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Educación y filosofía
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Una amistad formativa: Goethe y Eckermann.
Marcos Santos Gómez
Para formar a educadores, si concebimos la educación escolar o social como una cierta ilustración del individuo y de la sociedad, se puede y se debe echar mano de toda la literatura, pero cobran especial relevancia las novelas de formación de la tradición decimonónica alemana. Este género, nacido con Los años de formación de Wilhelm Meister, de Goethe y con la propia autobiografía o memorias de la época formativa del gran escritor (Poesía y verdad), culmina con otra impresionante novela, una de las más valiosas del siglo XX: La montaña mágica, de Thomas Mann. En este artículo me voy a referir a ambos polos, inicial y final, de este subgénero literario que consiste en desarrollar una narración de las transformaciones de alguien que va creciendo y ampliando sus horizontes vitales con la educación recibida y con las cosas que le ocurren. Del protagonista de estas novelas interesa la reelaboración de su mundo interior, para ir mostrando la riqueza que llega a adquirir su vida cuando lo va educando su entorno, para mejorar cualitativamente, para dotar de matices a la personalidad. Esto está, como se puede imaginar, en relación con el ideal educativo de la Bildung alemana que, prolongando el ideal griego de la paideia, pretende desarrollar una esmerada formación del joven para que sea vivo receptáculo que encarne, invoque y reelabore la gran tradición cultural.
En mis anteriores entradas he tratado de ir argumentando que este ideal formativo de la educación no es necesariamente de índole burguesa o conservadora, aunque la paradoja de que quien piensa “mejor” es quien menos problemas materiales tiene, acompaña a la sociedad de entonces y de ahora. Lo bueno es que, como vamos a constatar en la figura de Goethe, hay algo en la riqueza cultural que aunque sea contradicho por la propia vida del estudioso, mantiene su irradiante grandeza. En este sentido, creo que estudiar una biografía es relevante para asistir en directo al proceso puro de la ósmosis por el que un maestro o maestros contagian el afán de saber al discípulo prendiendo un fuego espiritual. Aquel tesoro cultural de por sí desborda a ambos, incluso al maestro. Es más que ambos. Se trata de lo que a veces Goethe denomina “lo grande” que él mismo sabe que tiene más realidad que él mismo y que es el origen de toda excelencia. Es curioso cómo las grandes figuras del pensamiento, de las artes y, sobre todo, de la ciencia, saben, desde su más honda profundidad, que están en contacto con algo egregio, con un caudal cuya fuerza es tal que nos pone en peligro y puede incluso aniquilarnos (¿Fausto?), pero solo a cuya sombra se es verdaderamente capaz de crear.
Así pues, en una novela de formación es importante la transformación del héroe, pero debe dejar relucir que “lo grande” nos atañe a todos y a nadie en particular. No veo mayor objetivo, irreductible a la adquisición de “competencias” que hoy se nos vende. Es difícil explicar esto. Quizás resulte útil señalar que tiene algo que ver con la religión aunque se puede padecer esta conmoción sin que haya por medio ningún tipo de credo. No demuestra nada en torno a la existencia o no existencia de ningún Dios. Se trata más bien de que para que haya conocimiento, el hombre ha tenido que ser receptivo a una oscura pero exultante cualidad del mundo: la de no agotarse en sí mismo, en ninguna de sus formas y ni siquiera en lo que es. El hombre ha sabido que había mucho más en aquello que veía que lo que veía de hecho. Ha sentido una exuberante efervescencia en lo real, una especie de sobreabundancia, como si siempre se escondiera algo tras la apariencia, una suerte de fuente primigenia o, sencillamente, la respuesta al irresoluble misterio de que el mundo sea. Dicho de otro modo, el hombre ha sentido desde su origen una fascinación por la existencia que ha solido ser, primero y en las civilizaciones más antiguas o en la prehistoria, una fascinación por la naturaleza. Esta rara vivencia de nuestra especie, podía no haberse dado si fueran posibles formas de inteligencia que se agotaran en la mera presencia de lo real, en la apariencia en sí, sin resonancias ni inquietud por lo que sea realmente el mundo. Pero nosotros, los seres humanos, no somos así. Somos animales de horizontes y preguntas.
Es esta sensibilidad ante lo misterioso del mundo en sí, la que late en el hecho de que hayamos creado culturas y civilizaciones, de que el homo sapiens haya sido viajero, navegante, descubridor y, tristemente, guerrero. Pero reside también en todos los ámbitos de la vida carnal, de nuestro modo de ser, en las relaciones que trabamos, en el cuidado de niños, ancianos y enfermos (parece que esto es un rasgo ya muy probado en la humanidad prehistórica). Todo ello implica que existir consiste en un dinamismo por el que lo estático no permaneció estático durante mucho tiempo, aunque todo volverá a serlo cuando el universo muera en la estabilidad de la muerte térmica.
Diría que la buena pedagogía debe conducir a esta conmoción por lo misterioso. Porque sin que nos vaya a garantizar un mundo bueno, en términos morales, una suerte de imposible triunfo del bien o nuestra propia bondad, es lo más preciado de nuestro paso por el universo. Ha de llegarse a una sintonía de los seres humanos con esta inquietud que enriquece, matiza, irriga y ennoblece la existencia. Me atrevo a aseverar que este es el único objetivo que debe procurar cualquier educador o el más importante. Estamos a años luz de la fábula o la moralina de las moralejas (que sin embargo encantaban a Chesterton por razones que ahora no vienen al caso), de lo edificante que construye una personalidad. No. Esto que tratamos de señalar como “contenido” básico de la educación (formal o magistral) llega más lejos y viene de antes. Estamos hablando de una vida excelsa que solo en el caso de que Sócrates llevara razón, ha de ser también una vida buena en un sentido ético. De lo que no cabe duda es de que esta vida excelsa es, también, una vida bella.
Pues de todo esto va La montaña mágica. De esto y de la honda crisis que lo acompañó en los albores de la Primera Guerra Mundial. La educación construye, ciertamente, y tenemos al maestro ilustrado Settembrini, que trata de edificar pero desde un desbordante incendio que estalla al lado de ambos, discípulo y maestro: el del viejo jesuita renegado (Naphta) que prolonga los elementos más nihilistas y destructores de la civilización, prefigurando las guerras que venían, las del siglo XX, las más atroces de la historia. Todo ello, en una tensión irresoluble, trágica, educa al joven Castorp. Por aquel entonces, más o menos, Rilke en sus elegías había cantado la perturbadora ambigüedad y belleza de los ángeles. Belleza, vida exuberante, terror y muerte es lo que ha acompañado al hombre que busca.
La novela de Mann plantea con acierto dos polos del occidente moderno: ilustración y romanticismo. En el caso de Goethe su sensibilidad parece ser, salvo algún periodo de juventud (Werther y los Himnos), una apenas leve inquietud, una curiosidad amable, activa, pacífica pero insistente e inagotable, por todo aquello que alberga las limpias aguas del misterio. En realidad, me ciño no tanto a sus obras, sino a un largo libro de un discípulo que entabló con él una relación pedagógica. Eckermann escribió sus Conversaciones con Goethe (ed. Acantilado, 2005) como un diario que recogió lo que hacía Goethe, junto con lo que decía y lo que ambos discutieron. Eckermann, y el lector de su obra, captan pronto el poderoso nervio que se agitaba en Goethe y se sitúan a su sombra. Goethe, por su parte, supo que al joven le unía un mismo pathos, una vivísima pulsión por sublimar su paso por la existencia en pos de la permanente búsqueda de la verdad. El afán del discípulo era auténtico, incondicional y algo trágico. Goethe le proporcionó la majestuosa serenidad y la calma que le hacía falta.
Aquí la clave es que un maestro no sea de tan esplendorosa exuberancia que deslumbre y paralice al discípulo. Este problema existe, claro, con genios del calibre de Goethe, cuando uno trata de respirar a su vera. Eckermann, que no quiere protagonizar su libro, va mostrando cómo trata de sintonizar con el maestro, de comprenderlo y sobre todo de captar bien lo que tenía que decir. Le fascinaba su persistente curiosidad y que esta no se constituyera en un sentido trágico, como un dolor. Algo poco común en los años del Romanticismo.
Goethe parece ser una suerte de timonel (la vieja y gastada metáfora, por cierto, pero es la mejor imagen para describirlo, creo) al gobierno de un navío en el que explora el mundo y sus entrañas; y quienes aprendían de él, se tornaban, con él, navegantes y descubridores. El espíritu de Goethe halla alegres preguntas por todas partes y las trata de responder pacientemente, con una suerte de poética escucha de lo real, que le diferencia, según su propio parecer, de la escucha pautada y matematizante de la ciencia de Newton. Adivina, en su teoría de los colores, una sencillez primordial en el mundo, que se despliega y va matizándose con suavidad. La mayor cualidad de quien busca en la naturaleza es la escucha serena, no tanto la monstruosidad faústica del insaciable protagonista de su libro que exige respuestas aguijoneado por la interrogación atroz.
Amaba la cultura como amable creación del hombre, como tributo a su naturaleza, como admiración por la existencia. No creía que lo importante fuera él, realmente, ni lo que sucedía en su mundo interior, sino lo que una subjetividad volcada hacia lo otro, sí era capaz de apreciar y captar en la naturaleza. Le fascinaba más lo de “fuera” que lo psicológico o subjetivo, aunque lo natural nos educa y se va interiorizando en la educación. El individuo es pura captación y respuesta a su medio natural y espiritual, y es lo externo el centro irradiante que asombra al hombre concreto. Las estrellas sobre su cabeza…
Su actitud vital era, pues, la de una conexión emocional, sentimental y racional con el exterior. En esto fue temperamentalmente estoico y de un decidido estilo clásico. A Eckermann le fascinaba la serenidad que hallaba su maestro en todo y en el estudio, lo que contradice el espíritu fáustico y nerviosamente insaciable de las famosas últimas palabras que se le atribuyen, al parecer falsas. Dicen que exclamó, cuando se moría, “luz, más luz”. Y en cierto modo la leyenda retrata lo que había sido su vida, con la salvedad de que en el pacífico remanso existencial donde se situó, no había razón para una muerte atormentada. En este sentido la anécdota la falsea. Para él daba igual que atrás quedaran preguntas sin respuesta, lo importante era que atrás quedaba el mundo, por fortuna, y que seguiría estando muchos siglos y milenios más para ofrecer su, a pesar de todo, plácido viaje a la humanidad. Pero los misterios tenían que seguir siéndolo, sin que hubiera en esto nada trágico, nada carencial, para el hombre que se pasó la vida preguntando y, como todos nosotros, moría sin más respuesta que el mero existir del mundo en un sentido próximo al panteísmo, porque esto mismo ya era, en sí, gratificante.
Fue esta amable relación del hombre con el mundo y con la existencia lo que Goethe enseñó a Eckermann, en sus largas conversaciones sobre los colores, sobre la obra del propio Goethe, sobre los románticos, sobre la antigüedad clásica y las tragedias griegas u homero, sobre el teatro de Shakespeare, Calderón o Molière, sobre la idea de hacer un canal en Panamá y otro en Suez, sobre la abundantísima colección de dibujos, pintura y grabados que guardaba y veneraba, sobre Lord Byron, sobre los mapas y la geografía, sobre Newton, sobre arquitectura (diseñó edificios), escultura y pintura (trató de ser pintor en su juventud pero cuando vio que no tenía genio para pintar, abandonó mansamente todo inútil esfuerzo, para volcarse en aquello que supo que sí podía hacer mínimamente bien), sobre Mozart y los estilos musicales, sobre las obras públicas en Weimar, sobre la ópera, sobre la educación, sobre la poesía (de cuya creación ofreció excelentes consejos), sobre la botánica y las metamorfosis de las plantas, sobre Napoleón y lo que denominó el daimon o las personas daimónicas, sobre la virtud en la Roma clásica, sobre los recientemente creados Estados Unidos (cuya historia posterior, que él ya no vio, predijo asombrosamente), sobre Voltaire o Rousseau y Diderot, sobre la lengua francesa, sobre su amada Italia, sobre los climas, sobre la potencia aniquiladora de la pura negatividad en Mefistófeles, sobre lo religioso y la Reforma protestante. Todo ello con una fascinación que, como hemos dicho, fue su propuesta para una existencia lúcida, el mayor proyecto para la historia humana.