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La clave estoica en el Emilio de Rousseau
Marcos Santos Gómez
Rousseau es un pensador controvertido. Tan pronto es odiado, como levanta pasiones. Pero en general siempre inquieta e incluso conmueve, arrastrando al lector aún hoy a extremos de ira o amor casi desinteresado. Tendría que contrastarlo, pero no acabo de tener ganas en estos momentos de levantarme de esta plácida mesa de trabajo y además ando algo cansado. Tendría que contrastar, digo, si es cierto el vago recuerdo que albergo de haber leído en alguno de los tomos de la Historia de la filosofía de Copleston, o acaso en la de Guillermo Fraile, que por mis estanterías andan, una paráfrasis del pensamiento del ginebrino, con valoración final, en la que se notaba el odio contenido e incluso la rabia que al autor de la misma parecía provocar el muy leído y excéntrico viajero que en tiempos de la Enciclopedia anduvo arrejuntado con los malotes librepensadores responsables de dicha obra ante Dios y las autoridades. Una verdadera obscenidad de la Modernidad, un delirio de la más pulcra y organizativa de las razones que el corazón del hombre ha producido. Así que poco podía esperarse de esta víctima de la manía persecutoria que acabó rompiendo con sus amigos enciclopedistas a gritos en una escena difícilmente superable, que narra Philip Blom, el historiador de Encyclopèdie. Un Rousseau acuciado por molestias urinarias y que rehusó la amistad del gran David Hume, quien en su casa de Edinburgo tuvo que dejarlo escapar furioso del amable hogar escocés, no sin asombro ni, cuentan, poca lástima para acabar muriendo solo por algún camino de la vieja Europa. El mismo pícaro ginebrino que puede resultar fructífero comparar en los asuntos serios, o sea, en su obra y pensamiento, con el aún más pícaro Voltaire. A gusto del lector dejo sentenciar con cuál se queda. Así que como quien deja el mundo dando un portazo, Rousseau se fue, con o sin peluca, y ahora tenemos una legión de personas que no lo leen y lo odian, y quienes tampoco lo leen y lo adoran. A esto hay que sumar la legión de quienes lo leen (y casi nunca lo entienden) que derivan entre una incondicional aprobación de su bello anarquismo o el profundo odio de haberse constituido, como escuché en un congreso, en, y cito literal: “el fundador del patriarcado moderno”.
Pero dejémonos de tonterías y vayamos a lo que importa, que es la especificidad de lo que aportó, para mal o para bien, a la Pedagogía. Él es uno de los autores que se han dado que siendo esencialmente filósofos han tocado tierra en el continente de la educación y, en su caso particular, ha llegado a ser hoy conocido como uno de los referentes en el pensamiento pedagógico. Creo que muchos de los recelos que despierta se deben a un problema básico, que consiste en que con su estilo ameno y sencillo, está desarrollando sin acabar de formularlas, con espíritu de filósofo y mano de escritor, ideas difíciles de entender y que es preciso captar dentro de la discusión intelectual de la época y sobre todo en el contexto del pensamiento ilustrado. Resulta tentador detenerse ante lo anecdótico como yo acabo de hacer en el primer párrafo del presente artículo lo que, en el caso del Emilio, significa apenas ver más allá de las concreciones didácticas que se van desarrollando en la ficticia educación de Emilio por parte de su preceptor. El brillo de su prosa, su entusiasmo, su tono literario acompañan en este libro a una larga exposición de la educación ideal que entra a menudo en detalles y en la que resulta tentador perderse a la primera de cambio. Voy por esto a tratar de dilucidar lo que por debajo de todo ello son los principios que realmente nutren el aspecto más didáctico del libro. Porque como todo buen libro y autor, todo él obedece a una certeza, idea o intuición básica que como un diamante irradia su brillo y esplendor a toda la obra. Así, es preciso hallar la gema que nos guarda el suizo (como también hacen hoy los bancos de su patria).
La primera pregunta que nos acucia es por qué un pensador político y filósofo se dedicó a escribir cientos de páginas en un tratado sobre educación. Cosa en absoluto nueva, pues desde Platón varios filósofos lo han hecho. Pero lo interesante es averiguar por qué, en particular, él lo hizo. Ya hemos escrito en abundancia sobre las relaciones entre la filosofía y la pedagogía, pero ahora queda detallar cómo se imbrica esta conexión en el genial ginebrino. Y una pista la da el hecho de que el Emilio fuera escrito y publicado casi al mismo tiempo que El contrato social. Ambos responden a una misma problemática que no es sino algo tan ilustrado y también, como voy a resaltar, tan estoico y senequista, como la racionalización del mundo social y a partir de ello de la política (no otra cosa expresa el contractualismo), que a su vez reposa en una forma de racionalización de la vida. Este dotar a la vida, al propio genio y cuerpo, de razón, o sea, en el modo ilustrado y estoico de verlo, de orden es, precisamente, lo que denominamos “educar”.
El preceptor no va, contra las malas interpretaciones del tópico rousseauniano de la bondad natural, a abandonar a su discípulo a un espontaneísmo falsamente ácrata, sino todo lo contrario, lo va a ir induciendo sin forzarlo a adoptar el orden de la naturaleza que es preciso, en los seres humanos, aprender. O sea, que “bondad natural” o incluso el constructo irreal del famoso “estado de naturaleza” no indican que el niño pueda “construirse” solo, sin educador ni sin sociabilidad. Son factores ineludibles lo social y la necesidad de que entre en juego precisamente aquello que en la humanidad ha recogido la armonía de un todo que, si se engarzan bien las piezas, funciona bien, bien para las personas, un bien que es virtud y orden. Rousseau, ni ningún educador rousseauniano, han podido creer la insensatez de que el niño nace sabiendo, dispuesto al altruismo y la solidaridad, sin sombra de egoísmo. Nada de eso. Todo el Emilio es la conducción muy bien trazada e invisiblemente reglamentada hacia la incorporación y la toma de conciencia por el educando, de un orden superior a las pasiones desbocadas que si las controla, las convierte en virtudes.
Para que esta materia prima de lo humano logre hacerse virtuosa, tiene que escuchar la llamada o propensión que hay en el cosmos para ello. Se nace con esa posibilidad e incluso ese instinto. Tanto es así que Emilio no sufre ni se reprime, en un sentido maligno o patológico, sino que se percata de que será más él, si se integra en el cosmos. Claro, esto presupone que también está la posibilidad de un cosmos desintegrado (paradoja tan lógica como real), un desorden en el orden, lo que en la vida práctica del educando implica que ceda al febril incremento incontrolado de las pasiones, de esas pasiones que tienen potencialidad para el bien, pero que sin ese ajustarlas al cosmos, producen daño, para el propio educando y para los demás. Este cosmos que acaso lo fue, ahora no es cosmos. El cosmos social, me refiero. La sociedad está desordenada y contagia su caos al niño. Por eso Rousseau desarrolla la célebre idea, expresada en el mismísimo comienzo del Emilio, de que todo está bien hecho, a priori, es decir sale bueno de las manos del Hacedor. Pero, pronto, “todo degenera en las manos del hombre”. Rousseau no parece entrar a dar una explicación de este desajuste ocurrido en la historia, pero sí trata de sugerir la terapia. Una terapia que presupone que en condiciones “naturales” todos tenderíamos al bien.
Este bien consiste, pues, en saber casar lo espontáneo con la regulade la educación. La educación, en este sentido, es mucho más o, mejor dicho, otra cosa, que instrucción, como lo era la impartida por los preceptores o colegios de la época, a juicio de Rousseau. Si en las instituciones académicas prima un afán cognitivo y erudito cuya interiorización forzada se espera acabará produciendo bondades, para el Emilio, es superior la construcción del propio carácter y una educación destinada a regular bien primero los afectos y emociones, el vínculo con la naturaleza y el propio cuerpo, y después llegará, casi a los veinte años, la instrucción. La edad de la lectura, la erudición, la moral, la religión y todo lo que requiere un pensamiento maduro, ha de ser, por tanto, la madurez. El principio rousseauniano es que todo lo que se imparta antes de la edad de la razón, se enquistará en el individuo como dogma inmune a la crítica, como verdad absoluta e impermeable a su estudio y análisis sosegado y objetivo. Será materia cognitiva, por así decirlo, pero ajena al trato con la razón. Y se puede afirmar que todo el largo proceso educativo de Emilio es una conducción y preparación para que, escuchando a la naturaleza, cuando llegue verdaderamente la posibilidad de cribar lo que uno aprende, entonces se estudien las materias que requieren de esta habilidad crítica. Es la diferencia, en la parte del Emilio conocida como la “profesión de fe del vicario de Saboya” en la que el ginebrino desarrolla las teorías ilustradas sobre el deísmo o la religión natural. Viene a explicar, en un texto largo, apologético y entre lo narrativo y lo argumentativo la idea de que la religión es producto de la razón y tiene que ver con el pensamiento y la búsqueda de una respuesta razonable a las preguntas que el hombre se hace acerca del mundo y su origen. Si no es así, en realidad no tenemos, como ocurre con la mayoría de la gente, religión, propiamente. Es, a juicio de Rousseau, puro dogma asumido sin saber ni siquiera lo que se asume, justificándolo en un inasumible fideísmo que la tradición ha conocido como la “fe del carbonero”.
Pero no quiero dejar de resaltar algo que se resalta muy poco cuando se habla de Rousseau. El evidente y muy potente vínculo de su filosofía y pedagogía con la gran y noble secta filosófica del Estoicismo. Diría más. En Rousseau, por lo menos en la obra que nos ocupa en este escrito, la clave de bóveda es el Estoicismo, herencia de las ávidas lecturas que el pensador suizo llevó a cabo, sobre todo de Séneca. Me sorprende que no sea frecuente hallar resaltado esto en las obras sobre su pedagogía o filosofía de la educación, pues sostiene todos los tópicos usuales de Rousseau, como son, hemos dicho, su visión del mal como producto de una degeneración (desorganización) social y la bondad natural que emana del propio orden íntimo del universo. Las funciones del cosmos, incluidas las cualidades humanas, propenden a la virtud, que es el nombre del bien incorporado a la conducta y el carácter por obra de la educación que, como hemos indicado, es antes afectiva que instructiva. No obstante, por si no se ha percatado el lector o yo lo he resaltado insuficientemente, no creamos que la instrucción y el conocimiento más elevado no tienen importancia. La tienen, pero cuando la naturaleza ha designado, en las edades de la vida, que debe entrar en acción.
Así, el preceptor será, como el filósofo que escucha el melodioso canto del universo, quien habrá sobre todo de escuchar a Emilio. Esa es la mayor cualidad que ha de manifestar un educador: la escucha atenta y constante, infatigable, de su discípulo. Esto se traduce en mostrar la necesaria receptividad a las distintas edades del ser humano. Aquí es conocida la bellísima defensa que Rousseau emprende de la etapa infantil como una forma sustantiva de ser el hombre, que se justifica por sí misma y no como preparación o sacrificio en pos de las etapas futuras. El niño, si muere, y el ginebrino recuerda la alta tasa de mortandad infantil de la época, ha de haber vivido feliz, sin haber sido forzado a comportarse y vivir como lo que no es. Esto es, también, una forma de la muy estoica racionalización de la vida humana que no consiste, como muchos han malinterpretado, en una rigorista llamada a la represión, a la negación de los instintos y demandas corporales, a la implantación en el propio ser de un asfixiante corsé (abunda la metáfora del cuerpo oprimido por los pañales y vendas en la infancia más temprana para resaltar el carácter nocivo de las ataduras sociales). El insuflar razón a la vida no es en absoluto negarla ni reprimirla, sino que es dar al cuerpo y al alma según su medida, la cantidad, trato y elementos que demanda la naturaleza que, en la concepción estoica, deja de serlo, se desnaturaliza, en la sociedad humana tal como la conocemos, y oscila entre extremos de exceso y carencia. Lo que ocurre entre los seres humanos es una suerte de desequilibrio que chirría y genera disonancias con el equilibrio del cosmos en el que el todo armónico (no dialéctico ni portador de negatividades, a diferencia de la concepción cristiana o hegeliana) es lo propio y lo que cada elemento o parte de ese todo debe hacer es incorporarse como nota de la sinfonía celestial. Esto implica que el ser se da en los seres que nacen y mueren, un ser mayor que cualquier suma de sus partes y cuya laboriosa pero serena contemplación es la que puede salvarnos del vértigo y el miedo.
Creo que estas ideas estoicas son el diamante que alberga la extensa obra del Emilio. Es su clave. Rousseau, en gran medida, mira con ojos estoicos. Por lo menos, del estoicismo ya tardío de Roma, en su amado Séneca pero en gran medida muy próximo a Marco Aurelio o Epicteto. Y me atrevo a decir, a pesar de mi cansancio, el frío y el pobre rigor de no indicar fuentes o lúcidas lecturas sobre el tema, que también la clave estoica anda paseando por El contrato social. Es la sociedad reconciliada con su orden perdido, su orden natural pero que en la dimensión de la libertad y la razón humana, exige la hipótesis de un contrato. La metáfora de un contrato entre partes iguales que deciden de manera consciente elegir una vida común para que, de nuevo, un todo armonioso y bello, embellezca y armonice la vida del individuo. Pero para que esta sociedad ideal superadora del caos actual generado por la irreflexión y la ceguera, pueda darse, es preciso hacer emerger la posibilidad y sed de ello en la persona del individuo que firma y toma parte en el hipotético contrato. La educación es el proceso que prepara para ello acostumbrando sin corsés a Emilio a vivir según una cierta regla (¡la regula benedictina, que diría el sociólogo Lerena fastidiándonos este manso resplandor pagano!), evidenciando a Emilio las maravillas de una vida ordenada interior y exteriormente según el mencionado ideal estoico. Una vida sin dolor ni miedo a la muerte, en el caso de los grandes sabios de esta vieja y noble escuela de la Antigüedad. Pero, en esa regulación, insisto, ha de entrar el otro, no es vida solitaria el ideal que cuando algunos leen en el Emilio lo del apartarse de la ciudad, confunden como si implicara una renuncia a la condición social del hombre.
El resultado de todo esto no deja de parecerme una especie de teodicea pero próxima al Oriente budista que acaba disolviendo la gota en el océano para relativizar el dolor. Los vaivenes de la historia cristiana dejan aquí de sentirse y el mal se convierte en parte de una cierta falsedad o inestabilidad que es preciso mirar como algo que en el fondo no existe, aferrándose, el alma estoica, a la eternidad de los astros, las estrellas y el majestuoso, silencioso y helado éter. ¿Hace esto justicia a las víctimas? Aquí no puedo extenderme, nos iríamos hacia otra disertación, pero señalemos un punto flaco en todo este entramado de orden… sin progreso, pero quizás también, y justo por ello, sin víctimas o sin la mirada cabal capaz de contemplarlas. No obstante, este prurito armónico genera también una ética del amor, del saberse volcado a los demás y de actuar inspirado por el deseo de realizar esa armonía e invocarla entre los hombres.
Se ha señalado en este tipo de educación rousseauniana un fondo demasiado próximo a los planteamientos totalitarios, que emergerían casi un par de décadas después de manera explosiva en el Terror jacobino, por la pretensión de anteponer la familia a la escuela. Quizás era la visión del libro de Fernández Liria que comentábamos ayer y en esto tendría razón. Este tipo de pedagogías que priorizan lo educativo frente a lo instructivo, o, la familia ante la institución escolar pública, tratan de fabricar al individuo en su más profunda intimidad y en un proceso que antepone afectos e influencias a la razón y la crítica. De todos modos, hemos indicado que no solo no carece de ese momento de lucidez crítica la pedagogía rousseauniana, sino que toda ella es producto de una gran madurez crítica que, tan solo, comprende que cuando el hombre aprende latín o matemáticas, está también de manera inevitable, removiendo sus afectos. Lo instructivo también remueve lo afectivo y es este principio el que Rousseau recoge escrupulosamente para elaborar en coherencia su proyecto de ciudadano maduro que ha aprendido a escoger bien, a medir y sopesar antes de decidirse por un modo de vida y sociedad natural. Este concordar con el bien, que a su vez emana de concordar con lo natural, es lo que puede hacer felices a los hombres. De hecho, el fin último de todo esto es, más cerca ahora quizás de Epicuro que de la Estoa, la felicidad del individuo. Esta pasa por la felicidad de su comunidad. Es lo que Emilio, sin necesidad de sermones, ha aprendido, que debe vivir, lúcidamente, con los demás y procurar la felicidad de estos porque la suya no se concibe sin dicha felicidad común. Todo, de nuevo, parece girar en torno a ese orden que vertebra, secreta y calladamente, el inmenso universo que todo lo abarca y del que nada queda fuera.
Y muy estoica es también, señalemos para finalizar, una fe rousseauniana en la ciencia, en la lógica, en la verdad formal que pasa antes por el cálculo que por las humanidades. Una fe estoica y bien ilustrada que, en ambos casos, se justifica como el asidero del alma, como el punto seguro, el cimiento fuerte, en el que anclarse en medio del viento de la eternidad. De nuevo, nos sorprende Rousseau. No solo no es en absoluto un crítico de la racionalización matemática o científica, sino que esta opera como el faro del espíritu. El supuesto abogado de lo afectivo y, desde lecturas más positivistas, ajeno a un raquitismo de la ciencia, ha hecho justo de esta, de la ciencia, la daga de su ética. No lejos anda tampoco Pitágoras y el número como ánima de las cosas, y las cosas como lo que, irritante y desconcertantemente para quienes han visto en Rousseau un romántico, nos salvan del naufragio. Y Platón.
Pero bueno, ya está bien por hoy, ha sido un día largo. Mañana más.