a la escuela.
La crítica institucional que en gran medida la izquierda progresista hizo suya, ha circulado por otros derroteros que han acabado, argumenta Liria, destruyendo lo que era una posibilidad real de transformar y hacer más justa a la sociedad. Entre estas críticas a la institucionalización de la educación mencionemos al curioso y denostado pensador Iván Illich (en su etapa de los setenta) o a algunos movimientos (anti)pedagógicos como el controvertido movimiento de la Desescolarización e incluso el actual Home schooling. También el amplio enfoque que se resume en la denominación de “escuelas libres” o “pedagogía no directiva” se podría incluir en una suerte de “reblandecimiento” de la escuela que la despojaría de su vigor intelectual y por tanto, paradójicamente y contra lo que pretenden estas escuelas, de su capacidad para cultivar el espíritu crítico y la utopía.
Pero para enfocar el asunto sin la necesidad de cuestionar a la propia escuela, como sugiere la perspectiva ilustrada de Liria, creemos que parece necesario y útil retomar el modo de pensar lo educativo de la corriente norteamericana denominada “Pedagogía Crítica”. Sus análisis y argumentos tienen la ventaja de que “salvan” a la escuela, es decir, no se hunden en un pesimismo fatalista que haría de la escuela un fatal instrumento de la opresión. Aun más, todo lo contrario, recalcan que la institución escolar puede tener un importante papel, todavía, en la emancipación de los individuos y sociedades. Es esto, sin entrar en los detalles de su enfoque particular y el trasfondo marxista-freiriano que comparten sus autores (Apple, Giroux, Mc Laren, por ejemplo), lo que nos vale como pista para desarrollar una mirada distanciada, pero al mismo tiempo consciente de la historicidad de lo que mira y de la propia mirada, que sea capaz de ver más allá de ciertas apariencias a la escuela y a la universidad. Una pedagogía crítica y no ideológica, o sea, que sirva a la “verdad” por encima de otros intereses espurios y ajenos a la ecuánime descripción, análisis y explicación de lo que está pasando.
Esto resulta hoy imperioso, si la pedagogía pretende ser algo más que mera ideología para legitimar las sucesivas reformas educativas que el poder político y empresarial va lanzando. Porque en España se han acompañado las reformas de un discurso pedagógico y de unas aparentes evidencias que han ocultado que las reformas eran justamente lo contrario de aquello que parecían ser. Lo que se nos ha vendido como una liberadora revolución educativa, señala Liria, en realidad se trata de una reconversión neoliberal de universidad y escuela. Resulta innegable (e inolvidable, en aras de una cierta memoria histórica), por ejemplo, la decidida responsabilidad del gobierno socialista de Zapatero en la implantación del Plan Bolonia en la universidad.
Lo más sangrante que una pedagogía crítica o de la sospecha nos puede demostrar (sin ir más lejos emprendiendo un recorrido histórico por los datos y documentos que han ido creando la mentalidad Bolonia en los profesores universitarios y la sociedad) es que el verdadero objetivo de las reformas educativas ha sido una astuta privatización de la educación pública. Se ha llevado a cabo su depauperación para ponerla al servicio del interés de las grandes empresas y corporaciones.
Por ejemplo, señala Liria que uno de los objetivos vinculados a este plan ha sido eliminar la sobrecualificación de los trabajadores. Hoy las grandes empresas necesitan, dice, una mano de obra que acepte feliz y acríticamente su situación precaria, flexible, volátil y, añado yo, inhumana, en el mundo laboral. Un mundo en el que se trata de hacer desaparecer a la vieja clase obrera con la individualización de los sueldos (que significa el final de los convenios laborales), la competitividad y rivalidad de los propios trabajadores entre sí y la destrucción de la conciencia de clase y sindical para convertir a los trabajadores en emprendedores. De hecho, por apuntar un ejemplo, explica Liria basándose en un documento empresarial que lo admite sin reticencias, en las entrevistas laborales no cuenta la cualificación profesional que aporte el entrevistado, sino que este no declare su intención de vivir, como es lógico y humano, con ciertas certezas en torno al salario, las vacaciones y el horario de trabajo. Debe estar disponible en cuerpo y alma, las veinticuatro horas del día, para su empresa, que trata de convertirse en una especie de familia donde reina la alegría, la motivación constante y la identificación afectiva de los empleados con la marca. Y el propio empleado ya no vende su mano de obra, sino que se convierte en su propia marca, que debe defender adaptándose continuamente a las veleidades y corrientes del siempre incierto mercado con la educación permanente (o sea, reciclando sus competencias hasta que se muera, pero sin importar su profundización en conocimientos).
Está claro que una universidad basada en el conocimiento en sí mismo, como algo valioso porque sí y nunca rebajado a su utilidad, una universidad para todos, que enseñe materias como griego antiguo o Física fundamental, no vale para los empresarios en este contexto neoliberal. Hasta ahora la universidad tenía la doble función de preparar para una carrera profesional (el viejo y medieval título de “licenciado” se llamaba así porque en los comienzos de la institución universitaria facultaba para dar clases en ella y tenía por tanto ese fin que podemos considerar práctico, lo que tras la Ilustración ya ha sido uno de los principales cometidos de la universidad) y también la importante función de preservar vivificándolo el gran caudal del pensamiento y la ciencia, en su sentido más valiente, puro y noble.
Pues bien, la gran revolución neoliberal que está sucediendo ante nosotros a una velocidad que casi impide asimilarla e ir pensándola, insiste en eliminar este segundo objetivo que las reformas ilustradas habían mantenido en la universidad para asegurar el librepensamiento y priorizar el objetivo de inserción y preparación para el mundo laboral. Un segundo cometido por el que tenían sentido y presencia valores que ahora se volatilizan sin que nos demos ni cuenta, como era el derecho constitucional a la libertad de cátedra. Este derecho pertenecía, desde luego, a otro mundo. Porque el profesor funcionario, que ostenta la estabilidad requerida para ser libre (es por cierto un invento de la Ilustración que las reformas ilustradas de la universidad en el siglo XVIII introdujeron), para no depender de poderes privados o gobiernos de turno, ahora se “proletariza” y se torna un empleado con su puesto de trabajo legalmente en el aire. Y ante la amenaza de un persistente acoso por parte de evaluadores, rankings, procedimientos estandarizados, burocracia, que le va mermando tiempo y dignidad. La antigua densidad del conocimiento se ha convertido en un aparentar que se investiga mediante el astuto uso de los escaparates que para ello prescribe el sistema. No importa que la verdadera calidad decaiga y que, a la larga (quizás no ahora a corto plazo), nos atrevemos a vaticinar que ni siquiera los nuevos profesionales e investigadores van a generar conocimiento útil y beneficios para las empresas. Tiempo al tiempo y ya veremos.
La tesis de Liria, que comparto y he defendido desde 1999 contra viento y marea, es que todo el discurso de la “nueva” (pongo comillas porque en realidad no es nueva, ya que en gran medida se basa en revolucionarias pedagogías del pasado que han seguido supuestamente la onda de Rousseau pero que realmente lo han traicionado) pedagogía universitaria es evitar escrupulosamente la formaciónnecesaria para convertirse en hombres y mujeres auténticamente libres. Eso ya no interesa porque es peligroso y encima a corto plazo no da dinero ni genera mercancías.
El empresario neoliberal prefiere un empleado que se haya entrenado en la adquisición de competencias a uno formado al estilo anterior hoy considerado caduco. Antes se estudiaba de verdad, profundizando, con suficiente tiempo; y los años de formación quedaban reflejados en un único título universitario que expresaba que durante ellos el estudiante se había adentrado realmente en una disciplina, que había catado la gran cultura y la ciencia.
Hoy, con la reducción y depauperación de la enseñanza llevada a cabo en los Grados, se elimina la idea de una formación e incluso de la instrucción bajo la ilusión de un autoaprendizaje sin la figura ya caduca de un profesor que ofrecía otrora la síntesis viva de una disciplina que él mismo era, en persona. Todo ese “lastre” de años y dedicación al estudio riguroso de un campo del saber, de una tradición epistemológica, no le sirve a la “sociedad” (al mercado y a la producción de beneficios y patentes) que ahora demanda que los trabajadores demuestren, por el contrario, haber pasado de un modo fugaz y ligero por distintos saberes. Así, el currículum se torna lo “flexible” y técnico que requieren los grandes empresarios, los bancos, las corporaciones multinacionales, etc. Es lo que hay detrás de la próxima reforma, aun peor, del 3+2. Un robo del conocimiento a la clase obrera, ya despojada definitivamente de aquello que podía contribuir a su mayor lucidez con vista a mejorar la vida. La conversión de un derecho en una inversión (que por eso ahora justifica que las matrículas cuesten más del triple a los alumnos).
A este fin exclusivamente “laboral” sirve ya la universidad española. Ya no es fértil caldo de cultivo de la cultura viva, como en el viejo modelo, por mucho que este también tuviera grandes fallos. Liria atribuye, además, a la nueva universidad un carácter aun más feudal, entendiendo por feudal un carácter privado, frente al ya denostado y superado carácter público que la Ilustración le había otorgado. Y, por volver a nuestra tesis inicial, es esto lo que han ido con su propaganda y “teorías” fomentando algunos pedagogos que, a diferencia de otros pocos entre los que me incluyo, choca con una idea verdaderamente crítica y liberadora de la pedagogía. Tiene un sentido necesario y vigente, hoy más que nunca, la pedagogía, pero para situarse críticamente ante lo que está pasando, bien sea desde la labor de un orientador de centro a la de un profesor universitario e investigador. Hay que promover una pedagogía crítica que nunca sea cómplice… de nada, que no se case con nadie y que solo responda a la verdad, la justicia y la libertad. Aunando rigor y libertad, y búsqueda de la verdad por encima de lo útil. Una pedagogía lúcida capaz de mirar más allá de las trampas ideológicas del presente, historizando los discursos de las otras pedagogías cómplices que por ahora están ganando la batalla, desvelando su trasfondo neoliberal. Y una pedagogía que haga suyo el elemento de autocrítica que ha caracterizado a nuestra civilización desde sus orígenes para realizarlo en las instituciones educativas.
Bibliografía:
Fernández Liria, C. et al. (2017). Escuela o barbarie. Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda. Madrid: Akal.
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Educación y filosofía
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El sentido actual de la Teoría de la Educación: valoración del Aprendizaje Basado en Proyectos (ABP)
Marcos Santos Gómez
Como el lector habrá comprobado en la entrada anterior que trataba del sentido de una Teoría de la Educación actualizada, esgrimimos una perspectiva de lo teórico que no coincide con muchos prejuicios que desde los saberes técnicos se han albergado en relación con lo teórico. La teoría corre el riesgo de incorporar ideología, como dicen, es decir, de constituir una particular visión del mundo que no se explicita y que determina el abordaje y la concepción sesgadas que se tiene de lo educativo. Si aunque sostenga el teórico que tiene en cuenta el dato y la acción real y concreta que se asocian a un fenómeno educativo, su concepción se basa en una estructura cristalizada que como un protocolo universal es capaz, en apariencia, de abordar en su inmensa extensión y complejidad lo educativo, no se estaría llevando a cabo una buena aproximación teórica a la realidad educativa o escolar. Como una plantilla conceptual a la hora de emprender sistemáticas investigaciones científicas dentro de la metodología y técnica requeridas, esta teoría acrítica, esencialista, formal, solo podría aplicarse repetidamente a realidades que abordaría de un modo abstracto y lineal con vagas resonancias matemáticas. No se daría en este caso un verdadero toma y daca con el objeto del que ha tratado de distanciarse el teórico aunque para no perderlo de vista, es decir, para contemplarlo en su plenitud.
Sin embargo, aunque la captación de la realidad pueda darse de este modo cartesiano que estamos describiendo, es decir, formal, rígida, unilateral, objetivante, para entender la estructura de lo educativo, hay otro modo de entender la teoría. Un modo que cuestiona estos elementos de la Modernidad más matematizante y positivista, que sin abandonar por completo a la Modernidad elabora una crítica o rectificación de la misma. Aquí, en esta segunda forma de la Teoría de la Educación, estaríamos hablando de lo que la Escuela de Fráncfort (Horkheimer) denominó “Teoría crítica”. Y así, la Teoría de la Educación ha de abandonar la rigidez cartesiana de que hablamos para asumir formas de pensar y “describir” lo educativo que traten de visibilizar lo que en su más íntima raíz y esencia es histórico. Quiero decir que el primer modo, considerado por Horkheimer ideológico, de entender la Teoría de la Educación, trata el hecho educativo como si fuera un hecho natural propio del mundo de los fenómenos naturales, como los estudiados por la Física.
Así, en el segundo modo, el crítico, de entender la Teoría de la Educación, esta consistiría en un permanente ejercicio de la sospecha que intenta comprender en su historicidad, y por tanto en su vínculo con un modo capitalista de producción, con su época y sus estructuras económicas y sociales, todo lo relacionado con la educación, sobre todo la escuela o la universidad, es decir, la educación formal. Habría que comprender lo educativo no como un compendio de verdades o instituciones y relaciones acabadas, plenas y perfectas en su forma actual, y empezar a comprenderlo como consecuencia de un mundo y estilo de vida concretos. Esta teoría crítica por tanto trata de “mirar” mejor su “objeto” fluidificando su estudio y aplicando una variedad de aproximaciones, métodos y perspectivas al mismo. En su base estaría una cierta relación con el paradigma hegeliano marxista que, como es sabido, Horkeimer y en especial Adorno, quisieron vincular con la impugnación y la detección de negatividades antes que con lo afirmativo o la síntesis. La escuela y la educación no se agotan en los modos en que de una vez por todas son estudiadas por la teoría formalista y, antes bien, demandarían un constante trabajo interdisciplinar que captara su inserción en la historia.
Curiosamente, estoy leyendo un libro de autores próximos a la teoría marxista que retoman, frente al pesimismo francfortiano, la Modernidad cristalizada en la necesidad imperiosa de una escuela y una educación fuertes, frente a la actual destrucción de las mismas. Se trata del libro cuya referencia es: Fernández Liria, C., García Fernández, O. y Galindo Ferrández, E. (2017). Escuela o barbarie. Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda. Madrid: Akal.
Estos autores recalcan que frente a la disolución de la vieja estructura escolar, hay que salvar ese originario proyecto de la escuela, que, bien es cierto, ha sido asediado casi desde su origen por teorías que han tratado de mermar el papel de los contenidos. Me refiero, claro, a la dicotomía que yo mismo utilizo a menudo para comprender el presente escolar, que en un extremo sitúa una “pedagogía de contenidos” y en el otro, una “pedagogía de competencias”. Es un modo no demasiado perfecto de abordar el asunto, porque de hecho, en la educación siempre están presente contenidos y competencias, so pena de no poderse ni plantear educar a nadie. Pero digamos que el énfasis se hace en una perspectiva de lo curricular en el sentido de la constitución un currículo fuerte y definido por una serie de temas y autores “canónicos” que han de estar presente como vigas y claves de bóveda siempre en la escuela, estudiados como tales, en sí mismos, por causa del valor en sí que desprenden. Para Liria hay que reforzar el aspecto de la instrucción hoy denostado en aras de una educación en gran parte reducida a lo afectivo y emocional. De hecho, la implicación de la escuela y el Estado en este campo de la personalidad del niño es, juzga, nada menos que la típica de un régimen totalitario. Lo regímenes totalitarios no forman o instruyen, sino que educan, defiende este autor, es decir, se preocupan por generar a nivel emocional sobre todo un tipo de personalidades o caracteres básicos (¿lo que Erich Fromm denominaba “carácter social”?).
La pedagogía subraya el resplandor que en sí mismo tiene, en sus diferentes matices, el currículo tradicional que trata de presentar la cultura y la civilización de un modo pautado, didáctico, ordenado, al niño. Se torna imprescindible también el trabajo del propio niño que estará más o menos motivado para aprender en función de su vinculación erótica y no utilitaria con el conocimiento (Recalcati). Es decir, en esta pedagogía se procura una suerte de atracción y seducción que la cultura en sus grandes hitos y expresiones, lo que podríamos de un modo un tanto idealista denominar “espíritu” humano donde habitamos, ejerce sobre quienes tratan de aproximarlo a sus vidas. La humanidad sería un enorme horizonte, una otredad, por la que el individuo ha de pasar para mejorar de un modo cualitativo su existencia.
Señalemos que aquí se ha visto, por parte de quienes defienden las competencias, una potente y peligrosa carga ideológica, tanto en los propios contenidos que se asumen canónicamente, como en el modo de hacerlos propios y presentarlos, previamente al interés del niño y sin contar, en apariencia, con sus necesidades inmediatas (o sea, la crítica rousseauniana, indica Liria). Pero, hemos defendido en otro momento, es precisamente esta artificiosa alteridad y distancia propias del currículo tradicional, la que garantiza la independencia respecto a las utilidades ideológicamente dirigidas en la vida corriente que nos atrapa y arrastra. Esta independencia, como la de lo teórico, es necesaria para ampliar el abanico de los propios intereses por parte del niño y descubrir lo que la mera resolución de problemas prácticos no puede descubrirle. Así, en la pedagogía de las competencias existe un fatalismo por el que el conocimiento se reduce al contenido que sirve en la aplicación formal de procedimientos flexibles, pero limitados que tratan de resolver problemas prácticos. En esto se basa el llamado Aprendizaje Basado en Proyectos (ABP).
Solo una Teoría de la Educación no atrapada en formalismos como el de la teoría de sistemas o referencialista (que postula una correspondencia perfecta del lenguaje con el mundo y los hechos que está a la base de una linealidad comunicativa por la que el contenido que corresponde con la realidad puede decirse plena y objetivamente), puede ser capaz de hallar elementos de sospecha en todo esto. Digamos que la Teoría Crítica va haciendo emerger desde el campo de lo posible y visualizando las condiciones para una autocrítica de la civilización y la postulación de horizontes utópicos que rescaten del fracaso y lo no logrado un modo mejor (justo, libre) de civilización. Recordemos que esta perspectiva crítica señala el factor histórico de lo que parece natural. Se da una captación dinámica que se va retroalimentando y modificando al ritmo que su “objeto” también presenta su dinamismo y deja, por tanto, de ser tan “objeto” o, mejor dicho, tan “cosa”. Para que nos entendamos, esto estriba en que lo educativo y la escuela no pueden mirarse como miramos una piedra que está ahí inmóvil y en apariencia acabada en su forma, así como la vemos, para siempre. Para ello la teoría, siguiendo a Benjamin o Adorno, ha de rescatar las sombras que acompañan a lo que se nos da en la forma de dato o hecho. Estas sombras coinciden con lo que en el movimiento que es la “piedra” no ha llegado a emerger. Para Adorno, y así se planteó el conocido Instituto de Estudios e Investigaciones Sociales de Fráncfort, es preciso aunar los esfuerzos de ciencias como la psicología y la sociología, con la historia y la filosofía (marxista). Se les puede achacar, por tanto, una cansina permanencia, por mucho que se haya fluidificado el saber o tornado piqueta, con un cierto paradigma objetivista que resucitará con fuerza en la generación de Habermas como razón comunicativa e intersubjetiva, aunque este trate de continuar la rectificación de la modernidad ilustrada.
Es desde este trabajo interdisciplinar que lo que hoy en la Pedagogía se presenta como un prodigio de flexibilidad, creatividad y desideologización del currículo que es disuelto en función de la utilidad, se tornaría en lo contrario. Simplemente, creemos, es preciso pensar con cierta desconfianza y reticencias, que es lo que desgraciadamente se ha hecho muy poco ante la pedagogía de las actuales reformas educativas. La tesis de Fernández Liria, que comparto, es que todo ese caudal de pedagogía “feliz” y respetuosa con el niño es, aunque se base en teorías progresistas y autores críticos, como Dewey o Rousseau, pura ideología neoliberal. Esto quiere decir que independientemente de que las actuales reformas se presenten como algo nuevo, lúdico y posibilitador de pensamiento crítico, justo fomentan lo opuesto, y sirven para crear la ilusión de cambio, libertad y transformación donde no los hay.
Por ejemplo, el pretendido formalismo de las competencias que se presenta como algo neutro (un saber hacer, o sea, un saber práctico) que puede hacer de instrumento para la expresión y adaptación creativa y comunitaria (en el ABP) del niño, tiene un sesgo. Este sesgo consiste en la ocultación de una enorme parte del considerado viejo currículo basado en contenidos que es filtrado y desechado en aras de la utilidad práctica. Los defensores del ABP subrayan, por el contrario, que este implica un sano ejercicio del tanteo (Dewey) que va obteniendo fórmulas prácticas o mejor dicho, que emprende un reajuste estratégico para ir adaptándose el grupo de alumnos a su realidad circundante. Estas fórmulas se irían transformando alegre y vivamente en la feliz aceptación de lo que el mundo nos presenta. De hecho esta flexibilidad es considerada por estos teóricos una prueba de que el niño aplicaría su creatividad para superar condiciones previas y para pensar de este modo al estilo crítico, sin la molesta interferencia del antiguo modelo del profesor que ahora se limita a facilitar lo que se le pide y va haciendo falta en la resolución de los problemas planteados por un proyecto práctico.
Un estudio desde distintas disciplinas de lo que ocurre realmente en el aula que se supone que ahora barre sus barreras y límites, un aula antes gris y mortecina que se convierte en una suerte de idílico paraíso de la libertad, nos indica que se está aplicando un concreto estilo de creatividad consistente en la reformulación de estrategias que aun modificándose constantemente para aplicarse a la realidad, no dejan de ser estrategias. Se da en esto, para empezar, un obvio sesgo instrumental que reduce la razón, la ciencia y el pensamiento a medio para fines inmediatos relacionados con la resolución de los problemas prácticos que un medio social, laboral o cultural nos plantea con el fin de adaptarnos y sobrevivir en el mismo. Esto, tal cual, fue ya señalado como una estructura de la Modernidad en su aspecto más cuestionado por Adorno y Horkheimer, que consiste en la confusión de la razón con una razón técnico instrumental. O la conversión del saber en técnica. De hecho, todo en el colegio, cuando reina la metodología del ABP, adquiere esta forma de lo instrumental.
Lo instrumental, como lo son las competencias aplicadas al ABP, parece algo neutro, objetivo y aséptico, pero en la reducción de la razón y el mundo que implica, ya hay un estilo capitalista de vida. En este contexto neoliberal desaparece todo lo que en el viejo modelo de escuela, aun arrostrando el lastre de una enseñanza en ocasiones pesada y pasiva, posibilitaba no ya el ejercicio de una inteligencia creativa capaz de hallar en constante movimiento nuevas formas de resolver los nuevos problemas de un mundo que requiere justo eso de nosotros (los trabajadores precarios), sino que era capaz, a partir de la inmersión en el puro movimiento humano motivado por el valiente afán de saber en sí mismo, de voltear la estructura de lo real. Es decir, hacía posible la autocrítica.
Que la pedagogía de contenidos muchas veces no funcionara, no es óbice para desecharla por las buenas. Sin abandonar el principio de un canon imprescindible en la cultura y por tanto en el currículo, se podía a través de un tacto pedagógico que remitía al arte del maestro encarnando el néctar de lo humano, llevar a cabo “lecciones” divertidas y atractivas que despertaran el interés por el conocimiento inútil. Y este interés producía, como el amor, la aproximación del educando a nuevas maneras, antes impensables, y nuevos intereses en su vinculación con la sociedad y el mundo humano. Es decir, era el único modo posible, la escuela, de abandonar lo inmediato para, en la independencia de la institución escolar, tomar distancia de ello y poder cuestionarlo imaginativamente. O sea, solo abandonando lo inmediato y ampliando la educación con nuevos intereses y necesidades más allá de la imperiosidad de la resolución de proyectos prácticos, el niño podría ir aprendiendo a voltear su mundo y, por tanto, a ejercer el difícil y arriesgado arte del espíritu crítico. Sin este abandono teórico de su mundo cotidiano jamás puede nadie ser auténticamente crítico. Algo parecido a lo que Adorno acabaría también señalando como condición para pensar lo real, es decir, una defensa de la figura del intelectual que, paradójicamente, pensaba mejor su mundo emprendiendo un relativo apartamiento del mismo. Esto en nuestra sociedad era justamente lo que significaba la escuela y por eso mismo, esta no puede nunca ser total y exactamente la vida. Ha de situarse en otro mundo, si pretende mejorar el mundo.
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Educación y filosofía
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Superioridad del estoicismo pagano frente al cristianismo.
Marcos Santos Gómez
Para el filósofo Marco Aurelio el mal consiste en un daño hecho a sí mismo o a otros porque se ha desequilibrado la armonía que reina en la naturaleza (cosmos) con la del espíritu, con la de uno mismo en cuanto porción de esa misma naturaleza. No hay más secreto que ese. Es decir, no se recurre a una historia dramática en la que los torbellinos de la humanidad tienen un sentido, como recogería Hegel pero sobre todo como es introducido en Occidente por el cristianismo. La cuestión de fondo para el estoico es sintonizar con esa música del ser de las cosas, siempre mayor que uno pero siempre mundano, para que en medio de las infinitas porciones que nacen y mueren, seamos todo. No hay, de hecho, más “cielo” que ese. Ni otra perduración que el puro ser donde las diferencias terminan anegadas pero se van sucediendo los seres. Cuando el pensador romano se refiere a “los dioses” lo hace en unos términos que recuerdan a lo que siglos después entendieran por ellos, creo, Hölderlin y Heidegger. Los dioses, como lo sagrado que amplifica y dignifica la existencia humana llevándola a su excelencia que consiste en el existir lúcido, valiente, y que no se aleja demasiado de esa música universal que el filósofo debe tratar de escuchar.
Y no hay más religión que esa. En esto se basa un trato digno, humano con los demás que, junto con uno, han de florecer en el jardín del universo. Muy semejante al concepto oriental, budista, del altruismo y el buen obrar. Desde la perspectiva cristiana esto puede parecer frío, lo cual es comprensible a la vista del ingente aparato dramático que el cristianismo añade a la vida. A la cual además se añade la idea de un dios personal, de una vida eterna y, se diga lo que se diga en las teologías más inmanentistas, un mundo superior, sublime, más allá, trascendiendo el mundo que conocemos. Esto genera una disputa implícita o explícita con la existencia, una tensión por la que se quiere y ama lo creado pero al mismo tiempo se presupone que no está acabado y por tanto se ha de prolongar en un extraño horizonte que ni siquiera los mejores teólogos, papas o cardenales han podido explicar, describir y ni siquiera concebir. Así, por muy frío que parezca, el amor estoico rinde tributo más plenamente al universo y a lo concreto como parte del universo, que las fantasmagorías cristianas. Por muy anclado en la creación que diga concebirse un cristiano, no lo puede estar, o bien, presupone un cosmos con la amenaza de la fealdad, la mentira y el pecado. También, su supuesta aceptación de la muerte tiene trampa.
Nada de esto es razonable ni mucho menos natural, pues incluso desde una perspectiva ética, nos complica la vida y oscurece el manso discurrir de la existencia que han de postularse, y hasta el muy católico Chesterton lo sabía, para ser buenos. Paradójicamente, al buen cristiano le horroriza tanto el mal, que procura no verlo y lo oculta con sus tramas dialécticas y teológicas. Lo que en el nivel de los fieles sencillos se traduce en una constante lucha consigo mismos y, especialmente, un burdo y dañino autoengaño. Autoengaño y ceguera.
Sin embargo, el estoico pagano elige mirar. Mirar bien, a la cara, tomando al toro por los cuernos. No pone un velo en lo real, no necesita presuponer almas inmortales o dioses, en el sentido de lo absolutamente trascedente que desborda el mundo. Pero siente, con mayor agudeza, ese plus por el que el mundo se desborda en sí mismo, a sí mismo, en una constante autopoiesis. Esto, en la historia de las religiones, acaso pueda denominarse panteísmo, que es una bella forma, entiendo, de existencia, una manera esencialmente filosófica de ser “religioso” (en el sentido de religare, de saberse ligado al inmenso abrazo que es el mundo). Y muy al contrario que el cristiano, el estoico es filósofo puro, el pensador consecuente con el atrevimiento de pensar. Bien es cierto que el cristianismo añade interesantes mitos para postular los fantasmas que su ingenioso estilo de pensar requiere y una imagen del mundo que es preciso admitir en el tribunal de los filósofos. Pero, a la suma, después de dos mil años, pesan más los equívocos y guerras producidas por tan elocuente religión que sus aparentes bondades.
Los buenos cristianos, los poquísimos que tratan de ser coherentes, consideran al estoicismo resignado, fatalista, o, como expresó Hegel, impotente y escindido de lo real. Pero si algo hay en el estoicismo de ello, es en el modelo cristiano de estoicismo, pues en sus albores, como es bien sabido, el “pensamiento” cristiano se nutrió de fuentes griegas (sigo al irónico Borges que entendía, con razón, que al “pensamiento” nunca puede adherirse un adjetivo y que por tanto el llamado “pensamiento cristiano” nunca puede ser ni ha sido pensamiento como tal). Porque el estoicismo, ya presente en Pablo de Tarso, no llega puro a la mente cristiana, en la que adquiere una extraña forma por la que un modo de pensamiento que por naturaleza es pagano, panteísta a lo sumo, materialista, monista e inmanentista, se transfigura justo en su contrario. Y así, las incoherencias e incongruencias en la razón del cristiano y en su comportamiento están servidas. Se ha creado el material perfecto para la hipocresía.
Así, el creyente se miente a sí mismo y miente a los demás. Obtiene, además, su fuerza misionera y caritativa (en los pocos casos de cristianos heroicamente coherentes) de una debilidad esencial, como bien supo advertir el muy agudo pensador Nietzsche. Tiene que imaginar el mundo y la existencia como un drama o cuento, un bonito cuento, con principio y final, con un triunfo apocalíptico del bien cuando la más mínima empatía con las víctimas y el menor sentido de la realidad, nos ponen delante de los ojos la victoria del mal entre los seres humanos. Aun diría más, y lo explicaré con mayor detenimiento en otro momento, el entramado ideológico del cristiano de a pie sirve, por muy buena persona que sea, para que pueda obrar mal, actual como cómplice y ejecutor del peor mal y daño a los demás, con buena conciencia y gracias a esa buena conciencia de estar en el círculo de los justos.
Claro que el discurso cristiano posee una notable excelencia lingüística, llena de sueños y de bellas palabras que expresan ese hondo anhelo de justicia que Horkheimer reconocía que podía explicar y justificar a la creencia religiosa y cristiana en particular. Pero toda esta tramoya mental tiene un precio demasiado caro que, por seguir a Nietzsche, podemos simplificar con la idea de que nos debilita, de que minusvalora la vida.
No solo no resulta útil el credo cristiano, sino que crea nuevos dolores que han castigado con dureza a occidente. En el mundo pagano, por mucho que se le achaque brutalidad y la esclavitud (que hoy siguen, por cierto, vigentes en todo el Globo) hubo una grandeza que cuajó en el ideal estoico y a cuya altura no estamos desde entonces. Quizás pueda elegirse entre una religión u otra como quien elige creerse una u otra historia y cerrar los ojos. Pero esto no lo debe hacer jamás un filósofo. A este le puede bastar para desmontar toda la trama algo tan práctico y ostensible como es el comportamiento, o sea, las obras, de la mayoría de los cristianos. Llenas de grandeza y una belleza que sobrecoge, en el canto gregoriano y las catedrales, pero al precio de pensarse desdoblado.
No hace falta esa tensión para hacer el bien o actuar correctamente. Para el cristiano, el sentido de la vida es obra de un chantaje por el que los dioses, o Dios, exigen un bien sustancial y absoluto, apartarse para ligarse a ellos, frente a un mal que, casualmente, depositan en quien se queda fuera de la merienda o se halla en la porción de mundo por evangelizar. Se es Iglesia porque existen infieles y así, frente al estoico pagano, el género humano queda, como el universo y la persona, desdoblado.
Esta mentalidad eclesiástica ha generado y genera terribles dolores en los más débiles. Como he resaltado, emerge de una ceguera patológica, de una incapacidad para aceptar la vida (de nuevo, Nietzsche). Su virtud y excelencia, frente a la estoica, son paradójicas y negadoras de lo real, es decir, la virtud, o cualidad del ideal del hombre bueno es más intensa cuanto menos mundana. Justamente lo contrario de un Marco Aurelio al que, por cierto, no han parado de desprestigiar por no abolir la esclavitud. Desengañémonos, el cristianismo es origen y cómplice de peores esclavitudes que la terrible, sin duda, opresión de unos hombres sobre otros hace dos mil años. Cuando la prudencia lo demanda, la Iglesia lo ha autorizado todo.
El pensamiento cristiano, para inventar su trascendencia, fabrica límites y llena, como una gran cárcel o monasterio, el mundo con ellos, con las celdas de los ermitaños. O bien, puede creerse que es posible ser cristiano sin nada de esto, y que por ejemplo la tolerancia es una virtud cristiana, incluso específicamente cristiana (en un autoengaño monstruoso). Pero esto es contradictorio y absurdo. En esencia, no puede haber bondad donde no hay aceptación real, fáctica, sin trabas, de la pura inmanencia. Por eso ha habido tantos buenos cristianos que siendo además buenas personas, han abandonado la fe ante la horrenda visión de la incoherencia del cristiano entre su bello cuento y sus obras. Han necesitado hacerse agnósticos para continuar siendo buenas personas.
Así el estoicismo se tiñe y pervierte en la mente cristiana. No es la sosegada y muy racional inmersión en lo real, la pura aceptación del ser, propia de los auténticos estoicos. Es, por el contrario, una lucha que genera una represión en el cuerpo y el alma, o sea, que solo en el caso de este estoicismo falso, mal entendido, se puede decir que un estoico se reprime o que niega la realidad o su propio cuerpo o la carne o lo natural. La mayor coherencia de saberse parte del mundo, anclado en el ser que todo lo impregna pero que es, solo, en su forma mundana (lo cual como mucho supone un panteísmo) lo tenemos en las Meditaciones de Marco Aurelio. Además, decía que no puede haber pensamiento cristiano, como aseveraba lleno de ironía y razón Borges. Esto es porque pensar es vivir en la pregunta, problematizar lo real, lo que no significa necesariamente verse abocado a un absoluto nihilismo suicida o ácido escepticismo. Es decir, que somosrealmente, pero somos en la pregunta, al menos en esa madura y lúcida forma de existencia que se ha llamado filosofía, pero también ciencia o Ilustración. No hay mayor expresión, por esto mismo, o afirmación de la filosofía, que no solo manejarse con los terrores y maldades ciertamente presentes en el mundo sin perder los papeles, sino morir como agnóstico. El filósofo no puede, nunca, ser creyente, so pena de estar también él engañándose. Pensar se opone a la creencia, la desintegra. Y por tanto no hay mayor virtud en el vivir y en el morir que hacerlo sin el lúgubre recurso a “otro mundo” o a un Dios personal. La vida filosófica, así como la muerte, han de desarrollarse valiente y coherentemente en el agnosticismo.
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Educación y filosofía
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El sentido actual de la Teoría de la Educación: crítica de la “Pedagogía de las competencias”.
Marcos Santos Gómez
El sentido y la enorme importancia de la Teoría de la Educación en la Pedagogía y en las Ciencias de la Educación estriba en que la teoría educativa representa el modo de pensar lo educativo que nos posibilita ejercer la crítica y el análisis distanciado respecto a los sesgos ideológicos latentes en las didácticas y pedagogías “prácticas” o descriptivas al uso. Se trata de un modo de aproximación a lo educativo que puede (aunque no siempre lo sea) ser crítico, ya que crea la distancia teórica o teorización, el movimiento en la “mirada” al “objeto” que englobamos en el término “educación”, con una pretensión de universalidad e intemporalidad que, con todo lo que tenga también ello de problemático, salva del excesivo apego a lo que se nos presenta en la educación como algo “natural”, “bueno”, “progresista”, “transformador”. Es decir, la buena crítica ha de fabricar esta suerte de espacio impermeable a la ideología garantizado por el ecuánime dar razones y argumentos discutiendo sobre la propia tradición, con una mínima pretensión de verdad, que desborde el objetivo de lo meramente útil o pragmático (aquí nos desviamos del gran Dewey, aunque no se le deba despachar en cuatro líneas ni mucho menos). El mismo espacio independiente que, por muy fantasmal que sea e inexacto que parezca, hemos defendido reiteradamente en este blog para la institución universitaria.
Así se explica que la Teoría de la Educación no sea a veces muy querida. Se aluden dos razones para este desamor. Una sería que su armazón de cristal significa una rancia y conservadora celda para el alegre y vivo discurrir de la práctica educativa, en el “aula feliz” y lúdica que hoy todos pretender realizar. Se vincula con posiciones ideológicas tradicionalistas, incluso de derechas, próximas a modelos teológicos cristianos y con una fuerte impronta academicista y escolástica, en el peor sentido de estos adjetivos. Y su corsé además de ideológico y por tanto cómplice de una cierta manera de ser y estructurarse la sociedad, frenaría el dinamismo de la realidad educativa a la que por querer mirar de tan lejos y fríamente, no llegaría a observar apropiadamente, echando mano de prejuicios miopes a la hora de seguir el concreto, espontáneo y feliz acontecer del aula. Se dice esto como una de las razones que sus detractores esgrimen para ir marginándola en eventos educativos, planes de estudio, publicaciones, etc.
Digamos que si esta objeción manifiesta parte de razón, sospechamos que en no pocas ocasiones en que la teoría “amenaza” con desbordar este peligro de albergar ella misma, como conjunto de “contenidos” y “verdades” previos y universales sobre la educación un prejuicio de tipo ideológico e interesado, sucede todo lo contrario y por tanto es temida de manera más o menos inconsciente precisamente por suponer un modo de abordaje crítico, desafiante y socrático de lo educativo. Si engrasamos la estructura un tanto fósil de ciertos modos de entender la Teoría de la Educación, nos topamos con un saber que aunando reflexión con observación, sea capaz de lanzar todo por los aires.
Es esta presencia potencial de lo socrático en ella, la que más se teme y contra la que el actual gremio pedagógico (curiosamente más por parte de pedagogos “progresistas” a pesar del sesgo neoliberal que estas novedades encierran, como veremos), se está armando con conceptos como el de “competencias”. Por comodidad, intereses personales y partidistas, ignorancia, miedo, o por todo ello a la vez, el latente riesgo de la pregunta y la impugnación se erige como lo que realmente exilia a este modo teórico de abordar lo educativo del reino de las ciencias de la educación. Se asume con excesiva ligereza que la función de estas ciencias y de todo saber en torno a lo educativo es de un modo u otro una asunción del contexto educativo en el que nos desenvolvemos, una asunción miope y clausurada en sí misma, que empieza y acaba en lo que la realidad práctica de la escuela nos presenta. Incluso esto se justifica como un modo de acercar la reflexión pedagógica al campo donde se desarrollan las lides educativas. Y todo el mundo asiente con complacencia. Lo que no se ajuste a estos márgenes de lo existente, de lo dado, de lo que de hecho pasa en la escuela y los datos que lo acompañan, es tachado de retrógrado e inservible, porque se presupone que es la utilidad lo que ha de dinamizar a la escuela y a todo lo relacionado con la educación. Una utilidad que estriba en acoplarse adaptativamente al medio social, lo que se expresa en los términos de “acercamiento de la escuela a la sociedad”.
Y con lo teórico, en el ámbito de las ciencias de la educación, cae también el currículo “tradicional” basado en contenidos. Igual que la teoría es suplantada (que no complementada o puesta a discutir) con saberes no ya científicos, muchas veces, sino técnicos, en el currículo ya no se estila el viejo abanico de asignaturas y materias, que ahora se sustituye por un aprender a aprender vacío, como destreza, como clave de lo que se van a llamar “competencias”. Todo esto se justifica como una forma de eludir, decíamos, el sesgo ideológico de lo teórico y de la tradición, del conocimiento básico acumulado. Las competencias que es lo que ahora hay que enseñar en lugar de los antiguos contenidos (temas, autores, etc.) vienen a constituir un saber técnico y formal, una especie de destreza que se aprende para aplicar, flexiblemente, a distintos contextos. Así, al niño se le enseña a “leer” su realidad, aunque jamás en el modo de Paulo Freire, que implica una lectura crítica y transformadora, sino como una captación de los problemas prácticos que emanan de nuestra interacción e integración en un contexto (social, cultural, laboral) determinado. Hay que enmarcar bien el problema, definirlo, y resolverlo, para lo cual se echa mano del ingente paquete de contenidos que se encuentra depositado en internet (para esto se enseña hasta la saciedad un buen uso de las TIC). Pero nótese bien que sólo se acude a buscar lo que precisa, de manera directa y exacta, la resolución de nuestro problema concreto, que es además la fuente de los muy cacareados “intereses” del niño. Se enseña al niño a buscar y utilizar solo lo que le sirve y le seduce por su presencia preponderante y llamativa, como problema, en su realidad inmediata. A esto se le llamó “aprendizaje significativo”.
Diré solo una objeción a todo ello: Si se problematiza solo lo que el medio nos presenta como problema práctico, encajándonos bien en sus márgenes, leyes y formas, asumiendo sus reglas para interactuar exitosamente en el mismo y que este nos premie, no hay lugar en un saber competencial para problematizar al propio medio en sí. Es decir, se elude no ya la posibilidad de ceder a las ideologías presentes en el medio, sino la posibilidad de impugnar críticamente el medio, el momento, la inmediatez de lo dado. O sea, no solo no nos evadimos de lo ideológico, sino que nos incapacitamos para captar lo ideológico en cualquiera de los contextos (cultural, laboral, social) en que nos hallemos inmersos. Porque, paradójicamente, los contenidos hacen falta para aprender a aprender y sobre todo para aprender a crear ese espacio impermeable y distanciado de la teoría, que por mucho que tenga de ficticio (asunto complejo que aquí no podemos abordar y que nos llevaría a la discusión sobre la verdad y las teorías de la verdad en filosofía o epistemología) resulta imprescindible para crear la necesaria y salvadora distancia con el “objeto”. Sólo en el océano de la tradición es posible aprender a nadar. En seco, en mitad de un desierto, es imposible ni siquiera comprender en qué consiste pensar. Y el agua que nos sacia y deslumbra no es solo la del pequeño arroyo más cercano, sino la de ríos inmensos que aun estando cerca no sabemos ni siquiera mirar o la del mar inconmensurable e inabarcable que se adivina.
O sea que no nos remitimos tanto como lo hace Fernández Liria, en el libro que nos inspira estas reflexiones, a un cierto platonismo de la verdad inmarcesible, sino, dentro de planteamientos críticos con la Modernidad, seguimos empeñados (como casi todos los autores denominados erróneamente bajo la etiqueta de posmodernos) en que es posible pensar, ser críticos y propugnar una mejora de la vida e historia humana. Incluso sospecho que el tan cuestionado pragmatismo de Dewey al que Liria vincula con estas teorías pedagógicas anti-teóricas, también nos llevaría a ello, porque no es la seriedad de pensadores como Dewey o Rousseau lo que está a la base de la auténtica destrucción del conocimiento que estamos viviendo. Tampoco se sabe nadar en esos mares.
Sería necesario, es verdad, mucho más trabajo y espacio para justificar esto que estoy diciendo. Bástenos por ahora con haber infundido una micra de sospecha en la férrea trama de la actual pedagogía de las competencias que solo una Teoría de la Educación consistente puede desafiar.
Libro citado:
Fernández Liria, C., et al. (2017). Escuela o barbarie. Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda. Madrid: Akal.
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Educación y filosofía
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La muerte de Stephen Hawking, materialismo y agnosticismo Recordando a Marco Aurelio.Marcos Santos Gómez Podcast de programa dedicado a Marco Aurelio de "Música y pensamiento"de Radio Clásica Habiendo atravesado cierta
moderada tiniebla esta semana y pensando en la noche donde se ha internado el físico Hawking días atrás, he recordado bellísimos pasajes de las
Meditacionesde Marco Aurelio. Pasajes que, como una melodía serena, melancólica y noble, han acudido sorprendentemente a ese lugar que es fábrica de nuestra precaria identidad y que, como aseveraba David Hume, liga en una fantasmal ilusión sensaciones y recuerdos de las mismas. La memoria, pantalla del “yo” u holograma de la identidad. Una música que he evocado o rescatado de mis simas y que el gran romano interpretó, para concordar con la gran sinfonía del universo. Una grave partitura que es en sí el único cielo posible, el único paraíso al cual razonablemente aspirar, la única realidad en la que disolver esa ilusión tenaz contra la que argumentaba Hume y por la que perdemos el tiempo en luchas inútiles.
Así, mi sensibilidad, o aquello que yo sea, parece haberse abierto como una enorme flor tropical estos días de reunión con la carne y el hueso, míos y de otros. Son esos ratos extraños donde parece que algo se revela en el silencio, en medio de toses y broncas aspiraciones de oxígeno embotellado, donde emerge, raramente, algo semejante a una música secreta, una música que acaso es el universo que inconmensurable y discreto se cuela entre los escalofríos y la fiebre. En tales desvaríos, en la noche, supe que Hawking ha muerto, por supuesto agnóstico, como debe ser, como quizás yo también lo haga, cuando en el inconcebible momento de la muerte abandone todo lo que soy para disolverme en la misma nada que habitaba antes de nacer. Ciertamente, la especulación con un cielo y una vida eterna es infinitamente más compleja y absurda que sencillamente aceptar que retornamos a ser nada en el todo del universo.
Así, confío que como es razonable y él bien sabía, Hawking se ha acabado en una última religación con sus adoradas estrellas, para que continúe el silencio y el misterioso, inasible y bello ciclo de la materia. Porque es este el “cielo” pagano en que creían tanto él como el romano, la única fe razonable entre todas las fes (poco puede probar el deseo humano ni nuestra manía de crear mitos más allá de sus fantasmas); pero es el “cielo” que, al modo ciertamente de una religión, justificó su existencia y lo “salvó”. La clave de cómo esto puede suceder, es decir, de cómo desde el agnosticismo materialista o el panteísmo más o menos velado se pueden vencer miedos atávicos como el de la muerte, puede residir en fragmentos de las
Meditaciones del filósofo romano. Como es bien sabido la Antigüedad pagana se ocupó con mucho mejor tino que nuestra era de esta opacidad que tiñe nuestra existencia y que llamamos “muerte”. Lo hizo de un modo noble y simple, lejos de esa absurda perduración fantasmagórica de lo que ni siquiera somos ni podemos concebir en lo que se denominó, en una fragrante contradicción, “vida eterna”, vida eterna del Yo, se entiende, de eso que muere en cada segundo que vivimos y que no puede ser comprendido sin su carne.
Lo que sin embargo sí apoya y consuela en la perspectiva estoica, acaba siempre arraigando en la insólita facticidad de que el mundo sea, y de que sea posible religarse al cosmos, pero al tiempo que el cosmos es percibido como algo ajeno, distante y superior que así crea una distancia con el yo y lo relativiza. Todavía más, el estoico, como quizás Hawking, integra la muerte en su vida, aproximándose a una cierta visión del hombre lúcido semejante a la del
Daseinheideggeriano que es dueño de su muerte, que la rumia, la incorpora y la tiene presente como circunstancia
y no como dato. Vivir sin la extravagante osadía de creerse inmortal. Porque la muerte, para el estoico o el existencialismo (dejando ahora al margen el hecho de que ninguno de los llamados
existencialistasquisieran serlo), forma parte de la misma ley que crea y sostiene las inconmensurables gemas y nebulosas que pueblan el hondo cielo de enero. Hay, pues, que saberse mortal porque se es parte de una grandeza en cuyo orden las cosas nacen y mueren, porque ello es, aunque cueste llegar a este punto de auténtica lucidez, reconfortante.
La clave de una vida humana lograda, según la biografía de Hawking que en estos días ha quedado definitivamente sellada, es que lo cósmico (que es el modo en que él entendió esa inefable plenitud cuyo orden buscó toda su vida) tenga presencia en uno mismo. Que uno tome conciencia de que el universo está ahí plantado, sin que sepamos nada de él, grande, callado, sin sentido ni explicación, pero tanto
fuera como
dentro de ese fantasma que somos. Para el estoico, el hombre y su conducta han de traslucir el universo que portan. Estamos desbordados por inmensidades cósmicas miremos donde miremos.
Hawking decía que su vida era muy simple, pues solamente le había interesado una cosa nada más, y añadía con sorna que esta cosa era la pregunta por el fundamento del universo. De otro modo, aseguró que su clave existencial había consistido en mirar a las estrellas y anteponerlas a todo lo demás, aconsejando a los demás hombres no mirar tanto el suelo. Hay algo desorbitado, propio de titán o gigante, en esta actitud vital. Podríamos incluso con algo de irónica exageración considerarlo un Prometeo, clavado a su silla de ruedas como el otro Prometeo a su roca, castigado por los dioses por haber querido desafiarlos y elevar a los hombres. Una elevación de los demás que es ya la propia de un maestro, como he ido explicando en recientes entradas, es decir, lo que realiza el maestro que alza al discípulo más alto que él mismo. Prometeo podría ser, por tanto, un símbolo de la educación que pretendemos ir pintando a lo largo de este blog, del tipo de educación formativa que vamos describiendo. A diferencia del modelo del maestro facilitador, guía, orientador, etc. nuestro maestro formador alza más alto que él mismo a su alumno, más allá de una función de mediación que no eleva a nadie. Esa es la clave, pero ya la iremos desarrollando más adelante. Es tema para otras entradas, aunque siempre lo tenemos en mente.
La admiración que el físico despertaba prueba que todos percibimos que su apuesta vital es la que ciertamente dota a la vida de mayor grandeza. Igualmente, el emperador estoico acude a un visionario viaje hacia lo alto y lejano del cosmos para comprender su concreto existir y relativizarlo. Mirando a lo alto se sabe ligado a ello, formando parte de ello, y, en cierto modo, habitando en ello. La mera observación de los astros, en la soledad y la noche, ya lo sugieren.
Se ha podido decir que esta focalización existencial en lo grande, esta suerte de ejercicio espiritual o meditación (de hecho, la obra de Marco Aurelio se traduce como
Meditaciones) no aparta del mundo, como parece, sino que, todo lo contrario, mantiene al filósofo en una
mansa tensión, o mejor dicho, en una relación
equilibrada, entre el mundo cósmico y su orden y razón, con, por el otro lado, el mundo bajo los pies, el suelo, la tierra y, por ende, el hombre y la historia. Marco Aurelio anduvo entre ambos polos y pudo por eso, cuando se requería, pertenecer lúcidamente al suelo que pisaba. Seguramente estuvo mucho más presente, de manera más real, en la tierra, en Roma, en las campañas militares y en las orillas del Danubio, que ningún otro. Vivía con una inimaginable intensidad, en un
torbellino de serenidad. Miró su circunstancia y su momento con la paz de saber que él era mucho más que las pequeñas rencillas y trampas que suelen atrapar a los hombres. Porque era dueño de sí y coherentemente libre. No veo, por cierto, otro modo de serlo en medio de la terrible borrasca de los hombres. Todavía hoy, por supuesto. Su serenidad partía de una reflexión que le conducía en todo momento a saberse ligado a una suerte de orden o razón que también estaba en los astros.
Con cierto anacronismo, podemos recordar la conocida idea de Carl Sagan de que somos polvo de estrellas, pues nuestro carbono, el ladrillo de la vida, elemento esencial para ella, nació en alguna estrella. Esta bella idea, poética por la dimensión estética que abre en la vida, manifiesta implicaciones éticas, para formar un carácter y un comportamiento (
es decir, que nos educa). Como la vieja idea de Dios, aquí también hay una paz que ayuda a mirar con alguna distancia, a reflexionar y a vivir mejor. También a aceptar la muerte. La muerte de uno mismo llega a carecer de importancia desde tales latitudes estelares, pero esta relativización nos hace dueños de ella, como quizás ni el cristianismo ha sabido hacerlo. Nos hace libres y nos conduce a una vida excelsa.
Se dice que el distanciamiento estoico respecto a la corriente de la vida y las pasiones ligadas a la misma (a la corriente) convierte a esta secta filosófica en una filosofía conformista y resignada, que políticamente frena cualquier tensión necesaria para infundir transformaciones políticas. El estoico sería como un Buda ensimismado, meditativo y pasivo. Pero cualquiera que lea bien los textos de los grandes estoicos de época romana (Epicteto, Séneca y Marco Aurelio), sabrá que esto no es así. Precisamente esta distancia garantiza una mejor ponderación de las circunstancias y el tomar decisiones justas. El estoico trata de llenar de razón el mundo, de rumiar razón, de visualizar el logos vertebrador, de invocarlo en lo que hace y, por tanto, de reconstruir el mundo.
Un paciente activismo y en definitiva una soterrada ética de la resistencia. Así, se pone al servicio de las estrellas para ser práctico. Es su paradoja y lo que resulta difícil de entender de ellos, el hecho de que están situados en lo terrenal, porque arraigan, como árboles al revés, en el fértil Paraíso de los astros.
Hablamos, pues, de cielos paganos, agnósticos, panteístas. Ni Hawking ni Marco Aurelio necesitan al Dios personal. Porque Dios es para ellos esa razón universal que se alza inmensa cuajada en silenciosas y lejanísimas esferas. Eso basta. Saber que eso te precedió millones de años y que seguirá otros tantos, cuando incluso la humanidad haya muerto. Ser cabalmente consciente de que no hay más eternidad ni inmortalidad que esta es un gesto de valentía y talante filosófico. Ser capaz de vivir, eso sí, y morir, en la pregunta. Sin respuestas y, lo que es más difícil, sin necesitarlas.
Estos son unos efectos “salvadores”, muy conocidos y quizás mal explicados por mi parte, de la “elevación” estoica que percibo en la vida de Hawking.
Una salvación que consiste en no necesitar de salvación. Pero esta elevación importa sobre todo por la calidad que insufla a la vida cotidiana.
Sabemos digno de admiración a quien se ordena y rige por las estrellas, pero paradójicamente, sentimos una suerte de envidia o incomprensión hacia ellos que incluso los puede tornar objeto de burla. Hawking es ciegamente admirado, pero no se vive según dicha admiración, en coherencia con lo que de él nos admira. No se acaba de entender estas vidas en su grandeza y rareza. Una excelencia que consiste en regirse, “dentro” y “fuera” de lo que uno es, por lo que se pierde, bello y lejos, sobre nosotros. Invocarlo y traerlo al mundo en nuestro comportamiento, de manera que, como era para Hawking, eso sea lo más importante en nuestra vida, lo primero, lo que se antepone a todo lo demás, absolutamente a todo: intereses egoístas, dinero, poder, prestigio, alabanzas, afán de ser incluido en la sociedad, de vivir acorde a las modas y, sobre todo, a los miedos que nos esclavizan.
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Ser productivo en la universidad de la mano de Goethe.
Marcos Santos Gómez
Escuchar y ver a Goethe en acción, gracias al relato de Eckermann, nos va, en la línea de lo indicado en mi anterior entrada, pintando un tipo de intelectual que llevado a la universidad actual sería lo contrario del que se promueve y más abunda. Resulta curioso que precisamente sea un diálogo con su amigo y discípulo en torno a lo productivo en un hombre, donde Goethe con mayor evidencia muestre este ideal arraigado en lo formativo, que él representó como artista y científico. Para él, decíamos, la escucha paciente e inocente es la cualidad que debe ostentar un filósofo; incluyendo aquí a cualquiera que sin dedicarse expresamente a la tradición filosófica ni su enseñanza, se considere lo que el término griego en la etimología de la palabra señala literalmente: aspirante, solo aspirante, a sabio. Porque en nuestro diagnóstico de las actuales reformas ya hemos hecho patente el vuelco que se ha dado al ideal del sabio y cómo ya no hay siquiera tal ideal, o sea, no existe el sabio o la sabiduría como referentes, hoy, en la universidad española.
Y Goethe, precisamente, fue eso: un sabio, o, cabal aspirante a sabio, a conocer, pero un conocer reverente y poético. Como decía, la palabra a partir de la cual él diserta sobre esto, siglos antes de nuestras reformas universitarias, y en el más puro espíritu de la ilustración alemana, es “productivo”. Aquí nosotros, en la lengua española, pues desconozco el término exacto en alemán empleado por el escritor, tenemos que centrarnos, en los sentidos de la palabra “productivo”. Pues, sorprendentemente, lo que hoy se promueve también como ideal es ser productivo. Un investigador productivo es, según nuestra acepción generalizada, quien desarrolla, en una carrera frenética, una vasta producción caracterizada, según el gusto de las evaluaciones a que somos objeto, por la cantidad y la extensión. Hay que difundirse en todos los aspectos, es decir, hacerse visible. Hacerse muy conocido y citado, presente en las más importantes revistas, con un lugar reconocido en la lengua inglesa, por ser esta la lingua franca en la ciencia. Además, las connotaciones actuales señalan la necesidad de que lo productivo lo sea si redunda en patentes objeto de inversión económica y de beneficios mensurables en la economía o en el mundo empresarial. Hay que inventar y para ello aplicar una racionalidad de tipo estratégico que vaya indicando lo que hace falta inventar (que te lo suele decir quien te paga) para colocarlo en la forma de buena mercancía en la sociedad. Hay que vender y venderse. Esa es la estrategia, y para ello, es preciso adquirir una presencia predominante en el gran escaparate de la empresa.
No voy a repetir las objeciones que desde la propia ciencia, desde aquello que la mueve íntimamente, el interés incondicional por el saber en sí mismo, se puede hacer a esta idea de lo productivo, ni tampoco recordar mi pronóstico de que todo esto pronto hará de la ciencia y la universidad un erial, un lago desecado y mustio, un terreno donde campe la más espantosa mediocridad. Pero continuando con la elocuencia de los propios términos, indicaré que producir es para nuestro mundo igual a fabricar, hacer, en un sentido de extender y multiplicar cuantitativamenteel mundo. No es tanto crear, sino ampliar y añadir. Se trata de fabricar muchas cosas (por ejemplo, artículos científicos colocados en las revistas de prestigio bien indexadas). Porque las cosas devienen fácilmente en mercancías y en última instancia lo que inspira a todo esto es la mano de los inversores.
Lo que Goethe explica acerca de la productividad, nos sitúa en una absoluta antítesis de lo que acabo de describir. Él comprende la noción de lo productivo como lo que señala directamente a lo poético, una suerte de grandeza del espíritu que, para empezar, se sitúa en la dimensión cualitativa del ser, en la autenticidad. De ahí que lo primero que sugiere es que no es más productivo quien más cosashace. Porque, frente a la técnica sin alma, el alma de lo auténticamente productivo nos pone en conexión con la íntima raíz de donde brota nuestra existencia. Así, señala: “La productividad más elevada, esa iluminación significativa, esa invención, esa gran reflexión que aporta frutos y es rica en consecuencias, nunca obra en poder de nadie y se sitúa por encima de todo poder terrenal” (p. 763). Es decir, resulta irreductible a nada que no sea esa ley por encima de nosotros, una ley que no es reglamento, sino pulso grave y hondo de lo real. Parece como si lo productivo fuera guiado por una música que la persona productiva escucha, obedece e interpreta para el mundo.
Las personas con un cierto genio que pueden profesar cualquiera de las artes y oficios, desde militares a médicos o profesores, se caracterizan por vivir en la escucha de esta ley y fieles a ella. Ellos son, según Goethe, productivos. Su tiempo, como lo era antes en la universidad, es otro, su regula, es otra. Viven verdaderamente en otro mundo y pertenecen a una tierra distinta. Ya en el tiempo de Goethe, este indica que una clave de lo que en términos psicologistas llamaríamos “liderazgo” es reconocer a este tipo de personas y rodearse de ellas. Es lo que hacen los buenos gobernantes, de los que Goethe destaca entre otros a Napoleón. Napoleón tuvo un fino olfato para tener siempre cerca, de manera estimulante, no aduladores o mediocres, sino personas con genio, sensibles, que, dice el escritor alemán, le ayudaron en todo momento. Porque solo así elevamos, con los demás, nuestra vida.
La iluminación que rige a lo productivo, al hombre productivo, es gratuita, y se ofrece, en principio, para todos. Sus frutos llegan como regalos inesperados que generan veneración y honra. Por eso, Cervantes pintó a don Quijote como velador, como alguien que guardaba, vigilante, las armas, en el momento de la noche en que todos duermen, aguardando su bautismo, su elevación a caballero. Don Quijote vela, y Sancho Panza, duerme.
Pero quien vela y escucha paciente, elevado, hace, como expresa Goethe, lo que le viene en gana. Es daimónicamente libre. Solo obedece a una ley y a ella se abandona. “En casos así, bien podemos ver al hombre como la herramienta de un poder superior que rige el mundo, como un recipiente al que se ha considerado digno de contener un fluido divino” (p. 763).
Un único y fibroso interés es lo que mantiene en vilo al hombre productivo. A menudo, apenas una idea leve que se adentra en el mundo como una gota de aceite impregnando la cultura. Solo eso. La aportación, si la hay, de la paciente y larga escucha en silencio, es solamente eso. Una mera idea. En el caso de genios como Shakespeare, ciertamente, su productividad se dio, también, en la extensión, en la cantidad de obras producidas, en su pluma poseída por la idea. Pero lo que nutre a cada obra concreta es algo concreto, nada más, su idea, y todo lo demás, fluye en ellas a partir del mismo nervio.
Respecto a las consecuencias de lo productivo en la creación artística, Goethe aconseja no forzarse: “De ahí que mi consejo sea no forzar nada, y mejor desperdiciar o pasar durmiendo todos los días y horas que se presenten improductivos antes que empeñarse en hacer algo que más adelante no nos complazca” (p. 765). Es decir, la creación, la verdadera productividad, es lenta, sin prisas, sin que pueda forzarse. Como es obvio, esto contrasta notoriamente con la actual dinámica universitaria por la que los que antes “paríamos ideas”, o sea, los intelectuales y profesores, ahora reproducimos histéricamente una nada infinita que, como la nada que devora el reino en La historia interminable, de Michael Ende, va a acabar devorando a las personas y a la institución. Goethe incluso rechaza, respondiendo a una objeción de Eckermann, que el vino, a veces usado para obtener la inspiración, sirva, salvo si se trata de uno de los modos en que reluce el diamante que tenemos en el centro. Si no se alberga ese diamante, no hay forma de invocarlo. De ahí que, pienso, el mediocre, aun reconociendo un cierto don en quien no lo es, no lo comprende e incluso se burla de la verdadera productividad. Creo que es como si coexistieran varios mundos dentro del nuestro y a ambos se destinan los distintos modos o acepciones de lo productivo: intensivo y extensivo. Dicho de otro modo, está el mundo desde la óptica y el pathosdel mediocre, que se impermeabiliza hacia toda revelación y que tiende incluso a invadir y tratar de destruir el otro mundo de los soñadores inocentes y serenos que responden a a la verdad.
Goethe esboza una regula que rige la vida del verdadero productivo. En general alude a las situaciones y lugares de la escucha, el contacto con la naturaleza (profundamente venerada por el genio alemán), el aire, el ejercicio (Goethe era conocido como “el caminante”, en varios sentidos, pero uno muy ostensible que era el hecho de que emprendía grandes caminatas por el campo y entre ciudades), el agua. En todo ello uno recibe un cierto hálito divino.
Además, según Goethe, la producción se agota, la productividad tiene un límite incluso temporal que en las personas de gran genio en la historia, los grandes artistas, los ha segado en mitad de sus vidas. De manera que parece que lo productivo forma parte de una misión, que se cumple o no, pero que es el gran proyecto de una vida, la búsqueda de un valioso diamante por el que se relativiza cualquier espíritu emprendedor y ostentoso. Así, las personas productivas no sirven ni están para los escaparates. Eso restaría seriedad y el necesario recogimiento que invoca a la verdad ansiada. Pero aún más, el intelectual productivo, pues estamos aplicando las razones de Goethe a los dos modelos básicos de profesores que hoy vemos en todo el sistema educativo en general, todos los educadores e investigadores, incluyendo artistas, el intelectual productivo, decíamos, antepone su misión a todo lo demás. Y es esta la que vertebra tanto su docencia como su investigación científica.
Si acudimos a nuestros viejos referentes en la universidad, podemos hallar algunos ejemplos, además del mismo Goethe. Tenemos a Heidegger que parte y explora su gran y única intuición: la diferencia ontológica. Tenemos a Tomás de Aquino que, en bastantes momentos parece centrarse en uno de los polos de dicha intuición heideggeriana, haciendo del ser fundamentalmente el orden de la realidad. Tenemos a San Agustín para quien se tiene conciencia de algo (la verdad) a partir de su carencia (el pecado). Para Hegel esto ocurrirá a partir de la negatividad aplicada al mundo. Tenemos a Buda, que diluye la gota del sujeto en el océano del todo que se asemeja a una nada afirmativa (nirvana). Tenemos a Jesucristo y su tradición judaica, para quienes la humanidad es un drama, una historia con principio y final.
Incluso, retornando a Goethe nos podemos fijar en la tarde que fue visitado en su casa por Hegel. Nada menos. Ambos dialogaron y es una pena que se haya perdido casi todo de aquella conversación, acaso porque Eckermann no fue capaz de seguirla bien. Lo poco que recoge de tan monumental tertulia en casa de Goethe fueron las dos ideas que rigen vida y pensamiento en ambos genios. Para Hegel se conoce aplicando o generando negaciones, a partir de lo negativo, y de ahí emerge su lógica dialéctica. En esto, aquella tarde, discrepaba un Goethe para el que, al estilo estoico y contemplativo, la naturaleza es una pura afirmación caracterizada por la sencillez, por la simplicidad, y quien pretenda conocerla y desde ella manejar la propia vida, ha de ejercitar la paciente escucha de la misma y sintonizar armónicamente con ella. Son las dos ideas, o diamantes, que relucen en cada uno de tan egregios contertulios.
Pero, sin irnos a las altas esferas de la genialidad, cualquiera, en la universidad, puede tomar su referente de ellos. Es decir, nos podemos situar en la onda de una productividad consistente en fijarse, adherirse y dar todo en torno a una idea, solo una, un único diamante de plurales reverberaciones, una intuición básica gracias a la cual nuestras obras darían lo mejor de nosotros mismos y responderían a ello. Así, investigar sería sobre todo asunto de una realización personal basada en la pregunta básica que nosotros hacemos a la realidad. Algo propio de seres que viven preguntando y que problematizan lo aparentemente obvio y que, en este sentido, serían radicalmente críticos, socráticos.
Esta misión por la que el hombre productivo pare la idea en el mundo, la invoca, la da a luz, la presenta, es lo que caracteriza a su ciencia y a su magisterio en la universidad. Se sabe el hombre que busca menos que la propia idea, que sus obras, que los textos, que lo que va dorando con las esporas que brotan de su centro magnífico, y, como Sócrates, apenas se considera un efímero adorador de lo auténtico, de lo cierto. Sintoniza con su idea y todo su cuerpo y vida los rige, los regula, por ella. Es esto lo que podríamos llamar una pedagogía de la idea que ha de ser, como tanto hemos dicho en el presente blog, encarnada. Así, lo que en entradas anteriores y también de la mano del gigante Goethe, llamábamos “lo grande”, se instala en el mundo y lo mejora cualitativamente, le añade ser, realidad, no cosas ni mercancías. El hombre concreto, que lo es todo en este proceso pues sin él no cabe esta sobreabundancia de lo real, vive menos que su idea, y, acaso por ello, cree hondamente que su alma es esa idea y que la precaria forma de inmortalidad reservada a la humanidad, su dulcísima esencia, su néctar, es ese poso donde reside lo grande, lo que más prosaicamente llamamos “cultura”, “historia”, que va quedando como la última reverberación de lo humano. Una sombra del hombre vivo, es cierto, pero una sombra que vive más que quien con su paciente y trágica labor la ha creado.
Libro citado:
Eckermann, J. P. (2005). Conversaciones con Goethe. Barcelona: Acantilado.
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Educación y filosofía
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Una amistad formativa: Goethe y Eckermann.
Marcos Santos Gómez
Para formar a educadores, si concebimos la educación escolar o social como una cierta ilustración del individuo y de la sociedad, se puede y se debe echar mano de toda la literatura, pero cobran especial relevancia las novelas de formación de la tradición decimonónica alemana. Este género, nacido con Los años de formación de Wilhelm Meister, de Goethe y con la propia autobiografía o memorias de la época formativa del gran escritor (Poesía y verdad), culmina con otra impresionante novela, una de las más valiosas del siglo XX: La montaña mágica, de Thomas Mann. En este artículo me voy a referir a ambos polos, inicial y final, de este subgénero literario que consiste en desarrollar una narración de las transformaciones de alguien que va creciendo y ampliando sus horizontes vitales con la educación recibida y con las cosas que le ocurren. Del protagonista de estas novelas interesa la reelaboración de su mundo interior, para ir mostrando la riqueza que llega a adquirir su vida cuando lo va educando su entorno, para mejorar cualitativamente, para dotar de matices a la personalidad. Esto está, como se puede imaginar, en relación con el ideal educativo de la Bildung alemana que, prolongando el ideal griego de la paideia, pretende desarrollar una esmerada formación del joven para que sea vivo receptáculo que encarne, invoque y reelabore la gran tradición cultural.
En mis anteriores entradas he tratado de ir argumentando que este ideal formativo de la educación no es necesariamente de índole burguesa o conservadora, aunque la paradoja de que quien piensa “mejor” es quien menos problemas materiales tiene, acompaña a la sociedad de entonces y de ahora. Lo bueno es que, como vamos a constatar en la figura de Goethe, hay algo en la riqueza cultural que aunque sea contradicho por la propia vida del estudioso, mantiene su irradiante grandeza. En este sentido, creo que estudiar una biografía es relevante para asistir en directo al proceso puro de la ósmosis por el que un maestro o maestros contagian el afán de saber al discípulo prendiendo un fuego espiritual. Aquel tesoro cultural de por sí desborda a ambos, incluso al maestro. Es más que ambos. Se trata de lo que a veces Goethe denomina “lo grande” que él mismo sabe que tiene más realidad que él mismo y que es el origen de toda excelencia. Es curioso cómo las grandes figuras del pensamiento, de las artes y, sobre todo, de la ciencia, saben, desde su más honda profundidad, que están en contacto con algo egregio, con un caudal cuya fuerza es tal que nos pone en peligro y puede incluso aniquilarnos (¿Fausto?), pero solo a cuya sombra se es verdaderamente capaz de crear.
Así pues, en una novela de formación es importante la transformación del héroe, pero debe dejar relucir que “lo grande” nos atañe a todos y a nadie en particular. No veo mayor objetivo, irreductible a la adquisición de “competencias” que hoy se nos vende. Es difícil explicar esto. Quizás resulte útil señalar que tiene algo que ver con la religión aunque se puede padecer esta conmoción sin que haya por medio ningún tipo de credo. No demuestra nada en torno a la existencia o no existencia de ningún Dios. Se trata más bien de que para que haya conocimiento, el hombre ha tenido que ser receptivo a una oscura pero exultante cualidad del mundo: la de no agotarse en sí mismo, en ninguna de sus formas y ni siquiera en lo que es. El hombre ha sabido que había mucho más en aquello que veía que lo que veía de hecho. Ha sentido una exuberante efervescencia en lo real, una especie de sobreabundancia, como si siempre se escondiera algo tras la apariencia, una suerte de fuente primigenia o, sencillamente, la respuesta al irresoluble misterio de que el mundo sea. Dicho de otro modo, el hombre ha sentido desde su origen una fascinación por la existencia que ha solido ser, primero y en las civilizaciones más antiguas o en la prehistoria, una fascinación por la naturaleza. Esta rara vivencia de nuestra especie, podía no haberse dado si fueran posibles formas de inteligencia que se agotaran en la mera presencia de lo real, en la apariencia en sí, sin resonancias ni inquietud por lo que sea realmente el mundo. Pero nosotros, los seres humanos, no somos así. Somos animales de horizontes y preguntas.
Es esta sensibilidad ante lo misterioso del mundo en sí, la que late en el hecho de que hayamos creado culturas y civilizaciones, de que el homo sapiens haya sido viajero, navegante, descubridor y, tristemente, guerrero. Pero reside también en todos los ámbitos de la vida carnal, de nuestro modo de ser, en las relaciones que trabamos, en el cuidado de niños, ancianos y enfermos (parece que esto es un rasgo ya muy probado en la humanidad prehistórica). Todo ello implica que existir consiste en un dinamismo por el que lo estático no permaneció estático durante mucho tiempo, aunque todo volverá a serlo cuando el universo muera en la estabilidad de la muerte térmica.
Diría que la buena pedagogía debe conducir a esta conmoción por lo misterioso. Porque sin que nos vaya a garantizar un mundo bueno, en términos morales, una suerte de imposible triunfo del bien o nuestra propia bondad, es lo más preciado de nuestro paso por el universo. Ha de llegarse a una sintonía de los seres humanos con esta inquietud que enriquece, matiza, irriga y ennoblece la existencia. Me atrevo a aseverar que este es el único objetivo que debe procurar cualquier educador o el más importante. Estamos a años luz de la fábula o la moralina de las moralejas (que sin embargo encantaban a Chesterton por razones que ahora no vienen al caso), de lo edificante que construye una personalidad. No. Esto que tratamos de señalar como “contenido” básico de la educación (formal o magistral) llega más lejos y viene de antes. Estamos hablando de una vida excelsa que solo en el caso de que Sócrates llevara razón, ha de ser también una vida buena en un sentido ético. De lo que no cabe duda es de que esta vida excelsa es, también, una vida bella.
Pues de todo esto va La montaña mágica. De esto y de la honda crisis que lo acompañó en los albores de la Primera Guerra Mundial. La educación construye, ciertamente, y tenemos al maestro ilustrado Settembrini, que trata de edificar pero desde un desbordante incendio que estalla al lado de ambos, discípulo y maestro: el del viejo jesuita renegado (Naphta) que prolonga los elementos más nihilistas y destructores de la civilización, prefigurando las guerras que venían, las del siglo XX, las más atroces de la historia. Todo ello, en una tensión irresoluble, trágica, educa al joven Castorp. Por aquel entonces, más o menos, Rilke en sus elegías había cantado la perturbadora ambigüedad y belleza de los ángeles. Belleza, vida exuberante, terror y muerte es lo que ha acompañado al hombre que busca.
La novela de Mann plantea con acierto dos polos del occidente moderno: ilustración y romanticismo. En el caso de Goethe su sensibilidad parece ser, salvo algún periodo de juventud (Werther y los Himnos), una apenas leve inquietud, una curiosidad amable, activa, pacífica pero insistente e inagotable, por todo aquello que alberga las limpias aguas del misterio. En realidad, me ciño no tanto a sus obras, sino a un largo libro de un discípulo que entabló con él una relación pedagógica. Eckermann escribió sus Conversaciones con Goethe (ed. Acantilado, 2005) como un diario que recogió lo que hacía Goethe, junto con lo que decía y lo que ambos discutieron. Eckermann, y el lector de su obra, captan pronto el poderoso nervio que se agitaba en Goethe y se sitúan a su sombra. Goethe, por su parte, supo que al joven le unía un mismo pathos, una vivísima pulsión por sublimar su paso por la existencia en pos de la permanente búsqueda de la verdad. El afán del discípulo era auténtico, incondicional y algo trágico. Goethe le proporcionó la majestuosa serenidad y la calma que le hacía falta.
Aquí la clave es que un maestro no sea de tan esplendorosa exuberancia que deslumbre y paralice al discípulo. Este problema existe, claro, con genios del calibre de Goethe, cuando uno trata de respirar a su vera. Eckermann, que no quiere protagonizar su libro, va mostrando cómo trata de sintonizar con el maestro, de comprenderlo y sobre todo de captar bien lo que tenía que decir. Le fascinaba su persistente curiosidad y que esta no se constituyera en un sentido trágico, como un dolor. Algo poco común en los años del Romanticismo.
Goethe parece ser una suerte de timonel (la vieja y gastada metáfora, por cierto, pero es la mejor imagen para describirlo, creo) al gobierno de un navío en el que explora el mundo y sus entrañas; y quienes aprendían de él, se tornaban, con él, navegantes y descubridores. El espíritu de Goethe halla alegres preguntas por todas partes y las trata de responder pacientemente, con una suerte de poética escucha de lo real, que le diferencia, según su propio parecer, de la escucha pautada y matematizante de la ciencia de Newton. Adivina, en su teoría de los colores, una sencillez primordial en el mundo, que se despliega y va matizándose con suavidad. La mayor cualidad de quien busca en la naturaleza es la escucha serena, no tanto la monstruosidad faústica del insaciable protagonista de su libro que exige respuestas aguijoneado por la interrogación atroz.
Amaba la cultura como amable creación del hombre, como tributo a su naturaleza, como admiración por la existencia. No creía que lo importante fuera él, realmente, ni lo que sucedía en su mundo interior, sino lo que una subjetividad volcada hacia lo otro, sí era capaz de apreciar y captar en la naturaleza. Le fascinaba más lo de “fuera” que lo psicológico o subjetivo, aunque lo natural nos educa y se va interiorizando en la educación. El individuo es pura captación y respuesta a su medio natural y espiritual, y es lo externo el centro irradiante que asombra al hombre concreto. Las estrellas sobre su cabeza…
Su actitud vital era, pues, la de una conexión emocional, sentimental y racional con el exterior. En esto fue temperamentalmente estoico y de un decidido estilo clásico. A Eckermann le fascinaba la serenidad que hallaba su maestro en todo y en el estudio, lo que contradice el espíritu fáustico y nerviosamente insaciable de las famosas últimas palabras que se le atribuyen, al parecer falsas. Dicen que exclamó, cuando se moría, “luz, más luz”. Y en cierto modo la leyenda retrata lo que había sido su vida, con la salvedad de que en el pacífico remanso existencial donde se situó, no había razón para una muerte atormentada. En este sentido la anécdota la falsea. Para él daba igual que atrás quedaran preguntas sin respuesta, lo importante era que atrás quedaba el mundo, por fortuna, y que seguiría estando muchos siglos y milenios más para ofrecer su, a pesar de todo, plácido viaje a la humanidad. Pero los misterios tenían que seguir siéndolo, sin que hubiera en esto nada trágico, nada carencial, para el hombre que se pasó la vida preguntando y, como todos nosotros, moría sin más respuesta que el mero existir del mundo en un sentido próximo al panteísmo, porque esto mismo ya era, en sí, gratificante.
Fue esta amable relación del hombre con el mundo y con la existencia lo que Goethe enseñó a Eckermann, en sus largas conversaciones sobre los colores, sobre la obra del propio Goethe, sobre los románticos, sobre la antigüedad clásica y las tragedias griegas u homero, sobre el teatro de Shakespeare, Calderón o Molière, sobre la idea de hacer un canal en Panamá y otro en Suez, sobre la abundantísima colección de dibujos, pintura y grabados que guardaba y veneraba, sobre Lord Byron, sobre los mapas y la geografía, sobre Newton, sobre arquitectura (diseñó edificios), escultura y pintura (trató de ser pintor en su juventud pero cuando vio que no tenía genio para pintar, abandonó mansamente todo inútil esfuerzo, para volcarse en aquello que supo que sí podía hacer mínimamente bien), sobre Mozart y los estilos musicales, sobre las obras públicas en Weimar, sobre la ópera, sobre la educación, sobre la poesía (de cuya creación ofreció excelentes consejos), sobre la botánica y las metamorfosis de las plantas, sobre Napoleón y lo que denominó el daimon o las personas daimónicas, sobre la virtud en la Roma clásica, sobre los recientemente creados Estados Unidos (cuya historia posterior, que él ya no vio, predijo asombrosamente), sobre Voltaire o Rousseau y Diderot, sobre la lengua francesa, sobre su amada Italia, sobre los climas, sobre la potencia aniquiladora de la pura negatividad en Mefistófeles, sobre lo religioso y la Reforma protestante. Todo ello con una fascinación que, como hemos dicho, fue su propuesta para una existencia lúcida, el mayor proyecto para la historia humana.
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Educación y filosofía
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Del canon literario al canon en el currículo.Marcos Santos Gómez
Cuando se entiende la función del maestro como quien solamente ha de enseñar o guiar en la práctica y aprendizaje de destrezas, dotando al niño de los recursos necesarios para desenvolverse inteligentemente en el mundo, se está apuntando como mucho a la mitad de la cuestión. Porque si se preguntara a alguien que deba lo mejor de su vida al paso por la escuela, no manifestaría que el beneficio recibido solamente se ubica en lo que la escuela le ha
enseñado, que puede olvidarse rápido, sino
a la dimensión humana a la que lo ha elevado, a su transformación cualitativa, a su modo de ser más pleno y lúcido. En nuestros tiempos se está pasando por alto esto que hace no demasiado tiempo, e incluimos a la universidad, se entendía que era lo esencial. Bien es cierto que en la rara bifurcación, antinatural, de las carreras en científicas o humanísticas, parecía que el reducto de la visión formativa de la universidad y la enseñanza en general eran las cada vez más denostadas humanidades. De hecho, la reivindicación de las humanidades no tiene que ver con la suprema estupidez de descalificar a las ciencias, sino que la defensa de las humanidades es realmente, en el contexto de nuestro momento presente, una manera de defender el papel formativo de la educación reglada. De hecho, a poco que se conozcan las ciencias, más allá de lo meramente técnico, es decir, de sus aplicaciones más útiles (o productivas para el mercado), se sabe bien que este espíritu educativo, por el que el contacto con la ciencia es capaz también de formarnos, existe en ellas. Porque más allá de las materias, disciplinas o asignaturas concretas, sean de ciencias o de letras, lo fundamental es que, acaso por la vía del aprendizaje de algunos contenidos o competencias, se llegue a interiorizar algo mucho más grande y elevado.
Primero el niño puede no estar en condiciones de captar esto. Pero si persiste, si la escuela le va seduciendo para que persista, pronto va a percatarse de que lo que hay en juego es, nada menos, la esencia de lo humano, que se destila en la historia y cuaja en tradiciones que van marcando unos caracteres específicos para lo humano que le dan una mayor calidad, que lo transforman y enriquecen, que lo surten de más y mejores posibilidades para realizarse. Para esto la humanidad ha ido estableciendo una serie de hitos que, siguiendo la idea del canon literario de Harold Bloom, podemos entender como rasgos definitorios de lo que en el momento concreto, en la época que estemos, va a ser el hombre. Este crítico y estudioso de la historia de la literatura aplica, si mal no recuerdo, pues lo leí hace unos quince años, en su conocida obra
El canon occidental una teoría que recupera, para la comprensión de lo que la literatura va modificando (y amplificando y enriqueciendo) en la experiencia humana.
La experiencia humana, la vida de cada uno, no es nunca totalmente original. Nos debemos a otros, que son los que antes de nosotros han determinado una serie de horizontes estéticos y teóricos en que apoyarse. Por eso, trasladando esta teoría literaria al campo de la educación, resulta que tendríamos en la vida humana también un canon o rincones básicos que servirán para configurar la propia vida, limitándola pero dotándola de claves para su “perfeccionamiento”.
La idea que suena algo trasnochada de que la educación “perfecciona”, o dicho en otras palabras, “mejora” al educando, podría entenderse por aquí. Se puede afirmar que la escuela, mediante la progresiva asimilación de los contenidos de un currículo dota al niño de las claves por las cuales, en edades algo más avanzadas, va a ir proyectando su experiencia vital, es decir, sus valores, aspiraciones y horizontes. La educación escolar debería activar estas claves epocales, culturales, en la vida del niño que a partir de ellas va a ir dirigiendo progresivamente su vida. El ciclo escolar sería como una puesta en marcha, progresiva y adecuada a cada edad y a cada niño, de estos dos movimientos básicos de la sinfonía que somos los seres humanos: el de la pura asimilación de materias y el de la reorganización del espíritu a partir de la activación vital generada por ellas.
Porque, añado y sigo en esto lo que pobremente recuerdo que leí a Bloom (a pesar de su estilo algo grandilocuente y antipático), no se puede vivir de espaldas a las figuras u obras canónicas. No existe, defiende lleno de razón, la plena inocencia ni el ingenuo adanismo de quien pretende refundar la humanidad, al estilo de Rousseau. Es más, toda refundación y redefinición del hombre dan por sentado lo que en el momento en cuestión rige para el hombre. La pretensión de Rousseau fue racionalizar la existencia humana (en un sentido muy semejante al de Erich Fromm), lo que para él, podría parecer que era que no daba importancia a lo establecido anteriormente. Esto no es del todo cierto, ya que en el
Emilio aparece la cultura, nuestra cultura y civilización, pero, al puro estilo de su adorada novela, un
bestsellerde la época:
Robinson Crusoe, lo que la educación desarrolla en el joven Emilio es una recomposición, una nueva organización, de la vida, del conocimiento y de la cultura (puro ideal ilustrado en el fondo, contra lo que también se dice a veces).
Lo que estos autores vienen a resaltar es la obviedad de que el hombre, por sí mismo, es decir, el individuo (¡contra otro bulo muy extendido en torno a Rousseau en el
Emilio) no es nada sin los demás, y que ha de ser con los otros para ser plenamente él mismo. Es aquí donde opera la escuela. Pero, téngase bien en cuenta, que la meta última de la misma no es la adquisición concreta de unos saberes y destrezas. Esto es, en realidad, el medio.
Lo que pretende la escuela, en un sentido parecido a lo que pretendían proyectos pedagógicos como las Misiones pedagógicas de la Segunda República Española o la Institución Libre de Enseñanza (que hoy se muestra en el maestro que protagoniza la película La lengua de las mariposas), es promover el contacto del niño y del adulto con la esencia que, en su tiempo, define al hombre como proyecto, como tensión y como esfuerzo por dotar a la vida de dimensiones elevadas.
Esto suena un poco aristocrático y, de hecho, comenzó en Grecia, como explico en el siguiente artículo: (pinchar
aquí), al estilo de una transfiguración del modelo heroico de las sociedades de la Grecia homérica (siglo VIII a. C.) a posiciones culturales ejemplares y “elevadas” que justamente era lo que había que aprender en las “escuelas” de la época (hablamos ahora ya del siglo V a. C. en Atenas). Este nicho de lo aristocrático ha sido, de hecho, una suerte de espejismo, de zona “exterior” o exterioridad fabricada en el seno de la cultura, para, según las épocas, ir ubicando en ella los ideales de cada momento histórico y de cada sociedad. Se edifica una altura social, un nivel superior, como si se construyera un rascacielos. Y sería bueno hacer una historia de la civilización siguiendo este esquema pormenorizadamente, en un estudio de tipo histórico. Pero mientras tanto, pienso que puede avanzarse al menos la idea o hipótesis del lugar esencial de lo “elevado” dentro de la sociedad. Sobra matizar que esto elevado en el mundo burgués ya no es, necesariamente, la caduca aristocracia, sino que se va rellenando de otra serie de valores que, por estar donde están, marcan una diferencia, una “distinción”, en palabras de Bourdieu, que va a ir dinamizando el ascenso social o la simulación del mismo. Sí es cierto que en cierto modo, el halo de lo aristocrático permanece. Quizás en este marco habría que entender cómo ha funcionado la idea de “verdad” a lo largo de la historia del pensamiento, por ejemplo. O el “bien”, la “virtud” e incluso el “ser”. Desde aquí se puede también abordar el surgimiento de la metafísica, etc. Pero lo que me interesa a mí, como pedagogo, es la dimensión de lo educativo y lo escolar.
La escuela ha sido la fábrica de “virtuosos” que inventó Grecia. Para asegurar la buena posición social o el ascenso, había que transmitir un saber ornamental. Lo hemos ya señalado a menudo, siguiendo la tesis de
Paideia de Jaeger. Pero la otra cara del elitismo, la compuso Sócrates, que ubicó lo distintivo como lo contracorriente, como el sacrificio social del individuo en pro de una “verdad” o “virtudes” que se postulaban acaso inalcanzables pero dinamizadoras y, sobre todo, “limpias”, ajenas a los intereses sociales o de clase. Y en gran medida pensar, desde entonces, con todo lo bueno que ha aportado, la reflexión y análisis de los propios mitos, prejuicios, tradiciones, ha estado concebido como una cierta elevación sobre la propia contingencia. Institucionalmente, la escuela (aunque habría que matizar en un recorrido histórico los tipos de escuela que ha habido, siendo uno de ellos la escuela propia de los sistemas educativos nacionales inventados por la Ilustración y el liberalismo) y hasta ahora la universidad han sido los nichos que la sociedad ha reservado, en su aparente y figurada pureza, para pensar y activar la cultura.
En efecto, desde el siglo XVIII esencialmente es en lo escolar donde el individuo se encuentra con lo esencial de su tiempo y de su cultura. Y así era hasta las actuales reformas que mundialmente está sufriendo la enseñanza. Porque hay que comprender, y esta es la idea que deseo resaltar en el presente escrito, que la educación no es tanto memorización de unos contenidos concretos, o aprendizaje y ejercitación de destrezas,
sino que todo ello, que es requerido y debe estar presente, es sobre todo el medio para sintonizar con el propio tiempo. El currículo debe aportar, y en este sentido debe constar obligatoriamente, bien lo elabore un profesor o se negocie con alumnos, debe constar, digo, de las figuras o temas canónicos que constituyen al propio tiempo. Pero, es más tarea del profesor que de los alumnos, ya que aunque lo elementos esenciales del propio tiempo estén presentes implícitamente en la vida del alumno, este no ha tomado todavía plena conciencia de ello. Se trata de algo que debe presentarse al alumno, del modo que se quiera, pero hay que
darlo. Quizás esto no sea bien entendido o encajado actualmente por parte de muchos educadores y pedagogos, pero hasta el momento, es algo a lo que todos asentimos si nuestra propia experiencia en la escuela haya sido
formativa.
Hay que haberse modelado con lo esencial de un tiempo para saber de las bondades y oportunidades de realización en él esbozadas.
Y desde esta costosa y progresiva elevación, que no puede basarse en la devaluación de la cultura, sino al contrario, en la elevación del niño hacia ella, uno detecta que lo más importante en cuanto a la propia definición, se debe a que la escuela y la universidad, nos ha situado ahí. Un buen ejemplo es el aprendizaje de la música, de sus reglas esenciales y, sobre todo, de la técnica para tocar un instrumento. No soy músico, por desgracia, y sé que por ello me pierdo seguramente lo más
grande que puede haber dado la humanidad, pero intuyo, como mero “público”, que nadie aprende bien a tocar el piano, sacándole todo el partido al riquísimo instrumento musical, si no es escuchando y memorizando, fruitivamente, las grandes piezas que se han escrito para él en la noble tradición de la música. Es decir, en dicha tradición hay unas figuras señeras por las que hay que pasar, aunque pertenezcan ya a épocas y estilos y gustos muy distintos de los que existen en la actualidad. Porque ellos marcan el canon, y aquí retomo el hilo anterior. Un canon que es una propuesta de excelencia, de máxima virtud (y virtuosismo) en el arte musical. Igual que en la literatura.
Pero es que además, si alguien aprende a tocar el piano sin pasar por la música clásica, lo sepa o no, esta no le es indiferente. Está en la dimensión musical de la cultura, aun en la forma de sombra o carencia. Hay cientos de elementos del propio tiempo que están presentes sin que lo sepamos y que han decidido, fatalmente, un destino, una orientación en el arte o, incluso, en la civilización. Pues bien,
son estos elementos canónicos aquellos que han de vertebrar la educación escolar y la universidad, siendo lo esencial de ella.
Esto ya de por sí significa una crítica a la muy concreta deriva pedagógica de nuestras décadas más recientes. Porque todo esto ha desaparecido de la pedagogía. Ahora la educación escolar es filtrada por una dimensión de la sociedad que no es toda ella. Se trata de
lo útil, o dicho en los términos usuales, lo
productivo, lo beneficioso para las empresas que se rigen por el mercado de
cosas que se venden y se compran. Esta reducción hace del curriculum, como bien vaticinara el Illich de los setenta, o Freire, algo que se tiene, como un objeto. Se cosifica el saber, se lo convierte en mérito o, como en pleno auge de la Sofística ateniense del siglo V a. C., en ornamento para la promoción social (económica). No se encarna, se tiene. No es forma o figura viva, sino cosa muerta que sirve y que vale un dinero. Mercancía. Dentro de otro elitismo que modernamente se denomina meritocracia y que extrae de la cultura (¡y de la civilización!) solamente lo que sirve para algo práctico o técnico. Es en este contexto de grave crisis e incluso enfermedad civilizatoria, en el que se está erradicando lo teórico, lo básico en la investigación científica.
Ahora, por primera vez en la historia, la escuela no mejora o perfecciona, ni se preocupa por el modo de ser del hombre, sino que está castrando a la humanidad. Algo que se puede comprender en la deriva técnica que tantas filosofías de todos los colores en el siglo XX han profetizado, o en el contexto de una virulenta reacción en la civilización burguesa y capitalista, dentro del actual momento neoliberal. Se podría comparar, por ejemplo, lo excelente o la excelencia (también llamada “virtud” a partir del término latino que traduce, más o menos, la
areté griega) en la civilización que creó la escuela o sentó las bases para que se recreará muchas veces, o sea, Grecia, con lo que hoy las universidades y leyes educativas están considerando la excelencia.
La universidad y la escuela no son ya los nichos sociales donde el hombre se pensaba y se autodefinía, sino que son los templos de un saber dogmático que parte, sin ser consciente, de respuestas ya dadas muy discutibles, pero que no se discuten. Es decir, ya no hay discusión en la academia o, mejor dicho,
los márgenes de la discusión son los suficientes para producir una ilusión de innovación y cambio constante que en lo fundamental no se mueve. Se innova, sí, pero para una misma cosa. El teórico tiene que rendir cuentas ante las aplicaciones de su teoría, según sean rentables o no rentables. Ha perdido la autoridad que le daba el haber dedicado su vida a, en el estrecho reducto social de la enseñanza, vitalizar las imágenes y cánones de lo humano. Ahora debe obedecer y ajustarse a un ideal que no es ideal porque no consigue ninguna elevación sobre lo que viene dado en la sociedad. Se le pide explicaciones y se le exige que o piense para las empresas o se autocondene al exilio en la academia. Si alguna vez salimos de esto, nos estudiarán los futuros historiadores y filósofos con asombro, considerándonos sin la menor duda una época banal y oscura, muchísimo peor que la Edad Media (que no fue realmente tan mala como la pinta el mito moderno) y absolutamente opuesta a la libre creación y la
poesía.
Así, concluyendo, es la materialización y encarnación, la presentación viva, de los momentos estelares o canónicos de la civilización lo que, nada menos, pretendía el currículo y la escuela. La escuela ilustrada y sus instituciones educativas, no se concibieron solo para la transmisión de los nuevos saberes científicos, sino para difundir, en palabras de Kant, un espíritu de librepensamiento. Algo necesario para “escapar”, en una tensa paradoja, a la propia época. Algo que nos da los límites que necesitamos para ser y para poder
extralimitarnos.
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Educación y filosofía
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El ideal formativo y los maestros.
Marcos Santos Gómez
Todas las materias tradicionales, bien sea tanto en su versión de campos o pasos a tener en cuenta en la resolución de un problema práctico o teórico (aprendizaje por proyectos) como en su tratamiento tradicional compartimentado, y más allá de nomenclaturas y sus respectivas significaciones, como “objetivos” o “competencias”, lo importante que aportan es, a mi juicio, la toma de contacto en sí misma, por parte del niño, con los “contenidos” de la cultura. Es decir, no es tanto la adquisición de destrezas y de las “gramáticas” y reglas correspondientes a cada parcela de conocimiento (asignatura, materia) lo que educa, sino el contacto en sí con el ideal de la ciencia o, más directamente, con el arte o las humanidades, el que debe imprimir una huella duradera en la persona/personalidad del niño.
Entendemos por “cultura”, en el presente artículo, todo el conocimiento, científico y artístico, que se halla aparte del aprendizaje “natural” del niño (que no se aprende en casa, en la familia, por medios no formales) y que es preciso presentarle, mostrárselo como una realidad externa que requiere su vitalización y encarnación en las sucesivas generaciones. Si la cosa se hace bien, y no es mi función entrar a discutir distintas técnicas didácticas, lo artificial y artificioso de la “alta” cultura, del saber externo que el niño se encuentra como algo aparte y con una larga historia anterior a su propia vida, se naturalizará. Claro, esto lo hará la escuela con las características propias de la institución que no son, por ejemplo, las de la familia.
Habrá diferentes modos de situarse ante el “curriculum” que derivan de la posición social de la familia del niño, por ejemplo, o de los rasgos generales de su educación no formal. Y esto implica que existen unos límites al poder “absoluto” de la escuela y a un ingenuo optimismo pedagógico rousseauniano, es decir, que aunque en esta entrada nos expresemos generalizando y simplificando, sobra indicar que en los momentos concretos que se dan en la escuela, con cada niño en particular, habrá matices singularísimos que lo serán, en realidad, todo en dicho proceso educativo. El educador deberá atender a estas singularidades como, por otro lado, es preocupación constante de la pedagogía desde los inicios del sistema escolar. Hay una tensión entre el carácter ineludiblemente uniforme del curriculum y su “disolución” en las didácticas más avanzadas, para aplicarlo a realidades concretas que le den su configuración (el aprendizaje por proyectos o las distintas formas personalizadas de enseñanza). Pero en cualquier caso, más allá de la discusión entre modos más innovadores de “llevar una clase” o tradicionales, en esta entrada deseo enfatizar, una vez más, lo que está siendo en los últimos tiempos para mí una preocupación constante: el papel “innegociable” del maestro, de una figura adulta con el claro y bien definido rol de educar y el prestigio de una auctoritas (en la medida en que represente auténticamente el néctar que la humanidad ha ido destilando en su pavorosa pero maravillosa historia). Esta idea la he leído muy bien enfatizada en Paulo Freire que se esfuerza en matizar y rectificar algunos equívocos a los que condujo su “horizontalidad” educativa. Nunca, nos señala, habló de suprimir el rol del maestro. Su función debía quedar bien clara en los círculos de alfabetización.
Un maestro puede hacer mucho. Es crucial. Resulta, de hecho, una verdadera bendición tener un buen maestro, siempre que este sepa dejar crecer a sus alumnos, claro. Si no interfieren motivaciones y afectos extraños, como la envidia, el poder o la necesidad de adulación, el maestro es para el niño la cultura viva, encarnada, personificada. Esto es, más allá de la didáctica, lo fundamental, lo que debe impregnar a un educador en la escuela. Y para esto, lo primero es que este, como es lógico y tanto valoran nuestros alumnos, se crea lo que enseñe, es decir, que se encuentre afectado por el conocimiento, la disciplina o la “pesquisa” o búsqueda de “verdades”. Esto quiere decir que se trabaje con seriedad y veneración ante lo enseñado. Lo que paradigmáticamente han representado en la historia del saber las figuras ejemplares, canónicas o señeras en la ingente búsqueda de certezas, aunque esta búsqueda no termine nunca. Los gigantes, al tiempo que representan una suerte de faros o pasos en la humanidad, son educadores de hecho, pues impulsan a la transformación personal en el sentido de concretos modos de ser.
Pero debemos resaltar ahora este dinamismo trágico, tomado con mayor o menor estoicismo, como el propio de toda persona bien educada, a mi juicio. Ser bien educado es situarse en la perspectiva de la historia, de lo temporal y lo relativo, que limpian la mente de dogmatismos. Que hablemos, polémicamente, de “verdad” solo quiere decir que se desarrolle en la ciencia o en general en el conocimiento el esfuerzo que sería necesario desarrollar de haber verdades. Esto suena irónico, y ciertamente lo es, porque en sus etapas más superiores, la gran conclusión que todo “curriculum” debe aportar y transmitir es justamente esta, la volatilidad del propio curriculum. Que hay que esforzarse muchas veces para nada, es decir, que es preciso tomarse la molestia de sopesar hipótesis y contrastar para a menudo no avanzar demasiado ni abandonar el fértil campo de una duda universal. El hombre educado aprende, así, coraje, coraje por la verdad, lo que fue un viejo descubrimiento griego. Porque todo lo que planteamos en la escuela y los problemas con los que nos topamos hoy son, en grandísima medida, idénticos a los acaecidos en la Atenas del siglo V a. C.
En este blog ya se ha señalado, y sugerido como importante línea de investigación en la actual Pedagogía, que las claves esenciales de la educación más actual son en realidad griegas. Porque es profundamente cierto eso de que nunca hemos abandonado Grecia. Recuerdo que en Grecia se da, junto al advenimiento del logos, la escisión y alienación del conocimiento que, desacralizado y desnaturalizado, ha de ser ahora interiorizado y encarnado por los educandos mediante un orden y organización consciente y bien pautada que generó ya en el siglo V a. C. los primeros tratados de didáctica, los primeros planes de estudio y los primeros profesores y escuelas regladas cuya misión era dar al alumno pagador el conocimiento que le hacía falta para ascender socialmente. Solo que esta deriva “competencial”, funcional, del curriculum, ya tan en los albores de Occidente, se opuso al magisterio socrático-platónico, o más tarde aristotélico, que situaban la verdad no tanto en el campo del relativo orden y prestigio social, entendiéndose cada vez más lo curricular como aderezo y ornamento, sino en el campo de lo formativo. Así, la idea de educación como formación, bien entendida y exenta de sesgos clasistas, es la que entiende que la persona bien educada por buenos maestros es la que ha ido progresivamente, en un proceso de erotización respecto al saber que define el reciente y famoso libro de Recalcati, incorporando a su “figura”, formando, plasmando una imagen ejemplar, el fondo de la cultura que naciera con la costosa búsqueda de la “verdad”, es decir, entendiéndose como tarea seria en la que el buscador se juega el tipo. Fue el evidente caso del maestro Sócrates. Aunque, ya en Platón, la deriva sacralizante (que el pitagorismo había representado con estridencia) se deslizó por el peligroso derrotero de una educación, en la República, como plasmación previa a la razón de los valores de una cultura. Sobre este basamento asumido por mera imitación y seducción, se iría formando, jerárquicamente, un mundo o ciudad racionales. Sin embargo, frente a Platón, tanto Sócrates como Aristóteles, se percatan de que justamente lo que define a la educación, en Occidente, es el papel previo que el logos ha emprendido, pulverizando e incluso aniquilando los mitos. La pertinaz pregunta y pesquisa de Sócrates, poniendo como meta la verdad que sería lo que tras caer los mitos y los prejuicios queda de la realidad desnuda pero difícilmente accesible al hombre, sí nos sirve de buen modelo. En la base de Occidente está la crítica de su propia base, o sea, la autocrítica.
Hoy día, al margen de los derroteros didácticos del maestro, lo importante sigue siendo el contagio (y aquí sí puede haber un modo previo a la razón de acceso a la verdad) de algo que hallándose primero en el exterior, en lo otro que no es el niño, obliga a este a reconocer su radical vinculación heterónoma con ello, a admitir su necesidad y el poder de amplificar y mejorar su trato con la realidad y su modo de enfocar la existencia. Pero primero el niño debe comprender que todo no son sus intereses, que lo mejor del mundo no se da por la mera extensión narcisista de uno mismo. El maestro es quien hará ver esto al niño, en el momento oportuno. Es decir, el conocimiento presupone distintas formas de la humildad y, de nuevo tenemos aquí el referente de Sócrates, el amplísimo e infinito vacío que hay en uno, y en lo que conoce, siempre creciente y que no agota ni llena ningún saber ni años o vidas de estudio. Sólo cuando el niño percibe esto, si no interfieren narcisismos que lo tornarán en lo contrario, o sea, en un pedante, reacciona vivamente a la cultura, se enamora de ella. Algo así como la grandeza de resistir en pie cuando todo a tu alrededor se viene abajo en un terremoto.
Y es bajo esta seducción que incluye un momento de racionalidad y análisis, que es emoción inteligente, como el niño llega a necesitar, ya toda su vida, el conocimiento. Si una escuela no procura esto, estamos ante una escuela mediocre, es decir, nos topamos de bruces con la mediocridad, que consiste en no haber sujetado el propio ser, desde lo más hondo, a la perturbadora y conmovedora belleza de la inagotable tarea de buscar la “verdad”. Es el momento que en Grecia representaron las tragedias, la gran tragedia ática del siglo V a. C., precisamente en la Atenas de la razón, la sofística, Pericles y, tardíamente, Sócrates.
Las tragedias nos sitúan en este abismo del que emerge nuestro mundo actual. Podemos ignorarlo, como de hecho ocurre hoy día y a lo que se está ya tendiendo peligrosamente en las actuales reformas y derivas educativas, pero mientras seamos la civilización “occidental” lo tendremos a nuestros pies. La desgarradora fuerza de estas antiguas piezas teatrales evidencia esto mismo, lo pone ante nosotros: que hemos escogido un camino noble, valiente, heroico pero trágico, o sea, conminado a no tener fin, a no resolverse nunca, a la eterna problematicidad. Por eso, llegados a esta era postnietzscheana, cuando hablamos de “verdad” le ponemos asterisco, de manera que su búsqueda ha llegado a tal lucidez que la sabe un fantasma, que ha señalado el carácter fantasmagórico de la idea de “verdad”, aunque esto es algo que ya se cuece y gesta en los albores de la Modernidad o que el viejo escepticismo y, después de todo, la Sofística intuyeron.
Es preciso situar en este vértigo al educando para que toque el nervio de nuestro modo de ser civilizatorio, siempre en edades no muy infantiles, pues la mosca socrática que nos acribilla se resiste difícilmente, es muy duro soportarla aunque en el mundo anglosajón tanto en la pedagogía como en la filosofía se han hallado interesantes aplicaciones de la filosofía socrática a la educación de niños. Soy consciente de que el proceso primero, por muy presente que se halle el espíritu de asombro y pesquisa en la educación, será más una inevitable naturalización del saber que primero ha de cristalizar en el niño. El adolescente tiene, por esto, respuestas rápidas, fáciles, porque aplica unas pocas ideas sin muchos matices. Pero esto avanza y no es sino la base para que la propia base haya de matizarse y horadarse. Como hemos dicho, será sobre todo el contacto con un maestro que viva estos enigmas y tensiones en su propia carne lo que le eduque. Lo que no quiere decir que no deba diseñarse un curriculum o planearse una batería de proyectos para que el niño active su capacidad de búsqueda. No entro en qué sea mejor o peor, aunque en anteriores ocasiones he albergado ciertas sospechas, pero sí quiero resaltar el papel que la presencia viva de la tradición ha de operar en el niño.
Curiosamente, escribiendo estas líneas no se me ocurre una “forma” occidental, sino que acudo a una civilización diferente que sí parece haber tenido muy presente el carácter fantasmagórico tanto de lo real como de la “verdad” o de todas las identidades, incluido el Yo. Claro, su posición existencial, su modo civilizatorio de ser, es diametralmente opuesto o, en otras lecturas, más genuinamente occidental que los propios occidentales (esto sería ahora muy largo de explicar). Este sano escepticismo puede ejercitarse mediante el progresivo aprendizaje o formación de la sensibilidad que requiere la inteligente y sensible captación de la forma poética japonesa Haiku. Trabajar con haikus en la escuela, y en general con la poesía, es sano, viene siempre bien. Aunque parezca que nuestros tiempos ha desterrado las formas poéticas del mundo del niño o del hombre común, no es cierto. En la medida en que estamos, sin verlos, en los abismos iniciados en Grecia hace milenios, respondemos a aquello que nos otorgue la lucidez de saberse situado en dichos abismos, interrogantes y misterio. Aquí la paciencia y la habilidad del maestro, su intuición, su tacto pedagógico, han de obrar. Quizás cueste al principio. Tal vez la lectura bien declamada, emotiva, en voz alta de haikus, combinando palabra y silencio, haciendo epojé del tiempo que nos devora en el mundo degradado de los rankings y planes Bolonia que vivimos, todo eso, con algo de suerte, puede conducir (todo método es etimológicamente, eso, una conducción para la captación de la verdad de algo) al disfrute y cultivo de los haikus. El buen lector de haikus sabe en qué grado estos brevísimos poemas, despojados de toda retórica, simbolismo o explicaciones, pueden llevarnos a una experiencia primigenia de la contemplación pura, del asombro que es goce y es suave desintegración de las estructuras racionales. No es que no se piense, sino que se va a lo previo, a lo que requiere ser vivido antes que entendido. La belleza de la no respuesta, de una cierta armonía inexplicable que se origina en el breve y suave desconcierto ante una mutación, ante un brusco y breve cambio que perdura como eco en la armonía finalmente retomada. Se trata de una relación pura, si es posible, con lo natural, que en su inocencia y temporalidad, sobrecoge.
Estas vías del haiku conducen, como es obvio, al cuestionamiento del Yo, porque para lograr un buen haiku o leerlos bien, hay que partir de que no se trata de expresión de una subjetividad, de experiencias del Yo, de deseos, de anhelos o las usuales explicaciones o justificaciones a que solemos recurrir. Está más allá de todo ello y cuando somos conducidos allá, es verdaderamente grande, en el sentido en que lo grande es lo que, con su mero contacto, educa y transforma. Es el contacto con lo grande, la pedagogía que de ello emana, precisamente el mayor logro al que un educador puede conducir al educando. Presentándoselo. Y esta mediación de alguien que presenta la cultura al niño y que en sí mismo, en su persona, es ya una síntesis de la cultura que le ofrece, significa la principal e insustituible, y menos aun robotizable, función de un maestro en la escuela. Ni internet, ni los blogs como este, ni las plataformas educativas virtuales, ni las redes sociales, ni las discusiones en foros, ni el autoaprendizaje virtual, ni wikipedia (todo lo cual me ha interesado en extremo en algún momento de mi carrera) educan. Resulta imprescindible la persona de carne y hueso. En los posts que siguen analizaremos otros “contenidos” que pueden obran en la dirección educativa que hemos señalado en la presente entrada y que justificarán esta idea con la que hoy termino mi entrada.