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El ideal formativo y los maestros.
Marcos Santos Gómez
Todas las materias tradicionales, bien sea tanto en su versión de campos o pasos a tener en cuenta en la resolución de un problema práctico o teórico (aprendizaje por proyectos) como en su tratamiento tradicional compartimentado, y más allá de nomenclaturas y sus respectivas significaciones, como “objetivos” o “competencias”, lo importante que aportan es, a mi juicio, la toma de contacto en sí misma, por parte del niño, con los “contenidos” de la cultura. Es decir, no es tanto la adquisición de destrezas y de las “gramáticas” y reglas correspondientes a cada parcela de conocimiento (asignatura, materia) lo que educa, sino el contacto en sí con el ideal de la ciencia o, más directamente, con el arte o las humanidades, el que debe imprimir una huella duradera en la persona/personalidad del niño.
Entendemos por “cultura”, en el presente artículo, todo el conocimiento, científico y artístico, que se halla aparte del aprendizaje “natural” del niño (que no se aprende en casa, en la familia, por medios no formales) y que es preciso presentarle, mostrárselo como una realidad externa que requiere su vitalización y encarnación en las sucesivas generaciones. Si la cosa se hace bien, y no es mi función entrar a discutir distintas técnicas didácticas, lo artificial y artificioso de la “alta” cultura, del saber externo que el niño se encuentra como algo aparte y con una larga historia anterior a su propia vida, se naturalizará. Claro, esto lo hará la escuela con las características propias de la institución que no son, por ejemplo, las de la familia.
Habrá diferentes modos de situarse ante el “curriculum” que derivan de la posición social de la familia del niño, por ejemplo, o de los rasgos generales de su educación no formal. Y esto implica que existen unos límites al poder “absoluto” de la escuela y a un ingenuo optimismo pedagógico rousseauniano, es decir, que aunque en esta entrada nos expresemos generalizando y simplificando, sobra indicar que en los momentos concretos que se dan en la escuela, con cada niño en particular, habrá matices singularísimos que lo serán, en realidad, todo en dicho proceso educativo. El educador deberá atender a estas singularidades como, por otro lado, es preocupación constante de la pedagogía desde los inicios del sistema escolar. Hay una tensión entre el carácter ineludiblemente uniforme del curriculum y su “disolución” en las didácticas más avanzadas, para aplicarlo a realidades concretas que le den su configuración (el aprendizaje por proyectos o las distintas formas personalizadas de enseñanza). Pero en cualquier caso, más allá de la discusión entre modos más innovadores de “llevar una clase” o tradicionales, en esta entrada deseo enfatizar, una vez más, lo que está siendo en los últimos tiempos para mí una preocupación constante: el papel “innegociable” del maestro, de una figura adulta con el claro y bien definido rol de educar y el prestigio de una auctoritas (en la medida en que represente auténticamente el néctar que la humanidad ha ido destilando en su pavorosa pero maravillosa historia). Esta idea la he leído muy bien enfatizada en Paulo Freire que se esfuerza en matizar y rectificar algunos equívocos a los que condujo su “horizontalidad” educativa. Nunca, nos señala, habló de suprimir el rol del maestro. Su función debía quedar bien clara en los círculos de alfabetización.
Un maestro puede hacer mucho. Es crucial. Resulta, de hecho, una verdadera bendición tener un buen maestro, siempre que este sepa dejar crecer a sus alumnos, claro. Si no interfieren motivaciones y afectos extraños, como la envidia, el poder o la necesidad de adulación, el maestro es para el niño la cultura viva, encarnada, personificada. Esto es, más allá de la didáctica, lo fundamental, lo que debe impregnar a un educador en la escuela. Y para esto, lo primero es que este, como es lógico y tanto valoran nuestros alumnos, se crea lo que enseñe, es decir, que se encuentre afectado por el conocimiento, la disciplina o la “pesquisa” o búsqueda de “verdades”. Esto quiere decir que se trabaje con seriedad y veneración ante lo enseñado. Lo que paradigmáticamente han representado en la historia del saber las figuras ejemplares, canónicas o señeras en la ingente búsqueda de certezas, aunque esta búsqueda no termine nunca. Los gigantes, al tiempo que representan una suerte de faros o pasos en la humanidad, son educadores de hecho, pues impulsan a la transformación personal en el sentido de concretos modos de ser.
Pero debemos resaltar ahora este dinamismo trágico, tomado con mayor o menor estoicismo, como el propio de toda persona bien educada, a mi juicio. Ser bien educado es situarse en la perspectiva de la historia, de lo temporal y lo relativo, que limpian la mente de dogmatismos. Que hablemos, polémicamente, de “verdad” solo quiere decir que se desarrolle en la ciencia o en general en el conocimiento el esfuerzo que sería necesario desarrollar de haber verdades. Esto suena irónico, y ciertamente lo es, porque en sus etapas más superiores, la gran conclusión que todo “curriculum” debe aportar y transmitir es justamente esta, la volatilidad del propio curriculum. Que hay que esforzarse muchas veces para nada, es decir, que es preciso tomarse la molestia de sopesar hipótesis y contrastar para a menudo no avanzar demasiado ni abandonar el fértil campo de una duda universal. El hombre educado aprende, así, coraje, coraje por la verdad, lo que fue un viejo descubrimiento griego. Porque todo lo que planteamos en la escuela y los problemas con los que nos topamos hoy son, en grandísima medida, idénticos a los acaecidos en la Atenas del siglo V a. C.
En este blog ya se ha señalado, y sugerido como importante línea de investigación en la actual Pedagogía, que las claves esenciales de la educación más actual son en realidad griegas. Porque es profundamente cierto eso de que nunca hemos abandonado Grecia. Recuerdo que en Grecia se da, junto al advenimiento del logos, la escisión y alienación del conocimiento que, desacralizado y desnaturalizado, ha de ser ahora interiorizado y encarnado por los educandos mediante un orden y organización consciente y bien pautada que generó ya en el siglo V a. C. los primeros tratados de didáctica, los primeros planes de estudio y los primeros profesores y escuelas regladas cuya misión era dar al alumno pagador el conocimiento que le hacía falta para ascender socialmente. Solo que esta deriva “competencial”, funcional, del curriculum, ya tan en los albores de Occidente, se opuso al magisterio socrático-platónico, o más tarde aristotélico, que situaban la verdad no tanto en el campo del relativo orden y prestigio social, entendiéndose cada vez más lo curricular como aderezo y ornamento, sino en el campo de lo formativo. Así, la idea de educación como formación, bien entendida y exenta de sesgos clasistas, es la que entiende que la persona bien educada por buenos maestros es la que ha ido progresivamente, en un proceso de erotización respecto al saber que define el reciente y famoso libro de Recalcati, incorporando a su “figura”, formando, plasmando una imagen ejemplar, el fondo de la cultura que naciera con la costosa búsqueda de la “verdad”, es decir, entendiéndose como tarea seria en la que el buscador se juega el tipo. Fue el evidente caso del maestro Sócrates. Aunque, ya en Platón, la deriva sacralizante (que el pitagorismo había representado con estridencia) se deslizó por el peligroso derrotero de una educación, en la República, como plasmación previa a la razón de los valores de una cultura. Sobre este basamento asumido por mera imitación y seducción, se iría formando, jerárquicamente, un mundo o ciudad racionales. Sin embargo, frente a Platón, tanto Sócrates como Aristóteles, se percatan de que justamente lo que define a la educación, en Occidente, es el papel previo que el logos ha emprendido, pulverizando e incluso aniquilando los mitos. La pertinaz pregunta y pesquisa de Sócrates, poniendo como meta la verdad que sería lo que tras caer los mitos y los prejuicios queda de la realidad desnuda pero difícilmente accesible al hombre, sí nos sirve de buen modelo. En la base de Occidente está la crítica de su propia base, o sea, la autocrítica.
Hoy día, al margen de los derroteros didácticos del maestro, lo importante sigue siendo el contagio (y aquí sí puede haber un modo previo a la razón de acceso a la verdad) de algo que hallándose primero en el exterior, en lo otro que no es el niño, obliga a este a reconocer su radical vinculación heterónoma con ello, a admitir su necesidad y el poder de amplificar y mejorar su trato con la realidad y su modo de enfocar la existencia. Pero primero el niño debe comprender que todo no son sus intereses, que lo mejor del mundo no se da por la mera extensión narcisista de uno mismo. El maestro es quien hará ver esto al niño, en el momento oportuno. Es decir, el conocimiento presupone distintas formas de la humildad y, de nuevo tenemos aquí el referente de Sócrates, el amplísimo e infinito vacío que hay en uno, y en lo que conoce, siempre creciente y que no agota ni llena ningún saber ni años o vidas de estudio. Sólo cuando el niño percibe esto, si no interfieren narcisismos que lo tornarán en lo contrario, o sea, en un pedante, reacciona vivamente a la cultura, se enamora de ella. Algo así como la grandeza de resistir en pie cuando todo a tu alrededor se viene abajo en un terremoto.
Y es bajo esta seducción que incluye un momento de racionalidad y análisis, que es emoción inteligente, como el niño llega a necesitar, ya toda su vida, el conocimiento. Si una escuela no procura esto, estamos ante una escuela mediocre, es decir, nos topamos de bruces con la mediocridad, que consiste en no haber sujetado el propio ser, desde lo más hondo, a la perturbadora y conmovedora belleza de la inagotable tarea de buscar la “verdad”. Es el momento que en Grecia representaron las tragedias, la gran tragedia ática del siglo V a. C., precisamente en la Atenas de la razón, la sofística, Pericles y, tardíamente, Sócrates.
Las tragedias nos sitúan en este abismo del que emerge nuestro mundo actual. Podemos ignorarlo, como de hecho ocurre hoy día y a lo que se está ya tendiendo peligrosamente en las actuales reformas y derivas educativas, pero mientras seamos la civilización “occidental” lo tendremos a nuestros pies. La desgarradora fuerza de estas antiguas piezas teatrales evidencia esto mismo, lo pone ante nosotros: que hemos escogido un camino noble, valiente, heroico pero trágico, o sea, conminado a no tener fin, a no resolverse nunca, a la eterna problematicidad. Por eso, llegados a esta era postnietzscheana, cuando hablamos de “verdad” le ponemos asterisco, de manera que su búsqueda ha llegado a tal lucidez que la sabe un fantasma, que ha señalado el carácter fantasmagórico de la idea de “verdad”, aunque esto es algo que ya se cuece y gesta en los albores de la Modernidad o que el viejo escepticismo y, después de todo, la Sofística intuyeron.
Es preciso situar en este vértigo al educando para que toque el nervio de nuestro modo de ser civilizatorio, siempre en edades no muy infantiles, pues la mosca socrática que nos acribilla se resiste difícilmente, es muy duro soportarla aunque en el mundo anglosajón tanto en la pedagogía como en la filosofía se han hallado interesantes aplicaciones de la filosofía socrática a la educación de niños. Soy consciente de que el proceso primero, por muy presente que se halle el espíritu de asombro y pesquisa en la educación, será más una inevitable naturalización del saber que primero ha de cristalizar en el niño. El adolescente tiene, por esto, respuestas rápidas, fáciles, porque aplica unas pocas ideas sin muchos matices. Pero esto avanza y no es sino la base para que la propia base haya de matizarse y horadarse. Como hemos dicho, será sobre todo el contacto con un maestro que viva estos enigmas y tensiones en su propia carne lo que le eduque. Lo que no quiere decir que no deba diseñarse un curriculum o planearse una batería de proyectos para que el niño active su capacidad de búsqueda. No entro en qué sea mejor o peor, aunque en anteriores ocasiones he albergado ciertas sospechas, pero sí quiero resaltar el papel que la presencia viva de la tradición ha de operar en el niño.
Curiosamente, escribiendo estas líneas no se me ocurre una “forma” occidental, sino que acudo a una civilización diferente que sí parece haber tenido muy presente el carácter fantasmagórico tanto de lo real como de la “verdad” o de todas las identidades, incluido el Yo. Claro, su posición existencial, su modo civilizatorio de ser, es diametralmente opuesto o, en otras lecturas, más genuinamente occidental que los propios occidentales (esto sería ahora muy largo de explicar). Este sano escepticismo puede ejercitarse mediante el progresivo aprendizaje o formación de la sensibilidad que requiere la inteligente y sensible captación de la forma poética japonesa Haiku. Trabajar con haikus en la escuela, y en general con la poesía, es sano, viene siempre bien. Aunque parezca que nuestros tiempos ha desterrado las formas poéticas del mundo del niño o del hombre común, no es cierto. En la medida en que estamos, sin verlos, en los abismos iniciados en Grecia hace milenios, respondemos a aquello que nos otorgue la lucidez de saberse situado en dichos abismos, interrogantes y misterio. Aquí la paciencia y la habilidad del maestro, su intuición, su tacto pedagógico, han de obrar. Quizás cueste al principio. Tal vez la lectura bien declamada, emotiva, en voz alta de haikus, combinando palabra y silencio, haciendo epojé del tiempo que nos devora en el mundo degradado de los rankings y planes Bolonia que vivimos, todo eso, con algo de suerte, puede conducir (todo método es etimológicamente, eso, una conducción para la captación de la verdad de algo) al disfrute y cultivo de los haikus. El buen lector de haikus sabe en qué grado estos brevísimos poemas, despojados de toda retórica, simbolismo o explicaciones, pueden llevarnos a una experiencia primigenia de la contemplación pura, del asombro que es goce y es suave desintegración de las estructuras racionales. No es que no se piense, sino que se va a lo previo, a lo que requiere ser vivido antes que entendido. La belleza de la no respuesta, de una cierta armonía inexplicable que se origina en el breve y suave desconcierto ante una mutación, ante un brusco y breve cambio que perdura como eco en la armonía finalmente retomada. Se trata de una relación pura, si es posible, con lo natural, que en su inocencia y temporalidad, sobrecoge.
Estas vías del haiku conducen, como es obvio, al cuestionamiento del Yo, porque para lograr un buen haiku o leerlos bien, hay que partir de que no se trata de expresión de una subjetividad, de experiencias del Yo, de deseos, de anhelos o las usuales explicaciones o justificaciones a que solemos recurrir. Está más allá de todo ello y cuando somos conducidos allá, es verdaderamente grande, en el sentido en que lo grande es lo que, con su mero contacto, educa y transforma. Es el contacto con lo grande, la pedagogía que de ello emana, precisamente el mayor logro al que un educador puede conducir al educando. Presentándoselo. Y esta mediación de alguien que presenta la cultura al niño y que en sí mismo, en su persona, es ya una síntesis de la cultura que le ofrece, significa la principal e insustituible, y menos aun robotizable, función de un maestro en la escuela. Ni internet, ni los blogs como este, ni las plataformas educativas virtuales, ni las redes sociales, ni las discusiones en foros, ni el autoaprendizaje virtual, ni wikipedia (todo lo cual me ha interesado en extremo en algún momento de mi carrera) educan. Resulta imprescindible la persona de carne y hueso. En los posts que siguen analizaremos otros “contenidos” que pueden obran en la dirección educativa que hemos señalado en la presente entrada y que justificarán esta idea con la que hoy termino mi entrada.