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Educación y filosofía
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Ayer me encontré con el futuro.
Marcos Santos Gómez
Tal vez puedan suscitar recelos en los demás, que los consideran una viva desmesura, una extravagante y perturbadora rareza. Pero no son en absoluto tan ajenos a cualquiera de nosotros como parece. Porque constituyen una derivación o mejor dicho, una pura manifestación, de algo que la civilización lleva siglos planteándose. Se trata de esa gente que adora el color negro y la música punky, que además lee con profusión a Antonio Machado o a Feuerbach, pero que también detestan descripciones estereotipadas como esta que yo mismo estoy trazando ahora. Viven en el ímpetu revolucionario, aspirando a formas canónicas y universales de ser. Son, por supuesto, los viejos anarquistas que como un contrapunto van acompañando a la historia, a la que tratan de agarrar por los cuernos mientras se les escapa a ellos y a todos para aplastarnos. Está su opción de vida y estilo de pensamiento en el corazón, en el alma misma, de occidente, solo que, desgarradoramente fieles a ella, realizan un proyecto de racionalización de la vida política, para helenizarla y apartar la barbarie de la falta de ideales. Su lema es completamente opuesto, como vamos a resaltar, al maquiavélico “el fin justifica los medios”, pues el fin ha de exultar gozoso como una melodía infinita en cada estación de la historia, en cada decisión política, en la completa existencia del individuo.
Podemos decir que el alma de occidente, la estela de los primeros filósofos, vive, pero vive en esa alma colectiva que llamamos cultura, un alma que se ha desgarrado del mundo, para dejar abandonado al propio mundo. Así, en el mismo proceso por el que la filosofía pronto se hizo académica y escrita, nuestra civilización, por razones históricas muy complejas y también propias del logos como tal, que ahora no podemos resumir, acabó haciendo cristalizar el conocimiento en una suerte de ente cuya relación con la vida se hizo ambiguamente distante. La distancia lograda por el hombre en la cultura fue, en lo bueno, la que posibilitó un cierto grado de autoconciencia y reflexión, y que emergiera un trato crítico con la vida. Pero, como hemos indicado a menudo en este blog, el flujo del pensamiento a la hora de responder a problemáticas vitales y prácticas, se acabó encorsetando un tanto en los conceptos y explicaciones que se forjaron en él. Un proceso complicado al que solo aludimos en pocas líneas que, dicho con brevedad, implicó que la filosofía y la sabiduría dejará de constituirse como forma de vida, como razón encarnada o pensamiento instalado en el centro de la propia acción.
Esto ya lo sabían los antiguos y de hecho durante muchos siglos la figura educadora del sabio era una figura que aunaba lo teórico con lo práctico, es decir, que todo él, la persona completa, debía ser gobernado por la razón, en una coherencia semejante a la del cosmos (el orden natural del universo, idea muy griega). Así se unificaba la originaria quiebra entre la vida y la cultura (que siglos después preocupara a nuestro Ortega y Gasset). Este enfoque solía entender al hombre como microcosmos que debía reproducir el orden universal, tanto en sus emociones bien temperadas como en su conducta. Fue esto una idea reincidente que adquirió en la historia distintas figuras y que fue principio no solo para filósofos sino para corrientes esotéricas y mágicas que sustentaron protociencias como la alquimia árabe. La idea, antes de naturaleza mítica y religiosa que puramente lógica, de un orden secreto que recorre íntima y calladamente el mundo, una armonía que, como la teodicea cristiana, habría de acabar justificando y salvando al mundo. El griego aspiró siempre a esta armonía que incluso al obstinado y terrible escepticismo de los más radicales sofistas acompañó como una armonía sin palabras en el mar de los argumentos enfrentados como corrientes y olas en el ponto por el que navegaba Ulises. El escepticismo, como bien señala Antonio Machado y los escépticos del periodo helenístico expresaron, deviene antes calma que enardecimiento, al relativizar los peligros y afirmar que en última instancia, por suerte, nada importa demasiado.
En realidad, la imagen del mundo como cosmos, como orden, tan griega, parte de una imagen, creencia o intuición cuya naturaleza primera no es racional y de hecho puede estar presente abundantemente en los mitos. Y puede, por tanto, haber sido antes una creencia, por tanto un fundamento irracional, que, paradójicamente, estuvo en la base de la racionalidad inventada por Grecia. Desde este principio orgánico, el orden recorría la médula de la civilización. El mismo anarquismo recoge esta discusión filosófica y de hecho hay un anarquismo teórico en la filosofía actual en el que la “diferencia” frente al dogmao mito de la identidad y del orden metafísico ha ido ocupando como “alma” el antiguo lugar de la identidad. Pero lo que nos interesa en este artículo no es esto, un asunto crucial, actual y que ha derivado en creativas filosofías, originales y complejas, sino la idea o ideal de un orden cósmico que ha de irradiar y gobernar el orden humano. Idea que late en el anarquismo comtiano, decimonónico. Orden que si uno se toma en serio, ha de conectar con esta cósmica llamada. No puede haber incoherencia si uno vive bien y si lo bueno rige el mundo, lo bueno ha de ser modelo y salvación para el hombre. Dicho con otras palabras, el anarquismo clásico, es decir, el de los anarcosindicalistas (pues hay muchos anarquismos), ha de esbozar y contemplar la realísima existencia de una “verdad” que, como entre los estoicos romanos, se sitúa en el horizonte de la propia existencia singular y social que justamente se orientan por ella, tal como desarrollan los modelos utópicos de la Modernidad. Es un anarquismo aun con cierta sombra de positivismo y metafísica.
La materia y el ser son buenos. Como diría Rousseau, las facultades naturales del hombre son virtuosas. Lo que habría por tanto es una diferenciación no tanto del cristianismo o el estoicismo, con los que por el contrario comparte lo que hemos indicado, sino de las versiones gnósticas de uno y otro. El gnosticismo, gran corriente filosófica y esotérica que deriva en parte del neoplatonismo, se dio con fuerza en plena expansión cristiana, es decir, en el siglo II. Su imagen del mundo y la materia es justo la contraria a la anarquista, grosso modo y por mucho que haya también algo del salvajismo angélico de los gnósticos en la rebelión anarquista. El mundo está teñido, tiznado de pecado, de carencia, de caída. Ha habido una degeneración o un abandono de la materia por parte de lo espiritual, quedando apenas un resto puro que es preciso preservar aislándolo del mundo. Este es el meollo del gnosticismo que responde, creo, a algo muy antiguo y humano, diríase que también a su manera realista y casi de sentido común, responde, digo, al pesimismo, a la idea que uno se hace del ser y la existencia cuando experimenta la vida como algo doloroso y la historia como una tenebrosa Babilonia.
Es este pesimismo al que el anarquismo, tan rousseauniano, responde con la imagen o idea contraria. El mundo y el hombre son buenos. La materia no es solo materia, sin más, siendo neutra y amoralmente, sino que hay en ella una bondad que puede vivenciar por ejemplo el artista o el místico. Aunque hemos de diferenciar los dinamismos ascéticos de los místicos. El asceta renuncia al mundo para hallar la bendición de un encuentro puro y privilegiado con la Divinidad en el desierto o la cueva del anacoreta. El místico recibe el don, gratuitamente, de dicho encuentro, como un exceso, como una sobreabundante desmesura. Son, por tanto, dos formas de ser, dos estilos de ética. Claro que para el místico dejan también de tener valor ciertos aspectos del mundo relacionados con el poder, la riqueza, el prestigio, pero lo que se le dona sin haberlo ni siquiera imaginado es el mayor de todos los tesoros en cada gota de agua o brizna de hierba.
Retornando a la idea anarquista decimonónica, esta desea impregnar al mundo de razón y devolverle algo perdido, pero sin apartarse del mundo e irradiando puro amor por él, bañándose en el dorado estanque de la materia, o, mejor dicho, en el eterno y pasajero río de Heráclito al que, no obstante, recorre algo que hace que podamos llamarlo río y considerarlo una misma cosa. Esta idea aparece a menudo en el Juan de Mairena de Antonio Machado, poeta que el filósofo anarquista José Luis García Rúa adoraba y al que alude frecuentemente en sus textos. Hay un elemento intangible que permite ordenar la existencia, pero que no se opone al constante y eterno flujo del gran Amazonas que es la misma.
Este punto arquimédico desde el que entender el mundo y, todavía más, recomponerlo, marca el horizonte de un orden natural que es bueno y que puede también gobernar al hombre, a la sociedad y a la política. La salvación estriba en dejarse impregnar por este orden, lo que en la teología cristiana será la presencia misteriosa y callada del Espíritu Santo. De hecho se ven teologías y formas de vivir el cristianismo que asumen este optimismo nuclear por el que la Creación es buena. En realidad, es un principio básico en el cristianismo, y uno de los elementos que, contra lo que muchos dirían, incluyendo a anarquistas y cristianos, les une. Por poner un ejemplo de esto, recuerdo que alguien en la prensa, en los noventa, definía al activista jornalero Sánchez Gordillo como expresión del atávico anarcocristianismo del campo andaluz, del ideal sencillo y orgánico que recogen ambos idearios anarquista y cristiano.
Desde luego esto hay que corroborarlo trayendo a colación y estudiando detenidamente los textos anarquistas, lo cual es tarea también futura para quien escribe estas líneas. Digamos que nuestra aproximación está siendo en el campo de la educación donde la imagen básica del anarquismo que vamos describiendo está en muchas teorías educativas que entendieron la educación a partir de Rousseau. Nos referimos a un tipo de anarquismo de impronta aún moderna e ilustrada, frente a otras derivaciones que, como he dicho, hoy no nos ocupan en estas líneas.
Un anarquismo que entiende la buena existencia como aquella que se deja teñir por la razón. Lo que viene a ser la conformación de la vida en función de ideales en una cierta regulación ética, los cuales, lejos de permanecer inmutables en el cielo, son el dinamismo que ya llevamos dentro, que portamos, y que representan, empleando otro lenguaje, las posibilidades (buenas) que nuestro mundo y la historia ya albergan.
Tengo en mente, según voy hilando estas ideas, el famoso debate en los setenta entre Foucault y Chomsky, que sobre todo versaba de esto, al menos en su parte más interesante. Si mal no recuerdo, y a falta de verlo una vez más en youtube, Chomsky destacaba, enfrentándose a Foucault, la necesidad imperiosa, o sea, para la ética y la política, ambas ligadas, como también lo consideraba Foucault, de que se aspirase a una cierta claridad en lontananza, un horizonte donde el espejismo nos va revelando lo que vamos siendo. Hay un horizonte de deberes que amplían y tiran del propio ser, que lo ponen en marcha, como un principio esperanza por el que se pone uno en movimiento para movilizar a la propia época. Tal vez todavía una imagen ligada levemente a la metafísica de la identidad y sus fantasmas, le replicaba Foucault a Chomsky.
La expresión que en estos momentos no recuerdo bien si atribuir a Rudolf Rocker o a Bakunin de que “la anarquía es la máxima expresión del orden” afirma implícitamente esta verdad: que existe una organización de la vida que es natural y buena, sita en la propia materia, exactamente como lo expresaba Rousseau en el Emilio, un cierto orden en el cosmos cuya asunción consciente, si se orienta el orden humano hacia el mismo, de algún modo nos salva. Son viejas ideas estoicas y cristianas, como hemos señalado, aunque hemos de matizar con contundencia que el caso del cristianismo en su plasmación eclesiástica más fuerte nos ofrece la pista para señalar una cierta aberración por la que el ideal que rige la vida logra ser de nuevo rebajado y sometido, despojándolo de su peligroso potencial, ese peligro que nos asusta y adivinamos en el admirable modo de ser de los bellos anarquistas.
Bajo la égida de la “prudencia” el anarquismo resulta una desmesura y una virulenta actitud vital que vive en la confrontación y el conflicto antes que en el erigir puentes y nexos que lo conecten con la cultura y la política habituales o reconciliadas. En apariencia, claro, porque cada vez me parece más evidente que quienes andan por la realidad son ellos y nosotros nos perdemos en la niebla de las fantasmagorías y constructos de nuestro mundo burgués. El anarquismo tiene que chocar, es de cajón, con el capitalismo; y con el capitalismo, para vencerlo, no se puede pactar. El ideal de la socialdemocracia es un ideal ya rebajado y mezclado con la falta de ideales capitalista. Así, el anarquismo presenta a la mayoría esa cara violenta, no violenta porque sean violentos, sino porque su superficie, lo que muestran, fricciona y no encaja con casi nada en el mundo de la mayoría.
En este artículo, fragmentario como todos los artículos o entradas en un blog, voy a destacar solo una idea más, como siempre, apuntada con lamentable vaguedad y premura. Consiste en la intuición, a desarrollar en una hipótesis, como futura pista de trabajo, consistente en que es el desarrollo de la “prudencia” eclesiástica basada en un mandato de Jesús a sus discípulos que les recomienda ser astutos como serpientes y puros e inocentes como palomas al ir a predicar la Palabra, el que ha podido estropear la dosis de verdad que pudiera haber en el mensaje y la religión cristiana y en cualquier ideal como el ideal anarquista. De hecho, el anarquismo es la reacción, como hemos dicho, contra el maquiavélico “fin que justifica los medios”. El cristianismo tiene, desde luego, un fondo revolucionario que como todos los fondos revolucionarios consiste en la aspiración a recomponer el mundo humano, desde la subjetivación o reconstrucción del sujeto a la reorganización de la vida política y a la refundación desde cero de la mismísima humanidad (¡Por eso los anarquistas han valorado tanto la educación!).
La interpretación de esa “prudencia” como razón estratégica, al modo de lo que uno pone en juego cuando medita sus jugadas en el ajedrez, y, aun peor, su absolutización, es lo que ha derrumbado todo el orden y el edificio del mundo nuevo cristiano. Es lo que las organizaciones sindicales anarquistas y su comprensión de la política intentan eludir. La “prudencia” ha implicado, en el caso de la Iglesia, el sometimiento de todo el aparato institucional a una razón de Estado o mediación que a la larga se convierte en su propio fin. Así, como todas las instituciones, la Iglesia puede acabar sirviéndose a sí misma por encima de todo, lo que estaba prefigurado en el extraño consejo de Jesús a sus discípulos al recomendarles ser astutos como serpientes y puros e inocentes como palomas. Y digo extraño porque el propio Jesús fue muy poco prudente. Aún más, no se logra realizar un proyecto revolucionario como el de Jesús, sin un inevitable choque y conflicto con la realidad. De hecho es lo que sucedió con los muy desmesurados mártires del primer cristianismo, que horrorizaban la mentalidad “prudente” del paganismo y del culto oficial romano o el Derecho. Es que debe hacerse así. Por mucho que imperen los ideales, bellos y excelsos como los que movilizan a la razón cristiana, estos son no ya sacrificados provisionalmente en aras de la conquista de estaciones intermedias en el largo camino hacia ellos, sino pervertidos. Y esto es lo más insoportable. Que un elevado ideal capaz de enriquecer cualitativamente, es decir, en el ser, al hombre y a la historia, sirva para ocultar con toda esa tramoya de bondad, los verdaderos fines y justificar lo que el propio Jesús jamás justificaría.
En su discurso, el Gran Inquisidor del relato de Dostoievski es esto mismo lo que argumenta: que a la vista de que el hombre no resiste la libertad (o sea, la más explícita y burda renuncia a los ideales cristianos y a la posibilidad de un orden humano natural), es preciso edificar (ese verbo metafórico tan empleado en los tratados de espiritualidad y moral cristiana) aquí en la Tierra, para que la libertad del viejo estoicismo se torne servidumbre, evitando más problemas al hombre. El sentido común y el pragmatismo son en este caso una franca renuncia a todo horizonte y la vertebración de mundo, sociedad y sujeto con un orden terrenal. Se renuncia al cielo y por eso, el antiguo y bondadoso e idealista beato que como don Quijote lucha con denuedo por un mundo mejor, al tornarse práctico, ha renunciado a todo ello. A un paso de su muerte, don Quijote dirá, “debía haber sabido que nunca hubo caballeros andantes en el mundo”. Sin embargo, a punto de morir, su creador, Cervantes, afirma, en la dedicatoria de su obra póstuma Persiles estar con un pie en el otro mundo. Cervantes vivió seguramente, toda su vida, con un pie en el otro mundo.
Desde esta perspectiva, el cambio por el que un cristiano “madura” dejando atrás los viejos ideales de juventud puede ser descrito sin tapujos como el cambio de quien sustituye a Jesús, el Jesús idealista y joven, por Satán, el viejo demonio. Este, como expresa el dicho, sabe más por viejo que por diablo, lo que quiere decir que ha olfateado y palpado bien el mundo, pero el mundo sin ideales, y es sobre todo un estratega, alguien que domina el arte de la prudencia y el vivir astuto, un mago de la conciliación que por limar asperezas ha renunciado al espíritu.
Pues bien, es lo que hay de matanza de los ideales en el dicho de que el fin justifica los medios, lo que, al rechazar esta moral mezquina, convierte a los anarquistas en esos seres excéntricos, marginales y conflictivos que tanto tememos. Tienen algo, o mucho, de quijotes. Y participan de su locura en tanto han renunciado a la razón mediadora, o estratégica, que estamos denominando aquí “prudencia”, sin acometer aun un necesario análisis pormenorizado del concepto de prudencia en la filosofía desde Aristóteles que seguramente impregnará las interpretaciones teológicas del mencionado pasaje evangélico. Ahora solo establecemos una pista, como hemos señalado, para futuras indagaciones. Una pista que emana de la percepción misma que del anarquista tiene quien vive integrado en la sociedad. El anarquista busca conscientemente, como parte de su racionalización de la historia y del hombre, extrañarse, ubicarse en un punto tensamente exterior, lo que no se puede lograr a fuerza de prudencia. Les pueden achacar vivir en un delirio purista, en un forzado “estado de naturaleza”, en una fatigosa e imposible búsqueda de una hipotética bondad natural rousseauniana, incluso en el rigorismo moral, pero es que puede que no exista otra opción para ser revolucionario, o sea, para la transformación del mundo que afecte al propio ser cualitativamente. Si aceptan ser estrategas, lo pierden todo, como ha pasado con la Iglesia. Esta, por no salir de un mundo que ya empezaba a gustarle demasiado, tras su conversión en la religión oficial del Imperio Romano, apoyándose en una dinámica metafísica anterior, hubo de crear su paraíso en el cielo, para que, escandalosamente, desde allí el ideal justificara lo que las vergonzosas mediaciones estratégicas y prudentes de la Iglesia ya estaban provocando. Ni más ni menos que la corrupción del propio cristianismo.
Así, ayer, entre todas las casetas de la Feria del libro de cierta ciudad española, sentí muy real, obvio, que de las dos o tres pertenecientes a editoriales o librerías anarquistas, se abría una posibilidad nueva. La novedad absoluta, la exultante vitalización de la historia, la irrupción marginal de un retazo de mundo posible, la existencia coherente, la sabiduría sincera. Fue algo sentido, no pensado, y, de hecho, he escrito estas líneas para tratar de pensarlo un poco. Pero encuentro muy difícil expresar lo que eran con sencillez pero visible estruendo, la honda humanidad que desprendían, la rabiosa sinceridad, la honesta rebeldía en la que el mismísimo corazón de la humanidad se estaba ofreciendo. No hallo mejor lenguaje para hablar de ello y describirlo salvo el lenguaje religioso. Habría que pensar por qué. Quizás lo que se palpaba era tan serio, tan radical, que faltan las palabras, aunque no una intención lógica de hacerse con ello que ha de remover en lo sagrado y en el mito. Razón y mito se alían en las fundaciones.
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El Juan de Mairena. Filosofía, educación y poesía en Antonio Machado (I).
Marcos Santos Gómez
Lo que Machado expresa en su poesía, la temporalidad desde la que, en aparente contradicción accedemos a la eternidad del instante o a su mayor valor, es “elevado” a ejercicio pedagógico en su Juan de Mairena. Pero, a diferencia de la pedagogía al uso, lo que sea que haya que enseñar, los tan adorados contenidos y verdades de las clases, no resisten un irónico poner en jaque su propia firmeza; y la buena clase retratada por sus aforismos lo es porque logra disolverse y mirarse ella y al mundo, como parte de un mismo vértigo. Juan de Mairena sitúa con su guasa a sus alumnos flotando en lúcida levedad sobre la superficie del tiempo, para poder asistir asombrados a la trama de lo real constituida ahora en simple tramoya, como una sólida pero grotesca pretensión de ser algo cierto, en medio del arrollador paso de lo que hace que todo sea incierto: el tiempo, las facetas, la carencia de solideces y firmes cimientos. De nuevo la fascinación helénica por el cambio que para unos es constante y dramático despeñamiento de los entes en el no ser y para otros, entre los que hay que contar a Machado, es el modo de darse el puro ser, antes ondulación en esa extraña sustancia, que no es sustancia, que es el tiempo, lo que salva al asunto de todo tinte trágico o pesimista. Y también, como desde hace dos mil y pico años, el viejo y siempre nuevo asombro griego, la capacidad de asombrarse como lo que pone en marcha el pensamiento y nos salva:
“El paleto perfecto es el que nunca se asombra de nada; ni aun de su propia estupidez” (p. 79).
Las esencias, las cosas, lo firme, constituyen la vana pretensión del hombre de acceder al ámbito sin tiempo, pero en el tiempo, desde el tiempo y abocado a vivir y a perecer como ser temporal. Hay un bellísimo aforismo del libro del poeta que estamos comentando, que cuenta la brillante y poética metáfora kantiana de una paloma que notando la resistencia del aire al volar, se imagina equivocadamente que volaría mejor en un espacio vacío. Esto es, precisamente, lo que sueña el hombre, sin darse cuenta que todo él, y todo lo bueno a lo que puede aspirar, incluidos sus sueños de intemporalidad, se traza dentro del tiempo y solo se entiende en la medida que es dicho, pensado o soñado en el tiempo. Saber esto es ya el inicio del pensamiento que trata de educar, del Juan de Mairena, de manera que la clase en el instituto consiste en una especie de disolución ingeniosa y a veces tierna, de todas las certezas. Y es pedagogía, o filosofía que ha de ser poética y pedagógica, porque solo puede desarrollarse esta fluidificación del hombre en el trato, educativo y dialógico, que el hombre hace consigo mismo cuando trata de compartir saberes y esfuerzos por asir o danzar la realidad o, por seguir nuestro hilo de las precedentes entradas, la cultura. Por cierto, en un aforismo se muestra con obviedad esta posición cercana a la Institución Libre de Enseñanza que atribuíamos a Machado recientemente, en la idea de una universidad no de especialistas sino lo que hoy llamaríamos “generalista”. Es el contacto vivo con la totalidad de la cultura lo que salva la vida del hombre, lo que nos justifica y eleva a ser algo y no nadie:
“Cuando el saber se especializa, crece el volumen total de la cultura. Ésta es la ilusión y el consuelo de los especialistas. ¡Lo que sabemos entre todos! ¡Oh, eso es lo que no sabe nadie!” (p. 56).
La del especialista, señala el poeta, es una forma de ignorancia, de renuncia a la atmósfera, con todo su juego y proporciones de gases distintos, que nos insufla vida. Como vaticinaba Weber, la ciencia del especialista, su saber, es ciencia sin espíritu.
El pensador que es Antonio Machado, o su alter ego Juan de Mairena, es duende travieso al que el abismo le produce un grato hormigueo en el cuerpo, un goce lúdico. Machado vence al espíritu trágico, que resulta desenmascarado y derrotado por la risa. Muestra las cualidades y reverberaciones de las cosas, acaso formas sin sustancia, con juegos poéticos y sofísticos (que en él comprobamos que son lo mismo, es decir, lo poético y lo sofístico coinciden, como sabía el arquitecto Platón al condenar a los poetas en La República), en una broma (pensar y reír también es lo mismo) que parte de la sospecha ante todo lo firme, para lograr una licuación de la clase misma, con sus breves y aforísticas lecciones. Sentimos manar el caudal de la verdad que aniquila las verdades y a la propia verdad, para ser gozosamente arrastrados por esa desvariada corriente. Es la temporalidad la que parece deshacerlo todo y es la palabra juego que trata de captar la realidad en una inagotable dialéctica que lo es todo y que huye de cualquier tipo de freno ni síntesis.
Se despliega en el libro del poeta una curiosa forma de entender la lección y la clase, en un ficticio instituto donde su alter ego enseña asignaturas como “sofística” o “retórica”, y otras más que nunca se han enseñado verdaderamente en la enseñanza secundaria, pero mucho menos al estilo con que este profesor de provincias lo hace. Y es que para adquirir plena consciencia de lo que implica realmente saber y de algo tan raro como una clase escolar, hay que tomárselo, literalmente, a broma. Esa conciencia es el producto donde comienza y termina el pensamiento. Se piensa, así, para obtener lucidez, pero no para hallar verdades. O en cualquier caso, la verdad opera como el daimon socrático, de una manera negativa y un tanto nihilizante (¿las gotas de sangre jacobina que el poeta decía tener, como un pathos de verdad impulsándole en denodada lucha contra la verdad?). Tanto es así que en las primeras páginas del Juan de Mairena lo que desarrolla el maestro es broma tras broma, lo que no se aleja mucho tampoco de Sócrates y de sus discípulos estoicos o sobre todo cínicos. Como en todos ellos, sí hay una voluntad de llegar a algo, y, en los textos del Mairena, se llega de hecho a algo, en cada uno de sus aforismos. Aun ofreciendo una continua sensación de estar en el aire, como una pluma o semilla de diente de león flotantes, el lector va percibiendo que es él quien está con plena lucidez en el mundo, en la clave que aniquila todas las claves y que también se aniquila ella misma, feliz y exultante. Nótese dicho con extrema concisión, que concentra burla, ironía y pensamiento, en el primer aforismo que abre el libro:
“La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero.Agamenón. – Conforme.El porquero. – No me convence.” (p. 53).
Son precisamente los que guardan y aguardan la verdad, quienes más se alejan de ella, pues tapan las dobleces y bifurcaciones con que nuestros corazones buscan, se aproximan y hasta cierto punto alcanzan algo así como la verdad. De manera que los más blasfemos son justamente quienes combaten y castigan la blasfemia, y los que profieren en amargas bufonadas sus blasfemias son quienes mejor se acercan a la verdad y sobre todo, más la respetan:
“La blasfemia forma parte de la religión popular. Desconfiad de un pueblo donde no se blasfema: lo popular allí es el ateísmo. Prohibir la blasfemia con leyes punitivas, más o menos severas, es envenenar el corazón del pueblo, obligándole a ser insincero en su diálogo con la divinidad. Dios, que lee en los corazones, ¿se dejará engañar? Antes perdona Él –no lo dudéis- la blasfemia proferida, que aquella otra hipócritamente guardada en el fondo del alma, o, más hipócritamente todavía, trocada en oración” (p. 55).
Por eso, con suave sarcasmo, erige Mairena al Diablo como profesor de Blasfemia en una Facultad de Teología, y le concede tener razones, aunque no razón. Razones que hay que atender siempre y que son y viven en el discurso, sin pretender que esta vivificación de la palabra deba apoyarse en la Razón. De hecho, Satanás puede estar equivocado, pero no es eso lo que importa. Porque haya o no haya una Razón, el hombre vive, respira y se mueve entre razones. Son ideas que podrían acercar a Antonio Machado en una demasiado fácil interpretación a los sofistas, pero no acaba de ser en ningún momento, propiamente, un sofista. Está casi a la vuelta de Nietzsche, tal vez, como para caer en la trampa de la fácil dicotomía que a todos nos enseñan acerca de la verdad empleando la parábola de Sócrates y los sofistas. Machado está en otro juego. Para él, sí hay una seriedad en la filosofía, en la existencia, en la vida humana y el ser humano, pero una seriedad a la que se accede solamente con el juego y la oblicuidad sofística. De hecho, mezcla a ambos, sofistas y Sócrates. En gran medida algo ya presente en Sócrates que siempre tuvo algo de sofista y no en vano fue metido en dicho saco por el comediógrafo Aristófanes en Las nubes, como es bien sabido. En cierto aforismo señala elocuentemente:
“Contra los escépticos se esgrime un argumento aplastante: ‘Quien afirma que la verdad no existe, pretende que eso sea la verdad, incurriendo en palmaria contradicción’. Sin embargo, este argumento irrefutable no ha convencido, seguramente, a ningún escéptico. Porque la gracia del escéptico consisten en que los argumentos no le convencen. Tampoco pretende él convencer a nadie” (p. 57).
Los argumentos están para otra cosa… y no precisa Machado mucho más. Quizás sean, me atrevo a sugerir, una forma de masaje, de incursión en aguas termales o una cálida sauna donde sudar y hallar cierto relax, como si crearan un ámbito sereno en el que desplegar las ideas. Una cierta organización, el entrenamiento para un deporte o la milicia (típicas metáforas estoicas, por cierto), una regulación del cuerpo y el alma. Pero sin nada más allá de esta puesta en orden y salud. Bastante de todo esto hay en la lectura de Foucault de la Grecia y Roma clásicas, también.
Tampoco nos acerca a la verdad-no verdad machadiana la complicación en el discurso, los claroscuros barrocos, las tramas enrevesadas y el lenguaje retórico. Su lenguaje es como el sencillo gesto con el que de manera práctica, pragmática diríamos, el niño caza a la mariposa con su cazamariposas. No se alude a la turbiedad del mundo y a la vieja academia reproduciendo sus oscuridades. Su lenguaje es muy claro porque pretende situarnos en una claridad. Uno escucha casi físicamente, junto a nosotros, la fuente que tanto nombrara en sus poemas y erigiera en sonora metáfora del agua que baila y multiplica sus destellos, como luz en la luz. Y esta amena fuente está arrojando su limpia agua en cada aforismo del Mairena.
Todo lo demás, lo que transmiten las lecciones graves, la gran tragedia de la historia, los metálicos preceptos de la estilística y el Barroco literario, la precisión de las ciencias y, por supuesto, la trama política y moral en que todo se halla, incluido en un gran sistema teológico como las tragedias morales de Calderón, es vencido por la gracia o incluso gracejo de un Lope de Vega que salva, nos salva, de tanta gravedad con una broma como de algodón o fino terciopelo. Pero todo esto es comentado por el poeta porque realmente le interesa llegar a algo, o estar, mejor dicho, en el intelectual y moral camino de algo. Sí es obligación del hombre formularse preguntas y si hablamos, por ejemplo de la religión, esta ha de consistir antes en duda que en creencia.
“- Dios existe o no existe. Cabe afirmarlo o negarlo, pero no dudarlo. - Eso es lo que usted cree.” (p. 57).
Porque para Machado si nos tomamos la escuela en serio, como agente de lucidez y consciencia, hay que recurrir, un tanto freudianamente, a lo cómico. Es lo cómico o, mejor dicho, la burla, lo que verdaderamente eleva a los hombres sobre el fatalismo de su inexorable desgracia. Desgracia que el hombre encara y sabe, como única verdad, o sea, su propia muerte, así que podemos concluir, el hombre es, retomando el testigo burlón que nos cede Antonio Machado, el animal que más en serio se toma la verdad, o la mayor y peor de todas la verdades con la que vive, aunque hubiera sido mejor saberla. Esta conciencia y lucidez nos eleva por encima del resto de la Creación. Algo que, muy en el espíritu del Mairena, impregna todo lo que hace el hombre y atraviesa el experimento pedagógico del libro… no podemos saber salvo que morimos y salvo nuestro no saber, mucho más:
“Pero no me toméis demasiado en serio. Pensad que no siempre estoy yo seguro de lo que os digo, y que, aunque pretenda educaros, no creo que mi educación esté mucho más avanzada que la vuestra. No es fácil que pueda yo enseñaros a hablar, ni a escribir, ni a pensar correctamente, porque yo soy la incorrección misma, un alma siempre en borrador, llena de tachones, de vacilaciones y de arrepentimientos. (…) Para los tiempos que vienen, no soy yo el maestro que debéis elegir, porque de mí sólo aprenderéis lo que tal vez os convenga ignorar toda la vida: a desconfiar de vosotros mismos” (p. 81).
Pero alguien debe ayudarnos a sacar la cabeza del fondo removido del gran océano inefable y hacernos tomar aire, respirar, y sentir que hay más espacio, otro espacio para el hombre, para el filósofo, un espacio inaugurado por el curioso hecho de que podamos reír. Seguramente si no pudiéramos reír los seres humanos, no habríamos sido capaces de pensar. Y Machado se toma esta intuición muy en serio en su Mairena. De un modo que, hasta cierto punto y con tonos y estilos diferentes, hace lo de Borges, cuando comprueba que precisamente todo lo grave, todo lo firme, lo que aparenta mayor seguridad, es justamente lo menos real, lo más cobarde, lo que tapa y oculta la esencia del mundo que es contraria a todas las esencias.
Bibliografía:
Machado, A. (2004). Juan de Mairena. Madrid: Alianza. Edición primera 1936.
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Educación y filosofía
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Soledad y libertad: pensando la Universidad con Emilio Lledó.
Marcos Santos Gómez
En los días pasados hemos ido intentando perfilar un modo de entender lo educativo como fue el modo de la Institución Libre de Enseñanza, aunque a falta aún de que nos adentremos con mayor detenimiento en el análisis específico de la pedagogía de aquel bello proyecto educativo. Una pedagogía que también se palpa en plena acción en la
ficción real del
Juan de Mairena machadiano. Esta obra merece no menos, sin duda, que le dediquemos a su vez otra serie de entradas y, sobre todo, debería constituir un curso monográfico para futuros maestros en todas las Facultades de Educación. Aunque no sea ahora el momento de desarrollar este curso poético en el marco del extravagante blog que entre la melancolía y la exaltación componemos, sí es preciso recordar que hay cierto aspecto fundamental que podemos nombrar a partir de la citada obra del egregio poeta y filósofo. La traigo a colación porque en gran medida creo, y sigo en esto la explicación de Emilio Lledó en el libro que estamos leyendo, que la pedagogía machadiana expresa y desarrolla
de facto el flujo heraclíteo, el caudal, que ocurre y discurre cuando nos educamos. Educarse es la incorporación a un camino que se hace al andar. Y es esta incorporación a la gran corriente del río humano lo que, en la perspectiva humanista que defendemos para la educación, principalmente ha de hacer la escuela. Una idea que Machado recoge, señala Lledó (pp. 119-130), de la Institución Libre de Enseñanza, cuya pedagogía consiste también, justamente, en que el educando aprenda a nadar en el gran flujo de la humanidad inmensa.
La idea de humanidad que los autores de la ILE presuponen debe ser, sin embargo, discutida. De hecho, con todos los temas que tratamos en este blog, no hacemos más que eso, disolver lo anterior en la entrada presente, con el fin de fluidificar el razonamiento y aclarar lo único que está claro: que casi siempre nos equivocamos. O, dicho de otro modo, alegar traviesas objeciones a lo que nosotros mismos hemos afirmado el día anterior dando golpes en la mesa con el puño y dilatadas las arterias del cuello. Algo que seguramente complacería a Antonio Machado. Y en este tránsito afloran emergiendo como encarnadas amapolas en el follaje verde de una primavera lluviosa, los que más en serio se han tomado la pedagogía en España. Amigos en la pedagogía de Antonio Machado. Son, por supuesto, el gran Giner de los Ríos y Cossío, quienes ya adivinamos que habrán de ocupar próximas estaciones en este recorrido digital. Nos inspiran desde su radical amor a la cultura, aunque al modo idealista que puede derivar etéreamente en abstracciones y, en el torpe caso de quien esto escribe, en no menos reprobables divagaciones.
Es a su ideal de humanidad realizada en el caudal de la cultura, a lo que el vitalismo orteguiano va a responder. Ortega y Gasset mitigará ese ideal un tanto vaporoso de la cultura tal como lo mantienen los herederos hispanos de las concepciones sobre la Universidad de los pensadores idealistas alemanes, con Humboldt destacando y su Universidad Libre de Berlín. Va a advertir contra el inadvertido derrape que podemos hacer hacia un emotivo romanticismo. Este, que como todos los romanticismos, ama la niebla y las ambigüedades de los ocasos y amaneceres, no acaba de gustar al pensador que se sitúa antes en la “vida” con lo que esta tiene de cuerpo y materia, con su razón situada y radicada en el curso histórico y concreto del hombre, en una visión más íntegra de lo humano. Cultura, sí, pero en la carne y hecha carne. De manera que tras algunos capítulos que en el libro de Lledó juguetean con una concepción idealista o en todo caso culturalista de la educación, banquete que hemos devorado con gusto, este deviene y nos hace devenir en el terreno del vitalismo orteguiano.
En su equilibrado realismo, Ortega incide en la naturaleza institucional de la Universidad y en el modo en que el gran río de la cultura ha de ser canalizado y domeñado en acequias, acueductos y presas. Los ángeles cantan para nosotros bellas arias en nuestra alma común y eterna, pero han de entonar sus melodías con armonías y partituras inteligibles, lo que implica su historización, su modulación histórica, epocal. Los pedagogos del idealismo alemán tratan de ser, también, consecuentes con su tiempo y con el tiempo humano, desde luego. Aunque habían promovido una Universidad que alguien tacharía de elitista. Un elitismo que lo es porque prioriza la serena embriaguez del néctar destilado por la humanidad, más real y anterior al propio hombre. Un néctar cuya transmisión y maceración ha de ser la primera misión de la Universidad.
Así que no importan las profesiones, los planes sistemáticos de enseñanza y de exámenes, sino que adquieren plena categoría las totalidades interdisciplinares en singular armonía. Para que fluya esta música, ha de dirigirla un puro afán de ciencia, en el sentido de “Exigencia de una continua investigación y, por consiguiente, la aniquilación del saber como algo inacabado, vivo y creador” (p. 135). La totalidad, más real que el mundo tangible, debe imbuir el comportamiento, o sea la ética, del profesor y el estudiante, para tornarse en el ideal de vida de estos. El buen científico, sobre todo, se realiza en este ideal al que se entrega de manera absoluta.
Como es evidente y ya hemos ido desarrollando en entradas anteriores, esta concepción romántica e idealista se opone frontalmente al ideal burgués de una universidad vertebrada por el pragmatismo, por las profesiones y, en definitiva, por la utilidad. Confieso, por si el lector es la primera vez que se topa con mis textos (¡pobre desafortunado!), haber bebido abundantemente de este cáliz romántico y haber sido románticamente ilustrado en mi denodada e infeliz batalla por salvar la Universidad. Pero más allá de apetencias personales y razones que acaso sean antes preferencias estéticas que verdaderas razones (lo puedo confesar ahora que no nos escucha nadie), llega el gran Ortega para detener este exceso, esta tropelía sentimental, que en mi caso ha llegado a ser casi obscena.
En la confesión que estamos trazando en las presentes líneas (y en todas las líneas que escribimos, de hecho, pues incluso aventurarse a abrir la boca para pronunciar una palabra es ya confesión de quien uno es), ha de quedar claro que de todos modos el ideal que hemos defendido (y seguiremos haciéndolo) es el de la ciencia. Alguien que me conozca quizás pueda extrañarse, pero así es. La ciencia entendida, como en la pedagogía universitaria humanista de la Alemania decimonónica ideada por Humboldt; la encarnación del más puro y desinteresado afán de verdad, que antepone a todo la búsqueda infatigable de razones y respuestas. Por muy elitista que se considere esta moral del buen universitario, hay que admitir su radical carácter antiburgués. Hoy mismo podemos oponer este ideal puro del científico al ideal contaminado de los oficios y competencias requeridos por el entorno privado y parcial de las empresas que invaden la imprescindible paz y soledad universitaria. Desde luego, tal cual, dudo que nunca nadie en esta bendita institución haya encarnado realmente este ideal que, como todos los ideales, tiene algo de naturaleza angélica, o sea, de mensaje procedente de otro mundo. Ciertamente, vivir según ideales es lo más realista que podemos asumir en cuanto a forma de vida, pero teniendo en cuenta que para ganar dicho realismo y a contracorriente sentido común, hay que permanecer en constante éxtasis con un pie en el más allá.
La receta, pues, de la Universidad para liberarse de la miseria burguesa ha de ser el mantenerse aristocrática y tocar el mundo, desde luego, sí, pero con los guantes de seda del verdadero científico. Toda ella ha de ser, en nombre de lo público, un laboratorio donde se aprenda sobre el mundo y hasta se lo transforme, pero en un necesario aislamiento que hemos de preservar a toda costa. Es la soledad que Lledó considera condición esencial en la Universidad. La soledad requerida por la libertad. Esto era lo que, generalizando y sin entrar hoy en matices como hemos dicho, llevaba a cabo la Institución Libre de Enseñanza. Esta suerte de, es cierto, elitismo idealista y en gran medida romántico. Aunque en el caso de esta institución, se dará también un serio esfuerzo por tocar la vida. En el sentido, sobre todo, de que la educación transforme cualitativamente (e interiormente, podríamos también decir) al educando,
a su persona. La educación es, por tanto y en especial, una formación ética, lo que, dicho de otro modo, supone una “construcción” del propio ser en constante edificación (es decir, en perenne modificación, ¡cuidado!) al incorporarse al Amazonas de la cultura y la civilización. De nuevo, acaso, la idea machadiana de situarse en el camino que se hace al andar, en la búsqueda, en la alegre incertidumbre, pero al engolfarse también de manera imprescindible con el rastro de las generaciones que se han ido incorporando al mundo para en unos pocos años dejarlo.
No fue esta la idea de la famosa ley Moyano, en opinión de Lledó (p. 138), la primera ley que diseña el sistema educativo en España, en 1857, ley que estuvo parcialmente vigente hasta 1970 (¡120 años!), cuando la Ley General de Educación la derogó. Estos artificios y caminos legales, burocráticos, quizás necesarios e inevitables, no partieron de una honda reflexión sobre lo que verdaderamente queremos y perseguimos con la educación (p. 138). Según Lledó la universidad y la escuela española se fueron anquilosando y apartando del ideal científico. Pero, indica este filósofo, esto no es propiamente culpa de la escuela, porque, contra ese idealismo escolar que deposita, con pretencioso optimismo, en la escuela la clave del desarrollo (científico, económico y cultural), no es la escuela o la propia academia la que marca la mayor o menor mediocridad científica y cultural de un país. Así lo expresa el filósofo y filólogo: “Principio de educación: la escuela, como institución normal de un país, depende mucho más del aire público en que íntegramente flota, que del aire pedagógico artificialmente producido dentro de sus muros” (p. 140).
Desembocando de una vez en Ortega, Lledó expone las ideas fundamentales de su escrito
Misión de la universidad, que por cierto ya comentamos
aquí hace un tiempo. Ortega reconoce de hecho un doble papel en las universidades españolas existentes en su tiempo: la profesionalización y la investigación científica. Algo bastante semejante a la concepción actual. La diferencia con este modelo y, por tanto, también con nuestro presente, es que lo profesional se forma con la adquisición de una cierta mirada total y globalizadora acerca del propio magma cultural y epocal en que se halla el futuro profesional. En este sentido, Ortega está señalando que para cumplir bien con las tareas y destrezas (hoy diríamos competencias) de un oficio, como el de profesor de instituto al que va destinada la inmensa mayoría de universitarios de letras, hay que haberse imbuido de la altura de los tiempos (concepto este de altura de los tiempos, por cierto, que Ellacuría retomará en su análisis de la historia y de la función liberadora de la filosofía). Y esto se logra añadiendo a la formación técnica una formación general en lo que denominaríamos “cultura general”. Aún más, para el genial filósofo hispano, este tipo de formación generalista habría de ser el primer objetivo de la enseñanza universitaria. Después, vendría la enseñanza de una profesión y por último, solo para una minoría, la investigación científica y la educación de los nuevos hombres de ciencia. Contra nuestra perspectiva, Ortega concede un papel elitista y minoritario a la formación del científico que es a lo que, por el contrario, se encamina actualmente la formación universitaria. En ella, al menos en la época de Ortega, se impregna al alumno con una actitud teorizante y analítica, con la adquisición de las pautas y destrezas requeridas por la investigación científica o, mejor dicho, con los planteamientos teóricos y básicos que exclusivamente atañen, según el filósofo, a los escasos investigadores que salen de las sucesivas promociones universitarias.
La verdad es que Ortega, tal como además lo expone y destaca Lledó, da la impresión de estar también defendiendo un fuerte componente elitista. Más aún, diría yo, que el de los grandes idealistas alemanes cuando se referían a la enseñanza superior. Porque el acceso a lo que yo he ensalzado tantísimo, es decir, al ideal y a la moral de la ciencia, a la adquisición en el carácter de una cierta ética científica, lo que era también propugnado por aquellos excelentes alemanes del siglo XIX, es echado por tierra en el libro de Ortega. Al menos él separa algo que yo, repensando ahora este asunto de la mano de ambos, Lledó y Ortega, he mantenido unido, en estrecha interconexión, como es la formación de tipo generalista e interdisciplinar, con el contagio de un cierto prurito de verdad que es imprescindible, siendo su alma, en el investigador u hombre de ciencia. Ambos, la persona que da clases en un instituto y el investigador, necesitarían para comprender bien lo que hacen el mismo tipo de afán y seriedad. Algo que en la Universidad, todavía hoy, sigue existiendo como los dos aspectos, docente e investigador, que ha de ostentar el profesor universitario. Es bueno, he creído siempre hasta ahora, que coexistan en la misma persona la docencia y la investigación, con facilidades y buenas condiciones para ejercer bien, con el suficiente tiempo, ambas actividades. Diría que la una nutre a la otra.
Para Ortega, no obstante, con esto en la Universidad se aspiraría, cree, a un ideal imposible de hacer efectivo en la inmensa mayoría de los estudiantes y acaso también en los profesores. El elevado templo de la ciencia pura no es para todos. Hemos de ser, por tanto, realistas en este sentido. Y Ortega lo concreta en un nuevo tipo de Universidad que empezara con unos cursos generalistas para todas las profesiones y que situara al profesional a la altura de los tiempos, al impregnarlo de lo mejor de la cultura y dándole así la visión cabal del horizonte y las posibilidades. Esto, añadido a la enseñanza profesional. Así se cumpliría un práctico ideal para todos, el común acceso a la sustancia del propio tiempo y de la historia que engrandecerá las vidas y visión de la realidad.
Para Ortega la pedagogía no puede ser un vacío enseñar a investigar y a crear, sino un enseñar lo que se ha investigado y creado. La formación universitaria no debe aspirar a formar científicos. Antes bien, ha de ejercer el trato fruitivo con las creaciones humanas. Lledó cita el ejemplo del profesor de Historia que ante todo es y debe ser un profesor de Historia y no un historiador. Para el filósofo son dos cosas distintas. Pretender que todos los licenciados o graduados en Historia sean historiadores resulta un utopismo evanescente. Si el científico es necesariamente especialista, señala, el profesor debe ser esencialmente un buen conocedor de la integridad de la disciplina.
Esta idea sobre la Universidad desdice la que defendiera el propio Ortega algo más de una década antes, bajo la influencia de la Institución Libre de Enseñanza. Ese nutritivo zumo de problemas y objeciones que requiere absorber el investigador y el creador para activar sus preguntas, no importa ni viene bien a todos. Antes que esta atmósfera de hechos más dudas buscando o mendigando certezas, sorprendentemente, interesa, para Ortega, el sistema de ideas desde el cual el propio tiempo vive, bien lejos del especialista que investiga. El científico es, para él, un pragmático nadador en los hechos que solo de vez en cuando, en su carácter crítico y revulsivo, ha de acercarse a la enseñanza con el fin de que esta no acabe en un desierto de escolasticismo.
Nos guste o no esta salida del gran Ortega, podemos aprender una cosa de él. Que es precisa una reforma universitaria que ha de darse, sobre todo, en la pedagogía. Hay que replantearse qué se enseña en la Universidad, de qué modo y para qué. ¿Cuál es el tipo de trato respecto al conocimiento que requiere el hombre medio?, parece preguntarnos. Y para ello hay también que pensar qué es o qué debe ser un profesor. Señala Lledó que en esto sigue el Ortega a Becker (1876-1933), responsable de algunas reformas y propuestas hechas a la Universidad alemana con la que estuvo muy vinculado, ejerciendo una cierta influencia, gran parte de su vida. Este, aun respetando la idea de Humboldt de cultivar un rico fermento cultural y humanista que sobre todo consista en azuzar la formulación de preguntas y el sano espíritu crítico requerido por la ciencia, o, dicho de otro modo, la libertad de plantear problemas, de investigar, para conocer bien lo que se conoce, este, digo, señaló como el ideal del profesor la personificación de una síntesis propia del saber. La consecuencia para la Pedagogía es que esta debe consistir en la pautada adquisición de este poder sintetizador, cuya síntesis (cultural) habrá de vivificar en el aula.
Claro, como señala Lledó (p. 148), esto no parece diferenciarse demasiado de la Universidad romántica. Volvamos a recordar que la concepción romántica se basa en la unión entre la ciencia y la formación moral, humana. Llevo ya años y varias decenas, acaso cientos, de páginas propugnándolo para nuestro presente. Cuando señalo, por ejemplo, que la Universidad solo se salvará y nos salvará cuando haga del ideal de la ciencia su moral, es decir, cuando retome lo que lleva en los genes. Resulta que los creadores alemanes del modelo humanista de universidad (decimonónica) lo pretendieron con mucho mejor estilo, acierto y fortuna que el desesperado autor de estas pronto anacrónicas líneas.
En cualquier caso, la reflexión en torno a la Universidad, además de ser muy necesaria ayer y hoy para la propia institución, nos obliga también a la reflexión sobre asuntos fundamentales de nuestro mundo, sociedad y tiempo. Hay que pensar la universidad. Esta es la enseñanza del hilo de autores que han venido haciéndolo mucho más en Alemania que en España, a pesar del libro de Ortega. Lledó extrae de aquí la conclusión de que no se resuelven los problemas específicos de la universidad acudiendo y apelando a su ideal autonomía y “soledad” nada más, sino engarzando a esta con la vida. En esencia, es adonde el artículo de Lledó conduce, en forma de un comentario al libro de Ortega sobre la Universidad. Según él, y también como algo anticipado por el gran filósofo, esa torre de marfil de la universidad romántica manifiesta una cierta tendencia a determinados tipo de degeneraciones. Nos advierte del peligro del ensimismamiento de la institución al que puede conducir el ideal de una soledad mal entendido. Pero ha de hallarse el equilibrio con la dosis justa de aislamiento para no claudicar ante los intereses privados que pululan en la sociedad.
Lledó señala finalmente los distintos centros problemáticos en torno a la institución de enseñanza superior que Ortega ayuda a mirar, ayer y hoy, sin que tengamos que adoptar necesariamente sus soluciones. Hay que pensar los problemas concretos a que apuntan estas. Por ejemplo, la idea de un profesor con un plano claro y ordenado de su disciplina que propone se enfrentaba al exceso de imprecisiones y ausencia de rigor de los devaneos creativos de quienes anteponían lo supuestamente original a la formación de quienes tenían delante. Pero compruebo, respirando con cierto alivio, que Lledó termina con una crítica a Ortega en lo que yo ya he presentido hace tiempo: la necesidad universal, o sea, para cualquier estudiante universitario tenga después la profesión que tenga, vaya o no a ser investigador, la necesidad, digo, de imbuirse no tanto de la ciencia en sus contenidos siempre provisionales y estigmatizados por la sospecha y las preguntas, amenazados constantemente por huecos y debilidades, sino de la ciencia como actitud vital (p. 153). El profesor debe, como tal, mantener una relación inquisitiva y de sospecha ante su conocimiento, incluso a la hora de programar, aunque después no deba transmitir solo incertidumbre. Esto es, debe encarnar el espíritu que en Grecia asociaríamos, más o menos, con un logos (sobre todo en el modo del
daimon socrático), para encauzar y comprender bien la
paideia. Se educa con orden, pero se educa y ha de existir dicho orden porque antes hubo y hay la sospecha de que nada está asegurado con firmeza. Esto es lo que debe fijarse con hondura en el carácter del profesor, igual que en el del científico.
Nos remitimos, pues, al mismísimo meollo de nuestra civilización, una vez más, cuando hemos de pensar la educación y en particular, la Universidad. Y aún más, embargado por la emoción y henchido con mi propio
pathos, cito a Lledó para volver a ensimismarme: “
La ciencia, lo científico no es sólo un resultado, sino una actitud. (…) Puede haber científicos sin cientificidad, porque la ciencia es la manera de abordar los conocimientos como algo que emerge de una lógica ineludible, de una pasión por el saber, pasión de la que tiene que ser maestra la Universidad” (p. 153). ¡Científicos sin verdadera ciencia! ¡Qué insultante contradicción! ¡Qué inmoralidad! Desgarrado entre lo trágico y lo cómico de todo esto, arrojo como el duelista arroja su guante, mi aciaga sospecha: actualmente predominan y prevalecen los científicos sin cientificidad. Y terminamos riendo para no llorar.
Bibliografía:Lledó, E. (2018). Sobre la educación. La necesidad de la Literatura y la vigencia de la Filosofía. Barcelona: Taurus.
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Educación y filosofía
La Universidad, lo humano y lo eterno. Marcos Santos Gómez
Lo que ancestrales bardos acumularan y rehicieran, al proferir sus versos crípticos y sombríos, o bien luminosos y terribles como el sol al que los druidas sacrificaban la quejumbrosa carne de los hombres; lo que constituía su sabiduría henchida de sagas y mitos con los que asir un breve pedazo de pan del cosmos inefable; lo que en hondos trances niños y adultos escucharan extasiados, los fuegos eternos, la voz sentenciosa de feroces divinidades; todo lo que, en definitiva, añadía más vida a la vida, más tiempo al tiempo, era memorizado y repetido por bárbaros que poblaban los hoy verdes prados de Irlanda (entonces negros bosques), paganos que albergaban en su memoria tres veces más de lo que puebla hoy nuestras cabezas. Todo aquello les habitaba como su propia carne, para que el extático oyente inmerso en el fatigoso rito pudiera simular que era mucho más que él mismo y que podía prolongarse en el tiempo. Todo habían de guardarlo como abriéndose las carnes, en sus propias vísceras. Y todo ello personificaba el esfuerzo por ser más, que todos los hombres de cualquier lugar y tiempo han emprendido como una honda compulsión. Ser más de lo que son sus vidas precarias.
Pero esta eternidad arañada en la sabiduría oral es hoy más poderosa y abismal en la palabra escrita. Es en el saber conservado como un incalculable tesoro en el cofre del texto escrito donde la humanidad se mira y acierta a vislumbrar, balbuciente, su nombre. Quizás los dioses que pueden salvarnos anden por ahí y no sean más que una sobreimpresión de formas de ser, de posibilidades, en las que lo humano, lo real, queda escrito, mientras los humanos singulares, los de carne y hueso, como los viejos bardos y druidas, morimos. Fue esta enseñanza, esta religión de la escritura, lo que iniciaron las letras en la disolución del tiempo. En ellas late la clave, proferida siglos o milenios antes de mi nacimiento por quienes sabían más de mí que yo mismo. Es en ese profundo pantano como un inmenso charco del negro betún que brota en los páramos y sierras de Oriente Medio, donde está, engarzada con los muertos, mi alma. Y es ahí donde la busco, donde la buscaré siempre, incansablemente. Donde más allá de mí mismo, en el inasible horizonte, me hallo.
La lengua española sugiere el desdoblamiento por el que una vida, en su mera permanencia animal, puede llegar a ser más que ella misma, sobredimensionándose como en una transformación interior. Así, todos “estamos”, en el sentido de que somos en la mansa placidez del estar ahí, de ubicarnos y enclavarnos en nuestro presente, en la inmediatez del instante. Pero eso nunca basta. Puede el hombre requerir antes “ser” que “estar”, y esto significa, siguiendo a Emilio Lledó (p. 37), “(…) la intuición de que la existencia humana radica en una transformación interior. Una transformación abstracta, teórica, hecha de un tejido casi inaprensible y que constituye, sin embargo, el sustento de la cultura” (p. 37). El hombre, pues, aspira antes a ser que a estar, a eternizarse antes que a dejarse cegar y deslumbrar por el intenso fuego del instante.
Es la toma de conciencia de esta extraña cualidad de la existencia humana, de prolongarse para ser más, cualitativamente, tomando conciencia de su temporalidad, lo que iniciara el milagroso nacimiento del logos griego. Una suerte de hacer consciente, meditado, mirado desde la distancia, lo que en sus trances sibilantes los oráculos proferidos por vírgenes posesas intentaban expresar.
Desde Grecia, la Grecia posthomérica, este proceso de “clarificación” fue organizado en ásperos rollos de papiro que comenzaron a poblar las bibliotecas. Un proceso, ciertamente, anterior, pues no inventaron los griegos la escritura, que anteriormente había existido en caracteres cuneiformes sobre tablillas de arcilla. Del mismo modo, tampoco inventaron la escuela como centro de aprendizaje de la escritura para funcionarios escribas. La escritura, en Oriente Medio, fue el medio donde poco a poco el hombre se fijaría, como en un soporte extraño a la balbuciente carne humana, como si se objetivara lo que otrora habitara en la viva lengua del chamán o el anciano. Sería la escritura el comienzo de este mundo ideal, o segundo mundo (o, más acorde con la terminología de los tiempos actuales, el mundo 2). Un mundo que acabaría en gran medida siendo más que sus propios creadores y que como un inmenso Golem portaría todo el sufrimiento en las letras del alfabeto que el engendro de barro, en la sinagoga, portaba impresas en su frente. Un mundo más real que el mundo originario y un mundo exclusivamente humano, como un paisaje donde solo nosotros, en todo el reino animal, andaríamos, y que permanece en su inmensidad invisible a los ojos del perro fiel al que echado junto a nosotros acariciamos. El mundo de los significados que el ser humano pare apenas con abrir la boca. El mundo del animal racional y político que lo es, ambas cosas, porque es antes animal semántico.
El hombre es, pues,
lo que dice ser. Pronuncia su ser. Su existencia es hoy texto que se engarza en otros textos. Desde los inicios de la escritura, o sea, de la civilización, es esfuerzo principal de cualquiera de nosotros, lo sepa o no, decirse, engarzarse en ese gran texto que señalamos con veneración como la “humanidad”. Una humanidad de símbolos y caracteres donde nos instalamos y somos. Solamente desde ella, sumergidos en su seno, llegamos a ser individuos, en una aparente broma paradójica. Tenemos que caer en brazos de la noche de los tiempos para ver la claridad del ahora y aspirar a la existencia.
Como tantas veces he señalado en este blog, es solamente en ese momento de lucidez y conciencia, cuando propiamente nace la educación. Desde los matices y punto de vista que estamos adoptando en el presente escrito, la educación de los filósofos apuntaba al lenguaje como el lugar de la existencia humana. Algo que distintas tradiciones filosóficas contemporáneas recogen, sobre todo la hermenéutica. Somos, para esta, o para ciertos estructuralismos, apenas un texto que se va escribiendo a partir de lo que otros hace siglos han escrito misteriosamente sobre uno. Este juego por el que nuestra semilla aguardaba en un inconcebible pasado mil veces muerto, en épocas que ni siquiera vislumbramos, con estilos de vida exóticamente perdidos, es el juego de la única forma de eternidad a que podemos aspirar. La eternidad de dar la mano a quienes no podemos ver, para actualizarlos, hacerlos presentes, y al mismo tiempo, nosotros sobredimensionar cualitativamente nuestro momento actual.
Es, pues, un cáliz difícilmente soportable el del educador y el de la escuela. Porque, como señala bellamente Hannah Arendt, los padres y los adultos que ayudan al niño a traspasar el umbral hacia esta eterna urdimbre, son la humanidad que se presenta encarnada en ellos, vivificada en su aliento y sangre. Los faraones, las tablillas de barro, los primeros códigos de leyes, las ciudades estado, el regadío y la agricultura, el largo y misterioso Paleolítico, poblados todos de símbolos y héroes, todo ello, entra en el dormitorio del niño cuando sus padres entran a acunarlo. E igual que ellos lo aúpan y elevan en sus brazos, lo auparán más tarde sus maestros y la escuela.
Pero no debemos comprender esta presencia de la vasta humanidad, sobrecogedora, en la mente del niño que se impregna de ella, como algo estático, como una presencia igual a un bloque de hormigón. Si atendemos a los escritos sobre pedagogía de Kant, refiere Lledó (pp. 42-43), la educación es puro dinamismo. Ya desde Grecia era entendida como una vida paralela y añadida a la vida natural, contagiada del mismo afán o pulsión de ser más, de ir más lejos, como una fatal tensión presidiendo la existencia de cada hombre. Pero, todavía más aún, tampoco debe entender este proceso natural y artificial como un recorrido lineal hacia una meta estable y asegurada, sino que lo realizado por la educación al hacer que la cultura toque al niño, es abrirle un panorama de posibilidades. El trato con las épocas pasadas tiene este efecto en la propia vida, como si nos sumáramos, en silencio, a una vasta comunidad de muertos que nos invitan a vivir mejor. Así, se cumple el precepto de la Pedagogía sobre la aspiración a una mejora de la existencia. Y a esto se refiere también Kant, en su conocido opúsculo sobre educación (
Pedagogía, publicado en Akal), a que la educación ha de ser ilustrada “no basada en la información sino en la creación, en esa disponibilidad interior, por la que el hombre es principio y sentido de su mundo” (p. 44).
Pues bien, el espacio donde hoy propiamente emerge y es fundada esta humanidad “ideal” es la escuela y la Universidad. Aunque la Ilustración manifestó dos concepciones casi opuestas de la Universidad y su función. La primera, que hoy predomina, es la de una deriva del saber hacia lo técnico, que en la Pedagogía personificó Herbart. Así, tanto la educación (universitaria) como su estudio en la Pedagogía científica copó esta forma de Ilustración que determinó a la Academia desde la Ilustración. Pero la segunda concepción es la humanista que personificaría Humboldt y que concede a la Universidad el honor de ser el fértil terreno donde se cultiva la tradición cultural que es, hemos dicho, propiamente la humanidad. Así, lo que diferencia a ambas maneras de entender la universidad será la utilidad, como tanto hemos resaltado en nuestras entradas anteriores en este mismo blog. Para unos la universidad se agota en lo útil, para otros comienza precisamente en lo inútil.
Si nos centramos de nuevo en Humboldt, como hicimos
aquí, hallamos que al modelo de la Universidad humanista le son asociados dos principios, señala Lledó (p. 48): la soledad y la libertad. Por soledad se entiende el aislamiento, precisamente, de lo útil, la impermeabilización respecto a los afanes pragmáticos que rigen fuera de ella. Hay que establecer, en una suerte de celda monacal, un ámbito bien diferenciado desde el cual pueda darse la reflexión desinteresada. Señala Lledó (p. 48): “Con la idea de soledad se opone Humboldt a cualquier concepción pragmática y utilitaria en los años de formación universitaria. En lugar de ofuscarse con las urgencias utilitarias que la sociedad propone al estudiante, los años en la Universidad deben fomentar, al lado de la reflexión sobre la ciencia y los distintos conocimientos, la creación de una
cultura moral (Sittlichkeit) que, en principio, aleje al joven de los corruptos ideales de lucro con que la sociedad
utilitariale encandila. Lo cual no quiere decir que sea exclusivamente abstracto e
ideal el tipo de conocimiento con que tiene que enfrentarse. Pero todo saber ha de estar alimentado de principios teóricos y filosóficos que lo organizan y fecundan, y ese suelo imprescindible a todo saber posterior ha de roturarse y sembrarse en la Universidad”.
Así también lo entendió Schelling. Con él, de manera un tanto provocadora, se puede afirmar que la Universidad requiere aristocratizarse para poder cumplir bien su misión pública y democrática, su compromiso ciudadano. Porque la actual reforma amenaza esta elevada misión con un fenómeno contrario: la proletarización de la Universidad, de su profesorado y estudiantes; lo que implica la reducción de la Universidad a lo útil que, como un boomerang, se vuelve contra estudiantes y profesores, al lograr también la reducción y dominación de ambos. Flaco servicio se hace así a ninguna democracia. Esto es lo que advirtió Schelling, dice Lledó (p. 49), en pugna con el modelo de universidad ilustrada volcado hacia lo útil. Le unía con Humboldt la misma visión de la Universidad que acabaría llenando de gloria a la gran universidad pública alemana hasta nuestros días. Se trata de la defensa de la cultura ideal y moral que debe presidir lo universitario por encima de su reducción a lo útil.
Así lo expresa otro gran alemán, Schiller, citado por Emilio Lledó: "Es lástima que por las presiones utilitarias el hombre, con instrumentos tan nobles como la ciencia y el arte, no tenga, en su manejo, otros horizontes que convertirse en jornalero de la miseria" (p. 49). La Universidad no debe ceder al chantaje de valores ajenos, como tanto hemos señalado en este blog, ajenos al conocimiento puro y, en definitiva, a la tradición que es el lugar, propiamente, de lo humano. Frente a la deriva técnica y utilitarista de la Universidad a partir de cierta lectura de la Ilustración, es preciso retornar al otro modelo ilustrado de Universidad humanista. Lo cual también quiere decir, como señalaba Fernández Liria en el libro que comentamos días atrás, que la Universidad debe volver a ser pública, o, dicho de otro modo, inmune e impermeable respecto a otros intereses privados que no sean el de la cultura ideal, el conocimiento puro y la teoría. Si se pierde esto, se viene abajo el carácter público de la institución. Se trata, siguiendo a Humboldt, de que el saber permanezca independiente, de que los científicos se den en total entrega a la ciencia y a la cultura intelectual donde vive lo mejor del hombre, donde somos más allá de cualquier ofuscación e interés transitorio. Porque, curiosamente, sólo se sirve a la cultura material si se sitúa el conocimiento en lo ideal. Esta es la clave de la universidad humboldtiana. De este modo, la Universidad se aleja de la vida burguesa.
Ni los mencionados autores decimonónicos ni nadie hoy pretende con esto defender un modelo de enseñanza añejo y rancio, sino que, como ellos señalaron y se ha ido desarrollando en la Universidad alemana, el centro del proceso educativo es la biblioteca y el profesor que transmite su amor por la cultura, acompañando al alumno en su propio pensar (como quiso también decir Kant). No estamos defendiendo un ideal anquilosadamente escolástico, académico en el peor sentido, sino la presencia viva y bullente de aquel viejo caldo que hemos comenzado señalando como el palacio donde la humanidad se hace eterna. Lo que requiere un contacto fértil, gozoso, vivo con los textos. La Universidad sería, propiamente, el lugar donde reside lo humano, donde el hombre, el estudiante, se eternizan. Para estar cabalmente en el mundo, ha de estarse en
otromundo. Este es el principio que atraviesa todo el cuerpo universitario, como su alma.
Y, por realzar que no estamos elucubrando con ninguna rara abstracción, insistamos en que esto fue, precisamente, el ideal de la Institución Libre de Enseñanza en España, el de una absoluta independencia del saber que era cultivado en ella con amor. Una independencia que protege de intereses espurios, los de las élites que con su pragmatismo se mofan de todo esto y que, siendo la verdadera aristocracia social, la de quienes detentan dinero y poder, echan por tierra el divino espacio donde habita lo más excelente que la humanidad ha ido dejando en el tiempo. Menciona Lledó una cita de Antonio Machado, del libro en que justamente desarrolla su pedagogía, que es el Juan de Mairena (sí, Antonio Machado es un clásico de la pedagogía y sería preciso estudiarlo como tal en las facultades de educación): “De Platón no se ríen más que los señoritos, en el mal sentido, si alguno hay bueno, de la palabra” (p. 52). Son los nuevos feudalismos y señores quienes pretender imponer su interés privado, como los antiguos aristócratas, para dominar, rebajar y desactivar la auténtica excelencia, el bendito néctar que, más allá de horrores y mezquindades, destila el hombre (o la palabra) en el tiempo.
Bibliografía:Lledó, E. (2018). Sobre la educación. La necesidad de la Literatura y la vigencia de la Filosofía. Barcelona: Taurus. Normal 0 21 false false false ES X-NONE X-NONE /* Style Definitions */ table.MsoNormalTable {mso-style-name:"Tabla normal"; mso-tstyle-rowband-size:0; mso-tstyle-colband-size:0; mso-style-noshow:yes; mso-style-priority:99; mso-style-parent:""; mso-padding-alt:0cm 5.4pt 0cm 5.4pt; mso-para-margin-top:0cm; mso-para-margin-right:0cm; mso-para-margin-bottom:10.0pt; mso-para-margin-left:0cm; line-height:115%; mso-pagination:widow-orphan; font-size:11.0pt; font-family:"Calibri","sans-serif"; mso-ascii-font-family:Calibri; mso-ascii-theme-font:minor-latin; mso-hansi-font-family:Calibri; mso-hansi-theme-font:minor-latin; mso-fareast-language:EN-US;}
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Educación y filosofía
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Caminos de John Dewey. Marcos Santos Gómez
John Dewey ha sido absuelto finalmente. En este veredicto han influido las tesis sobre el mismo desarrolladas por su abogado Brubacher. Recaía sobre él la sospecha del fiscal, quien sugirió que el norteamericano ha sido una de las vergonzosas fuentes para legitimar y desarrollar el tipo de pedagogía que la denostada reforma actual de la educación y la universidad esgrime como base. Según la interpretación de este, Dewey sería cómplice de la aberración monstruosa de renunciar a la verdad y sustituirla por una suerte de obsceno cónclave de opiniones que no ocultan su preferencia por lo útil, lugar donde quedaría exiliada la “verdad” destronada. Así, Dewey disuelve la ciencia y los logros de la razón en una constante provisionalidad incurriendo, fatalmente, en una relativización de cualquier final hallado para un problema. Siempre queda camino por delante en un infatigable horizonte de posibilidades donde proseguir eternamente la búsqueda de una verdad precaria y fantasmal erigida en sierva de la acción y por tanto infernalmente próxima a la opinión, que para los griegos era la denostada
doxa.
Sin embargo, sospecho que Dewey es de los grandes. Un clásico. Esto implica que tenemos el deber de leerlo con mucha atención porque expresa de manera perfecta una cierta perspectiva filosófica y educativa, lo cual desde luego no nos obliga a darle la razón por las buenas. Como todos los grandes, alberga sutilezas que nos hacen afinar bien para captarlo en sus líneas generales y, sobre todo, en los matices. Porque suele ocurrir que en los matices se está jugando lo principal.
Yo, debo confesar, lo juzgué en un artículo (
aquí) profuso en citas y en bibliografía. Entonces esgrimí, usando el método del contraste, como lo usara Shakespeare, pero también los actuales periodistas (por supuesto yo pertenezco más a estos segundos, por mucho que Shakespeare pueda ser la razón de mi existencia); un método que consiste en desarrollar un contrapunto trazado entre dos líneas melódicas que se resaltan unas a otras por ser opuestas (lo cómico del bufón contrastando enérgicamente con el trágico destino del rey, en obras como
El rey Lear). Esgrimí, digo, evidenciado por el contrapunto retórico entre él y Paulo Freire, que la bienintencionada teoría deweyana podía albergar insuficiencias de las que se achacan a la perspectiva liberal de la razón y la política. Es decir, su concepto de método científico o de ciencia (social), así como de razón (operativa como hipótesis y contraste de esta con la realidad) sería demasiado formal, abstracto, para entender lo educativo, así como reduccionista, lo que se puede también expresarse acusándolo de ser un método en sí poco consciente de su propio ingrediente histórico al enarbolar experiencias, datos y causas. Aunque para Dewey todo se realiza a la luz de una “experiencia” que aúna la teoría que ha de ser aplicada y la respuesta hallada en el trato práctico con la realidad. Hay en él el mismo esfuerzo por ajustarse a la realidad que existe en cualquier científico. Pero manifiesta que la solución hallada sería siempre provisional y su consistencia ontológica no iría más allá de su eficaz servicio para desenvolverse el hombre y el ciudadano en el medio. Es lo que en filosofía se denomina “pragmatismo”. La verdad es verdad porque nos sirve y funciona.
En cualquier caso de lo que se trata es de que lo descubierto por el científico nos sirve y esto se logra, sorprendentemente, aplicando el mismo principio de la democracia a la resolución de problemas: debate de las ideas y propuestas de hipótesis (¿o programas políticos?) y confirmación empírica de lo que nos ayude a salir del paso en ese único momento, sin aspirar a que dicha respuesta sirva para otros futuros trances ni siquiera semejantes. El científico no es dueño jamás del futuro. La verdad, como los replicantes de
Blade runner, brillaría exultante y poderosa apenas unos minutos, para morir joven. Esto es porque la complejidad de lo real se resiste a ser tratada de un modo simplista con dos o tres reglas o protocolos. Lo real cambia constantemente, junto con el tiempo y las circunstancias, y de algún modo hemos de adaptarnos a ello como la cambiante piel de un camaleón. Hay, pues, un déficit en el saber humano que Dewey reconoce y recoge en su perspectiva epistemológica y ontológica, sin abandonar por ello su fe científica y empírica, su pretensión de rigor descriptivo y explicativo.
Resuena con estruendo, no obstante, la airosa voz del fiscal acusando a nuestro bigotudo pedagogo de que este modo de reflexión debilita de muchas maneras una auténtica transformación de lo real que además visualice los elementos históricos y sociales que están interviniendo, como hemos dicho. Un mero contraste de hipótesis y experiencia, como si la razón fuera un árbitro capaz de operar diseñando y comprobando respuestas en una experiencia guiada y consciente parece eludir el componente histórico que requiere otras vías para su visualización. La razón aplicada de Dewey, por muy aplicada que sea y sometida a lo real, no elude un cierto formalismo metodológico.
La fiscalía insiste, llenándonos de sagrado horror, en que el americano incurre en la torpe reducción de la pedagogía a lo metodológico, como hemos criticado nosotros en anteriores momentos, creyendo que la exploración intelectual y teórica que la pedagogía debe emprender no puede ceñirse a señalar un método, plantilla o protocolo para andar en pos de lo útil en aulas libérrimas. Aún más, nuestro pedagogo ha sido asociado al vergonzoso tropel de los autores posmodernos.
Pero un buen fiscal al que mueve el interés virginal y exclusivo por la verdad está obligado a ser quisquilloso incluso con las propias ideas. Y tratar de comprender al acusado, hasta el punto de reabrir el caso, como estamos haciendo en este agitado juicio. Por eso es preciso además repensar algunas cuestiones.
La primera es que todos los reformistas devotos de una educación “útil” parten de una dolorosa evidencia que se nos hace patente al constatar la aberrante degeneración del modelo disciplinar y magistral de la “vieja” academia. Clases tediosas a las que no se halla el menor sentido, que no muestran el meollo de lo que se dice, que no despiertan interés de ningún modo porque aburren hasta al profesor y que se alejan del ideal científico al dar por hecho que la ciencia es un rosario de dogmas incuestionables que una vez cayeron del cielo. Es verdad, y admitámoslo a favor de Dewey como eximente, este lóbrego panorama de la “vieja” escuela o, como la nombran en otros libros, la escuela “tradicional”. Y Dewey critica esto, lo cual está muy bien hecho. Hemos, sin embargo, de puntualizar que retomaremos esta horrible imagen de las escuelas más ominosas donde los profesores vampiros, como encorvados Nosferatus, beben la sangre vital de sus alumnos robándoles la ilusión, para argumentar que, aun reconociendo esta lacra execrable, ni siquiera así, se justifica el desmantelamiento del edificio de la Academia. Este, podemos defender y defendemos, no era en sí el culpable, por naturaleza, de las lecciones magistrales aberrantes y tediosas que se han sufrido en él. Se podría criticar esta desviación constructivamente, sin culpar a la escuela o la Universidad en sí mismas. Por lo menos esto es lo que, recordemos, ha defendido Liria en el libro que hemos comentado en anteriores entradas de este blog.
En cualquier caso, el afán del bueno de Dewey puede entenderse por esta situación atroz en la escuela, a la que replica con una pedagogía que activa el interés del niño por aprender valiéndose de la puesta en acción en el aula de la diosa utilidad. Es el mismo principio del Aprendizaje Basado en Proyectos, del cual Dewey, como bien señalaba Fernández Liria, es casi uno de los inventores. Lo útil consiste, para Dewey, en una adecuada vinculación de la escuela con la sociedad. Para Dewey la escuela ha de constituirse como un entorno democrático de vivísimos ciudadanos que intercambian sus planes para intervenir en su medio y adaptarse bien a la carrera de obstáculos de la vida y de la precaria existencia humana. El ambiente proporciona los problemas que el niño habrá de resolver interesadamente, porque dichos problemas parten de situaciones que le involucran vitalmente y a las que quiere responder con acierto. Son cuestiones la mayoría prácticas, cercanas y tangibles. No se extraen los problemas, como en la escuela más tradicional, del interior de libros de texto o de las discusiones teóricas dadas en las propias ciencias o a partir de un mero desarrollo formal de los contenidos. Antes bien, estos son puestos a funcionar en la práctica educativa. Para Dewey resulta inseparable pensar y tantear el mundo. Así que las disciplinas tradicionales quedarían reducidas, en principio, a meros instrumentos para resolver esos problemas concretos y prácticos, reales, que se van presentando al niño. Lo que a su vez implica una conexión del saber con el hacer, una inteligencia que es teórica y práctica a la vez, en la que la práctica va tirando de la especulación teórica, como en la idea de investigación de Stenhouse (investigación-acción).
Dewey parece admitir el valor de algo tan separado del resto de la Creación y específico como es un aula. Pero, sin dejar de ser educación y escuela, la achacosa institución abre sus muros y deja pasar lo exterior, que resulta incluido en los tanteos cognoscitivos y experienciales del niño. Además, la escuela sirve para romper la barrera del individuo y ponerlo en situación de pensar y hacer el mundo con otras personas.
Será este orden de la inteligencia puesta en marcha en la resolución de problemas dentro de un contexto comunitario, no solitario, el que otorgue al niño la convicción de la importancia del prójimo, convicción que no aprende de ningún sermón, sino que es vivida de hecho y sentida en su gozosa plenitud. Porque todos dependemos de la ayuda de los demás para hacernos más sabios y en definitiva, felices.
Los niños se movilizan en pos de fines que en el contexto educativo y social se les presenta. Aquí el cuidado de Dewey es exquisito. No puede haber fines ajenos a los intereses y curiosidad del niño. Deben estar insertos en su actividad. Lo que continúa sucediendo, sin gran diferencia, en un mundo realmente democrático, fuera de la escuela. La democracia es para nuestro héroe un método para hallar verdades, lo que la convierte no solo en un sistema político, sino en un requerimiento epistemológico. Solo en ambientes y situaciones democráticos, marcados por el libre y alegre intercambio de iniciativas, ideas y soluciones, la persona da lo mejor de sí. Es decir, somos democráticos en esencia, o por lo menos, la democracia es lo que mejor se ajusta a nuestro carácter social, creativo y libre (algún pedagogo también añadiría el adjetivo “educable”).
Como defensa, el abogado de Dewey alude a que este trata de superar una posición aristotélica que se encontraba demasiado inscrita en la pedagogía y por la que el niño se entiende como alguien que va desenvolviendo sus potencialidades, como la semilla da lugar a la planta que portaba, de algún modo, dentro. Es decir, que habría algo previo que se despliega y florece en el curso de la educación. Es lo que expresa la conocida metáfora de la semilla y la planta o el jardín de infancia de Froebel. Dewey aporta para su defensa que al escoger un modelo pedagógico no aristotélico como el del viejo Froebel, sino darwiniano, sí es posible captar en su cabal dinamismo el crecimiento y la educación del niño. Brubacher expresa así su argumento, como esforzado defensor del norteamericano: “En un universo en evolución constante, el desarrollo debe tener un fin dinámico y no estático” (p 285). Dewey parece próximo a una cosmovisión darwiniana, en el sentido de que remarca el carácter evolutivo, es decir, cambiante y adaptable, de los seres humanos y la vida en general. Trata de superar, desde ese supuesto relativismo que se le achaca no sin ira por rabiosos acusadores, el sustancialismo y la noción de “potencia” aplicados a lo educativo. En realidad, esta intención no era del todo mala, podemos susurrar en su defensa algo cohibidos ante la ferocidad del fiscal.
Pero el argumento principal de cargo de este obsesivo fiscal contra Dewey, su posible relación con la fatídica disolución de la escuela en lo técnico que llevamos meses denunciando a raíz de las reformas universitarias, es, en un impresionante giro final, echado por tierra por el abogado Brubacher (2013, p. 288); de manera que el longevo y plácido pensador americano parece eludir la peor de las acusaciones que contra él recaían: la de ser inspirador y cómplice de la actual destrucción de escuela y universidad a que estamos asistiendo. Resulta que también él acaba venerando la rancia cultura y la gema del conocimiento teórico. Cito parte de la alegación que Brubacher aporta:
“Si la importancia dada anteriormente al valor instrumental del programa parece desechar el estudio directo de las disciplinas, la omisión es solo aparente. La experiencia, en particular, bajo su aspecto de prueba, tiene una dimensión estética. Sufriendo las consecuencias de sus actos, el niño adquiere cierto sentimiento acerca de ellas. Las aprecia o las desprecia. Cuanta más atención directa e intensa concede a la apreciación o a la depreciación, más interés otorga a los valores estéticos. Para Dewey ese interés no se limita, en el programa, a las bellas artes, sino que se extiende a las artes industriales, domésticas y liberales. Se aplica, pues, a la historia, a las matemáticas y a la ciencia tanto como a la música, la pintura y la poesía. Dewey llegó hasta afirmar que, al menos que cada asunto sea apreciado, en algún momento, por su propia cuenta, se encontrará en situación muy desventajosa cuando llegue la hora de estimar su pertinencia o utilidad en alguna situación concreta” (p. 288).
¡Albricias! ¡El bueno de Dewey no era tan malo! En este golpe final de la defensa, ha dejado boquiabiertos a todos. A unos, que le acusaban de despreciar esa seducción de la verdad y el conocimiento en sí mismos, tan elitista, acaba de desmontarles tal difamación. El sofista aquí resulta ser más platónico, poéticamente platónico, de lo que creíamos. Es decir, se trata también de un devoto de lo bello y respetuoso asceta que cultiva admirado las ciencias como quien pinta un cuadro. Así que, la alegación de su abogado parece haber dejado sin palabras a quienes lo señalaban como un indigno sacerdote del Templo del Saber y burdo artesano.
Pero, implícita en las palabras de Brubacher, se encuentra algo todavía más sorprendente: que también les da la vuelta a cuantos devotos de las actuales reformas educativas le tomaron su método y enfoque a ciegas, degenerando en un practicismo técnico que nuestro acusado sabía
inútil. Porque no se sirve a la verdad, por muy rebajada que se la presente, buscando una utilidad que sea principio y fin de la misma, en una búsqueda que da vueltas a la noria, encarrilada y conducida por seducciones y teorías incapaz de visualizar. Dewey es un clásico. Y esto quiere decir que supo el valor de la teoría y el conocimiento mejor que muchos de sus seguidores. Resulta que nunca se había evadido del todo de esa santa veneración por la paciencia acumulada de miles de estudiosos que se preocuparon de hilar conceptos y cultivar disciplinas inútiles y que se regían por la belleza de la vieja verdad, aunque venida a menos y vestida con harapos.
Finalmente, parece que Dewey rompe las paredes del aula, pero no las de la cultura. Es hijo de una tradición que respeta y a la que, aplicando su método democrático, trata de pulir y perfeccionar, para que si no la verdad, al menos el esfuerzo de su búsqueda, persista como la labor más bella que puede orientar la existencia de un ser humano. La emoción casi nos lleva a vitorearlo junto a Emerson y Walt Whitman.
¡La democracia no puede equivaler a una devaluación de la cultura! Al menos, parece que Dewey le concede, a la cultura, a la teoría, un alto valor estético, es decir, la capacidad de atraer poderosamente a las personas. No deja de prevalecer aquí (alguien diría que muy a la posmoderna) una preferencia por la seducción y el carácter artístico de las disciplinas, antes que por su valor de verdad y su cierta descripción del mundo. Pero no olvidemos que por muy desterrados que estaban los poetas de la República platónica, nadie, empezando por Sócrates, era arrastrado a la afanosa búsqueda de respuestas a cuestiones en apariencia solamente teóricas, si no concordaba, en su cuerpo y en su alma, como la cuerda que vibra en la guitarra cuando se aproxima esta a una fuente de sonido similar, con el universo. Hay un prurito griego, remoto, estetizante, en esta sorpresa final de Dewey, que lo sitúa, con justicia, en la gran tradición fundada por los griegos. Nos enseña en algunos pasajes de sus escritos, a pesar de su énfasis en el interés práctico, que hay otro interés que justifica la existencia de todas las disciplinas del saber, las más teóricas y básicas incluidas. Un interés que, admite, hace de motor imprescindible para que el niño, y el adulto, se decidan a dedicar mucho tiempo, acaso su vida entera, a la ciencia. Así, Dewey se nos va alejando de esa reducción de la Pedagogía a lo meramente útil (equivalente a la reducción de las matemáticas a la contabilidad) que nos torna caricaturas y meros fantasmas o sombras grotescas.
El fallo ha sido, por tanto, absolutorio para Dewey. Y aunque podríamos y deberíamos terminar aquí esta farsa, empeñémonos en citar otro nuevo alegato del abogado que, con denuedo, nos obliga a repensar quién era verdaderamente Dewey y lo que quiso decir:
“[Dewey] consideraba estúpida la idea de que el maestro no debe sugerir a los niños lo que han de hacer, porque equivaldría a violar ilícitamente el recinto sagrado de sus individualidades. Impedir a la persona de la clase que tiene más experiencia, que haga sugestiones sobre el modo de guiar ésta, constituye una pérdida del entendimiento y por consiguiente
ipso facto algo estúpido” (p. 291).
¿Estará Dewey, finalmente, también reivindicando la anquilosada y rancia idea de la “autoridad” del maestro? Seguimos otro día…
Bibliografía:Brubacher, J. S. (2013). “John Dewey (1859-1952)”, en Château, J. Los grandes pedagogos. México: FCE (primera edición francesa en 1956).
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Educación y filosofía
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W. von Humboldt: la concepción humanista de la universidad. Marcos Santos Gómez
La institución universitaria, con todos sus fallos y patologías, ha supuesto un hito imprescindible en la civilización. Porque no es que la haya protegido, sino que en gran medida ella misma ha sido la propia civilización. Quiero decir que ha plasmado su núcleo espiritual, que en ella, en sus edificios, aulas, laboratorios y bibliotecas, ha cobrado un carácter palpable, como aquello que nos distingue de los mundos culturales fatalmente inmersos en el mito. Se trata de un espacio social atravesado por esa noble veta que se le presupone: el irresistible prurito de saber. Responde a la atracción de una música majestuosa que en las pacientes tardes pasadas en el laboratorio o entre legajos en un viejo archivo o en simposios donde desgarros y placeres son invocados mágicamente por la palabra, ha justificado su propia existencia y necesidad. En tales labores muchas veces inútiles, desinteresadas y ajenas al “mundanal ruido”, constituyendo una especie de aislada torre de marfil, ha favorecido que sus habitantes se hayan podido permitir el lujo de pensar. Esa ha sido la clave. Que más allá de intereses ajenos nos haya convocado para el estudio como lo más valioso en sí mismo, a que, incluso en medio de las soberbias, delirios o mitificaciones también propios de la vida académica e inseparables de lo humano, continuemos recogiendo un fruto que vale por sí mismo como un sabroso manjar.
¿Es posible que esto haya podido cuestionarse? ¿Que alguna vez el hombre, la civilización, puedan renunciar a su alma o, como Fausto, venderla a diablo? Debo concretar esto algo más, susurro mientras me siento para reposar y moderar mi exaltación, para tratar de captar con ánimo mesurado ese halo que pasó de los monasterios, anteriores escuelas y fecundos huertos del saber, a la institución que, según resaltaba la filósofa Amelia Valcárcel en una entrevista de hace algunos años, nos permite a quienes no conocemos nuestro linaje más allá de los abuelos vivir como príncipes. Un palacio fundado no en otra herencia ni prestigio que el amor por la ciencia y sus teorías, símbolos, planos y fórmulas, la tradición que porta y transmite, para ungir con su docto óleo al pueblo. Al menos, esa es la idea que, retocando su antiguo estatuto eclesiástico, introdujeron entre sus piedras los reformistas ilustrados. Un lugar donde la más azul de las sangres azules, la del conocimiento, se inyecta, como en las asambleas atenienses, a todos y los torna, democráticamente, aristócratas.
Mas es un palacio para el pueblo, es cierto, pero reservado y protegido de la intemperie, porque si quería ser un bien
público hubo de impermeabilizarse frente a los vendavales de los intereses particulares, frente al modelo elitista y feudal del Antiguo Régimen y seguir sus propios fueros vigentes detrás de las cadenas que rodean sus vetustos edificios. Y durante los últimos trescientos años la universidad ha sido esa viva paradoja: selecta y universal.
Así que la universidad ha significado para nosotros el ámbito en el que dedicarnos de manera exclusiva a ese gusto que crearon nuestros antepasados griegos del saber por el saber, dando rienda suelta a la
puracuriosidad. Una suerte de oloroso jardín en el que emplearnos en lo que, en caso de existir, cabría imaginar que devotamente se emplearían las ánimas en lo que fuere su Cielo, un paraíso en el que los mejores momentos de la humanidad se guardan y perpetúan, para que palpemos efímeramente la eternidad. Un retazo de eternidad para quienes somos arrastrados, generación tras generación, por el río inasible del tiempo, para los que labramos nuestro precario yo individual como semillas de diente de león zarandeadas por la brisa y ante la amenaza constante de la disolución definitiva. Para los que no somos más que fantasmales sensaciones y memoria. El hombre ha forjado este remedo del paraíso en el que eternizarse, no como individuo, pues todos morimos y se acabó, sino como el sedimento que la corriente de ese río del tiempo va depositando en la orilla y que esperamos que, igual que antes de nosotros consolara de la contingencia e insignificancia de sus vidas particulares a los que nos precedieron, consolará a tantos otros que vendrán. Y nosotros, cada uno de nosotros, somos apenas lámparas incandescentes que brillan cuando la sangre eléctrica que surca el circuito se vierte en ellas. Nuestra importancia es siempre relativa, derivada. Basta pasear los cansados ojos, tras una larga jornada de estudio, por los polvorientos anaqueles de una biblioteca. Sabemos, debemos aprenderlo, que las nadas que se sitúan como extremos inconcebibles, la oscuridad y el vacío que tanto se teme, antes y después de nuestras efímeras existencias, se pueblan de seres ajenos cuya principal función es, a la larga, haber sido granos de ese desierto inmenso, de esa soledad, que ora con reverencia, ora con espanto, hemos llamado la “humanidad”.
El vuelo de la memoria ha de conducirnos hoy hasta uno de los seres que más quiso a esta noble academia que trató de tornar pública pero también, como hemos señalado unas líneas antes, selecta, elevada, eterna. Nuestro hombre es
Humboldt. Coetáneo de Goethe, entre la Ilustración y el idealismo clasicista de uno de los más sabrosos periodos de la cultura alemana. Un mundo todavía exultante, muy diferente de lo que se presentaría con las guerras y atrocidades del siglo XX, de la impugnación que estas iban a realizar de los sueños anteriores y del humanismo. Pero, soñemos con que todavía es posible la universidad y el mundo que soñó Humboldt. Detengámonos en ello.
Estamos recorriendo un camino esbozado unos siglos antes con el humanismo renacentista, al que se le va a dar un nuevo ímpetu acorde ya con el espíritu científico del siglo XIX que se desplegaría durante todo el siglo XIX en las grandes universidades. Humboldt creía, con Rousseau, que antes de emprender cualquier actividad lucrativa, era necesario cuidar de la propia alma, es decir, formarse, educar a la persona que somos, crearnos poéticamente, en serena armonía con la cultura. Cualquier otro negocio habría de esperar.
El platónico ideal de un alma bella había de ser, antes de nada, lo primero para el individuo. Y, como era tópico de la época recogido en el
Emilio, había que forjarla no solo leyendo, sino viajando. Por eso, nuestro filósofo y pedagogo marchó a recorrer Europa y a aprender todas las lenguas que pudo. Los alemanes de aquel momento tenían verdadera devoción por el francés. Pero a diferencia de nosotros, no buscaban en una lengua el fin práctico de la comunicación inmediata y para salir del paso con quienes la hablan, sino impregnarse de la perspectiva filosófica implícita en su gramática, en su estructura, metáforas y conceptos, además de en su estética. Eso buscaban cuando querían aprender un idioma. Esto conlleva dar una gran importancia a la literatura escrita en esa lengua, como el verdadero caudal del que debía beberse al aprenderla. Yo mismo, tengo que decir, debo de haber estado por aquellos siglos sobrevolándolos en sueños, porque no he conocido todavía a nadie que busque sumergirse en un idioma extranjero por su literatura, que es justo lo que para mí es el aliciente para dedicarme a aprender un idioma nuevo. Bueno, la verdad es que sí que hay más seres así como uno mismo, tan excéntricos y afortunadamente fuera de lugar, pero no pululan por las academias de idiomas, ni suelen realizar los cursos que se ofrecen, ya que la idea del idioma extranjero que orienta su enseñanza hoy es tristemente funcional y va encaminada a superar exámenes muy técnicos basados en la gramática (aunque raramente se piensa ni comprende la gramática en esos cursos, la lógica o canon estructural que en esa lengua organiza y determina la relación con la realidad). Después diríase que también se dedican a un superficial contacto, como el del turista, con los países y personas que la hablan. Como mucho un trayecto didáctico plagado de trucos para la supervivencia en tierra extraña. Mas nadie enseña en la moderna oferta de cursos y academias (quiero pensar que la universidad es una excepción en esto) el espíritu, la hondura y la poesía de la lengua en cuestión, como lo más importante, lo que requiere saberse ante todo, lo primero. La comunicación en el día a día corriente y cotidiano vendrá después, casi como un efecto colateral. Pero lo que importa sobre todo es el componente estético del idioma que se vierte en especial en su literatura. Aún recuerdo el pasmo de quien me atendía al matricularme en una academia de francés, cuando me preguntó mis razones para hacer el curso y le respondí que lo hacía porque el francés es bello. Sí, debo ser extraterrestre o primo lejano de Humboldt.
Estas motivaciones para aprender, no solo idiomas, sino cualquier disciplina, era lo normal en tiempos de Humboldt.
La motivación era antes la curiosidad que la utilidad. Lo cual no puede echarse para atrás con la descalificación de ser elitista y burguesa. Hay un valor universal en esta tendencia dada en ese animal curioso que somos por naturaleza. Me da igual que esto suene burgués o proletario, pues la excelencia debe ser, y de nuevo topamos con la paradoja, tan elitista como democrática. Hay que exigirse todo y más, y para ello, no basta la utilidad. Lo que hace distinto al hombre es, precisamente, la inexplicable e insaciable curiosidad que le despierta la realidad, como una especie de enamoramiento al captar su irresistible belleza, al caer en la conmoción estética que produce, anterior a la conmoción intelectual.
Pues todavía me pueden tachar con más ímpetu, indignación y saña de trasnochado al traer esto a colación: que cuando se destaca la importancia de las lenguas y su literatura estamos refiriéndonos también a las lenguas clásicas. Y para la cultura alemana de la época de Humboldt, la lengua que presidía esta relación estético-intelectual con los idiomas, era, por supuesto, el griego antiguo. En el caso de Humboldt no ya el estudio del griego, sino el helenismo en su amplia extensión, no consistía en una tonta y por otro lado imposible imitación del mundo clásico, sino que “El helenismo se le antojaba el antiguo estado de una humanidad que ya no era accesible, pero que continuaba siendo un estímulo y un modelo por su misma ‘forma’. ¡Un modelo por su forma, y no por su contenido! La imitación directa de la Antigüedad no es posible ni deseable; lo que importa copiar es el modo en que ciertas condiciones naturales e históricas sirvieron de punto de partida a una humanidad ejemplar. Las naciones modernas no deben remedar a los griegos, sino elevarse a la ‘verdadera humanidad’ conservando su originalidad propia, como hicieron los griegos en las condiciones en que se hallaban” (pp. 220-221).
Dicho de otro modo: la enseñanza que cabía tomar de Grecia era su espíritu, en el cual va incluido un modo teorético de aproximación a la realidad para captar en las cosas su “verdad”, y por tanto, era clave la cuestión de la verdad y el precio que hay que pagar por la misma, la virtud y la excelencia como objetivos de la educación y sobre todo el ideal del sabio o, mejor dicho, del aspirante a sabio que dio en denominarse “filósofo”. Todo ello viene a ser una manera concreta de situarse frente al cosmos, de abordar la existencia, de leerse y de leer el mundo. Una manera que a diferencia de otras civilizaciones, ha seguido un trato especial con sus propios mitos, cuya contemplación distanciada y serena ha fundado lo que nosotros denominamos la objetividad y la ciencia. Pero todo ello inspirado y propulsado por la seducción de una cierta belleza, es decir, por un interés estético, al cual se supeditaba lo intelectual.
Sin entrar en matices de lo que realmente entendía Humboldt y buscaba con su aproximación directa a la Grecia clásica, hoy todavía nos valen algunas razones para retomar este admirado acercamiento a Grecia. Y yo lo fundo en que, valga el tópico, conocer a Grecia es reconocernos. Reconocernos en su forma, en su ideal, en su más íntimo nervio y ánima, pues todo ello está vivo en nuestro mundo. Tanto las mejores posibilidades que todavía hoy se nos ofrecen como las peores degeneraciones, proceden del espacio que ellos abrieron para nosotros. Nuestra época, nuestro mundo, son griegos, y si, por volver al tema que nos ocupa ahora principalmente, queremos comprender, por ejemplo, el ideal universitario, hay que acudir al momento griego de emergencia del logos.
La universidad es hija de aquello. Se fundó como cristiana, desde luego, pero antes, en su ser profundo, era griega (como, por cierto, el cristianismo tras la teología de Pablo). Más en particular, la universidad es hija de la teoría, o sea, de la invención de una distancia inmune a otros intereses que no fueran el hallar lo que de manera universal podía decirse de algo y diferente a la mera opinión (la verdad). Hija de la fe en que además esto podía hacerse, en que era posible pensar, discutir y criticar los mitos y dejarlos atrás (cosa nunca absolutamente lograble).
La universidad tuvo también como mérito el colocar como referente el ideal de una “humanidad” eterna. Un fantasma, quizás, pero un fantasma que ha funcionado. Algo que habita, a pesar de la importancia que le estamos dando a lo teórico, racional y científico, en la literatura. Así lo he destacado en algún artículo en el que traté de presentar la necesidad de una educación a través de lo literario (pinchar
aquí). Me gustaría, además, destacar que acabo de descubrir, en el libro que refiero al final de este trabajo, que la figura de Goethe fue, por el tiempo de Humboldt, quien expresó este ideal de la
humanitas, del hombre en diálogo con su cultura, poeta y naturalista (me gusta más emplear para Goethe el término “naturalista” que “científico”). Justo lo que escribíamos
aquí y
aquí hace unas semanas.
En general, señala Flitner en su capítulo del libro de Château (2013), los intelectuales alemanes del momento habían tomado una senda más o menos romántica que al racionalismo kantiano añadió un cierto culto a lo bello del conocimiento, que es, hemos visto, algo que reaparece en la tradición occidental desde Platón. Se entiende al hombre como ser racional pero también espiritual, que se realiza en una especie de añadido al mundo donde habita al modo de un cierto ideal de lo humano. Es el planteamiento del idealismo que, como escribimos ayer, supone una de las dos ramas de la Ilustración que se va a desarrollar con ímpetu en el siglo XIX junto a la otra, la científica y positivista. Es esta primera rama la que forja las humanidades que se van a estudiar en los gimnasios de la Alemania decimonónica y que hemos remitido más lejos aún, al humanismo renacentista. Hay en la cultura algo que nos conduce (educa) a superar la vida particular de cada uno, la cual se ceñiría, si no es por ello, a las estrechas condiciones particulares que la determinan.
Es la “idea” de la humanidad lo que ha de dirigir la formación. La historia sería la forja de esta idea en lucha con las circunstancias y con la realidad (p. 224). No puedo aquí dejar de referirme a nuestra lectura del Quijote en el pasado mes de diciembre y que protagonizó una serie de entradas en este blog que precisamente desarrollaban esta noción de la guerra del mundo con sus propios ideales. Lo que Cervantes expresó como nadie lo hará jamás. Digamos ahora que, respecto a la historia, no interesa esta, en la formación que propugna Humboldt, como consejo o advertencia (el viejo propósito de Herodoto), sino como figura o forma de lo humano.
Flitner, a quien sigo de lejos, señala: “la cultura (
formatio hominis) es una transformación progresiva del hombre, de ese ser viviente tal como se da con sus sentidos y su historia, en un ser espiritual que participa del ‘Espíritu’ creador del mundo proyectando en un individuo la copia integral de este último” (p. 224). Lo que conecta ambos mundos, el del individuo y el del ideal o la cultura, es la lengua. Esto vale para todos, no solo para los intelectuales que tratan directa y expresamente con el espíritu. Porque la lengua es expresión general del espíritu (p. 225). De ahí que el espíritu que reside en el individuo, en su trato más o menos consciente con la cultura, se amplía cuando se aprenden nuevas lenguas. Como señalábamos antes, y frente a la actual enseñanza de idiomas, la razón que Humboldt daría para aprender una lengua extranjera sería así de sencilla: para ampliar su espíritu. Señal de la franca decadencia de la universidad hoy podría ser la incomprensión y la burla que esta respuesta originaría en muchos. Aquella época, sin duda, era infinitamente superior a la nuestra.
Así, el aprendizaje de lenguas extranjeras pasó a ser “una de las exigencias de la verdadera cultura humana” (p. 226). Es una de las características del humanismo, semejante al renacentista, que constituyó un nuevo estilo tanto para la universidad como para la educación, diferente del ascetismo de la universidad medieval, más, podríamos decir, pitagórica. Por supuesto es esta veta humanista la que generó la gran corriente hermenéutica del siglo XIX.
Pero el carácter formativo de la educación vincula a Humboldt con Rousseau. Es decir, la educación no ha de servir a un fin pragmático (¿educación por competencias, diríamos hoy?), sino humanístico. Este fin hace que se centre en preparar, primero, el carácter. La formación del hombre que precede a la del ciudadano. Es su base. Esto, junto con la liberación del fin pragmático, constituirá el núcleo de las reformas educativas emprendidas por Humboldt, que fue el creador de la prestigiosa universidad alemana decimonónica. La formación entendida no como mera instrucción, sino como educación.
El ideal formativo se vincula, también, con Rousseau en otro aspecto importante, como señala Flitner: “Aquí es la propia naturaleza la que cuida la organización de los estudios y su progresión formativa: gracias a una armonía preestablecida entre la naturaleza humana y ‘el orden natural’ de una verdadera cultura” (p. 230). El plan de estudios es ideado a partir de este principio formativo. Hacer o procurar la perfección de lo humano en el individuo que es, a su vez, la perfección natural (pp. 230-231). Este es el sentido que tiene la enseñanza de cada una de las asignaturas, tanto de letras como de ciencias. Pues la ciencia, como la literatura o la música, forma. De manera que lo que se busca es una impregnación en el propio ser de este “orden” y su naturalización en el sujeto, lo que conduce a metodologías de enseñanza de carácter activo, que impliquen la incorporación efectiva de las materias en el educando. Hay, pues, una conexión con esta derivación ilustrada de la pedagogía que tuvo su mayor impulso en el Emilio de Rousseau y que como es bien sabido, llega hasta la actualidad. La diferencia con la pretensión de las reformas actuales en la enseñanza y universidad, que voy analizando poco a poco en este blog, es que en la actualidad a las materias se les impone una ley ajena (su utilidad práctica y, sobre todo, mercantil) que sofoca y asfixia su propio ímpetu y esencia, lo que las despoja de su capacidad formativa.
BibliografíaFlitnet, W. (2013) “Wilhelm von Humboldt”, en Château, J. Los grandes pedagogos. México:FCE, pp. 219-233.
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Educación y filosofía
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La pedagogía moderna o el sueño de Pestalozzi
Marcos Santos Gómez
I.
Lo singular de la conducta humana es que, por muy mecánica que parezca, siempre expresa una relación implícita con algo “exterior” a la cadena de las causas y los efectos, con el espacio donde sucede, con el éter en el que se despliega la opiácea red de los estímulos y respuestas a que nuestra condición animal nos obliga. No nos libramos de ese páramo presentido ni siquiera tomando el café de sobremesa en una tarde de primavera, en la que, como decía Bécquer, los terrores no pueden asaltarnos. En realidad, ese “desasosiego” jamás nos abandona. Ni siquiera con el estómago bien lleno, con el cielo sin amenaza de tormenta, disfrutando de una temperatura amable y mientras vemos algún episodio de una adictiva y absorbente serie televisiva que nos haga creer la victoria de la razón más desnuda y raquítica sobre la maldad del universo. A pesar de tales victorias de esa razón pretenciosa del dato y el cálculo, la de un Sherlock cocainómano y arrogante (aunque en la serie, obedeciendo al pudor puritano de nuestra época, que consiste en ocultar lo que inquieta y molesta como en una cárcel de seda, la cocaína y el tabaco se han sustituido por discretos parches de nicotina), hay algo de lentitud y pesadez en el aire que respiramos y que como un lastre coarta nuestros deseos y alegrías. Para el hombre, a diferencia del niño y el animal, la paz jamás puede ser plena.
Aunque mejor detener este hilo de observaciones o reflexiones. Me paro sobresaltado por albergar estos pensamientos amargos y me increpo a mí mismo, como un oficial arengando a la tropa (lo que quizás sea, en definitiva, la mejor imagen tangible de ese “guía interior” al que Marco Aurelio tanto se refiere), para retomar el nervio de vivir como hombre, como filósofo y como soldado, o sea, como quien también aguarda a morir sin el menor pábilo de agonía en el rostro, sin mover un solo músculo de la cara, del modo en que lo hizo aquel pagano romano, hermano de secta del egregio emperador, que, un siglo antes, fue el mayor pedagogo de todos los tiempos.
Miro a mi alrededor en el prado apacible y veo al animal que vive saltando de estímulo en estímulo y cuya respuesta es una reacción mecánica a la cadena natural donde habita ciegamente engarzado, en la clausura de un presente espléndido. No puede haber existencia más inocente. Retoza y sufre sobre la brillante superficie del lago de la existencia, sin tener la experiencia, como un hormigueo o sudor frío, como un raro presentimiento, de que la realidad guarda un secreto.
Ese secreto solo puede insinuarse en las preguntas. Se cree que la ciencia ofrece respuestas y ocurre justamente lo contrario, que lo que ofrece son nuevas y más perturbadoras e irresolubles preguntas. Desde luego el hombre puede vivir una existencia inocente, en un simulacro, pero la condena del hombre, su caída, lo que perdió al ser expulsado del Paraíso, es esa bendición que sí le fue concedida al resto del reino animal. No hay pues tarde ni sobremesa inocente, porque, del mismo modo que el animal vive inserto en su cadena causal, el hombre se halla fatalmente ligado a lo incomprensible que le remueve por dentro y al lastre del pasado y del futuro. No hay ya para él tranquilidad posible y se ve forzado a incluir, en el caso de las existencias verdaderamente lúcidas, el turbio presentimiento de que la nada, su no saber, su insignificancia, impugnan cualquier felicidad que no sea el tranquilo recostarse en dicha insignificancia, propio del sabio estoico.
Resulta clamorosamente falso que pueda darse una construcción de lo humano que no sea al mismo tiempo advertencia de su precariedad, insinuación de su final y presentimiento de que hay algo desbordante, glorioso y terrible, que cerca nuestras sobremesas. Así sucede con cualquier hecho o institución. Toda esperanza y horizonte lo son porque partimos de un vacío y una nada esencial más próxima a la desesperanza y la angustia que a los exultantes coros angélicos que traza nuestra imaginación. El estoico puede actuar, y es de hecho muy activo, porque su resignación, esa pasividad que se le atribuye, es solo el efecto de la más desoladora lucidez. Es a esa lucidez, la del vivir sin otro fondo que el puro ser, a la que la razón, en última instancia, conduce al hombre. La pedagogía de la razón, porque la razón nos educa, nos sitúa en el mayor trono que puede disfrutar el ser humano, el de su soledad y la pregunta.
Por todo esto, no hay posibilidad de una educación y pedagogía inocentes, es decir, sin un último y fatal apoyo en la pregunta. Si la Pedagogía debe centrarse en el estudio de las metodologías de enseñanza y cuestiones didácticas relacionadas con la educación, es en la medida en que estas son la superficie del abismo de preguntas elementales que fundan lo humano. Así, la pedagogía, la educación, las máscaras, se fundan en la pregunta. ¿Qué es el hombre? ¿Cómo se forma? ¿Cómo ayudar a su formación? No se debe abordar estas cuestiones como simples cuestiones técnicas, sino en lo que las conecta con la antropología y la filosofía, con el sombrío ámbito donde el hombre se sabe incierto. Tras la aparente plenitud y placidez del curso habitual de las cosas, cuando la educación nos ha marcado el camino, está la posibilidad de desmontarlo todo. En saberlo y en incorporarlo al propio ser estriba la mayor madurez a que cabe aspirar.
El nervio íntimo de la pedagogía, pues, es filosófico o, a lo sumo, antropológico. Y por ahí debe andar, y de hecho ha andado, el pensamiento pedagógico. No la técnica pedagógica, el arte de crear la máscara, sino la teoría que se pregunta por lo que hay detrás de ella, si es que hay algo.
II.
Hablando ayer de Rousseau ha sido evidente que es preciso no centrarse tanto en sus desarrollos didácticos, algunos válidos que resuenan aún hoy y otros cuestionables y anticuados que no nos sirven. Hay que aspirar, por el contrario, a captar el manantial exacto desde el que se despliega todo el Emilio, su perspectiva, su nervio. Lo que en el Emilioestá más allá de su utilidad. Este punto es un posicionamiento filosófico y antropológico que siempre se halla, del modo que sea, a la base de cualquier teoría o práctica educativas.
De lo que señalamos, resulta obvio el componente ilustrado de Rousseau y su adscripción, contra lo que parece, a un modelo más próximo a la ciencia y las matemáticas que al humanismo. De hecho, Château (2013) concluía su exposición sobre el ginebrino resaltando este íntimo formalismo de la pedagogía rousseauniana que nosotros vinculamos al recurso estoico de tomar la ciencia y la lógica, o las matemáticas, como un asidero firme en el que agarrarse para sobrevivir a la tormenta. En este sentido (quizás en otros no) tenía razón este comentarista en que frente a un Voltaire, por ejemplo, Rousseau no es exactamente un humanista. La ironía respecto a la tradición, que es elaborada y releída sonrientemente por Voltaire, el saberse obligado a tratar con un océano de textos que van agarrándose unos a otros hasta sugerir la divertidaeternidad sin fondo a que hemos comenzado aludiendo en este artículo, es lo que Château considera la versión humanista de la Ilustración, la voltaireana, la que se desplegaría en los filólogos del siglo XIX. Rousseau es más grave, como un profeta bíblico, y con esa aspiración estoica a la armonía última del mundo como íntima y única certeza. Ambos, pues, ilustrados y, en este sentido, uno de espíritu estoico y el otro más humanista y proclive a caminar sobre pantanos.
Aunque yo diría que sí podemos considerar humanista al ginebrino en el sentido de que el Emilio es también el intento de realizar la encarnación del ideal humano, ideal que es el de la razón, o logos, que dirige la orquesta de la naturaleza (y que el cuarto evangelista confundió con Dios). Esa última razón o paz que irradia toda la pedagogía rousseauniana es un remedo de la paz y la razón del estoico, reinantes en el cosmos, como vimos.
Es decir, Rousseau constata la serena, amplia e infinita presencia de lo humano (o lo natural) en la cultura, como lo que nos forma (la “forma” en la terminología filosófica es la figura concreta que adquiere la materia), es decir, que educarse es adquirir un modo particular de ser lo humano que habita en la cultura. O animar la idea con la carne, la sangre y el hueso de los individuos vivos que no serán propiamente individuos ni libres, en una paradoja que no entienden los simples, hasta que se impregnen de lo general. Estamos ya con esto anticipando la Bildung en el idealismo alemán. Es lo que la pedagogía denomina “formación” y lo que, en efecto, constituyó la base de la concepción pedagógica humanista que se fue trazando en Europa, sobre todo en Alemania, después de la Ilustración y en coexistencia con otro derivado pedagógico del movimiento ilustrado que cobra especial importancia en la actualidad: el modelo técnico. Este nace como una reducción de la formación a la enseñanza y adquisición de saberes técnicos, los requeridos por los oficios o los nuevos estudios promovidos por las monarquías ilustradas, los enciclopedistas y la Revolución francesa: ingenierías, agricultura, cálculo y matemáticas. Será esta versión técnica de la Ilustración el germen de las escuelas, academias y facultades técnicas en la reestructuración del currículum universitario que se prolongaría todo el siglo XIX.
Hemos de admitir, a esta altura, que ambas versiones son Ilustración, aunque nos tienta extender la metáfora de la luz y la sombra para referirnos al luminoso mediodía de la cultura humanista (burguesa), cuya sombra serían los muy “proletarios” saberes técnicos. Sin ambas facetas la Ilustración está incompleta y nos desplazaríamos por otro paradigma civilizatorio y epocal.
Adscrito a la concepción de la cultura como el lugar donde habitan los ideales en espera de tornarse carne y hueso, que vamos a ver inigualablemente expresada por el gran reformador de la universidad del que escribiremos próximamente, Humboldt, emerge la figura de Pestalozzi. Este es el primer diseñador de la pedagogía contemporánea. Es prácticamente su creador. La idea básica de las actuales teorías pedagógicas más “nuevas”, tienen su epicentro en este autor que, a diferencia de su compatriota suizo Rousseau, es ya propiamente un educador y no tanto un filósofo. El primer educador y pedagogo contemporáneo. En varios sentidos, pero sobre todo en que es quien primero, más allá de escribir un tratado como Rousseau, pone en práctica la idea de que es preciso educar antes que instruir, lo que se puede valorar como un avance en la comprensión y emancipación del hombre o, como hace Fernández Liria en el libro que hemos comentado días atrás, como un movimiento típicamente totalitario. Y aunque tememos reconocerlo, nos parece que Liria tiene algo de razón en esto tan perturbador. Hay que educar, o sea, formar a la persona y el carácter antes que transmitir saberes y conocimiento, o información. Este es el principio de Pestalozzi, pero también el principio de la Revolución francesa en sus momentos más, digamos, totalitarios, cuando se pretendía crear un mundo nuevo mediante la destrucción del anterior en la historia y en el alma de cada uno de los “ciudadanos”. En otra obra que comenté hace algo más de un año, se afirmaba algo parecido, cuando se insistía en que Pestalozzi significa el giro “educacionalista” de la civilización, o sea, la pretensión de transformar o incluso re-crear el mundo desde las “interioridades” del sujeto. Una suerte de querer colarse en el alma de los hombres para reconstruirlos a ellos y a la historia.
Así, este giro será el que mejor protagoniza el bueno y sentimentaloidede Pestalozzi. Entre otras consecuencias tiene la de sustituir lo verbal y reflexivo por lo afectivo que, en la figura de la madre, logra la formativa encarnación en el niño de los grandes ideales y valores de la cultura. Por eso Pestalozzi insiste tanto, y con páginas tan inflamadas, en la importancia de la educación maternal. A él le interesa el proceso de creación de la persona, que es, primero, como señala claramente el Emilio, afectivo y emocional. La madre encarna esta imprimación del ideal en el inconsciente del niño. Un proceso que, además, Pestalozzi califica y considera como “integral”, por esto mismo, porque alcanza todas las facetas de la personalidad del niño. Se dirige a todasu persona. Así que este inventor de la educación moderna y contemporánea, es también el creador de la educación integral.
El niño va ejercitando su razón emergente, pero al mismo tiempo, funciona su corazón y su mano, dice el suizo. Y todo ello, como ocurría con Rousseau, se comprende como la plasmación en el individuo de la cultura humana que debe ligarse con el último y mayor bien de la naturaleza y, en definitiva, con Dios. Dios es, para él, la fuente del bien y de lo humano, por lo que coinciden, al estilo de Rousseau, lo humano con la virtud y el bien que, en última instancia, reposan en la bondad de la Creación, garantizada y personificada por Dios (de nuevo, quizás, el Prólogo de Juan).
Dios sería una especie de emanante alteridad fontanal que funda lo que en el mundo humano se ha de producir con procesos donde se hallan presentes el amor y la vocación. Estas ideas aproximan a Pestalozzi, como ya está adivinando el lector, a los filósofos personalistas del siglo XX. Pestalozzi esgrime una concepción de la persona como el continente en el que la educación convierte el “deber” en el “querer”, lo que “debo” en lo que “quiero”. El suizo realiza una especie de traspaso de la ética a la psicología evolutiva, a la cual él también anticipa e inventa. O sea, que no andamos lejos de aquellas preguntas básicas a las que me refería al comenzar estas letras y que nos retrotraen a lo antropológico, es decir, ¿quiénes somos?, o ¿qué es el hombre? Pestalozzi trata de ubicarse en ello para responder con un cierto idealismo por el que la materia humana ha de vertebrarse y nutrirse con la forma que le infunde la cultura. Es el estudio de este proceso de formación el que obliga a Pestalozzi a esforzarse por comprender de qué materia estamos hechos los seres humanos y cómo esta, que es ciega vida animal, emerge y cobra una vida superior cuando absorbe los bienes e ideales que pueblan la cultura. Es lo que, en una próxima entrada, veremos que va a constituir el núcleo del pensamiento pedagógico y de las reformas universitarias de Humboldt.
Al considerar las cualidades de esa materia humana, con cuyas características se va encauzando esa impregnación cultural en el individuo, ha tocado Pestalozzi el campo de la psicología, en un salto definitivo a lo óntico que anticipa a esa ciencia del alma o del espíritu que será la psicología evolutiva. Pero también algo que anticipa la crítica a la concepción racionalista e ilustrada del hombre por esa otra forma de disolvente ilustración con pretensiones frustradas de ser positiva y empírica que constituirían Freud y el psicoanálisis. El bien y la buena conducta, el altruismo, la bondad, son derivados del amor a la madre. La moral se fraguaría, entonces, en la relación del niño con la madre. Es esta vinculación afectiva la que obra la realización y encarnación de los ideales de la cultura, en torno a los valores, por ejemplo, en la persona del niño y por supuesto antes de la escuela. Es su medio, su camino, el amor que liga a la cultura y a lo normativo (la figura freudiana del padre), que la dulcifica y llena de afectos. Todo esto tuvo, también y por la relación que señalábamos entre las concepciones filosóficas y las metodologías didácticas, una consecuencia a nivel metodológico: la pedagogía se empezó a entender como un tanteo experimental con la realidad educativa, que implicaría la constante necesidad de ir perfeccionando las metodologías educativas en una suerte de irrupción de lo afectivo y (en la ideología y terminología de Pestalozzi) lo “maternal”, en la escuela que fuera otrora lugar de la pura instrucción en historia, gramática y latines. Esto ocurre, decíamos, en el contexto por el que lo instructivo comienza a entenderse y practicarse como lo educativo. “Instruir” va dejando paso a “educar”. La disciplina deja paso al cariño y la ciencia y el saber, o la erudición, llegarán cuando tengan que llegar, al estilo de Rousseau, sin forzar su irrupción en la vida infantil. Sólo se aspirará a tratar con lo que requiere ser pensado, cuando la facultad de pensar esté plenamente preparada.
Así pues, en Pestalozzi tenemos las mismas ideas que se dieron en distintos momentos de la Revolución francesa (que lo halagó y llenó de honores); en especial, como imaginará el lector, en las memorias escritas por Condorcet, filósofo y diputado girondino de la Convención (publicadas hoy en español por la editorial Morata), para establecer los principios de un futuro sistema público educativo (aunque en la época aún lo denominaban, como todavía ocurre en algunos países, “de instrucción pública”).
Por último, si queremos interpretar lo que quiso expresar con el título de una de sus obras, El canto del cisne, el apremio de este educador, su pasión, su prisa, que lo llevaron a pérdidas millonarias (en alguna época de su vida, cuando paseaba, es fama que era confundido con un mendigo) y a la construcción compulsiva de centros educativos admiradísimos en Europa (entre otras personas, por Madame de Stäel, la cronista y crítica de la Revolución francesa), se dio porque entendió que todo lo humano con lo que trataba era algo que no podía librarse de la sombra de la muerte. Pero dejemos esta especulación sentimental cuyo único fundamento es su belleza o, tal vez, mi deseo de que este artículo adquiera una forma circular, en un eterno retorno que lo llene de paz e impugne, a su discreta manera, el fantasma de la innovación en el mercado de las novedades. Quizás lo retomemos, ampliando el círculo, y emprendamos un análisis menos impulsivo de todo esto para cuando el frío que me cerca ahora, pasada la medianoche, arrecie menos, si es que alguna vez puede dejar de arreciar.
Algunas ideas y datos han sido extraídos del siguiente libro:
Château, J. (2013). Los grandes pedagogos. México: FCE. Primera edición en francés 1956.
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Educación y filosofía
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La clave estoica en el Emilio de Rousseau
Marcos Santos Gómez
Rousseau es un pensador controvertido. Tan pronto es odiado, como levanta pasiones. Pero en general siempre inquieta e incluso conmueve, arrastrando al lector aún hoy a extremos de ira o amor casi desinteresado. Tendría que contrastarlo, pero no acabo de tener ganas en estos momentos de levantarme de esta plácida mesa de trabajo y además ando algo cansado. Tendría que contrastar, digo, si es cierto el vago recuerdo que albergo de haber leído en alguno de los tomos de la Historia de la filosofía de Copleston, o acaso en la de Guillermo Fraile, que por mis estanterías andan, una paráfrasis del pensamiento del ginebrino, con valoración final, en la que se notaba el odio contenido e incluso la rabia que al autor de la misma parecía provocar el muy leído y excéntrico viajero que en tiempos de la Enciclopedia anduvo arrejuntado con los malotes librepensadores responsables de dicha obra ante Dios y las autoridades. Una verdadera obscenidad de la Modernidad, un delirio de la más pulcra y organizativa de las razones que el corazón del hombre ha producido. Así que poco podía esperarse de esta víctima de la manía persecutoria que acabó rompiendo con sus amigos enciclopedistas a gritos en una escena difícilmente superable, que narra Philip Blom, el historiador de Encyclopèdie. Un Rousseau acuciado por molestias urinarias y que rehusó la amistad del gran David Hume, quien en su casa de Edinburgo tuvo que dejarlo escapar furioso del amable hogar escocés, no sin asombro ni, cuentan, poca lástima para acabar muriendo solo por algún camino de la vieja Europa. El mismo pícaro ginebrino que puede resultar fructífero comparar en los asuntos serios, o sea, en su obra y pensamiento, con el aún más pícaro Voltaire. A gusto del lector dejo sentenciar con cuál se queda. Así que como quien deja el mundo dando un portazo, Rousseau se fue, con o sin peluca, y ahora tenemos una legión de personas que no lo leen y lo odian, y quienes tampoco lo leen y lo adoran. A esto hay que sumar la legión de quienes lo leen (y casi nunca lo entienden) que derivan entre una incondicional aprobación de su bello anarquismo o el profundo odio de haberse constituido, como escuché en un congreso, en, y cito literal: “el fundador del patriarcado moderno”.
Pero dejémonos de tonterías y vayamos a lo que importa, que es la especificidad de lo que aportó, para mal o para bien, a la Pedagogía. Él es uno de los autores que se han dado que siendo esencialmente filósofos han tocado tierra en el continente de la educación y, en su caso particular, ha llegado a ser hoy conocido como uno de los referentes en el pensamiento pedagógico. Creo que muchos de los recelos que despierta se deben a un problema básico, que consiste en que con su estilo ameno y sencillo, está desarrollando sin acabar de formularlas, con espíritu de filósofo y mano de escritor, ideas difíciles de entender y que es preciso captar dentro de la discusión intelectual de la época y sobre todo en el contexto del pensamiento ilustrado. Resulta tentador detenerse ante lo anecdótico como yo acabo de hacer en el primer párrafo del presente artículo lo que, en el caso del Emilio, significa apenas ver más allá de las concreciones didácticas que se van desarrollando en la ficticia educación de Emilio por parte de su preceptor. El brillo de su prosa, su entusiasmo, su tono literario acompañan en este libro a una larga exposición de la educación ideal que entra a menudo en detalles y en la que resulta tentador perderse a la primera de cambio. Voy por esto a tratar de dilucidar lo que por debajo de todo ello son los principios que realmente nutren el aspecto más didáctico del libro. Porque como todo buen libro y autor, todo él obedece a una certeza, idea o intuición básica que como un diamante irradia su brillo y esplendor a toda la obra. Así, es preciso hallar la gema que nos guarda el suizo (como también hacen hoy los bancos de su patria).
La primera pregunta que nos acucia es por qué un pensador político y filósofo se dedicó a escribir cientos de páginas en un tratado sobre educación. Cosa en absoluto nueva, pues desde Platón varios filósofos lo han hecho. Pero lo interesante es averiguar por qué, en particular, él lo hizo. Ya hemos escrito en abundancia sobre las relaciones entre la filosofía y la pedagogía, pero ahora queda detallar cómo se imbrica esta conexión en el genial ginebrino. Y una pista la da el hecho de que el Emilio fuera escrito y publicado casi al mismo tiempo que El contrato social. Ambos responden a una misma problemática que no es sino algo tan ilustrado y también, como voy a resaltar, tan estoico y senequista, como la racionalización del mundo social y a partir de ello de la política (no otra cosa expresa el contractualismo), que a su vez reposa en una forma de racionalización de la vida. Este dotar a la vida, al propio genio y cuerpo, de razón, o sea, en el modo ilustrado y estoico de verlo, de orden es, precisamente, lo que denominamos “educar”.
El preceptor no va, contra las malas interpretaciones del tópico rousseauniano de la bondad natural, a abandonar a su discípulo a un espontaneísmo falsamente ácrata, sino todo lo contrario, lo va a ir induciendo sin forzarlo a adoptar el orden de la naturaleza que es preciso, en los seres humanos, aprender. O sea, que “bondad natural” o incluso el constructo irreal del famoso “estado de naturaleza” no indican que el niño pueda “construirse” solo, sin educador ni sin sociabilidad. Son factores ineludibles lo social y la necesidad de que entre en juego precisamente aquello que en la humanidad ha recogido la armonía de un todo que, si se engarzan bien las piezas, funciona bien, bien para las personas, un bien que es virtud y orden. Rousseau, ni ningún educador rousseauniano, han podido creer la insensatez de que el niño nace sabiendo, dispuesto al altruismo y la solidaridad, sin sombra de egoísmo. Nada de eso. Todo el Emilio es la conducción muy bien trazada e invisiblemente reglamentada hacia la incorporación y la toma de conciencia por el educando, de un orden superior a las pasiones desbocadas que si las controla, las convierte en virtudes.
Para que esta materia prima de lo humano logre hacerse virtuosa, tiene que escuchar la llamada o propensión que hay en el cosmos para ello. Se nace con esa posibilidad e incluso ese instinto. Tanto es así que Emilio no sufre ni se reprime, en un sentido maligno o patológico, sino que se percata de que será más él, si se integra en el cosmos. Claro, esto presupone que también está la posibilidad de un cosmos desintegrado (paradoja tan lógica como real), un desorden en el orden, lo que en la vida práctica del educando implica que ceda al febril incremento incontrolado de las pasiones, de esas pasiones que tienen potencialidad para el bien, pero que sin ese ajustarlas al cosmos, producen daño, para el propio educando y para los demás. Este cosmos que acaso lo fue, ahora no es cosmos. El cosmos social, me refiero. La sociedad está desordenada y contagia su caos al niño. Por eso Rousseau desarrolla la célebre idea, expresada en el mismísimo comienzo del Emilio, de que todo está bien hecho, a priori, es decir sale bueno de las manos del Hacedor. Pero, pronto, “todo degenera en las manos del hombre”. Rousseau no parece entrar a dar una explicación de este desajuste ocurrido en la historia, pero sí trata de sugerir la terapia. Una terapia que presupone que en condiciones “naturales” todos tenderíamos al bien.
Este bien consiste, pues, en saber casar lo espontáneo con la regulade la educación. La educación, en este sentido, es mucho más o, mejor dicho, otra cosa, que instrucción, como lo era la impartida por los preceptores o colegios de la época, a juicio de Rousseau. Si en las instituciones académicas prima un afán cognitivo y erudito cuya interiorización forzada se espera acabará produciendo bondades, para el Emilio, es superior la construcción del propio carácter y una educación destinada a regular bien primero los afectos y emociones, el vínculo con la naturaleza y el propio cuerpo, y después llegará, casi a los veinte años, la instrucción. La edad de la lectura, la erudición, la moral, la religión y todo lo que requiere un pensamiento maduro, ha de ser, por tanto, la madurez. El principio rousseauniano es que todo lo que se imparta antes de la edad de la razón, se enquistará en el individuo como dogma inmune a la crítica, como verdad absoluta e impermeable a su estudio y análisis sosegado y objetivo. Será materia cognitiva, por así decirlo, pero ajena al trato con la razón. Y se puede afirmar que todo el largo proceso educativo de Emilio es una conducción y preparación para que, escuchando a la naturaleza, cuando llegue verdaderamente la posibilidad de cribar lo que uno aprende, entonces se estudien las materias que requieren de esta habilidad crítica. Es la diferencia, en la parte del Emilio conocida como la “profesión de fe del vicario de Saboya” en la que el ginebrino desarrolla las teorías ilustradas sobre el deísmo o la religión natural. Viene a explicar, en un texto largo, apologético y entre lo narrativo y lo argumentativo la idea de que la religión es producto de la razón y tiene que ver con el pensamiento y la búsqueda de una respuesta razonable a las preguntas que el hombre se hace acerca del mundo y su origen. Si no es así, en realidad no tenemos, como ocurre con la mayoría de la gente, religión, propiamente. Es, a juicio de Rousseau, puro dogma asumido sin saber ni siquiera lo que se asume, justificándolo en un inasumible fideísmo que la tradición ha conocido como la “fe del carbonero”.
Pero no quiero dejar de resaltar algo que se resalta muy poco cuando se habla de Rousseau. El evidente y muy potente vínculo de su filosofía y pedagogía con la gran y noble secta filosófica del Estoicismo. Diría más. En Rousseau, por lo menos en la obra que nos ocupa en este escrito, la clave de bóveda es el Estoicismo, herencia de las ávidas lecturas que el pensador suizo llevó a cabo, sobre todo de Séneca. Me sorprende que no sea frecuente hallar resaltado esto en las obras sobre su pedagogía o filosofía de la educación, pues sostiene todos los tópicos usuales de Rousseau, como son, hemos dicho, su visión del mal como producto de una degeneración (desorganización) social y la bondad natural que emana del propio orden íntimo del universo. Las funciones del cosmos, incluidas las cualidades humanas, propenden a la virtud, que es el nombre del bien incorporado a la conducta y el carácter por obra de la educación que, como hemos indicado, es antes afectiva que instructiva. No obstante, por si no se ha percatado el lector o yo lo he resaltado insuficientemente, no creamos que la instrucción y el conocimiento más elevado no tienen importancia. La tienen, pero cuando la naturaleza ha designado, en las edades de la vida, que debe entrar en acción.
Así, el preceptor será, como el filósofo que escucha el melodioso canto del universo, quien habrá sobre todo de escuchar a Emilio. Esa es la mayor cualidad que ha de manifestar un educador: la escucha atenta y constante, infatigable, de su discípulo. Esto se traduce en mostrar la necesaria receptividad a las distintas edades del ser humano. Aquí es conocida la bellísima defensa que Rousseau emprende de la etapa infantil como una forma sustantiva de ser el hombre, que se justifica por sí misma y no como preparación o sacrificio en pos de las etapas futuras. El niño, si muere, y el ginebrino recuerda la alta tasa de mortandad infantil de la época, ha de haber vivido feliz, sin haber sido forzado a comportarse y vivir como lo que no es. Esto es, también, una forma de la muy estoica racionalización de la vida humana que no consiste, como muchos han malinterpretado, en una rigorista llamada a la represión, a la negación de los instintos y demandas corporales, a la implantación en el propio ser de un asfixiante corsé (abunda la metáfora del cuerpo oprimido por los pañales y vendas en la infancia más temprana para resaltar el carácter nocivo de las ataduras sociales). El insuflar razón a la vida no es en absoluto negarla ni reprimirla, sino que es dar al cuerpo y al alma según su medida, la cantidad, trato y elementos que demanda la naturaleza que, en la concepción estoica, deja de serlo, se desnaturaliza, en la sociedad humana tal como la conocemos, y oscila entre extremos de exceso y carencia. Lo que ocurre entre los seres humanos es una suerte de desequilibrio que chirría y genera disonancias con el equilibrio del cosmos en el que el todo armónico (no dialéctico ni portador de negatividades, a diferencia de la concepción cristiana o hegeliana) es lo propio y lo que cada elemento o parte de ese todo debe hacer es incorporarse como nota de la sinfonía celestial. Esto implica que el ser se da en los seres que nacen y mueren, un ser mayor que cualquier suma de sus partes y cuya laboriosa pero serena contemplación es la que puede salvarnos del vértigo y el miedo.
Creo que estas ideas estoicas son el diamante que alberga la extensa obra del Emilio. Es su clave. Rousseau, en gran medida, mira con ojos estoicos. Por lo menos, del estoicismo ya tardío de Roma, en su amado Séneca pero en gran medida muy próximo a Marco Aurelio o Epicteto. Y me atrevo a decir, a pesar de mi cansancio, el frío y el pobre rigor de no indicar fuentes o lúcidas lecturas sobre el tema, que también la clave estoica anda paseando por El contrato social. Es la sociedad reconciliada con su orden perdido, su orden natural pero que en la dimensión de la libertad y la razón humana, exige la hipótesis de un contrato. La metáfora de un contrato entre partes iguales que deciden de manera consciente elegir una vida común para que, de nuevo, un todo armonioso y bello, embellezca y armonice la vida del individuo. Pero para que esta sociedad ideal superadora del caos actual generado por la irreflexión y la ceguera, pueda darse, es preciso hacer emerger la posibilidad y sed de ello en la persona del individuo que firma y toma parte en el hipotético contrato. La educación es el proceso que prepara para ello acostumbrando sin corsés a Emilio a vivir según una cierta regla (¡la regula benedictina, que diría el sociólogo Lerena fastidiándonos este manso resplandor pagano!), evidenciando a Emilio las maravillas de una vida ordenada interior y exteriormente según el mencionado ideal estoico. Una vida sin dolor ni miedo a la muerte, en el caso de los grandes sabios de esta vieja y noble escuela de la Antigüedad. Pero, en esa regulación, insisto, ha de entrar el otro, no es vida solitaria el ideal que cuando algunos leen en el Emilio lo del apartarse de la ciudad, confunden como si implicara una renuncia a la condición social del hombre.
El resultado de todo esto no deja de parecerme una especie de teodicea pero próxima al Oriente budista que acaba disolviendo la gota en el océano para relativizar el dolor. Los vaivenes de la historia cristiana dejan aquí de sentirse y el mal se convierte en parte de una cierta falsedad o inestabilidad que es preciso mirar como algo que en el fondo no existe, aferrándose, el alma estoica, a la eternidad de los astros, las estrellas y el majestuoso, silencioso y helado éter. ¿Hace esto justicia a las víctimas? Aquí no puedo extenderme, nos iríamos hacia otra disertación, pero señalemos un punto flaco en todo este entramado de orden… sin progreso, pero quizás también, y justo por ello, sin víctimas o sin la mirada cabal capaz de contemplarlas. No obstante, este prurito armónico genera también una ética del amor, del saberse volcado a los demás y de actuar inspirado por el deseo de realizar esa armonía e invocarla entre los hombres.
Se ha señalado en este tipo de educación rousseauniana un fondo demasiado próximo a los planteamientos totalitarios, que emergerían casi un par de décadas después de manera explosiva en el Terror jacobino, por la pretensión de anteponer la familia a la escuela. Quizás era la visión del libro de Fernández Liria que comentábamos ayer y en esto tendría razón. Este tipo de pedagogías que priorizan lo educativo frente a lo instructivo, o, la familia ante la institución escolar pública, tratan de fabricar al individuo en su más profunda intimidad y en un proceso que antepone afectos e influencias a la razón y la crítica. De todos modos, hemos indicado que no solo no carece de ese momento de lucidez crítica la pedagogía rousseauniana, sino que toda ella es producto de una gran madurez crítica que, tan solo, comprende que cuando el hombre aprende latín o matemáticas, está también de manera inevitable, removiendo sus afectos. Lo instructivo también remueve lo afectivo y es este principio el que Rousseau recoge escrupulosamente para elaborar en coherencia su proyecto de ciudadano maduro que ha aprendido a escoger bien, a medir y sopesar antes de decidirse por un modo de vida y sociedad natural. Este concordar con el bien, que a su vez emana de concordar con lo natural, es lo que puede hacer felices a los hombres. De hecho, el fin último de todo esto es, más cerca ahora quizás de Epicuro que de la Estoa, la felicidad del individuo. Esta pasa por la felicidad de su comunidad. Es lo que Emilio, sin necesidad de sermones, ha aprendido, que debe vivir, lúcidamente, con los demás y procurar la felicidad de estos porque la suya no se concibe sin dicha felicidad común. Todo, de nuevo, parece girar en torno a ese orden que vertebra, secreta y calladamente, el inmenso universo que todo lo abarca y del que nada queda fuera.
Y muy estoica es también, señalemos para finalizar, una fe rousseauniana en la ciencia, en la lógica, en la verdad formal que pasa antes por el cálculo que por las humanidades. Una fe estoica y bien ilustrada que, en ambos casos, se justifica como el asidero del alma, como el punto seguro, el cimiento fuerte, en el que anclarse en medio del viento de la eternidad. De nuevo, nos sorprende Rousseau. No solo no es en absoluto un crítico de la racionalización matemática o científica, sino que esta opera como el faro del espíritu. El supuesto abogado de lo afectivo y, desde lecturas más positivistas, ajeno a un raquitismo de la ciencia, ha hecho justo de esta, de la ciencia, la daga de su ética. No lejos anda tampoco Pitágoras y el número como ánima de las cosas, y las cosas como lo que, irritante y desconcertantemente para quienes han visto en Rousseau un romántico, nos salvan del naufragio. Y Platón.
Pero bueno, ya está bien por hoy, ha sido un día largo. Mañana más.
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Educación y filosofía
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Defensa de la Pedagogía, a pesar de todo (comentario del libro “Escuela o barbarie” de Fernández Liria).
Marcos Santos Gómez
El libro Escuela o barbarie. Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda de Carlos Fernández Liria, recientemente publicado, denuncia una cuestionable labor que sería atribuible a la actual Pedagogía en España. Esta, afirma, se ha reducido a un saber técnico-metodológico fundado en las teorías que justifican la actual reforma educativa y universitaria que él critica, por lo que nos encontramos con una Pedagogía que ha renunciado al componente teórico que debería orientar sus investigaciones. Una de las irónicas consecuencias de esta tesis de Liria consiste en que para adoptar hoy una perspectiva crítica en la Pedagogía, es preciso parecer que uno defiende una posición intelectual trasnochada y conservadora frente a quienes defienden los últimos y espectaculares avances metodológicos. Se tacha, curiosamente, de conservadora a la idea de una Pedagogía que no se redujera a un mero papel de consejera técnica o “fabricante” de nuevas metodologías más o menos extravagantes que, como ya hemos argumentado en abundancia en este blog, son más bien soterrados cómplices de la actual transformación de la enseñanza, que se está remodelando a partir de los principios de la ideología neoliberal.
Pero no deja el profesor Liria una posibilidad, que ni siquiera sugiere, de salvación para la Pedagogía, y es esto lo que vamos a discutir en las próximas líneas, mostrando nuestro desacuerdo. Tanto es así que declara respetar antes a la Didáctica que a la Pedagogía, porque lo educativo no puede, según él, pensarse como tal, so pena de derivar necesariamente en ideas peregrinas en torno a la escuela y a las metodologías de enseñanza, ideas supuestamente “progresistas” pero que en definitiva no son más que fantasmagorías sin un verdadero objeto de estudio en la realidad. La deficiencia epistemológica de base que él está presuponiendo para afirmar esto consiste en que el supuesto objeto de estudio de la Pedagogía no existiría. Para él no puede haber un objeto de estudio claro y definido en una ciencia que hace del formalista enseñar a aprender, en abstracto y sin trato previo con los contenidos, su principal objetivo. Es una ciencia vacía, o sea, una pseudociencia. Se estudiaría el proceso como tal, en su aspecto formal, del puro aprender, escindido del contexto. De este modo, la Pedagogía derivaría en monstruos, siguiendo la visión de Liria, como la actual enseñanza por competencias que precisamente constituye un tipo de pedagogía que da la espalda al antiguo valor concedido a los contenidos, al plan de estudios y a las asignaturas. Esta “nueva” pedagogía reduciría la educación al proceso mismo del educarse (no tanto el proceso de instruirse que es el que Liria atribuye a la escuela), que se centraría antes en la formación del carácter, las emociones y los afectos, sin tener cabida los contenidos que se asocian a las distintas épocas o tradiciones culturales.
Sin embargo yo sí creo que existe una posibilidad distinta para un pensamiento pedagógico consistente que no elabore extravagantes castillos en el aire en torno a una realidad que, según Liria, ni siquiera conoce de primera mano. Es posible idear una Pedagogía de contenidos, como la he llamado en otros escritos, que trate de ofrecer ideas para una síntesis y tratamiento de los contenidos en la escuela, es decir, que piense el papel y la necesidad dentro de los planes de estudio, de las materias que, para ello, el pedagogo ha de conocer bien. Pues es solo a partir de la auténtica comprensión y conocimiento de las mismas, de donde pueden derivar las cuestiones relativas a su transmisión (entre otras, las orientaciones metodológicas).
Cabría imaginar, en la línea de una Pedagogía de contenidos, a las actuales facultades de Ciencias de la Educación como vivos hervideros de fértil cultura, como un inquieto templo de intelectuales que pensasen asuntos como los valores, los fines (sociales y políticos) del currículo, la historia, el modelo de persona o antropología y el carácter político de lo que se va haciendo en la escuela. Pero sobre todo un profundo y serio trato con las grandes disciplinas o materias de la civilización. Las Facultades de Educación habrían de ser, según este ideal, un caldo de cultivo para la efusiva, grata y formativa recreación de la cultura y la encarnación de sus más elevados elementos. Algo así como podemos imaginar a la famosa Residencia de estudiantes de Madrid en los años veinte o el antiguo ideal de los colegios mayores universitarios. Se aprendería no solamente ideando proyectos y proyectos, sino para discutir exigente y seriamente todo lo relacionado con la escuela pública, incluida la crítica a las reformas y últimas leyes educativas. Una crítica que obligaría de manera paralela a formarse con rigor desde una perspectiva humanista y no orientada a fines exclusivamente prácticos ni por la utilidad de lo aprendido, lo que incluye aprender la ciencia básica (¡no solo sus aplicaciones técnicas!). Hablo de matemáticas puras o Física de alto nivel, y de lenguas clásicas y de una amplia erudición en Historia. A lo que nuestro amigo Liria añadiría necesariamente la Filosofía, por las razones que vamos a exponer más adelante. Una Facultad de Educación así sería un foro donde reinase el saber por el saber y donde el mayor requisito tanto para profesores como alumnos de los grados en Educación, sería el amor por la cultura y los hitos de la civilización. Porque cuando esto se cumple, lo demás ya viene por añadidura.
Es más, todas las carreras universitarias, no solo los Grados en Educación, serían en una tercera parte por lo menos de sus planes de estudio, un contacto de veras con las distintas artes y ciencias, una suerte de formación general que tendría el fin no solo de enseñar contenidos, sino de cultivar el gusto por los mismos que solo profesores que amen sus disciplinas pueden transmitir. Esta Pedagogía de contenidos no solo no sería cómplice de Bolonia y del neoliberalismo que nuestro autor describe y que hoy arrasa en las facultades de Educación, es decir, no sería un instrumento de las reformas, sino todo lo contrario, un foro libre de crítica audaz a las reformas educativas del gobierno de turno. El compromiso del maestro y del pedagogo es con la cultura y con nadie más, así como el del investigador es con la verdad y nada más, ¡aunque se hunda el mundo a su alrededor!
La educación se ha pensado siempre en estrecha ligazón con la filosofía (la pedagogía y la filosofía se inventaron juntas), como hemos dicho ya tantas veces. La planificación, objetivos y realización de la transmisión racional de la cultura ha sido pensada desde que emergiera en la civilización el logos griego. Este pensamiento pedagógico temprano como occidente asumió la forma de una filosofía de la educación en Platón, por ejemplo, o adoptó estilos más próximos a las ciencias en la Modernidad, o enfoques posmodernos ahora, pero siempre ha tenido como objeto algo más que enseñar a enseñar. El raquitismo metodológico, que he criticado a menudo, con Liria, es producto de una ideología y de la propensión de la Pedagogía (esto sí hay que decirlo) a concebirse como una técnica del poder y el Estado. En este sentido, los distintos gobiernos necesitan a los pedagogos como artífices de sus ideologías. A lo que yo añado la posibilidad, que Liria no parece compartir, de que existan pedagogos coherentes que cuestionen, como el filósofo, hasta su propia sombra.
Aquí es preciso detenernos para aludir a las pedagogías metafísicas, o sea, productoras de sentido, de naturaleza humana o de “verdad”, que en realidad cubren y se anticipan al movimiento de lo real. También estas van cargadas de ideología y en esto se basa la defensa de una pedagogía formalista de las competencias, por cierto, en la desactivación de las teologías y metafísicas encubiertas que imponen un innecesario corsé a las valoraciones, investigaciones y hechos en la escuela. Es uno de sus principales argumentos, contrarrestar los sesgos de clase, etc. también insertos en la cultura y los contenidos (el currículo) de la escuela. Pero es preciso distinguir entre ellas y una Pedagogía a la que se adscribirían autores fuertemente críticos e incluso revolucionarios que han destacado la indefinición antropológica (la Pedagogía lo ha llamado “neotenia” o “educabilidad”) y el carácter de construcción propio de todo lo humano, inspirando lucidez en quien se forma y comprensión acerca de nuestro carácter inacabado y por definir, que conduzca al educando a esa apertura que somos y que nos sitúe de un modo poético en la persona.
Entender bien esta doble posibilidad de la Pedagogía (metafísica y antimetafísica) es difícil, pero una cosa es clara. Si un pedagogo decide realizar la posibilidad crítica, llamémosla de nuevo así, ha de ligar su disciplina con la filosofía. Porque la Pedagogía es construcción y organización, pero también es lo que conduce (la “conducción” está presente en el significado etimológico del vocablo de origen griego “pedagogía”) al niño hacia donde ya no necesite ser conducido. No porque haya interiorizado una norma que lo limite, como pensará más de un irónico lector, sino porque el paso por la norma lo ha situado en el sedimento vivo de la humanidad, que será el lenguaje con el que va a ir re-creando y creándose. Para ser libres tenemos que partir de algo determinado, pues la libertad no se realiza en el vacío y la pura abstracción.
Hay en el texto de Liria una tesis valiosa que sí compartimos plenamente. Hasta ahora, como habrá comprobado el lector, le hemos dado en parte la razón y se la hemos quitado también en parte. La tesis a la que me refiero es la que señala la necesidad de continuar la reforma ilustrada de la universidad y del sistema educativo (de hecho este fue inventado o imaginado como tal en el siglo XVIII). La clave de la reforma de la Ilustración fue sencilla y al mismo tiempo un paso de gigante que hay que preservar: la asunción del carácter público y estatal de la enseñanza, lo que implicaba el definitivo despojo a la Iglesia y a sus órdenes religiosas del monopolio educativo. Pues la universidad había sido hasta entonces una institución concebida dentro de la Iglesia, de carácter eclesiástico (los estudiantes hasta el siglo XVII, como aparece en el Quijote, por cierto, vestían hábitos religiosos, por lo que los confundían en ocasiones con clérigos). La misión del nuevo sistema educativo laico y público era, pues, una sistemática propagación y recreación de “contenidos” mediante el trato regulado y organizado con los mismos durante varios años de la juventud que elevara a la ciudadanía a una considerable madurez crítica.
Frente al carácter religioso de las instituciones educativas y sobre todo de las universidades, la reforma ilustrada del siglo XVIII trató de despojarlas de la connotación “privada” de las mismas, para obligarlas a su control por parte de Estados que en el siglo XVIII se comprendían a sí mismos como instancias diferentes y separadas de la Iglesia (el despotismo ilustrado, con Carlos III por ejemplo en España). Así, se inventa la educación “pública” definiéndola como una gestión de la escuela ya concebida como un bien común y asunto de Estado, independiente de los intereses de la Iglesia. Esta fue la lógica subyacente a la invención de los modernos sistemas educativos, por los cuales el Estado irrumpe en las “almas” de los educandos, en el lugar que antes ocuparan las órdenes religiosas. Esto, por supuesto, y no es algo que Liria indique en ningún momento pues parte también, a mi juicio, de un excesivo platonismo de la verdad, tiene también su obvio peligro. En este sentido, es necesario preguntarse si estaríamos sustituyendo una Iglesia por otra, como advirtió el Iván Illich de los años setenta. Cada cual nos estaría formando en sus prejuicios. Pero Liria es tan entusiasta defensor de la idea de un sistema educativo público regido por la verdad que, en su denodada defensa del mismo, ha eludido la obvia posibilidad del inevitable adoctrinamiento bajo el disfraz de esa verdad eterna que convierte en faro de la escuela, y que también se hace desde lo “público”. Tropezamos aquí con algo que la filosofía sobre todo debe resolver, en particular la amplia corriente analítica y las teorías de la verdad pero sin olvidar los planteamientos de las filosofías más críticas dentro de la llamada filosofía continental que generalmente hemos “empleado” en algunos escritos.
Comprensible es, de todos modos, que Liria provisionalmente se aferre a su idea fuerte de una verdad inmarcesible y universal reinante en la escuela pública y su currículo, que pueda constituirse en garantía de una efectiva ilustración de la ciudadanía. Comprensible digo porque es el modo más sencillo para empezar a plantear su contundente y necesaria crítica a la reforma educativa que básicamente es, y dice bien, una vuelta al reino de lo privado en la enseñanza. Su defensa del ideal de la educación pública es tan apasionada que en varias ocasiones en su libro cuestiona las escuelas “libres” como Summerhill, de las que señala que suponen un retorno a lo privado en la institución que solo puede salvarnos siendo y permaneciendo verdaderamente pública.
La universidad se comenzó a concebir como algo “público” que garantizaba la mayor independencia en las ciencias, con cambios en el currículo tratando de superar la vieja ordenación medieval y un progresivo abandono de las humanidades, equivocadamente asociadas con lo conservador y lo religioso (prejuicio ilustrado que todavía hoy sufrimos). Sin embargo, curiosamente, el educador más crítico suele coincidir con quien defiende una mayor presencia de las humanidades que, como indica Liria, son, con la filosofía, aquello que mejor “bucea” en las “insondables profundidades” de lo humano que dan la clave a las propias ciencias. Porque, como él señala con sumo acierto, sin humanidades y sobre todo sin filosofía, el científico opera a ciegas, desubicado. No solo porque haga falta una filosofía de la ciencia, que la hace, sino porque la propia filosofía en general nos sitúa lúcidamente en relación con el propio camino que de hecho vamos caminando. El carril por el que circula cada ciencia es solamente iluminado en su extensión y sentido por la razón filosófica. Y quien dice aquí filosofía, dice la contemplación desinteresada y distanciada del propio acontecer, es decir, la teoría. La perspectiva teórica. Es la teoría la que nos aporta la mirada exteriorizante capaz de comprender en sus principios, fines y claves metafísicas, a las ciencias. Sin esta presencia de lo teórico, señala, el matemático por ejemplo no llegaría jamás a conocer lo que se trae entre manos. Sin teoría ni filosofía, las ciencias, y las letras, caminarían a ciegas, sin saber qué son, en qué consisten y desde qué perspectiva filtran y acceden a la realidad. Un científico, aun sabiendo mucho de operaciones, fórmulas, procedimientos, cálculo, etc., no llegaría nunca a conocer su ciencia. Sólo la mirada teorizante es la que accede a dicha “verdad” o ánima de su saber científico. Por eso, señala Liria, hay que salvar a la teoría, el punto de vista de lo teórico, en los planes de estudio de las universidades, como algo urgente. Aun más, porque al desaparecer la teoría, desaparece el modo de aproximación a lo real que se requiere para ser críticos.
En definitiva, Liria comprende la actual reforma acarreada por el Plan Bolonia introducido e implementado en España por el gobierno socialista de Zapatero, como un ataque al necesario carácter público de la universidad, es decir, al carácter ilustradode la misma, a lo que en el siglo XVIII se convirtiera la institución universitaria. Para Liria, los promotores de la ideología que ha justificado todo esto han sido cómplices de una reforma que él tilda con gran razón de neoliberal, pero lo asombroso, señala, es que han sido pedagogos autoproclamados progresistas. Cómplices de idear una escuela absolutamente incapaz de promover una ciudadanía madura y que incluso en la asignatura estrella de Zapatero “Educación para la ciudadanía” lo importante fue, señala Liria, adoctrinar o dar las “verdades” sin su investigación, antes que generar el espíritu crítico fundado en lo objetivo despojado de intereses, que es donde sí debe cimentarse la ciudadanía y superar las atávicas injusticias y desigualdades. Primero hay que desarrollar el espíritu crítico y después vendrán las transformaciones. Pero sin una ciudadanía crítica, no puede haber ni libertad ni igualdad. Este raro fenómeno del apoyo de los políticos y pedagogos progresistas a las reformas neoliberales lo remonta a la crítica anti-institucional que la izquierda ha hecho suya desde los años sesenta del siglo pasado. Liria encuentra que por aquí se ha ido colando la mentalidad que ha propiciado el brutal ataque a una institución que, ni siquiera cuando ha cuajado en lecciones magistrales, lo ha hecho mal, según Liria. Se ha ido creando, con ayuda de esta sospecha de la izquierda, el terreno para que todo el mundo apoye el desmantelamiento de la universidad pública que conocíamos y que nos garantizaba la protección frente a intereses y corporaciones privadas. Sin embargo no encuentro en su libro un tratamiento bien fundado y serio, antes de despachar autores y filosofías, o pedagogías como la de Freire, que no merecen ese tratamiento ligero y demandan ser consideradas muy en serio. Al menos podía haberse referido a estas discusiones en la actualidad filosófica y citar fuentes para que el lector decida. No se trata, tal como él lo plantea, de establecer una dicotomía ingenua entre defensores de la opinión (doxa) y defensores de la verdad.
Pero continuando con su exposición, señala que la Pedagogía habría contribuido al fatal desmantelamiento de lo público propagando el recelo ante los profesores, considerados todos demasiado teóricos y academicistas y malos enseñantes. Es aquí donde la profusión de metodologías supuestamente más participativas y lúdicas estaba servida. Es la contribución que, según Liria, los pedagogos hemos ofrecido al neoliberalismo. Para Liria la clave es justamente lo contrario, si se quiere frenar la revolución neoliberal: fortalecer una enseñanza basada en el conocimiento y el trato profundo con los “contenidos” que describíamos al principio y no centrarse en el frenético e incesante cambio de metodologías docentes que se está creyendo que es la clave de la mejora educativa y que se impone saltándonos la libertad de cátedra. Porque con el ataque a la institución, afirma Liria, se ataca también a la figura y dignidad del profesor que ha de supeditar, ante su supuesta incompetencia, lo que hace a constantes evaluaciones externas y a los métodos o contenidos que se le imponen desde fuera. Algo que viene bien a la privatización de la enseñanza, que, recordemos, Liria entiende como la pérdida de su función pública que garantizaba la independencia en la investigación científica que genera el progreso, es decir, la investigación libre y solo motivada por el afán puro de conocimiento y verdad.
Al tornarse privada, la universidad ya no cultiva el saber por el saber, o la ciencia como conocimiento válido en sí mismo, sin someterse a fines ajenos (empresariales). Ahora es preciso enfocar los planes de estudio, guías docentes e investigaciones según los requerimientos del mercado y las grandes empresas y mecenas. Esta peligrosa reducción de lo científico puede ofrecer ventajas y beneficios hoy a los empresarios, pero a la larga es, y tiene Liria toda la razón, suicida. Acabará no dando ni siquiera beneficios ni productos, patentes o buenas inversiones para las empresas, pues es el primer paso para destruir la creatividad que justamente el avance de la ciencia básica produce.
En esta misma dinámica privatizadora y neoliberal se entiende el fomento del “emprendedor”, de las balsámicas tácticas para, regulando lo afectivo, sentirse mejor en un mundo brutal sin que se nos pase por la cabeza ni siquiera cambiarlo (en sus estructuras, por supuesto, no con cambios “interiores” o “espirituales”), el menoscabo de la instrucción frente a la educación, lo que en el lenguaje empleado por Liria esto equivale a la sustitución de los contenidos por lo meramente afectivo que designa el término “educación” para él, un término vinculado a la construcción del carácter y las emociones pero no de la razón, explica en el libro. Esto también, hemos de señalar, es muy cuestionable pues resulta imposible separar ambos extremos (la instrucción que él señala, por un lado, y lo que él denomina “educación, por el otro). Pretender la mera función de instruir a secas por parte de la escuela es otro fantasma. Es irreal, como la tradición pedagógica ha señalado, la que no puede despacharse como él hace en dos minutos y que incluyen desde Platón a Comenio, Locke, Rousseau y muchos de los que podríamos considerar ilustrados. Al instruir ya se están activando y construyendo afectos, como él en ocasiones reconoce. Así que tan irreal y nefasto es suprimir lo instructivo en la escuela, como suprimir lo emocional y afectivo. De nuevo nos parece que ha desarrollado una dicotomía algo simple con fines quizás divulgativos y como un primer paso en estos asuntos, pero una dicotomía que ahora habría que matizar y pulir mejor. Es este pensamiento, precisamente, de lo educativo, que pule y matiza, lo que yo entiendo por Pedagogía. Justo eso es su tarea. Pensar la educación.
A nivel de teorías pedagógicas, lo que sustenta las tesis de Liria es el ataque que emprende, aunque apenas lo explica ni desarrolla, al constructivismo pedagógico cuyo origen ubica en Rousseau y Dewey. Tengo que expresar que lamento haber echado en falta un buen análisis de ambos autores, cuyos matices y pensamiento no pueden despacharse con dos frases. Son autores muy serios. No obstante no le falta alguna razón a lo que indica en el siguiente párrafo: “La aspiración a alcanzar verdades objetivas resulta incómoda y puede afectar negativamente al pensamiento positivo de los ‘esclavos felices’” (p. 221). Esto encaja con la vigorosa defensa que el profesor Liria hace de la Modernidad, de lo mejor de la Modernidad (pasando de un modo fugaz por la crítica foucaultiana a la misma a la que alude también denostándola, pero este es otro tema que no vamos a tratar ahora). Esta Modernidad vinculada a las instituciones educativas públicas que significa un avance y mejora respecto a modelos “feudales” (la palabra es de Liria) que son en realidad “privados” (de nuevo, la vinculación de lo feudal con lo privado, creo que con acierto, es de Liria). Según esto, no solo no estaríamos superando el tan cacareado feudalismo universitario sino que, gracias a Bolonia, estamos cayendo de bruces en él, como en plena Edad Media.O sea, la dirección y organización del conocimiento en función de intereses privados que tiñen, así, el “progreso” y la investigación científica (así como el deterioro de las humanidades) con los fines de sectores privados (las empresas) de la sociedad.
Por último, tenemos que lanzar otra crítica a Liria, a pesar de que compartimos lo esencial hasta cierto punto y que ha tenido el gran mérito de poner en marcha precisamente el pensamiento pedagógico (me consta que su libro se ha leído y comentado en reuniones y seminarios sobre educación en alguna Facultad de Ciencias de la Educación que me es bien cercana). Si retornamos a una vinculación de la Pedagogía con los contenidos, como hervidero para el pensamiento y la transmisión de los mismos, sin reducirla a un saber técnico de “asesores” y “expertos” en aprender a aprender, sí existiría una salvación para la misma que Liria no parece contemplar. La pista para haber sido más optimista se la habría dado el estudio de la tradición (histórica y teórica) de la Pedagogía que nació, como tanto he señalado en este blog y en líneas anteriores, de la mano de la filosofía. Es decir, es la Pedagogía desligada de la reflexión filosófica la que deviene en el modelo que él está criticando. Pero, como he defendido en abundancia, si la Pedagogía recupera su prurito original filosófico y, aun más, su alma filosófica, ya no la tendríamos reducida a un frenético trasiego de innovaciones buscando la irreflexiva alegría y la “utilidad” de lo que sucede en un aula despojada de la figura y dignidad del maestro. Porque la Pedagogía, en realidad, ha sido de contenidos siempre, aunque ligara como es obvio la transmisión de los mismos a la confección puntual de planes de estudio y formas de organización de la enseñanza y el currículo o didácticas y metodologías de aprendizaje (por decir uno, Comenio). Ha pensado la transmisión racional de la cultura y la formación del educando dentro de un trato directo con la misma. En esto ha consistido la tradición pedagógica que tengo el honor de cultivar. El esfuerzo por generar pensamiento y no dogmas en los espacios escolares y en la universidad.
Y para finalizar deseo solamente apuntar que la pedagogía de Paulo Freire que Liria afirma en algún pasaje de su libro que nunca “le ha dicho demasiado”, sí merece ser tenida en cuenta, precisamente por su carácter crítico y racional, no porque como a él le parece, participe de la disolución de la idea de conocimiento y de verdad que es preciso esgrimir para transformar el mundo y sobre todo para hacer personas libres y críticas. Todo lo contrario. Freire es la realización más perfecta de lo que Liria defiende y no es razonable zanjar su teoría como si el brasileño estuviera justificando, como señala nuestro autor, el aniquilamiento de la verdad por la opinión. Pero lo de Freire da para mucho y como es un tema muy serio lo dejo para más adelante. Solo deseo adelantar que su pedagogía representa precisamente ese estilo de Pedagogía de contenidos que implica la asimilación de los mismos, su puesta en acción, su vitalización, evitando el peligro dogmático que se le achaca a la pedagogía de contenidos por parte de quienes abogan por educar en competencias. Es decir, Freire se toma muy en serio la cultura, su transmisión y su recreación más allá de intereses espurios. Esta es su clave. La desideologización. Uno de los más efectivos esfuerzos que la Pedagogía ha hecho por realizar los ideales educativos que tanto Liria como yo defendemos y que es, por cierto, profundamente racionalista e ilustrado. Aquí nos detenemos hoy para explicar más adelante con mayor precisión, justificándolas bien, estas afirmaciones con las que termino mi ya larguísima entrada.
Bibliografía
Fernández Liria, C. et al. (2017). Escuela o barbarie. Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda. Madrid: Akal.