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Superioridad del estoicismo pagano frente al cristianismo.
Marcos Santos Gómez
Para el filósofo Marco Aurelio el mal consiste en un daño hecho a sí mismo o a otros porque se ha desequilibrado la armonía que reina en la naturaleza (cosmos) con la del espíritu, con la de uno mismo en cuanto porción de esa misma naturaleza. No hay más secreto que ese. Es decir, no se recurre a una historia dramática en la que los torbellinos de la humanidad tienen un sentido, como recogería Hegel pero sobre todo como es introducido en Occidente por el cristianismo. La cuestión de fondo para el estoico es sintonizar con esa música del ser de las cosas, siempre mayor que uno pero siempre mundano, para que en medio de las infinitas porciones que nacen y mueren, seamos todo. No hay, de hecho, más “cielo” que ese. Ni otra perduración que el puro ser donde las diferencias terminan anegadas pero se van sucediendo los seres. Cuando el pensador romano se refiere a “los dioses” lo hace en unos términos que recuerdan a lo que siglos después entendieran por ellos, creo, Hölderlin y Heidegger. Los dioses, como lo sagrado que amplifica y dignifica la existencia humana llevándola a su excelencia que consiste en el existir lúcido, valiente, y que no se aleja demasiado de esa música universal que el filósofo debe tratar de escuchar.
Y no hay más religión que esa. En esto se basa un trato digno, humano con los demás que, junto con uno, han de florecer en el jardín del universo. Muy semejante al concepto oriental, budista, del altruismo y el buen obrar. Desde la perspectiva cristiana esto puede parecer frío, lo cual es comprensible a la vista del ingente aparato dramático que el cristianismo añade a la vida. A la cual además se añade la idea de un dios personal, de una vida eterna y, se diga lo que se diga en las teologías más inmanentistas, un mundo superior, sublime, más allá, trascendiendo el mundo que conocemos. Esto genera una disputa implícita o explícita con la existencia, una tensión por la que se quiere y ama lo creado pero al mismo tiempo se presupone que no está acabado y por tanto se ha de prolongar en un extraño horizonte que ni siquiera los mejores teólogos, papas o cardenales han podido explicar, describir y ni siquiera concebir. Así, por muy frío que parezca, el amor estoico rinde tributo más plenamente al universo y a lo concreto como parte del universo, que las fantasmagorías cristianas. Por muy anclado en la creación que diga concebirse un cristiano, no lo puede estar, o bien, presupone un cosmos con la amenaza de la fealdad, la mentira y el pecado. También, su supuesta aceptación de la muerte tiene trampa.
Nada de esto es razonable ni mucho menos natural, pues incluso desde una perspectiva ética, nos complica la vida y oscurece el manso discurrir de la existencia que han de postularse, y hasta el muy católico Chesterton lo sabía, para ser buenos. Paradójicamente, al buen cristiano le horroriza tanto el mal, que procura no verlo y lo oculta con sus tramas dialécticas y teológicas. Lo que en el nivel de los fieles sencillos se traduce en una constante lucha consigo mismos y, especialmente, un burdo y dañino autoengaño. Autoengaño y ceguera.
Sin embargo, el estoico pagano elige mirar. Mirar bien, a la cara, tomando al toro por los cuernos. No pone un velo en lo real, no necesita presuponer almas inmortales o dioses, en el sentido de lo absolutamente trascedente que desborda el mundo. Pero siente, con mayor agudeza, ese plus por el que el mundo se desborda en sí mismo, a sí mismo, en una constante autopoiesis. Esto, en la historia de las religiones, acaso pueda denominarse panteísmo, que es una bella forma, entiendo, de existencia, una manera esencialmente filosófica de ser “religioso” (en el sentido de religare, de saberse ligado al inmenso abrazo que es el mundo). Y muy al contrario que el cristiano, el estoico es filósofo puro, el pensador consecuente con el atrevimiento de pensar. Bien es cierto que el cristianismo añade interesantes mitos para postular los fantasmas que su ingenioso estilo de pensar requiere y una imagen del mundo que es preciso admitir en el tribunal de los filósofos. Pero, a la suma, después de dos mil años, pesan más los equívocos y guerras producidas por tan elocuente religión que sus aparentes bondades.
Los buenos cristianos, los poquísimos que tratan de ser coherentes, consideran al estoicismo resignado, fatalista, o, como expresó Hegel, impotente y escindido de lo real. Pero si algo hay en el estoicismo de ello, es en el modelo cristiano de estoicismo, pues en sus albores, como es bien sabido, el “pensamiento” cristiano se nutrió de fuentes griegas (sigo al irónico Borges que entendía, con razón, que al “pensamiento” nunca puede adherirse un adjetivo y que por tanto el llamado “pensamiento cristiano” nunca puede ser ni ha sido pensamiento como tal). Porque el estoicismo, ya presente en Pablo de Tarso, no llega puro a la mente cristiana, en la que adquiere una extraña forma por la que un modo de pensamiento que por naturaleza es pagano, panteísta a lo sumo, materialista, monista e inmanentista, se transfigura justo en su contrario. Y así, las incoherencias e incongruencias en la razón del cristiano y en su comportamiento están servidas. Se ha creado el material perfecto para la hipocresía.
Así, el creyente se miente a sí mismo y miente a los demás. Obtiene, además, su fuerza misionera y caritativa (en los pocos casos de cristianos heroicamente coherentes) de una debilidad esencial, como bien supo advertir el muy agudo pensador Nietzsche. Tiene que imaginar el mundo y la existencia como un drama o cuento, un bonito cuento, con principio y final, con un triunfo apocalíptico del bien cuando la más mínima empatía con las víctimas y el menor sentido de la realidad, nos ponen delante de los ojos la victoria del mal entre los seres humanos. Aun diría más, y lo explicaré con mayor detenimiento en otro momento, el entramado ideológico del cristiano de a pie sirve, por muy buena persona que sea, para que pueda obrar mal, actual como cómplice y ejecutor del peor mal y daño a los demás, con buena conciencia y gracias a esa buena conciencia de estar en el círculo de los justos.
Claro que el discurso cristiano posee una notable excelencia lingüística, llena de sueños y de bellas palabras que expresan ese hondo anhelo de justicia que Horkheimer reconocía que podía explicar y justificar a la creencia religiosa y cristiana en particular. Pero toda esta tramoya mental tiene un precio demasiado caro que, por seguir a Nietzsche, podemos simplificar con la idea de que nos debilita, de que minusvalora la vida.
No solo no resulta útil el credo cristiano, sino que crea nuevos dolores que han castigado con dureza a occidente. En el mundo pagano, por mucho que se le achaque brutalidad y la esclavitud (que hoy siguen, por cierto, vigentes en todo el Globo) hubo una grandeza que cuajó en el ideal estoico y a cuya altura no estamos desde entonces. Quizás pueda elegirse entre una religión u otra como quien elige creerse una u otra historia y cerrar los ojos. Pero esto no lo debe hacer jamás un filósofo. A este le puede bastar para desmontar toda la trama algo tan práctico y ostensible como es el comportamiento, o sea, las obras, de la mayoría de los cristianos. Llenas de grandeza y una belleza que sobrecoge, en el canto gregoriano y las catedrales, pero al precio de pensarse desdoblado.
No hace falta esa tensión para hacer el bien o actuar correctamente. Para el cristiano, el sentido de la vida es obra de un chantaje por el que los dioses, o Dios, exigen un bien sustancial y absoluto, apartarse para ligarse a ellos, frente a un mal que, casualmente, depositan en quien se queda fuera de la merienda o se halla en la porción de mundo por evangelizar. Se es Iglesia porque existen infieles y así, frente al estoico pagano, el género humano queda, como el universo y la persona, desdoblado.
Esta mentalidad eclesiástica ha generado y genera terribles dolores en los más débiles. Como he resaltado, emerge de una ceguera patológica, de una incapacidad para aceptar la vida (de nuevo, Nietzsche). Su virtud y excelencia, frente a la estoica, son paradójicas y negadoras de lo real, es decir, la virtud, o cualidad del ideal del hombre bueno es más intensa cuanto menos mundana. Justamente lo contrario de un Marco Aurelio al que, por cierto, no han parado de desprestigiar por no abolir la esclavitud. Desengañémonos, el cristianismo es origen y cómplice de peores esclavitudes que la terrible, sin duda, opresión de unos hombres sobre otros hace dos mil años. Cuando la prudencia lo demanda, la Iglesia lo ha autorizado todo.
El pensamiento cristiano, para inventar su trascendencia, fabrica límites y llena, como una gran cárcel o monasterio, el mundo con ellos, con las celdas de los ermitaños. O bien, puede creerse que es posible ser cristiano sin nada de esto, y que por ejemplo la tolerancia es una virtud cristiana, incluso específicamente cristiana (en un autoengaño monstruoso). Pero esto es contradictorio y absurdo. En esencia, no puede haber bondad donde no hay aceptación real, fáctica, sin trabas, de la pura inmanencia. Por eso ha habido tantos buenos cristianos que siendo además buenas personas, han abandonado la fe ante la horrenda visión de la incoherencia del cristiano entre su bello cuento y sus obras. Han necesitado hacerse agnósticos para continuar siendo buenas personas.
Así el estoicismo se tiñe y pervierte en la mente cristiana. No es la sosegada y muy racional inmersión en lo real, la pura aceptación del ser, propia de los auténticos estoicos. Es, por el contrario, una lucha que genera una represión en el cuerpo y el alma, o sea, que solo en el caso de este estoicismo falso, mal entendido, se puede decir que un estoico se reprime o que niega la realidad o su propio cuerpo o la carne o lo natural. La mayor coherencia de saberse parte del mundo, anclado en el ser que todo lo impregna pero que es, solo, en su forma mundana (lo cual como mucho supone un panteísmo) lo tenemos en las Meditaciones de Marco Aurelio. Además, decía que no puede haber pensamiento cristiano, como aseveraba lleno de ironía y razón Borges. Esto es porque pensar es vivir en la pregunta, problematizar lo real, lo que no significa necesariamente verse abocado a un absoluto nihilismo suicida o ácido escepticismo. Es decir, que somosrealmente, pero somos en la pregunta, al menos en esa madura y lúcida forma de existencia que se ha llamado filosofía, pero también ciencia o Ilustración. No hay mayor expresión, por esto mismo, o afirmación de la filosofía, que no solo manejarse con los terrores y maldades ciertamente presentes en el mundo sin perder los papeles, sino morir como agnóstico. El filósofo no puede, nunca, ser creyente, so pena de estar también él engañándose. Pensar se opone a la creencia, la desintegra. Y por tanto no hay mayor virtud en el vivir y en el morir que hacerlo sin el lúgubre recurso a “otro mundo” o a un Dios personal. La vida filosófica, así como la muerte, han de desarrollarse valiente y coherentemente en el agnosticismo.