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Educación y filosofía
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El inquietante relato de los hechos. Esbozo para una somera descripción del pensamiento revolucionario.
Marcos Santos Gómez
Hay varios hechos recientes que me han producido la extraña necesidad de entenderlos. Como si ciertas noticias removieran la inteligencia y la memoria mucho más que lo suelen hacer habitualmente los acontecimientos en su forma noticiable en las redes sociales o en la decadente televisión de toda la vida. Uno, para empezar, ha sido la controvertida decisión que se ha querido comprender como privada de Pablo Iglesias e Irene Montero de hipotecarse (y digo bien: “hipotecarse”) para desarrollar su “privacidad” en un chalet con piscina, en el campo, acompañados de buenos vecinos y relativas comodidades, sin demasiados problemas sociales que sufrir directamente y un ambiente sano para sus futuros hijos, cuya educación demanda, dicen, esas condiciones sociales excelentes a su alrededor, que por supuesto desean para todo el mundo y de hecho lucharán, insisten, para que así sea.
Esto contrasta con lo que comenté, antes de saberse esta noticia, acerca de la vida de García Rúa, histórico pensador y militante anarquista perteneciente a la ya longeva tradición ácrata del sindicalismo español, en un barrio obrero de extrarradio, en un piso de un horrendo edificio clónico y lejos de las bondades del centro y otras zonas menos humildes. Sin piscina, con vecinos llenos de problemas, parados, buscavidas, modestas “clases medias” e incluso con la marginación más extrema muy cerca. Pisos llenos de ruidos y con una estética en el vecindario lejos del buen gusto del centro urbano o las hermosas zonas residenciales con piscina y jardines donde sembrar el mundo futuro. Algo habitual y nada raro para muchos que viven de esta manera, en este tipo de pisos, y me refiero a las “clases medias”. Pero situarse en una zona deprimida, donde apenas llegan ni los autobuses, donde se invierte menos, donde hay más inseguridad, no es, en efecto, agradable. El caso es que esta realidad marginal y obrera, bien estudiada y conocida por la sociología, es lo que, cuando se deja de ser sociólogo o político, se elude, como si se quisiera no estar donde están los que uno “defiende” como voz, líder o representante político. Uno quiere lo mejor y resulta que lo mejor es no ser como tus votantes. Algo llamativo en la mencionada pareja de líderes políticos, pues además no es el caso de Rúa el único que conozco de personas muy involucradas con la política o el sindicalismo que tomaron la decisión expresa de que sus hijos vivieran y se educaran en barrios obreros. La cuestión es si uno debe estar en el lugar de sus preocupaciones (políticas) o puede adoptar la postura, sin contradicción, de distanciarse simbólicamente y fraternalmente, diría incluso, del lugar social de tus preocupaciones. De todos modos, no se pide hundirse en el horror de una barriada de chabolas, solamente vivir como la grandísima mayoría de los españoles, es decir, como obreros. Esto lo tuvo muy claro, por ejemplo, Simone Weil, que dejó su puesto de funcionaria para ir a trabajar miserablemente en una fábrica que acabó mermándole la salud. Quizás algo heroico y extremo que no se debe pedir a todo el mundo, pero no acepto que por eso se tache a esta pensadora de loca, extravagante, etc. Aceptemos, desde la comodidad de nuestras butacas, que ella tiene razón y nosotros no.
Además, me ronda desde hace tiempo, la famosa frase del Pablo Iglesias de hace ya años: “vamos a tomar el cielo por asalto”, llena del fuego de la santidad. Una frase bella, pero temible para muchos, que creó lógicamente su eco de críticas, porque, de hecho, es una frase que solo puede entenderse dentro de un pensamiento revolucionario. Y sobre la revolución hay mucho que decir y muchos miedos que quitar. Ser revolucionario, se sabe, es incómodo, peligroso, perturbador y hace que uno pueda precipitarse en la incomprensión e incluso la persecución. Generalmente es difícil que nadie quiera cambiar la comodidad de un mundo conocido, aunque malo y dañino, por un salto en el vacío. Por eso, afirmar esta frase cuyo hondo sentido muchos no entienden, sacando a relucir no sé qué de guillotinas y violencias, fue valiente. El problema es que, voy a tratar de justificar, esta atrevida idea no casa con ese modo “privado” de vida en el que uno educa a sus hijos lejos de la pobreza que uno pretende erradicar. ¿Es, pues, necesario, ser uno de ellos, de los pobres, para ser su voz y representación en la política?
Del 15 M me quedó además un triste recuerdo en particular. A decir verdad, el único recuerdo triste de todo aquello. Y es, sin entrar en detalles, la utilización de lo empírico, por parte de algunos sociólogos que trataron de describirlo y entenderlo in situ, para hacer obvia una cosa que es obvia, antes y después de cualquier observación concreta de lo que sucede en una asamblea: que como sociedad, como comunidad, portamos lastres, que nos cuesta organizarnos, que hay dominio y sumisión, que hay quien emplea discursos demagógicos, tácticas incluso de manipulación de quienes deciden qué votar, seductores de la masa, y que en nosotros habla el mismo mundo que combatimos, porque el mundo social es complejo, poliédrico, contradictorio, dialéctico… y vive encarnado en habitus, capitales e inercias de todo tipo. Es lógico. Estábamos en el temible ámbito de lo nuevo, de lo que emerge dolorosa y costosamente, de una libertad que nadie ha aprendido. Así que dichas constataciones empíricas, observaciones y bien trabados artículos no decían nada ni nuevo ni relevante al señalar los modos en que la desesperación y la miseria de nuestro mundo intenta expresarse. Antes bien, su propósito era mezquino: moralizar, sermonear.
Lo que ocurre es que a estos sesgos sociales y educativos de los miembros de las asambleas, se le quiso poner, por parte, ya digo, de ciertos científicos sociales, un contrapeso formal, es decir, político. El ámbito de la política se creyó capaz de contrarrestar el mundo molecular e inasible del pueblo. Es decir, tales observaciones, acaso interesadas, justificaron, para algunos, la necesidad de mantener aquello que justamente se estaba no tanto cuestionando, sino intentando pensar. Al final, todo aquel cúmulo de ciencia social y observaciones devino en que había que dejar a la estructura, con sus partidos clásicos tal como estaba, por formar parte de un cierto orden y razón de las cosas. El orden de la regulación que vivimos como democracia se establecía capaz de curar y contrarrestar, contra la evidencia de la corrupción, por decir algo, el turbulento océano de lo social.
Digo todo esto porque detalles tan inocentes en apariencia como son el que uno viva o deje de vivir en un barrio determinado, en un piso de extrarradio o en un chalet, esconden una polémica teórica, pero muy práctica, entre la perspectiva reformista y la revolucionaria en la política. Mi hipótesis consiste en que la pareja de líderes del partido Podemos han escogido, según manifiesta esta elección que prolonga el invento de una privacidad impermeable, a espaldas de lo público en definitiva, actuar en flagrante contradicción con un impulso inicial revolucionario que por este mismo signo, ya están proclamando que han abandonado. A su favor tienen que en esta contradicción vivimos la mayoría, por supuesto. Su posición es una decisión y afirmación viva, de hecho, que entiende que el mal puede arreglarse desde sí, y que todos podrían, en lo que yo personalmente creo un sofisma y un imposible, vivir como ellos dentro de las reglas del actual sistema económico y político. Están afirmando tácitamente que la estructura, como lo nombraba Rúa, es buena.
Y todo esto se mezcla no ya en mi cansada cabeza, sino en mi permeable espíritu, con dos perturbadoras lecturas. Vuelvo a leer historiografía y vuelvo, como nunca, a mi querido Rousseau. Respecto a la historia, ando leyendo el libro Masacre. Vida y muerte en la Comuna de París de 1871, de John Merriman, ed. Siglo XXI. Busco seguir esclareciendo, si es posible, el hondo nervio que explica el fenómeno (o acontecimiento) revolucionario, aunque pretender saber lo que verdaderamente pasó en aquel lugar y momento es, por naturaleza, imposible.
Y por si fuéramos pocos, parió la abuela. Es decir, que me encuentro unos Diálogos de Rousseau, publicados por Pretextos y prologados, en su edición original, por Foucault. En ellos Rousseau, al final de su vida, halla lo imposible de precisamente narrar la historia, la historia de uno mismo, que es historia, al fin y al cabo, y que por tanto no resiste a cualquier intento extravagante o sarcástico de mostrar la naturaleza estética del propio relato. Así, Rousseau al toparse consigo mismo, en esos raros diálogos publicados póstumamente, se topa con esa nadería que somos, en palabras de Borges, esa falacia que es la identidad que no aguanta el embate de sus propios “datos”. Se acribilla, literalmente, a sí mismo, en un texto rarísimo, extrañísimo, donde Rousseau es, como aquel endemoniado de los evangelios, multitudes. Al tratar de encontrarse o de releer a San Agustín, va y precede en siglos a Foucault. Pero es que, también aquí arrojo otra hipótesis, precisamente es todo ello, este valiente movimiento en torno a su propia nada, lo que lo convierte en cabalmente revolucionario, llegando mucho más lejos que Voltaire, por ejemplo, en su rebeldía.
Hay algo inquietante en la puntillosa descripción que despliega datos, hechos (que son comportamientos entendidos como datos) por parte de la historiografía. Algo inquietante y divertido. Una ironía compartida por la mayor parte de las ciencias sociales. Porque me da la impresión de que cuanto más objetivo se pretende, el historiador más disuelve el propio objeto de estudio, disolución que afecta incluso a los propios datos y hechos en cuanto tales. Yo, en el otro extremo, he llegado a leer historia como si fuera una novela, algo no muy lejano de la ficción. He tenido que elegir entre un turbulento mar de datos o eso. Y he preferido engañarme.
Pero es que el relato objetivo de la historia nunca deja de ser relato y, por tanto, mirada particular y orden (estético) que narra los hechos. O si nos quedamos con la profusión de observaciones y datos empíricos de una tesis doctoral en historia, por ejemplo, dejamos de ver la realidad como, por lo menos, la vemos cuando estamos inmersos en ese mar de datos que dicen que somos. Por ejemplo, como he señalado, actualmente estoy inmerso en la lectura de una monografía sobre la revolución de la Comuna de París en 1871 y a ratos, por muy terrible, real y serio que sea todo lo que cuenta el libro, me parece que leo una novela. Es lo que tienen los datos. Que no podemos mirarlos sin relatos de por medio. La Historia nunca va a dejar de ser un cúmulo de historias y el arte del historiador el de un novelista que no supiera que lo es y que pretendiera invocar en la realidad sus propios argumentos y tramas. Dar vida, a golpe de dato, a sus criaturas. Así que muchas veces, el recurso al dato, curiosamente, acaba terminando en la condición ficcional de lo humano y de la historia. A todo dato o, aún peor, “hecho”, en su lectura, acompaña una tensión extrínseca que lo conecta con las ideas del historiador que desde ellas ve unos pero no ve otros hechos, y de los que ve, les pone la forma y les insufla la mecánica vida y movimiento de un autómata. Como si les diera cuerda.
La objetividad resulta imposible en la historia, en la complejísima amalgama de acciones personales, institucionales y colectivas, guerreras, artísticas, políticas, pacíficas, culturales, económicas que constituye el relato que cuenta un momento y espacio de lo humano. Lo reconocía también Rúa en el escrito que comentamos días atrás, señalando esta tendencia de lo real histórico a deshilvanarse hacia lo incomprensible o, peor aún, ocultar sesgos en su relato, todo lo cual hacía necesaria una segunda mirada no del dato, aunque se conecte con ello, sino de lo más especulativo. Esta es la ironía de la objetividad, que a fuer de perseguirla (y yo me cuento entre sus devotos veneradores cuando hago de profesor universitario) se disuelve a sí misma.
Aunque late siempre, huidiza y fugaz, una cierta sombra de verdad en todo el proceso deconstructivo del revolucionario. Esto puede compararse y matizarse en relación con las recientes filosofías de la deconstrucción, es decir, si prevalece solo una estructura donde estamos inmersos mundo y “sujeto”, que crea los paisajes de la verdad y de la que solo puede huirse suplantándola por otra posición o estructura. Este exceso, mucho más allá del perspectivismo, considera toda verdad (en la historia) una construcción. Así visto, la historiografía al uso se cimentaría en un puro fantasma. Pasando de una a otra jugada, barajando las cartas infatigablemente, sin hallar nada más, nada definitivo en ninguna de sus disposiciones para jugar cada juego. Por esto mismo Foucault no es un historiador, porque aunque se apoya en lo empírico, lo usa desde aproximaciones siempre nuevas, lo tuerce, lo retuerce, lo aniquila, lo presiona, disolviendo tanto la verdad del historiador convencional como la propia verdad del dato, del dato historiográfico, de los demás y el suyo mismo, en una autodisolución que fascina.
Así, un uso a la larga irónico de lo empírico, como el de Foucault, produce una superposición de imágenes, de paisajes, de sombras, de perfiles, de los cuales nada más puede decirse que son formas, formas de algo que arranca de la vida y que sustenta la acción humana, que coincide, según el francés, con el poder. Sólo cabe una gestión del mismo, una precaria captación de cómo sucede. Todo parece desde esta concepción deconstructiva (no revolucionaria) una continua e inagotable transformación y acumulación de más y más maneras de ser y hacerse lo “humano”, y de decirse, y, en suma, de negarse.
Desde luego los atinados estudios de Foucault hallaron importantes “claves” para, desde un punto de vista práctico, liberarnos de ciertas trampas o figuras del poder, que nunca es poder, sino micropoderes, en una estructura antes reticular que monolítica o piramidal como ocurre cuando se funden todos esos micropoderes, toda esa acción e influencias mutuas en el gran aparato del Estado. Una forma de abordar todo ello sana, saludable, como si el pensamiento consistiera en acumular las bocanadas de aire fresco que nos liberen de antiguos venenos que aunque muy viejos y compartidos no dejan de ser venenos. Pero después, no hay mucho más que hacer. Se oscila, se disuelve lo social, ácidamente, y a menudo según métodos empíricos, como hacían los susodichos sociólogos con las asambleas del 15 M. Pero a la hora de la verdad, la política acaba racionalizando todo ello y erigiendo sistemas formales que por muy originales que sean, vuelven a desembocar en el fantasma de un pensamiento político universal, compartible, organizador, que decida las figuras que van a gobernar el mundo social.
Para quien se sale de todo esto, en la imposible medida de lo posible, la historia recupera su espontaneidad, su libertad, inabarcables en última instancia por las teorías de la historia o sociales. Pero, de un modo soterrado, hay verdad y verdades. En este sentido una posición revolucionaria no llega lo lejos que llega, en su ataque a la razón tradicional e ilustrada, Foucault, porque debe mantener, por muy inefable, lejano, ficticio y sombrío que sea, un cierto horizonte, un sentido que aunque se niegue a la historia en su globalidad, hay que postularlo para lo ético y lo social. Un orden en el cual apoyar lo político y sin que lo político lo suplante. Una razón socrática, que no sofística, podemos decir simplificando un poco las cosas. O, una vez más, recordar lo que en esto tuvo que decir el pensamiento ardientemente revolucionario de Rousseau. Digámoslo de otro modo: en la política al uso hay una falta de concordancia entre lo social y lo político, que como dos esferas, existen impermeables y arrancadas la una de la otra. La política actual no introduce la razón en que ella misma se funda en el todo social, ni la sociedad puede hallar su espejo y cabal representación en la esfera política. Lo que pretende el pensamiento revolucionario es vincular una y otra, para que cuando se hable de libertad, justicia y derecho a la vivienda, esta libertad y derechos se den realmente en la sociedad y bajen del etéreo cielo de los ideales perdidos. La política no está para corregir las zonas muertas u oscuras de la sociedad, si la sociedad no se ha fundado previamente en un pacto, en un orden, en una razón espontánea, es decir, desde sí misma. Es lo que diferencia al revolucionario del socialdemócrata.
Hay que presuponer ciertas cosas, como la obvia evidencia del daño, que sugiere, aunque sea negativamente, un positivo. Ese inefable y jamás visto positivo es la verdad. Con lo que estamos en el campo de una teología negativa. Esto es lo que encontramos en Benjamin. Una verdad conmovedora y horrible que de algún modo, explica o interpreta la historia, pero a contrapelo. La constante presencia de un mal irreductible a otros males, ni a interpretación, ni a juego de ficciones. Un mal inapresable por la razón de la historiografía convencional que ha de acudir a estilos forzados, rupturistas, fragmentarios, doloridos, sombríos, para contar balbuceando la historia. Pero acaso un mal que tampoco acaba de asir y entender el pensamiento denominado “postmoderno”. Estamos describiendo otro de los rasgos propios del pensamiento revolucionario, cuya clave nos da, en esta ocasión, el último Benjamin. Algo que pudo captar en su voluntario exilio de la riqueza familiar heredada, en su incertidumbre económica, sus huidas, la persecución, la incomodidad y los retazos que en una poliédrica unidad constituyeron su vida.
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Educación y filosofía
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Walter Benjamin, escritor revolucionario. Lectura de Susan Buck-Morss.
Marcos Santos Gómez
Seguimos tratando de comprender en qué consisten exactamente una filosofía y una pedagogía revolucionarias. Para ello nos centramos ahora en el a menudo críptico y difícil pensamiento de Walter Benjamin, tal como lo fue desarrollando en sus obras postreras, con especial atención al voluminoso y desconcertante Libro de los Pasajes. Como es sabido este consta fundamentalmente, en un setenta u ochenta por cierto, de citas extraídas de las más variopintas fuentes de mediados del siglo XIX, cuando el esplendor del mundo burgués y su cultura en el París que abrió sus “pasajes” era aún incipiente en algunos de sus desarrollos culturales, aunque era ya dueño definitivo de la civilización. Es decir, Benjamin se fijó en un momento concreto de la historia de París que expresaba el ascendente predominio de una cultura y civilización burguesas, que daba las pistas de lo ya que estaba instalado en la sociedad o todavía en parte quedaba por venir. Podemos entender que el final de todo aquello sería el tiempo quietoque vivimos, en el que ya no avanza la historia, salvo la tecnología que crea en su avance la ilusión de movimiento, de cambio de aquello que en realidad permanece siempre igual. La crítica histórica de Benjamin compondría una de las variantes de la denuncia de un horror tecnológico que distintas perspectivas filosóficas del siglo XX han emprendido, el terror de una idea de progreso que parece cubrir con oropeles el espanto que sucede a su paso. Se trata del tiempo muerto, como es evidente, de la actual sociedad de consumo, en el que todo cambia para permanecer igual.
Pero vayamos por partes, procurando un imposible afán de sistematizar lo que Benjamin entendió que solo puede decirse fragmentariamente.
En París se dieron a lo largo del siglo XIX varias revoluciones importantes (1830, 1848 y 1871) y era el prototipo de la ciudad y la cultura burguesas. Ese momento, hacia mediados de siglo, anterior a la Comuna de 1871 y correspondiendo con el Segundo Imperio de Napoleón III y las reformas urbanas de Haussman, inventó lo que hoy sería para nosotros los centros comerciales o los parques temáticos. Entonces, como hoy la idea del centro comercial, el invento (nacido realmente en la década de los años 20 del siglo XIX aunque su esplendor llegaría, como hemos dicho, hacia la mitad del siglo) consistió en la construcción de espacios urbanos que proporcionaban una suerte de sedación narcotizante mediante la sobreestimulación de los sentidos, en los que se vendía de todo masivamente. Con la saturación sensorial procedente del mundo de las mercancías, lo estético conducía a lo anestésico, en palabras de Buck-Mors, lo que dicho de otro modo encarna una paradoja curiosa: la misma estructura social que impedía la satisfacción de una vida lograda, es decir, la que despojaba y despoja a los hombres de la oportunidad de realizarse, administraba, como si fuera una droga, más de sí misma, apoyándose en los sentidos pero para crear una irrealidad con visos de doble realidad. Es decir, los sentidos, instrumento de la captación sensible del mundo y base, por tanto, del realismo, eran la vía de entrada de un descomunal espejismo que acompañaría a nuestra percepción del mundo hasta los días actuales. Paradójicamente, un mundo añadido, sombra y reflejo del mundo real, asumiría mayor consistencia ontológica para los hombres. Un ficticio mundo de placer que como una ensoñación constituiría las veces del mundo por el que las personas ayer y hoy paseamos. Un mundo doble cuya verdad se basa en el engañoso placer capaz de proporcionar y en la construcción a partir de esta seductora y apetecible red de estímulos de una ingente y colectiva falsa conciencia. Falsa conciencia porque torna real lo que es de origen irreal, es decir, la sombra o el espejismo por el modelo, y porque produce también la ilusión de realización mediante aquello que, justamente, nos priva de una realización auténtica.
Los pasajes parisinos, de los que hoy no queda ni rastro (aunque recuerdo haber visitado algunas galerías de ese tipo en la ciudad de Milán, como lugar comercial y turístico), eran calles en las que lo privado se hacía público, pues ellas mismas eran calles de libre circulación peatonal (no entraban los carruajes) a las que se había cubierto con cristaleras y soportes de hierro proporcionando una sensación de interior e intimidad. En ellas paseaban tanto burgueses como vagabundos, prostitutas y maleantes, en un ritual voyeur de contemplación de cuantos objetos se exponían en tiendecitas, superpuestos, ajenos ya prácticamente a toda función que no fuera su estatuto decorativo, su existencia destinada a ser mirados e imaginados adornando el propio hogar. Allí el tiempo quedaba en suspenso, como reflejó la moda de sacar a pasear grandes tortugas (lo que en el centro de las ciudades actuales tomadas por la prisa y los automóviles, sería imposible). Eran estas galerías callejeras además una suerte de personificación de cómo lo estructural, lo público, lo que se da en las relaciones entre los seres humanos, se introducía en un mundo privado de sensaciones amenas y se transmutaba en ello. La estructura se internalizaba y subjetivaba.
Benjamin se fija especialmente en las personas que llama flaneurs, que eran quienes, como los mendigos o vagabundos, pasaban allí sus días intentando trapichear o simplemente caminando sin rumbo, sin tiempo, en una rutina de contemplación puramente ociosa. De algún modo Benjamin pensaba que allí el mundo capitalista se contemplaba a sí mismo, en el apogeo de la ensoñación que le es propia, pero al mismo tiempo las mercancías, captando la atención como fetiches, idealizadas, erotizadas (se daba una intensificación de las sensaciones, una saturación de los sentidos, como por ejemplo las impresionantes perfumerías allí presentes, los buenos restaurantes que ya estaban de moda, la ingente oferta de placeres sexuales que vendían los numerosos prostíbulos o las eternas ristras de telas y sedas de infinidad de texturas que podían tocarse infinitamente), más allá del mero valor de uso y adquiriendo por tanto nuevos precios basados en el puro valor de cambio, sugerían, en lecturas a menudo inconscientes, el carácter de ensoñación de todo aquello.
Quizás uno era atrapado en aquel juego, pero al mismo tiempo se ofrecía la posibilidad en ciertas circunstancias de vivirlo conscientemente. Uno podía darse cuenta de que lo expuesto tenía una utilidad de la cual se había despojado. Y quienes antes percibían esto, el dinamismo del llamado por Marx “fetichismo de la mercancía” por el que las mercancías nublan y ocultan con su glamour lo que verdaderamente hay tras ellas, es decir, el mundo del trabajo y la producción o incluso su simple utilidad directa, eran los vagos, los ociosos, los vagabundos, los pobres, las “busconas”, que desde su desafiante ocio vital, fuera del horrible mundo de la esclavitud laboral y por tanto como seres marginalmente críticos, percibían mejor el carácter de fantasmagoría de todo aquello. Ellos flotaban, literalmente, en el sueño colectivo, como sonámbulos. Seres que no querían ni podían comprar, fuera de los circuitos de la economía, que, contra la idea de Marx respecto al lumpen (proletarios fuera de la cadena laboral, como excrecencias o sobrantes sociales sin función ni visión ninguna que, según Marx, no podían encabezar ninguna transformación revolucionaria), para Benjamin eran la clave, justamente por su libertad en relación al mundo del trabajo.
Quizás Benjamin mantuvo esa especie de simpatía por los más excluidos entre los excluidos, por los seres totalmente marginales y los desechos sociales que ni siquiera se integraban como eslabones de la cadena de la producción capitalista. Irónicamente, me atrevería a decir que su estatuto era, y es acaso hoy, el de una aristocracia invertida, ociosa y con la posibilidad de desarrollar valores y perspectivas que quienes vivimos dentro del sistema, no tenemos. Saben del horror, lo padecen cruelmente y son por él desfigurados, por supuesto, pero pueden mirarlo desde fuera, cosa que la mayoría no podemos hacer, aunque de una manera intuitiva, como si presintieran la trampa. Acaso un raro y odioso privilegio, encarnado en la más pura y rabiosa negatividad del punky actual. En este mundo al revés, como señala la verdad bíblica y cristiana, los últimos son los primeros. Y la conciencia, en su trabajosa constitución, emerge incipiente y dudosa antes en ellos que en nosotros, por eso mismo, por ser quienes están fuera de la oleada consumista que nos mantiene atrapados material e ideológicamente al resto.
Como por arte de magia aparecía en las mercancías expuestas de los pasajes un valor simbólico, ideal, que no era el que correspondía a su uso. Es decir, en aquellos pasajes el burgués y el obrero entraban, literalmente, en una misma ensoñación que constituía el sumun de la cultura capitalista-burguesa. Recordemos que los sueños tienen para Benjamin una doble característica, de expresión de deseos frustrados o de sufrimiento y pesadilla por el malestar sufrido en el mundo capitalista. La primera y más obvia es aquella expresada por gran parte de la literatura burguesa a partir del Renacimiento, desde las utopías como género literario, por la que el mundo tendría un carácter sublime, pero ficticio, en el que lo más real sería lo que habita entre las ideas, en el mullido confort de la cultura, que va superponiéndose a las relaciones reales, materiales, entre los hombres. Hay una especie de segundo mundo superpuesto, edulcorado, en el que se viven sueños que el mundo burgués no puede lograr. Es decir, lo propio de la burguesía es soñar aquello que sabe, inconscientemente, que no puede ser invocado en la realidad y que por tanto jamás va a obtener. Quizás algo semejante a lo que veíamos en entradas anteriores que García Rúa achacaba a la literatura utópica del Renacimiento, es decir, el constituir una fábrica de sueños (curiosamente así se ha llamado algunas décadas más tarde al cine) que no afectan al mundo real, porque se parte de un hondo desdoblamiento fundamental entre los hechos y la historia, por un lado, y los ideales y los sueños. Algo así como el monstruo de unos ideales, que por cierto yo tanto he elogiado como horizontes para la educación, pero unos ideales que no tocan en este caso, ni afectan, a la realidad, porque no están conectados con lo que en ella puede hacerla cambiar. Estos planos ideales no incluyen lo que básicamente produce la necesidad de trazar dichos sueños e ideales, es decir, su causa, su origen social y estructural. Les falta su materia y se han estrechado a un nivel formal.
Así el misticismo y la presencia de una cultura vaporosa, sin pies en la realidad pero gratificante, donde el burgués y el obrero pueden consolarse de su miseria “juntos”, impregna nuestro mundo. Algo que, miedo nos da, parece también representar a la escuela y al mismísimo ideal de la escolarización. Una suerte de amalgama social que es homogeneizada desde un loable afán de justicia y libertad, pero que, como señalan los estudios de Bourdieu, no afecta en absoluto a la realidad dividida que existe fuera de sus muros, con sus juegos de intereses. Aun más, supone una ilusión que refuerza el carácter escindido de la sociedad humana, que incluso lo fabrica cubriéndolo con un neutro velo de equidad y justicia social.
Según la teoría del fetichismo de la mercancía que explicara Marx, vivimos en ese sueño por el que las cosas valen a partir de fenómenos sociales de explotación o especulación que escapan a su valor real, a lo que él llamó, en El capital por ejemplo, “valor de uso”. Contra lo que también hoy se nos hace creer, que las mercancías valen realmente el precio estipulado, basado, supuestamente en su utilidad y el trabajo empleado en hacerlas, su mera presencia y su precio ostentan sin embargo la condición de fantasmagoría, es decir, se basan en una mistificación por el que la mercancía se tiñe de simbolismo, erotismo y virtudes que son las que de verdad están detrás del atractivo que ejercen para nosotros. Nos atraen sin saber siquiera qué nos traemos entre manos, como ocurre con los narcóticos o el opio. Repito, apelo a la fascinación universal por los grandes y suntuosos centros comerciales cuyos clientes en su mayoría son hoy pequeños empresarios a un paso de la pobreza, asalariados y obreros. Así que, incluso el precio de la mercancía en el centro comercial (hoy para nosotros) oculta lo que la mercancía es, de verdad, es decir, su auténtico coste en dolor y sufrimiento, subsistiendo invisible en ella el mundo de opresión y relaciones humanas de dominación y explotación. Pero se da la circunstancia de que es en este mundo evitado y reprimido que nadie procura mirar donde realmente ocurre la historia y es el lugar donde la conciencia crítica imbuida y dinamizada por el sufrimiento es capaz de adivinar la “verdad”.
Un mundo que se ha desdoblado en un bello espejismo que constituye el ámbito de lo superestructural, es decir, la cultura. Las relaciones humanas impregnan la cultura, pero a menudo como negativos que dan la vuelta a las cosas, tornando bueno lo originariamente malo. Así, aunque parezca lo contrario, también en la dimensión cultural se nos priva de una vivencia que corresponda claramente con el modo de relaciones y el modo de vida al que se nos aboca. Si vivimos en y por ella, vivimos en la pura ilusión, en un ámbito fantasmal.
La realidad de tanta fantasmagoría es, en última instancia, la dominación, un modo de dominación social definido, que llega a constituir la verdad de las cosas, y que entre otros efectos ostenta el privarnos del carácter de libre acontecimiento de la existencia humana. Esta es restringida, puesta entre moldes y forzada a detenerse, a ser de un modo particular. Estamos lejos, claro, de concepciones que a fuer de comprender el poder, en cierto modo, lo naturalizan (aunque decir esto suene a barbaridad y sacrilegio, el aludir a lo natural entre quienes lo disuelven deconstructivamente); es decir, concepciones que convierten al poder en un fenómeno generalizado que la vida del hombre siempre va a padecer, ora para mal, ora para bien y que es cuestión de cómo se gestione en el microcosmos de las relaciones humanas y sociales, o en el macrocosmos de la razón política. Acaso también disuelvan estas ideas fuertes y monolíticas del poder, llenándola de matices, rasgos y circunstancias. Desde luego, estas corrientes filosóficas cercanas al postestructuralismo pueden acusar a la idea anarquista acerca del poder de ser la propia de actuales sectas gnósticas que no acaban de comprender y reconciliarse con la realidad humana, con lo fáctico, con lo que las cosas son. Y el anarquismo en su vertiente práctica, sobre todo, no puede aceptar bondad en poder alguno, en toda sus manifestaciones fenoménicas o incluso ontológicas. El poder es, como la estructura del Estado, un añadido que tapa la espontaneidad humana, la cual se opone, por tanto, a cualquier forma de dominación. Una especie de cobertura artificial que el hombre ha creado, sin estar determinado a ello. En fin, aludo a todo esto de un modo somero y rápido sin entrar por ahora en matices.
El materialismo de Benjamin parece suponer que el vínculo con el ser del concreto ser humano, entendido como “modo de ser” o “existencia”, se realizaría desde una perspectiva que está teñida de capitalismo. Su “definición” (o "humanización" en el término habitual de la pedagogía) se realiza en la historia que en la medida que se cosifica, cosifica al existente. Una invasión entificadora de lo ontológico, podemos adivinar titubeantes, que encorsetando y determinando a la historia, encorseta y cristaliza al hombre concreto. Una invasión en la que entran en juego factores como la tecnología (por ejemplo hoy asistimos a una redefinición del hombre, de lo humano, traída por internet, que implica un nuevo modo de ser aquello que llamemos “lo humano”). Este es, precisamente, el lado espantoso del mundo capitalista, la profundísima coacción a la libertad para que el hombre se autodefina entre lo espontáneo individual y colectivo.
Si trasladamos todo esto a la escuela, según Benjamin esta sería un entramado de ideales que ni se realizan ni estarán jamás realizados, que crea, literalmente, ese segundo mundo de la cultura que se enseña y que como una cortina va tapando de los ojos de los hombres lo que hay detrás de ello. Sería una función, como la que Marx atribuía a la religión, opiácea, por la que la escuela actuaría como una adormidera que nos haría creer que su mundo, el expresado en sus ideales, rituales, contenidos, pedagogías, es el verdadero, el bueno, y que el universo de los hombres se halla plagado de buenas intenciones y de justicia. Así, la escuela contribuiría al gran engaño del mundo capitalista, eliminando de sí todo elemento que responda a la realidad del trabajo y las relaciones entre los hombres en el mundo capitalista. Algo que comparten las explicaciones más pesimistas en torno al origen burgués e ilustrado de la institución escolar. En definitiva, un lugar donde se crea en gran medida al hombre desdoblado, mutilado y parcial que todos somos en la sociedad capitalista y que las experiencias socialistas en los antiguos países comunistas trataron de remediar, con mejor o peor fortuna, pero de manera sugerente y creativa que aún hoy deberíamos tener muy presente en la pedagogía (pronto nos dedicaremos a ello por aquí).
Este universo cultural de las ideas y valores es muy seductor y engancha, pues en él se vive como si fuera real la ilusión de un mundo diferente, justo, humano, altruista, generoso, pacífico. Pero el materialismo histórico de Benjamin trata de hallar una pedagogía alternativa que destaparía esta ideología, para dar la vuelta a todo, poniéndolo patas arriba, con el fin de que se visualice lo otrora invisible, es decir, la realidad, lo que ocurre de hecho en la historia y en la sociedad capitalista. En su libro sobre Benjamin, Susan Buck denomina a esto justamente una pedagogía materialista, que sería la que Benjamin emprende y aborda en muchas de sus obras, quedando expuesta en las Tesis sobre el concepto de historia. En ellas trata de “explicarse” (al modo críptico, asistemático y fragmentario que para Benjamin ha de asumir el lenguaje que trata de captar lo real) el proyecto del Libro de los Pasajes, mostrando esas verdades o realidades ocultas para nosotros, paseantes y compradores en un mundo ficticio cuya consistencia es apenas la de un sueño.
La verdad de la historia es, para Benjamin, la de la dominación y el final cruel de todos los sueños y utopías. Hay esta anticipación en la cultura burguesa que en momentos como los vividos en los pasajes parisinos puede manifestarse con estridencia en su naturaleza onírica. Es muy obvio que en el mundo ideal mostrado en ellos, se suspende el trabajo, la utilidad, el desdoblamiento entre lo público y lo privado, la explotación visible y que todo ello exulta en su carácter mítico. En el mundo capitalista se vive, como en la infancia, en un mundo de sueños, pero por mucho que estos parezcan ser sueños individuales de realización personal, la verdad es que no hay redención individual, salvo en un hipotético cielo de fantasmas, y que toda redención y origen de los deseos frustrados es histórica y colectiva. El niño capta en sus juegos el valor simbólico, mítico, que pueden adquirir los objetos, y juega con ello, lo presupone, lo inventa.
La importancia de las cosas menores para los niños imita lo que ocurre entre los adultos, es decir, la imposibilidad de limpiar de mito a la mirada. Así, en su exceso mitificador, el niño denuncia, inconsciente, lo que el mundo de los adultos está haciendo también con las cosas tornadas mercancías y objetos de deseo. El niño capta lo aurático y lo mítico con facilidad, en el paisaje urbano, por ejemplo. Alude Susan Bucks a textos autobiográficos de Benjamin en los que va señalando esto al hilo de sus recuerdos infantiles en Berlín. Pero el niño, en realidad, no inventa esto, sino que descubre el mito que con disimulo se desliza ante nuestros ojos en cualquier recoveco urbano del mundo capitalista. Un movimiento interpretativo que representa el primer paso para la redención. Es decir, en Benjamin hay un esfuerzo constante por desempolvar de mito a las cosas y desvelar, al mismo tiempo, la naturaleza de los sueños, su origen.
Lo que más difícil resulta de seguir en Benjamin es el modo en que, concretamente, se desarrolla esta pedagogía materialista, en palabras de Susan Bucks. Aquí una clave estaría en el mencionado Libro de los Pasajes. El esfuerzo filosófico del mismo estriba en destapar, justamente, lo onírico, haciendo que los objetos y las citas extraídas tanto de la gran literatura como del más variopinto universo de los textos desechables, prospectos, anuncios, informaciones útiles, edictos oficiales, periódicos, etc., al modo de fragmentos, si son puestas en relación, es decir, mostradas junto a otras citas de ya pasada y caduca utilidad, como relámpagos, iluminen constituyendo lo que Benjamin llamaba constelaciones, una imagen dialéctica en la que muchas veces se muestra lo oculto que a menudo contradice el propio significado de las citas tomadas individualmente. Así, las cosas y los mensajes encierran, oblicua y dialécticamente, su contrario. Se despierta el verdadero sentido de las citas, opuesto al significado literal. Una suerte de juego cabalístico (o incluso freudiano) tomado por Benjamin en su dimensión materialista, no teológica al modo de Scholen. Así, el saber al que podemos aspirar, acerca de nosotros mismos, irrumpe en lo fragmentario devastando la ilusión de la identidad o el mensaje directo, supuestamente, de las cosas.
Un fragmento da, pues, la clave, si se descontextualiza y se coloca en un nuevo universo compuesto por otros textos y fragmentos. Así, esforzadamente, se puede ir mostrando lo que está ocurriendo, abriéndose paso entre los sueños y fantasmagorías del mundo burgués. Y lo que hay detrás de tanto sueño vaporoso es la imposibilidad material de su realización. Es decir, una estructura que impide que todos los hombres se realicen es la que desata el deseo y su satisfacción simbólica en los márgenes irreales e inconsistentes de lo onírico. Los sueños van a constituir este universo ideal que solo se realiza en lo cultural y en las ideas. Pero al mismo tiempo hablará, aún más oculto, según una clave freudiana que Benjamin me parece que seguía, el carácter de pesadilla de nuestras vidas. Nuestros sueños son, pues, de dos tipos: ideales falsamente realizados como cultura y, también calladamente obvios, los que son pesadillas que expresan nuestra miseria como clase, es decir pesadillas de “barriga llena” o de “barriga vacía y de hambre”, señala Buck-Morss.
Mientras permanezcamos en este mundo burgués y en sus trampas, no habrá redención posible. Es lo que expresan sobrecogedora y contundentemente las Tesis sobre el concepto de historia. La historia, una vez se supera su modalidad onírica e ideológica, que es la que Benjamin denomina el “continuum”, no constituye un progreso ni una línea, no hay una única dirección, contra lo que estudiamos y leemos al intentar saber algo de ella, sino que también está teñida por lo fragmentario. En palabras de Benjamin, las "ruinas". Por eso, la historia que late por debajo del sueño del progreso, la historia real, es horrible, pues desarrolla antes bien el dominio, el engaño y la opresión, dejando como sedimento un vasto reguero de víctimas. Esto es lo que se ve por debajo del relato de los hechos. Así, Benjamin parece apuntar a algo semejante a lo que las deconstrucciones posestructuralistas de la segunda mitad del siglo XX y la actualidad llevan a cabo. Pero hay que percatarse bien de que el marxismo de Benjamin apunta a una verdad, una realidad que puede ser alcanzada y diferente ontológicamente del universo onírico y la falsa conciencia que se están disolviendo con cierto tono deconstructivo.
Hay, pues, en Benjamin un trabajo que hacer en lo cultural que, si tiene éxito, nos muestra una verdad. Pero para ello, y de ahí el genio revolucionario de Benjamin, hay que obrar un ruptura, llenar de grietas el continuum de la historia y el bien engarzado mundo onírico que, como en la película Matrix, todos creemos vivir como algo bueno, razonable, real, justo, obvio, etc. Un sueño al que contribuyen desde las leyes y el Estado, a, como hemos señalado, el relato de la historia (la historiografía y el historicismo) o el simbolismo onírico de las mercancías y toda la cultura que es propia de la sociedad de consumo. Es esta concepción pesimista y fragmentaria de la historia la que resulta propia de una aproximación revolucionaria a la misma, frente a las ideologías que de un modo u otro, incluida la socialdemocracia, justifican el carácter razonable y justo del todo, la posibilidad de una redención sin abandonar la estructura que constituye el infierno materializado al modo de la síntesis hegeliana, por ejemplo. Estas supuestas superaciones que se plantean desde la estructura de dominación y sin abandonarla, acaban confundiendo mito con realidad, igual que lo hizo el pensamiento ilustrado que se decía lo contrario de lo que era, y en la política actual, el liberalismo, la democracia cristiana o la socialdemocracia. También el marxismo clásico, a su manera continuista, del comunismo y del antiguo mundo soviético. Benjamin, como Freud, se va a fijar en los actos fallidos, en las asociaciones libres del pensamiento, en los sueños y su materia, para descifrar el mundo real que en ellos se insinúa oblicuamente y que ante estos ojos exentos de mito del historiador materialista, se alza como algo brutal, donde prácticamente nadamos en sangre y cuyos parciales bienestares, incluidos el disfrute de la alta cultura, presuponen un odio ciego y una dominación espantosa. La lectura de las famosas Tesis causa esta conmoción. Dicen algo impresionante, como una tormenta que de pronto revelara energías ocultas en la historia, discrepancias dialécticas existentes en el buen tiempo, apacible, de unos instantes antes de que estallara el relámpago. Pero esta pedagogía impregnada del sufrimiento (cuya memoria es mantenida, según expresa Benjamin en la conocida primera tesis del autómata que juega al ajedrez, por la teología, que da su “sentido”, de este modo lleno de negatividades y al estilo impugnador de la teología negativa, al materialismo histórico, obrando ella bajo él, y no al revés) es la única posibilidad de redención, colectiva, no individual, que, a un paso del abismo, de manera incierta y precaria, aún tenemos los seres humanos sin que nada esté garantizado. Hablamos de un saber negativo, como la teología. Los muertos siempre “estarán ahí”, clamorosos; y la historia, tal como la conocemos, no admite resolución alguna definitiva respecto a la carga de dolor que porta ni es posible tampoco aspirar a que sin más lo que ahora hay se supere algún día con una transformación cualitativa desde sí. Este es el "significado" oculto y silenciado de las víctimas.
Bibliografía:
Buck-Morss, S. (2014). Walter Benjamin. Escritor revolucionario. Buenos Aires: La Marca editora.
Se trata de un libro que contiene varios artículos de la gran estudiosa de Adorno, Benjamin y la primera generación de la Escuela de Fráncfort. Fueron publicados en torno a la primera edición crítica del Libro de los Pasajes a principios de los años ochenta, obra póstuma e incompleta de Benjamin que en español han editado recientemente Akal y Abada editores, que yo sepa.
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Educación y filosofía
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Leyendo a José Luis García Rúa (y V). Notas sobre el pensamiento revolucionario.Marcos Santos Gómez
Si algo nos mueve para dedicarnos con toda seriedad a la lectura de los textos de Rúa, si bien no de un modo exhaustivo por el momento, es, además del parco esbozo de una melancólica semblanza de alguien que vivió admirablemente, responder o comenzar a responder a la pregunta sobre lo que define en esencia un pensamiento y una praxis revolucionarios. Nos preocupa el tema porque para ciertas concepciones del mundo que vivimos, profundamente marcado por el capitalismo, es posible que haya algo patológico intrínseco y que, como un sistema cerrado, impida la superación de este daño sistémico o estructural a las personas o, dicho más filosóficamente, la dignidad de las personas. Que el capitalismo tiene mucho de nocivo se ha dicho de muchas maneras y desde perspectivas incluso antitéticas, que van desde las críticas personalistas- cristianas, por ejemplo, a las que entroncan de un modo u otro con filosofías materialistas, bien sean las que Rúa denomina “utópicas” (utilizando el apelativo marxiano, pero no con sus connotaciones peyorativas) o de índole marxista. El propio pensamiento utópico o el marxismo no deben, tampoco, reducirse a un solo estilo, pues hay una enorme pluralidad de concepciones y matices dentro del pensamiento tanto utópico como marxista.
Para Rúa, el daño ocasionado por la “estructura” capitalista resulta invencible. Hay en ella una poderosa inercia que conduce a los hombres a sufrir una dominación sofisticada, perfecta, que jamás va a, como dice él, suicidarse. Una estructura no puede negarse ni desestructurarse, aniquilarse a sí misma. Como el pensamiento estructuralista indica, en una estructurase da una autonomización de un modo de relación entre los hombres que actúa fatal y ciegamente siempre sirviéndose a sí misma, como algo cualitativamente distinto a la suma de los individuos, de los concretos seres humanos, que participan en ella. El mero hecho de este engendro o leviatán sobre las vidas de los seres humanos, produciendo su lógica, su funcionamiento, como una bestia que es la máquina de la dominación exteriorizada, como una anónima “personificación” del mal que sufrimos, resulta una imagen espantosa y una irracionalidad. Irracionalidad porque no es una situación natural, para Rúa, creemos; es decir, no es lo que los hombres, en su comportamiento espontáneo tenderían a crear. Este macroentramado responde a leyes propias, lo ha generado la dominación en algún momento histórico y ostenta sus particulares exigencias que como un inmenso Moloch ha de nutrirse de la savia humana.
El Estado se confunde con esta estructura de dominación y también resulta algo artificial que se eleva por encima de los propios hombres y actúa en contra de una cosa que para Rúa caracteriza al hombre, cuando no ha de servir a sus propios engendros que cristalizan en una suerte de exterior. Rúa opone a esta artificialidad un concepto que define el modo natural de desenvolverse las relaciones humanas y, también, la historia. Un modo que, insiste, no sigue leyes absolutas ni responde a teorías simplificadoras, de índole metafísica o científico-positivista o modos de pensamiento ya teñidos por una cierta parcialidad de antemano como sería el pensamiento político. Se trata de lo que él denomina “espontaneidad”. Los actos del hombre, pues, obedecen a este principio de la imprevisibilidad propia de aquello que se mueve a partir de dinamismos singulares, locales, particulares, como las épocas en la historia que sólo pueden explicarse desde sí mismas, pues se han producido a partir de fuerzas que eluden cualquier réplica o predicción. Rúa estudia esta idea, vinculada a la libertad (la cual ya no es el conocimiento y consciencia de la ley que nos rige fatalmente, sino el conocimiento cabal del momento particular en que nos hallamos, absolutamente particular, o sea, no asociado a ninguna cadena que lo explique en una relación de continuum con el resto de las épocas y la historia general humana), esta idea, decimos, la estudia muy detenidamente en Proudhon. A este autor utópico, Rúa le concede un enorme valor, considerándolo una de las grandes fuentes del pensamiento anarquista contemporáneo. No tengo previsto parafrasear su larga disertación y exposición sobre el socialista francés, pero baste señalar que parece responder en gran medida a ideas que seguramente Rúa asumió con seriedad él mismo. Defiende, de hecho, su elevada categoría no solo como pensador teórico, sino como alguien que partió con escrupuloso rigor de lo empírico, negando así las acusaciones de idealismo de que fue objeto por parte de Marx. La verdad es que las reflexiones de Proudhon, y sobre todo en sus obras posteriores a la conocida ¿Qué es la propiedad?, la mayoría difíciles de encontrar, son estudios muy meticulosos sobre tópicos de la sociología y de la crítica al capitalismo que vienen a desembocar tanto teórica como prácticamente, en el rupturismo propio de los revolucionarios.
Proudhon, en su hondo análisis del capitalismo, resalta que la cohesión de este es tal, junto con la impregnación en las mentes de una ideología hegemónica que sirve y refleja a la estructura (según Rúa, es muy posible que Marx tomara esta idea de Proudhon), que es imposible esperar una suerte de autodestrucción, como decíamos líneas arriba, del capitalismo. Hay un eficaz y complejo proceso de reajuste por el que, y se decía esto ya en el siglo XIX, se crean ilusiones o mejoras que cierran otras posibilidades. Por eso, tras su largo análisis, Proudhon concluye que solo un movimiento rupturista que elimine la trama estatal y dé curso a las relaciones humanas que emanan de un mundo industrial que ha de organizarse, sin que sea el principio de autoridad el que lo rija, sino la gestión y la mera organización, podría ser lo que fuera construyendo un nuevo modo de sociedad. Creo que aquí habría que pensar a fondo la bondades o maldades que tiene nuestra forma de organización política por medio de partidos. Desde luego, los socialistas utópicos, padres de la sociología contemporánea, no niegan la sociedad y sus complejos modos de relación “espontánea”, pero sí niegan que la organización partidista conserve dicha espontaneidad, pues significa el comienzo de la alienación del hombre en sus instituciones. Lo que la actual sociología, que no politología, ha de estudiar es si es posible ese ser social ajeno a la organización estatal y política, que es capaz de desenvolverse y desplegar sociedades sin el ya viejísimo recurso a las instituciones. ¿Es posible una sociedad organizada que mantenga el modo de vida industrial contemporáneo sin el Estado o las demás instituciones? La discusión, por tanto, está en la posibilidad o la imposibilidad de una humanidad libre de instituciones sociales o políticas. Sin ser yo en absoluto experto y ni siquiera aficionado a estos temas, entiendo que es este uno de los grandes puntos cuya discusión es propugnada por la utopía anarquista. En principio que el hombre actual inmerso en una forma técnica y complejísima de segunda naturaleza pueda prescindir de los modos pautados, burocráticos, jerárquicos que con propios de la instituciones, puede parecer un disparate, pero aun así, me parece que hay que aceptar el envite de esta perspectiva de la sociología revolucionaria para que, en el mejor estilo de la razón, de la vieja razón, nos replanteemos si seguimos un curso ineludible y fatal en la historia o podríamos aunque sea imaginar con cierta seriedad otro modo de ser las cosas, de ser las cosas sociales. Los utópicos, en cualquier caso, no han especulado en el vacío, como tanto hemos dicho, y desde los clásicos a Rúa se han esforzado, por el contrario, en aproximarse lo más posible a la realidad de los “hechos” sociales, por ser empíricos, por describir con la mayor fidelidad y neutralidad posible a la sociedad.
Respecto a la idea de una estructura jerárquica, tan natural para nosotros, Proudhon, así como Saint-Simon o el propio Rúa, entienden que las mismas no tienen mucho sentido ni son, hoy, necesarias. Podría prescindirse de ellas si primara la razón, en lugar del dominio. Según ellos, en las instituciones se da antes una cristalización de un modo capitalista, en la actualidad, de dominación, antes que una necesidad organizativa. Curiosamente, con mayor fuerza en Saint-Simon, es una especie de ideal de la eficacia el que, contra el tópico que justifica la organización capitalistas de las fábricas y empresas, ha de superar la vieja estructura jerárquica.
Creo que es además el concepto o la idea de la “espontaneidad” tanto personal como en el movimiento de la historia, lo que podría acercar el anarquismo práctico, o anarcosindicalista, a ciertas formas de anarquismo epistemológico o teórico de la actual filosofía. Pero es cierto que incluso en Rúa parece existir una forma de racionalismo que, en contacto y rectificación constante y estrechos con la experiencia, con lo empírico, sí puede hallar explicaciones asumibles en lo real, desde un provisionalidad que, dijimos en otra ocasión, no es la del racionalismo crítico popperiano, sino, de nuevo, la que se va dando como saltos o rupturas (lo que recuerda, desde luego, a las teorías más críticas con el realismo científico tal como se han dado en Kuhn o Feyerabend). El hombre sí tiene un instrumento que ha de ir ajustando explicaciones en el mundo y que le sirve ciertamente para hallar claves o pistas sin pretensión de llegar a nada absoluto. Es este dinamismo de la razón que tantea y siempre se queda corta, que apenas llega a comprender en su complejidad a la historia o a la sociedad, la que parece gustar a Rúa y la que van ejerciendo los llamados utópicos del XIX, en especial, según la opinión del filósofo asturiano, los mencionados Saint-Simon y Proudhon.
Precisamente el rupturismo epistemológico de los paradigmas, en la reciente filosofía de la ciencia, es el que concuerda con la teoría y la práctica revolucionaria. La realidad, inabordable de manera última y total, que se desliza y parece realizarse siempre en el espacio que queda fuera de toda pretensión de incorporarla cognoscitivamente a las propias ideaciones, porque obedece a pautas circunstanciales y parciales en inalcanzable transformación, es la misma realidad y situación de la sociedad humana. Lo que sí queda claro, a partir de Rúa, es que con ejercicios de una razón apriorística, esencialista y teorizante, sin incorporar lo empírico, no llegamos muy lejos y, aun peor, ni siquiera empezamos a comprender nada. Al contrario, estas teorizaciones en sí mismas sí provienen, contra aquello que se jactan, de la propia experiencia y de la sociedad que, en un juego similar a una danza, según lo explica Proudhon, van generándose una a otra. Lo que esto quiere decir es, como imaginará el lector, que estamos ante ideaciones ideológicas, es decir, cómplices con una determinada estructura social a la que se blinda mentalmente para impedir cualquier cambio sustancial.
Es tal la cerrazón y la adhesión ideológica a un mundo social concreto, que al revolucionario solo le resta un salto, una ruptura, según Proudhon. De hecho, por volver a nuestra primera intención al iniciar estas líneas, como elemento fundamental del pensamiento y la práctica revolucionaria está la ruptura. No hay, para el revolucionario, mediación posible o reconciliación al modo de una síntesis hegeliana. Siempre van a generarse negatividades imposibles de asimilar, lo que podría, hipotéticamente, iluminar la conciencia de los oprimidos, pero por diversos juegos también de la propia ideología que explica Proudhon anticipando explicaciones del siglo XX, esto no ocurre. De todos modos, en el siglo XIX había una cierta esperanza en que, paradójicamente, la desesperación de los oprimidos obrara como un resorte infundiendo la intuición de que, en la conocida imagen de Walter Benjamin, el tren hubiera que pararlo y bajarse de él.
Las estructuras de poder imponen de un modo fatal la perpetuación de este poder, a menudo anónimo, y tiznan la conducta humana que se realiza dentro de este contexto. No es posible, diría Benjamin, el ideal conciliador de la socialdemocracia, según el cual, sería posible una especie de regulación por la que el capitalismo se tornaría “humano”. Esto es imposible por definición, pues la estructura en sí, actúa, hemos dicho, como un inmenso y monstruoso Moloch. De manera que el Estado sería una aberrante excrecencia del mundo capitalista que ha tomado vida, que se ha tornado más real que los propios hombres, anulando su espontaneidad.
Por eso, otro rasgo del pensamiento revolucionario es que se dirige a lo social, y no a las estructuras políticas. Es pensamiento social, no ciencia ni filosofía política. Y es aquí donde Rúa resalta el papel crucial de Rousseau que justamente personifica esta mirada socializante frente a sus amigos reformistas, los enciclopedistas ilustrados, que ideaban formas políticas de existencia de las sociedades. Ellos apuntaban a problemas vinculados al Estado, que pasaban por reformas o reconsideraciones del modo de gobierno de los hombres, bien fuera republicano, democrático, etc. Rousseau apunta a una dimensión más básica que coincide con la dimensión de lo social, es decir, con el trato realísimo y directísimo de los hombres entre sí, sin mediaciones cosificadas y cosificadoras como el Estado.
Aquí es donde este pensamiento ha de rizar el rizo de la explicación de cómo se puede organizar la vida humana sin organizaciones. El propio Rúa, en un panegírico póstumo o elegía a su amigo García Calvo afirma recordar las larguísimas discusiones que mantuvieron en torno justamente a esta idea de la necesidad de mantener o no organizaciones como lo son los sindicatos, aun basados en la democracia directa. En cualquier caso, el anarquismo opone cualquier tipo de formalismo a lo que ellos designan como lo “espontáneo” o, en el caso de Rousseau, lo “natural” que no es tanto o totalmente una naturaleza humana o esencia, sino un desenvolvimiento espontáneo, anti-institucional, dinámico, creativo, de las relaciones humanas que sí puede ser recogido por la razón en una teoría contractualista que es, hemos dicho, antes explicación de la sociedad que justificación del Estado, como lo era para Hobbes o Locke.
Señala Rúa, nada menos: “Rousseau es el primero que hace ver que la esencia profunda de todos los cambios estructurales auténticos no puede radicar en las transformaciones superestructurales del mundo político, sino en auténticos cambios de las estructuras sociales. Él es, pues, quien descubre que el problema fundamental se riñe abajo, en el seno del pueblo; ahí es donde tiene que radicar la revolución. Rousseau hace esta afirmación, justamente cuando sus compañeros de Ilustración estaban pensando en la transformación de las instituciones en un sentido pura o eminentemente jurídico. Son, pues, dos posiciones totalmente diferentes” (pp. 196-197).
En todo caso, los ilustrados promovieron, como señalamos días atrás, una revaloración de la experiencia que en el siglo XIX se transformaría en la importancia de la praxis. Pensar incluye de un modo lo más fiel o cerca posible, en un reajuste mutuo, a lo empírico. Precisamente, este parece ser otro rasgo típico del pensamiento revolucionario. En esto, notables autores posteriores han ido siendo más o menos fieles. Pensemos, por ejemplo, en el valor “cognoscitivo” que la negatividad “empírica” del dolor y el daño, del sufrimiento acarreado a la vida humana, experimentado o vivenciado por ella, tiene para Adorno. Hay una procedencia “externa” a la razón que va a orientar su signo, en la medida que quiera atenerse a la realidad y no a especulaciones ideológicas en las que sigue estando la realidad pero como fantasmagoría y justificación inconsciente del cauce de la misma.
La idea del pensamiento social rupturista, que es capaz de detectar una quiebra en lo social, por ejemplo entre su materialización concreta y el ideal al que aspira, es decir, el pensamiento que atiende a la contradicción, a las incoherencias del todo sistémico y consistente, será lo que dote a este de potencia revolucionaria. Dicho de otro modo, y sintetizando algunas notas ya apuntadas, será el daño real, concreto y las fisuras por las que se sugiere una inconsistencia esencial en lo que se reajusta para ser imposiblemente consistente, será, decimos, lo que convierta al pensamiento en pensamiento revolucionario. Si alguien entiende que hay un daño connatural al sistema, que la estructura en sí es el problema y que solo pueden abordarse las heridas radicalmente, es decir, impugnando el todo que se nos presenta como lo único, sin mediaciones ni posibilidad de ellas, nuestra “solución”, nuestra praxis, se tornarán revolucionarias. Pero en continuo contacto con los hombres, inmerso en el mundo de las relaciones, en la interacción directa con los demás.
BibliografíaGarcía Rúa, J. L. (2013). Reflexiones para la acción (IV). Badalona: Centre d’estudis llibertaris.
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Educación y filosofía
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Leyendo a José Luis García Rúa (IV). Teoría, praxis y melancólico panegírico.
Marcos Santos Gómez
La clave que va a orientar la interpretación que José Luis García Rúa va a esgrimir acerca de las utopías de la Modernidad tiene como elemento principal la exclusión de toda concepción idealista de la cultura. Para él, la potencia cultural que pudo tener la Antigüedad clásica, la seducción que ejerce, no explica por sí misma su atracción y revitalización en el Renacimiento. No hay ideales separados de su sustento “terrenal”, de manera que aunque el mundo clásico ejerza un intenso magnetismo sobre nosotros y reaparezca o, mejor dicho, se encuentre soterradamente presente en todo tiempo, su estética está siempre reelaborada, nunca reproducida tal cual fue. Resulta imposible que sea de otro modo, pues como el propio Rúa señala en algún momento, no hay repetición posible en la historia ni simplificaciones abstractas en torno a ella y, por tanto, tampoco pueden extraerse de la misma conclusiones o consejos para el futuro. El movimiento en que consiste la historia es singular y por tanto solamente explicable en cada época por sí mismo, desde sus propias fuerzas e inercias y por tanto no hay explicación que agote dicho devenir inabarcable.
Sería un trabajo interesante, en este sentido, tratar de conectar a Rúa con los distintos “anarquismos” teóricos de la actual filosofía para hallar su afinidad, si la hay. En cualquier caso, para él, el anarquismo es esencialmente práctico, no teórico, y ha de desembocar siempre en lo que en definitiva justifica los esfuerzos de la razón teorizante, o sea, la praxis. Esto implica que el conocimiento cabal de la historia, de la realidad histórica donde respiramos, se ha de ejercitar más allá del propio “despacho” y que su campo dinamizador ha de ser la práctica revolucionaria. Es solo en esta, en cuanto ruptura real, vivida y vivenciada con un mundo que no es capaz de resistir a la menor impugnación de la razón, donde se prueba el pensamiento y donde el pensamiento ha de medirse en la pugna con lo real que a su vez orienta el curso del propio pensamiento. No tiene, por tanto, sentido pensar al modo de un acto solitario y formal, sino, tal como la propia actividad y vida de Rúa expresan, el pensamiento válido es aquel que interviene y transforma el mundo, que lo dinamiza, rehace, so pena de que simplemente estemos ejecutando una razón encubridora o, empleando la terminología y el sentido marxista, ideológica. Exactamente la visión que de la teoría de la educación y la propia educación ostenta nuestro querido Paulo Freire.
Aunque uno crea que su particular labor teórica funciona de manera inmune a lo político, al modo de discursos perfectos, cristalinos y acabados, sí mantiene, aunque sea de manera implícita, poderosos e ineludibles vínculos con la praxis. No hay ejercicio neutro de la razón, lo que no resta valor ni potencia a la razón. Simplemente la ubica, la comprende en su circunstancia y fermento. Este vacuo teoricismo es igual que la pretensión de que la educación no haya de implicar siempre una cierta política, por muy neutra que se diga. Todo ocurre en la realidad, no en el cielo entre los ángeles. Incluso las renuncias y las fantasmagorías del ascetismo. Si el “pensador” no es abiertamente “hombre de acción”, la razón, hay que suponer, queda mermada en algún aspecto; la razón y la vida a la que se refiere.
Así que, tras meses de ensalzar elitistas miradas teorizantes, académicas torres de marfil con altares de marmórea belleza donde la secta de los iniciados en la cultura alambicada pudiera detectar, en su aislamiento, los peligros que amenazan a la vida común, no puedo dejar de admitir el tirón de orejas que supone un intelectual que quiso realizar en su razón y en su existencia el ideal emanado de la vida truncada del obrero, el que se forja en la vida revolucionaria y que resulta práctico por necesidad. Creo que no está mal bromear un poco y tomarse todo esto como lo propio de la tempestad en que nos hallamos, las corrientes que uno sufre, a veces inesperados huracanes en una borrasca que no tiene nada de nuevo y que viene prolongándose y sucediendo desde que el hombre es hombre, o sea, desde Grecia. Uno se toma en serio la filosofía, la verdad, el hombre, y entonces le azotan tales vendavales que ha de mitigar una miaja la seriedad que todo esto merece. Rúa, que jamás utilizó la academia y sus clases, doy fe de ello, para adoctrinar burdamente, de elevado preciosismo en su dicción y lenguaje, y menos aún propenso a escalar en una escala social que sabía profundamente irracional, es el mismo que vi, hace unos tres años, con más de noventa cumplidos, acudir a la protesta, como siempre al final de la manifestación, lejos de la oficialidad, contra la reforma laboral. En la calle, donde siempre quiso estar. Y, por cierto, es la última ocasión en que lo vi en persona.
Un ejemplo elocuente de su consideración con los demás, era que nos dio a sus alumnos de filosofía en Granada clases de alemán gratuitas, en un local subterráneo que por entonces era la sede de su sindicato, sin hacer el menor comentario político ni proselitismo. Nunca. Su respeto a los demás era exquisito. Respeto, también, a la cultura, a la que soñaba con entremezclarla con el mundo que crecía abandonado por ella. Hay una anécdota también de él que ilustra la ruptura que es propia a toda vida revolucionaria, ese abismo que marca la praxis del invocador de utopías y órdenes racionales que contravienen nuestro desorden injusto, abismo que ha de postularse para la refundación revolucionaria del mundo. El otro día me puse a recordar, digo, y evoqué cuando, en esas mismas clases de lengua alemana, a sus alumnos nos embargó el estupor primero y la risa después, en el momento en que nos dejó unos instantes en medio de la lección para atender al teléfono en otra habitación, con el fin de hablar algo relacionado con la lucha sindical. Entonces, expresaré sin entrar en detalles, su vocabulario y tono fueron ostensiblemente, digamos, más ásperos. El mismo profesor exquisito (aunque de zapatos raídos, bella melena blanca y nunca vestido de traje y corbata) que minutos antes nos había emocionado con versos alemanes o griegos, con su amor inmenso por los clásicos, con la sublime belleza de ritmos sibilantes en la palabra, con la excelencia de la paideia, debía ir al lugar urgentedonde todas esas bellezas clásicas han de vivir en la jerga de la calle y del combate.
Así, lo verdaderamente valioso, diría que incluso propiamente el mundo como tal, está, vive, en el combate por un mundo mejor. El mundo brilla allá donde se lo juega uno. Acaso una obrera versión del conocido verso de Hölderlin, sobre el peligro y la salvación. Una vida y una cultura obrera que lo son porque son, esforzadamente, conscientes de su miseria. En este terreno es donde el pensamiento, decíamos, ha de curtirse. Nunca tuvo sentido para Rúa un trabajo intelectual o una filosofía ajena a ello. De algún modo, al encarnar estos ideales que uno puede palpar en los chocantes, estridentes y siempre muy punkies rasgos de un anarcosindicalista, en la ruptura que obraba en el mundo donde todos nadamos como mudos y desmemoriados peces, Rúa era pedagogo en el mejor sentido de la palabra. Enseñaba con el ejemplo y sin pretensiones.
Recuerdo otra anécdota cuando lo invitamos sus estudiantes y algunos venidos de otras universidades, en la primera mitad de los noventa, a que explicara su opinión sobre el supuesto fracaso de la Modernidad. Y él desarrolló su discurso con un exquisito cuidado en no nombrar siquiera su día a día revolucionario y menos al sindicato al que perteneció gran parte de su vida, la CNT. Pero tras haber compartido su diagnóstico, hubo muchos que le preguntaron por posibles vías de recuperación de los valores y la vida perdidos en este proceso de degeneración neoliberal en que nos hallamos. Es decir, como preguntaba Lenin, pero por supuesto a años luz de Rúa: ¿qué podemos hacer? Y entonces, mencionando su vergüenza por hablar de ello, pues no quería aprovechar su posición privilegiada de orador para hacer el menor proselitismo de una organización, aceptó contarnos algo sobre historia y funcionamiento de este longevo sindicato anarquista español. Bueno, pues acabamos aclamándole, de pie, con algún puño en alto y él, titubeante, levantó también el puño y dejó escapar algunas lágrimas por la intensa alegría que acaso sintió.
Es difícil, en nuestro mundo, imaginar a alguien como fue Rúa, sin aspirar en absoluto a bienes materiales, poder, cargos, prestigio. Nunca quiso vivir en otro sitio que en un pequeño piso de extrarradio, lejos del centro, el único lugar, parece que dijo alguna vez, al que podía aspirar a tener como casa cualquier hijo de un minero como él era. Alguien que renunció a competir, a hacer jugadas sucias en el trabajo, a utilizar la cultura como ornamento o símbolo de status. Quien acaso le achaque haber ostentado, supuestamente, un cierto ego y poder simbólico, debe reparar en cuánto se perdió, si esto fuera cierto, rehusando extender estos poderes más o menos presentes en todos nosotros, repito, en todos nosotros, a los ámbitos donde redundan en buena ropa, trajes, coches, hoteles de lujo, tropel de gente rindiendo pleitesía, capacidad de incidir mediante un cargo político o académico en la vida de los demás, de infiltrarse en ella institucionalmente, halagos en forma de grandes honores y premios o apariciones públicas, etc. Fue un ser marginal hasta la médula. Un verdadero punky, habría que decir. En cualquier caso, hoy su recuerdo parece ser como el de Sócrates, que según lo vea uno, se está definiendo a sí mismo.
En alguna charla escuché otra anécdota significativa. Parece que, en el tiempo de la Transición, o quizás antes, algún agente de policía enseñaba su foto a los suyos, a los subalternos, y les repetía: “miren a este hombre. Mírenlo bien y quédense con su cara, porque allá donde lo vean, hay lío”. No conozco la veracidad de esta anécdota, pero creo que es divertida y elocuente. Casa con aquello que recuerdo sobre el lío que montó en uno de los campos de concentración que en Francia se organizaron para “ingresar” a los huidos españoles tras la Guerra Civil. Lo montó solamente traduciendo del francés y colocando en algún panel una noticia de la prensa francesa que precisaba el dinero que el gobierno republicano en el exilio daba al Estado francés para la manutención de los prisioneros republicanos. No fue difícil que todos los “internos” hicieran la cuenta de la diferencia entre lo diminuto del coste de lo que recibían en manutención y lo que realmente estaba gastando en ellos el gobierno en el exilio. En medio el dinero desaparecía. Y hubo una revuelta que hizo que las autoridades francesas lo mandaran a otro lugar peor.
Lo que como educadores mejor nos aprovecha de todo esto se entiende si nos encaramos con una de las paradojas que él planteaba con su mera existencia, en el mejor estilo del viejo cinismo griego. La cultura, por mucho que sea necesario suturar el abismo entre ella y el proletariado, haciéndola auténticamente cultura, cultura universal, valía inmensamente para él. Nunca quiso decir que hubiera que despreciarla o rebajarla. Al contrario, era lo elevado del ideal, su convencimiento de que en la cultura estaba lo que él soñaba, lo que orientó, justamente, su praxis coherente y valiente. Aunque la cultura debía ser puesta en marcha, puesta en circulación por la faz del mundo. De nuevo, hemos de insistir en su idea de una cultura viva, en confrontación constante con el mundo, en alegre interacción con él. Fue en ese terreno de la creación, de la poesía, en el sentido más griego y etimológico de la palabra, donde Rúa vivió. Una relación con la cultura exenta de hagiografía como la que tiende a ejecutar el torpe y melancólico autor de estas agradecidas líneas.
La cultura… un caldo de cultivo universal, del que disponemos, y al que el espíritu cosmopolita del estoicismo dio voz. Este ideal que se perdió durante siglos, aunque latente en el cristianismo, y que retornó en el Renacimiento, con las grandes utopías de los humanistas. Lo que se había dado en el Derecho, en la teología, en la filosofía helenística, ahora es presupuesto por esas teorías de lo que está por venir, lo que aún no ha encontrado existencia, pero ya se acerca. Y es obra, tal presentimiento, de la razón. Es el afán de ideal, de ideales, el que destila de la propia época lo que desde Tomás Moro se han denominado utopías. Este, Tomás Moro, “Es, pues, el hombre que, respondiendo a las necesidades de la época, aparece como contestatario de lo estatuido vigente, y que responde, además, a todos los planteamientos críticos del sistema que están soterrados en el movimiento burgués desde el siglo XIII y que están, afanosamente, buscando soluciones de convivencia” (p. 190). Algo muy real, tan real y ligado a las luchas de clase del momento, entre burgueses y nobles, que a Tomás Moro, como es sabido, le costó la cabeza.
La profusión de literatura utópica en el Renacimiento es asombrosa. Rúa cita todas las obras, deteniéndose especialmente en Utopíadel mencionado Tomás Moro y en Campanella, autor de la Ciudad del sol. Es preciso ver en todas ellas, señala, la relación de cada ideación utópica con el momento en que nace. Nunca son especulaciones inocentes precisamente por eso, por el vínculo, las complicidades, las relaciones más o menos visibles, con los patrones ideológicos e históricos de la época. No surgen, como nada humano, en el puro vacío especulativo, sino en el trato sucio con el mundo.
En general lo que se va gestando es una necesidad de la burguesía, que es la de una revolución a su medida, la que ella demanda. Se trata de la búsqueda de una seguridad jurídica que posibilite el libre mercado y comercio sin cargas, la propiedad privada, la competencia, o sea, un mundo de individuos, que no estamentos, que en una situación inicial ideal puedan negociar entre sí, producir y vender cosas sin trabas. Será, en este marco, una conquista de lo político (no de lo social, donde la desigualdad de hecho, la originada en la clase social, seguirá existiendo). Es lo que se expresa en el Leviatánde Hobbes, señala Rúa. El hombre, al racionalizar su vida política según la teoría contractualista, no comprende, por los condicionamientos de la época, un pacto válido sin una autoridad que lo respalde. Esta autoridad emerge como un bíblico leviatán, o monstruo, pura encarnación del poder que se eleva sobre todos, capaz de garantizar las vidas de los ciudadanos, pero también de prohibir tajantemente cualquier iniciativa que no se base en él mismo, que no lo tenga en cuenta. Así, el Estado es una suerte de fabricación, de objeto o creatura necesaria, no natural, sino justificada por la razón a partir de lo que son los hombres, es decir, un artificio imprescindible para la unión de seres racionales pero propensos a abusar unos de otros. Puede constituirse en objeto sagrado o digno de veneración y santidad, pero en su origen no están los dioses, sino la razón. Porque, a juicio de Rúa, se comprende como parte de una búsqueda por parte de la burguesía del estatuto jurídico que necesitaba para existir. Así, la especulación racional es, en el fondo, justificación de los ideales de la propia clase social que ha de tejer un Estado a su medida, un Estado que la dote de seguridad jurídica.Nos detenemos hoy en este punto, tras haber vagado entre la exaltación y la desmesura, pero prometiendo continuar en cuanto nos repongamos. Será objeto de nuestras próximas melancolías el gran, el egregio, el digno de todos los odios, y por eso uno de los más inmensos pensadores revolucionarios del periodo ilustrado, Rousseau. El que fue infinitamente más lejos que Voltaire y toda la tropa de los enciclopedistas. Veremos cómo Rúa descubre algo que el ojo del historiador puede no haber visto, algo que esclarece la pataleta y enfado que Rousseau mantuvo con los que frecuentaban el salón de las Luces en París allá por los años 50 del siglo XVIII, enfado que reiteró algo después con Hume, en Escocia. Entonces, en El Contrato social y Emilio hubo de abordar lo que los demás ilustrados no fueron capaces de abordar, porque todos, incluido el rabioso Voltaire, no dejaron de ser reformistas. Pero en Rousseau, en Rousseau, late el genio sublime y bestial del revolucionario… hablaremos, pues, o leeremos y escribiremos, sobre J. J. Rousseau, de nuevo y al hilo de la exposición de García Rúa.
Bibliografía:
García Rúa, J. L. (2013). Reflexiones para la acción (IV). Badalona: Centre d’Estudis Llibertaris Federica Montseny.
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Educación y filosofía
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Leyendo a José Luis García Rúa (III). Razón y empirismo.
Marcos Santos Gómez
Según se desprende de algunos escritos sobre historia del pensamiento revolucionario (utópico) que elaborara José Luis García Rúa, una característica del pensamiento revolucionario sería la voluntad de ser fiel a los hechos, lo que en su concepción implica acudir y ceñirse a lo empírico, a aquello que primeramente ocurre como elemento fáctico, vivido o histórico, y a lo que toda posterior teorización debe atenerse. No creo que esto conduzca fatalmente a una estrecha concepción positivista de este pensamiento “obrero”, sino a la necesidad de ajustarse a la realidad, en el modo de comprenderla y abordarla, contra algunos formalismos o logicismos excesivamente expurgados de aquello que fuera justamente su origen y fin. El pensamiento social, aun manteniendo su capacidad analítica y crítica, debe actuar teñido por el mundo, en estrecha relación con la sociedad y el momento histórico. La pretensión de que pensar sea una tarea de ángeles es, para los autores revolucionarios que va a ir presentando Rúa, tan bella como peligrosa, pues tienen la pretensión de emprender un esforzado acercamiento del pensamiento con lo pensado, frente al ideal de una ciencia pura y apriorística en las ciencias sociales. Esto se traduce, en la dimensión de la transformación social, en la búsqueda constante de un camino de ida y vuelta entre la teoría y la práctica social a la que se aplica.
Esto es algo que, para Rúa, perfila en la Modernidad sobre todo, casi por primera y más completa vez, Saint Simon, frente al cientifismo formal de su discípulo Comte, tachado de “científico burgués” por el filósofo asturiano. En el pensamiento y la ciencia burguesa se da una desconexión de la ciencia con su objeto y la imposición del pensamiento sobre lo pensado, como si el pensamiento reprodujera la escisión que existe en la sociedad en su retirada ante lo empírico, desconexión nunca resuelta por las bienintencionadas ideas de libertad de la burguesía. Una escisión que también se da en la existencia del burgués, como grieta entre sus elevadas y bellas ideas y su práctica contradictoria y a menudo negadora de las mismas. Por ejemplo, dice Rúa que la muy alabada división de los tres poderes de Montesquieu funciona sobre el papel, en el mundo ideal, pero no en la realidad, cuando los poderes, por muy separados que estén, nunca llegan a hacerlos efectivos miembros de las clases sociales desfavorecidas. Es decir, de hecho lo que ocurre en la sociedad es que la clase dominante burguesa, nunca los obreros, ocupa los puestos de mayor responsabilidad en cualquiera de los ámbitos en que dividamos el ejercicio del poder.
Pero la crítica de Rúa a la ciencia social sin verdadero vínculo con lo que estudia, que opera más como una casilla o corsé externo que determina en la sociedad aquello que quiere, o sea, una ciencia de “rebajado” o filtrado empirismo, llega también a las teorías de algunas perspectivas supuestamente críticas y revolucionarias. De aquí viene el cuestionamiento que hace de la filosofía de la historia hegeliano marxista, que a juicio de Rúa, fuerza lo real estrechándolo en los corsés de una razón elevada e imperativa sobre la realidad de la historia. Esto se logra porque se parte de una idea de ciencia ya estigmatizada por la pretensión de abordar la realidad según el ideal de la geometría. En varios momentos Rúa manifiesta su aversión a la conocida tríada hegeliana que Engels formulara como tesis, antítesis y síntesis, como algo reductor en extremo, como una simplificación lógica o abstracta que parte antes del propio pensamiento que de la realidad. El pensamiento, así, consistiría en colocar una suerte de plantilla gruesa, sin matices, en el desarrollo histórico, forzando su comprensión en un sentido que no casa en absoluto con el desarrollo real de la historia. Es lo que, indica Rúa, conlleva la conocida afirmación hegeliana de que lo real es racional.
Esto puede sorprender que lo escriba alguien como Rúa porque se cree normalmente que todos los autores de carácter revolucionario son fabricantes o constructores de sistemas racionales que se tratan de imponer a la marcha de los hechos, como prueba la batalla sangrienta (y frustrada) con la realidad por parte del luctuoso gobierno revolucionario francés de Robespierre. Pero, si seguimos con atención tanto la exposición de autores utópicos por parte de Rúa como el propio pensamiento de este que se va desvelando en su exposición, lo que de hecho desarrollan las utopías es precisamente lo contrario, como hemos comenzado señalando, es decir, la necesidad de organizar lo real pero desde ello mismo, con un orden que en cierto modo está presente ya, aun en la forma de las ideologías o contradicciones que, hemos dicho, se dan en la propia historia. Hay que pensar dichas contradicciones dadas en el ámbito de lo ideológico, que Rúa sí entiende en este caso en un sentido marxiano, es decir, como ideas y creencias que contribuyen al engaño del oprimido, de dos maneras: como ideas comunes y hegemónicas que responden a los intereses de una clase dominante y lo que más adelante se llamaría “falsa conciencia” de clase, que son las ideas sobre sí y el mundo que engañan al proletario sobre su verdadera situación, que le impiden expresar en su juego de creencias e ideales su sufrimiento y la injusticia de que es objeto, el pavoroso cierre fatal de su existencia. Esto Rúa lo va a desarrollar con cierta amplitud explicando a Saint Simon, que ya apuntaba a estos conceptos y, más adelante, abordará directamente los grandes planteamientos sociales de mediados y finales del siglo XIX, empezando por Marx, a quien dedicará numerosas páginas en un concienzudo análisis.
Bien es cierto que lo utópico tendrá un carácter más o menos idealista en función de la época. Las utopías renacentistas, por ejemplo, son todavía arreglos que la razón pretende hacer en el mundo en función del ideal de libertad burgués sin que el análisis de la sociedad llegue a ser verdaderamente revolucionario. Carecen del elemento analítico que tendrá la ciencia social revolucionaria del siglo XIX. Están en una cierta dimensión teórica que no conecta ni describe bien las posibilidades que encierra la propia época y la sociedad.
Rúa alude en abundancia al carácter auténticamente transformador del trabajo intelectual, en lo que, en el nivel ya de la teoría revolucionaria, y como los planteamientos materialistas y marxistas tanto han puesto de relieve, se ha señalado como vínculo entre la teoría y la praxis. Estamos pues en la dimensión donde se da el pensamiento y la teoría en relación con lo práctico. En un pensamiento que ha de vislumbrar los órdenes que se dan, realizados o todavía imaginados, es decir, las posibilidades, en lo real, que para este tipo de pensamiento, es sobre todo la historia o lo social.
Rúa, desde luego, concede una gran importancia a la reflexión, pero, como lleva ya implícito el propio término “reflexión”, esta opera a partir de la materia proporcionada por lo práctico y lo fáctico en la conciencia. Esta no debe perder su vínculo, su carácter de reflejo, por muy distanciado y científico que sea, con la realidad histórica. Es lo que va a estudiar especialmente en los grandes padres de la sociología burguesa, por un lado (Comte, Durkheim, Spencer) y revolucionaria. Así, hay en él una gran valoración de la ciencia y de la razón en cuanto instrumento capaz de destilar verdades a partir de lo empírico, de desbrozarlo, de pulirlo y tornarlo idea, para ir desbrozando el camino. En esto basa, de hecho, el término “utópico” que al referirse a los llamados por Marx “socialistas utópicos” no va a tener el carácter peyorativo que Marx les daba. Pero esta tarea de desbroce de lo real ha de constituir el norte, la orientación y el horizonte de verdad de la tarea de pensar, o sea, que lo que se piensa (incluso en las formas más idealistas y espiritualistas de pensamiento) básicamente es la historia o, por lo menos, se piensa en ella y con ineludibles efectos en la misma. Algo que conecta a Rúa con diversos planteamientos críticos de índole materialista y empirista, antiguos y contemporáneos.
La razón que surge en la Modernidad como potencia capaz de desafiar un determinado sistema o estructura social, en su utopismo, puede servir a la transformación, desde luego, y de hecho Rúa estudia este pensamiento utópico en el escrito que estamos comentando, pero es fácil que escape del contacto firme con la historia. Justo para que esto se entienda bien, Rúa ha preferido comenzar su análisis con un relato histórico, sin añadidos teóricos, del movimiento obrero y situar en su contexto y circunstancia el pensamiento que va a funcionar a partir de estas transformaciones en la historia.
La razón moderna emerge desde el momento que el pensamiento trata de pensar sin presupuestos teológicos, sin la dirección que la tradición religiosa y teológica la había estado dando durante la Edad Media. Pero en este esfuerzo de Ilustración que Kant va a caracterizar perfectamente en su opúsculo sobre la Ilustración, tan conocido y comentado, lleva un desarrollo y matices distintos según estemos, por ejemplo, en el siglo XVII o el XVIII. El primero, marcado por el pensamiento racionalista que parte de principios y a partir de ellos, operando deductivamente, va intentando explicar y descubrir órdenes en la realidad empírica, manifiesta su incapacidad para ajustarse a la enorme complejidad que escapa a cualquier corsé ideológico, propia de lo que acontece. Así, la razón ilustrada, supone un encuentro de la tarea de pensar con la diversidad inabarcable de lo empírico que, para ser verdaderamente captado, no debe abandonarse ni pensarse en el cielo de una razón desnuda y reducida a principios y orden deductivo. Se trata del movimiento del pensar que acaba glorificando a la ciencia y deviniendo en estilos ya más decididamente empíricos de abordar el mundo. De hecho, Rúa señala el origen de la Ilustración en la ciencia inglesa (Newton), cuando llega a Francia. No basta con desnudarse de la vieja materia teológica, sino que es preciso alcanzar, libre de ella, el mundo y la materia donde se dan los hechos y donde sucede, más allá de las elevadas elucubraciones de los hombres, la historia.
Es preciso matizar que, como puede imaginarse, Rúa opone su “realismo” entendido como su atención a la historia, con el “realismo” de quienes afirman que las cosas son como son y que por tanto no puede plantearse ningún cambio u orientación de la historia desde la razón. Es este racionalismo utópico ostentado por el filósofo anarquista el que, contra lo que se dice y parece, mejor se atiene a la realidad pues desde el mismo se capta, salva y visualiza lo que contiene la propia historia. Algo que relaciona con la famosa paradoja de los estudiantes del mayo del 68: “sed realistas, pedid lo imposible”. Quizás hay que dar la vuelta a lo cotidiano, a lo que parece más evidente, al sentido común, para hallar el germen de lo cotidiano, con sus contradicciones y posibilidades. No se capta bien el lugar donde uno se halla inmerso si solamente se atiene a las propias inercias irreflexivamente, dándolas por sentado y considerándolas fatalmente toda la realidad. No todo se agota en lo evidente. Es aquí donde, como señalábamos antes, la razón interviene, la razón utópica.
Para que la razón sea utópica, y el racionalismo no sea un mero racionalismo crítico al estilo de Popper, ha de partir de la ruptura con lo dado y no del continuum que este en el fondo tiene como base. “(…) la utopía se manifiesta con un lenguaje radicalmente disyuntivo, donde la ley no pueda negar el eros, es decir, donde la dialéctica racional se vea constantemente acompañada de una dialéctica erótica y donde la racionalidad del signo pueda ser superada por, o vaya acompañada de la racionalidad del símbolo (…)” (p. 183). Anteriormente, Rúa ha señalado “Lo importante es que la utopía se mantenga siempre como utopía, como constante motor de cambio, de forma que sea siempre la fuerza imaginativa garante de la libertad, por constituir, sin mediaciones, un medio de conocimiento destinado a exhibir diáfanamente las debilidades sociales y las peculiaridades de la falta de libertad de la época. Es así como se conforma un proceso ilustrador y una metodología analítica” (p. 183).
De la lectura de Rúa, además, se va perfilando algo que él constata en los autores estudiados y que ya se da en Platón: el abordaje de lo social como el lugar donde se han de corregir ciertas perversiones y errores sistémicos dados y multiplicados por la dimensión racional-política. Es justamente esta mirada dirigida antes a lo social que a lo político la que diferencia al pensamiento revolucionario de un Rousseau, del pensamiento reformista y liberal de los enciclopedistas ilustrados, incluido el muy crítico y radical Voltaire. Así, el proyecto de La República de Platón presupone esta idea por la que es preciso construir en lo social lo que después ha de organizarse políticamente. Algo que, traído a nuestro terreno, quiere decir que la educación va antes que lo político, y, dicho en otros términos, el hombre antes que el ciudadano. Un proyecto para unos de transformación revolucionaria o, para quienes lo critican, de índole totalitaria en la medida que se echa mano de la educación para preparar al sujeto previamente, lo que convierte su constitución como protagonista en la vida política en una subjetivación sentimental y emotiva que se dirige antes al carácter que a la razón. ¿Exceso de racionalismo en unos o exceso de sentimentalidad y pedagogía rousseauniana en otros? En cualquier caso, la ciencia social va a derivar en ciencia política en un caso, o en sociología o teoría social utópica, en el otro.
Por ejemplo, y yéndonos casi a los orígenes, señala Rúa que el Platón de La República maneja una racionalidad geométrica y abstracta para escapar de las inercias sociales que acabaron causando la muerte de Sócrates, es decir, los intereses, amistades y enemistades dentro de un contexto social no gobernado. Los males sociales, las inercias injustas y terribles son eludidos con la geometría. Mientras que el Platón de El político y Las Leyes vuelve a conceder un papel a lo social e incluso a lo afectivo como materia de lo político, a lo material frente a lo formal. En La República es la eficacia el criterio de la jerarquización, por la que gobiernan los filósofos en cuanto son quienes más lúcida y conscientemente pueden constatar las fuerzas que guían a los demás y sobre todo quienes pueden anteponer el interés común a sus intereses personales. En las obras y estilos posteriores de Platón, será la búsqueda de la felicidad antes que la eficacia lo que, sin embargo, obligará a “diseños” diferentes.
Bibliografía:
García Rúa, J. L. (2013). Reflexiones para la acción (IV). Badalona: Centre d’Estudis Llibertaris Federica Montseny.
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Educación y filosofía
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Leyendo a José Luis García Rúa (II). Historia y movimiento obrero.
Marcos Santos Gómez
En comprender lo que hacen otros se le va a uno la vida. Lo cual es una tarea que requiere un gran esfuerzo y atención, que, como la lectura, va al mismo tiempo impregnándolo a uno de noche y amargura, pero también de los esplendores y la inefable belleza que nos transmiten los seres marginales. Esa es la razón, o sinrazón, que desde hace décadas me ata con mayor o menor secreto a los anarquistas. Estos viven, como acaso vivía José Luis García Rúa, absolutamente fuera del sentido común y la mesura, esas trampas que hacen que las ovejas entremos sumisas en el redil. Un vagabundo, un mendigo echado sobre las sucias lozas de una acera, es la puerta que, clara y horrible, nos conduce a otro mundo. Y es en ese mundo donde, creo, vivía Rúa. Hombre, como todos los anarquistas, lleno de ese otro sentido común que nuestro mundo al revés ha desplazado. El verdadero sentido común.
Cuando se va leyendo su libro, el anarquismo sindicalista se va mostrando al hilo de la historia, como su nota a pie de página. Su mirada abarca con mayor detenimiento los últimos siglos, los de la Modernidad y la Ilustración, hasta aquel año 1977 de la serie de cursos que impartió en Granada. Resultan interesantes algunos elementos destacables a partir de su relato. Porque, como cualquiera que hace o divulga historiografía, en gran medida cuenta un cuento que para él, como para cualquier otro historiador, trata de ajustarse a los hechos. La vocación de Rúa concede una enorme importancia al relato, precisamente, de lo sucedido, que ha de combinarse con el modo teorético de aproximación a la realidad propio de la filosofía. Ambos momentos nos aclaran, siempre de manera parcial, quiénes somos y dónde estamos. El primero trata, hemos dicho, de ser fiel a los hechos, pero como él mismo admite en el prólogo, no puede librarse de manipulaciones, como la tan reconocida que señala a la historia como un relato hecho por los vencedores. Así, la ideología puede teñir lo que se cuenta sin que el narrador acabe de saber por qué flanco le vienen los disparos. Por esto mismo, hay que combinar con este sano empirismo, con esta apelación al mundo, una prospección que del propio presente y sus sensibilidades, trata de hacerse de un modo elevado, teórico, distanciado, con lo que acaso por debajo de lo empírico va determinando no solo el propio hecho en sí, sino su captación historiográfica. Se trataría aquí de combinar los sucesos con las grandes teorías del hombre, la historia, la ciencia, la razón, la política, para ir desvelando pistas en los hechos, para dotar de una cierta organización a la mirada.
Para Rúa ambos caminos son legítimos e indispensables. Y emprende los dos en el escrito, de origen oral, que estoy leyendo. Todavía inmerso en la parte histórica, encuentro destacables algunos puntos. No me referiré a todo, a su relato, por ejemplo, de la Antigüedad o el Medievo, sino que, como él mismo hace, me centraré sobre todo en cuestiones más cercanas cronológicamente. Porque es en el mundo Moderno donde surge, realmente, el fenómeno social e histórico del capitalismo y el burgués, que todavía se está desarrollando. Este surgimiento no lo explica ninguna gran teoría o, aun peor, filosofía de la historia. Rúa constata que la historia humana es un movimiento y su relato, aun siendo de lenguaje algo seco, áspero, aparentemente exento de bellas explicaciones o poesía, irradia sin embargo una visión poética de la historia. Espero no interferir demasiado por culpa de mis amores, pero la imagen del río de Heráclito, en su absurda existencia, es la que me parece que sostiene su relato. Rúa, lo sé porque lo conocí como estudiante y compañero en alguna manifestación, y porque mis estudiantes en algunos casos le entrevistaron e incluso se planteó la posibilidad de realizar una tesis doctoral sobre su pensamiento, que resulta inseparable de la práctica sindicalista y obrera, un pensamiento en este sentido anti-intelectual y anti-académico, Rúa, digo, llegaba a emocionarse con la lectura de Antonio Machado o las tragedias y la poesía griega. Podía hacerlo, además, porque era filólogo clásico y románico además de filósofo. Frecuentemente aludía en público a su formación, que estuvo, por fortuna, llena de grandes maestros a los que se refería con gran cariño y que comenzaron enseñándole el valor y la belleza del lenguaje, en medio de sus trabajos para poder pagarse los estudios o de las vicisitudes de una infancia de huérfano pobre al que en la Guerra Civil le habían robado el padre.
Pues bien, orador de dicción bellísima que sabía adaptar a la academia cuando le tocaba hacerlo (su castellano era el castellano oral más bello que he escuchado nunca, de una armonía serena, clásica, en su pronunciación y en la construcción de frases o la elección del léxico), poeta él mismo, cuando relataba la historia y en las conferencias más ajenas a la academia donde lo vi (hay bastantes en youtube, de sus últimos años), elude todo solaz y regodeo en lo considerado usualmente bello si trataba de ir al grano. Sus contenidos políticos y sociales eran siempre claros, directos. Pero de la incluso algo seca exposición de la historia que le estoy leyendo, se desprende el viejo halo de la poesía y los filósofos griegos. En su cruda exposición están, repito, Heráclito, Machado. La poesía que emana, decía Antonio Machado, del despojo de todo ornamento y de la sincera pronunciación del mundo. Mundo que es, necesariamente, en el tiempo, como la palabra, como el hombre.
Así, el despojo de ornamentos que realiza en su exposición, incluye la evitación de teorías de la historia como la marxista clásica. Él mira al hombre actuar y solo ve un flujo similar al de un gran río que sucede entre remansos y rápidos. A veces, el río, sin saber bien por qué, salta en cascadas o cambia sustancialmente al cambiar de paisaje. Eso es, acaso, lo que sucede cuando el hombre lleno de posibilidades y de movimiento, fluye hacia el mundo burgués. Es este mundo el que Rúa describe, el del capitalismo, que consiste básicamente en el predominio de una nueva clase de hombres de negocio, de empresa, de comercio, de finanzas, que intentan superar las restricciones legales del mundo feudal con una libertad que van a idealizar y soñar a menudo.
Tanto el mundo feudal como el burgués, y toda la historia desde la creación de los primeros Estados, han sido formas de dominación. La historia se hizo así, se creó de este modo, y en esto andamos todavía. Sin embargo al corsé que el Estado y, en la actualidad, la burocracia y el orden capitalista imponen, un corsé que se extiende incluso a la lógica, al modo de pensar, al sentido común a que aludíamos en nuestro primer párrafo, se opone, en su margen, en su detritus, otro modo de razón. De hecho, la lucha obrera, como mucho sindical y nunca partidista, es la del lugar social donde emerge la razón. Entendiendo por razón un sentido por el que esta equivale al modo de trato práctico con el mundo que, opuesto al burocrático, se materializa en la autogestión de las empresas, una autogestión por el que la creación humana, el trabajo, la relación entre los hombres, se organiza consciente y desinteresadamente. Es una forma de creación. No hay más interés en quien de este modo teórico y práctico razona, que hallar un orden distinto justo y diferente del burocrático.
Se puede decir que esto es imposible o que es un sueño, pero como ideal, es válido, como meta o valor. Porque de lo que se trata es de realizar todas las posibilidades de libertad y calidad de vida que su razón le regala al hombre. Así, el anarcosindicalismo es la manifestación de un hondo racionalismo que trata de hallar un orden racional, y no irracional, como es el orden de la burocracia o la propiedad privada. Es en este campo donde se juega nada menos que la humanidad. Es decir, por muy ligada al mundo de la lucha obrera y el trabajo que esté la praxis anarcosindicalista, hay una poesía y un bello horizonte que está presente en ella, en su realismo sucio, en su espíritu punky. Lo que ocurre es que el modo en que el hombre se piensa y al mismo tiempo modula o modela la realidad, ha de ser en el intento de superar la dominación capitalista. Por eso, para Rúa, como prueba su vida, no tiene sentido el intelectual de despacho, desligado de la acción obrera. Esta, además de una demanda ética, sentimental, fraternal, es una demanda de la propia razón y del pensamiento que se desarrolla al hilo de la acción que ellos llaman “directa”, es decir, la lúcida y consciente transformación del mundo por el hombre, o, mejor dicho, de la historia.
Tan poderosa es esta voluntad de “orden” racional que tampoco sirven las grandes mistificaciones en las que el ser humano se ha engolfado para nada. Aquí reside la teología (y la razón por la que Bakunin creía que debía superarse), pero también las explicaciones metafísicas al uso en las que Rúa incluye el determinismo histórico del marxismo clásico. El pensamiento anarquista trata de ser rigurosamente empírico y fiel a los hechos. La pretensión del intelectual de aprehender su mundo desde su “despacho” no es posible, y eso solo conduce a ilusiones. Hay que mantenerse en la realidad, en la marcha hacia una toma de conciencia colectiva del poder que tiene el hombre para dirigir, hasta cierto punto, su historia. Pero, insisto, su idea de dirección es profundamente antiestatalista. Del relato de Rúa se desprende, sin que él lo exagere poéticamente, que al lado del hombre ha estado siempre una suerte de leviatán, de creación monstruosa, de Moloch al que las vidas de millones de inocentes se sacrifican, en todas las dimensiones imaginables. Incluso el obrero bien cuidado de los antiguos Estados del Bienestar ha sido despojado de parte de su humanidad, pues se le ha castrado intelectualmente para que no se formule las preguntas más indebidas.
Es esta silenciosa censura y mutilación la que, en el caso de las rebeliones juveniles de la época en que dijo estas lecciones, ha hecho brotar una cierta indignación y un espíritu revolucionario en los jóvenes estudiantes. Señala el cambio que en la Universidad se estaba dando, en el año 1977, por el que la rebelión estudiantil se constataba en un llamativo crecimiento de las carreras inútiles (humanidades y letras) frente a las que el sistema del neocapitalismo basado en la cualificación de la masa obrera, demandaba. Anteriormente, las carreras estrella fueron, sustituyendo a la vieja Universidad del pensamiento puro, las ingenierías y en general las de ciencias. Era lo que el capitalismo requería. Así, la rebelión estudiantil de finales de los sesenta y los setenta se tradujo en la demanda de una Universidad no impregnada por los intereses del capitalismo y las empresas. Esto, y lo decía Rúa en los setenta, este capitalismo de la cualificación, invertía a mansalva en la investigación. Es lo que originó el tan cacareado lema actual de la Investigación más desarrollo (I+D). Lo que los estudiantes de hace décadas advirtieron es que este lema en la neo-universidad albergaba una peligrosa trampa, es decir, nacía de una pura ideología capitalista.
En su análisis de los sesenta y setenta del siglo pasado, Rúa se refiere por encima a Marcuse, que tan presente estaba entonces entre los estudiantes. Señala, frente a él, que los estudiantes han reaccionado no por sentirse o ser seres marginales, como los mendigos o las minorías étnicas, sino por haberse percatado del camino que tomaba la Universidad y haber querido afirmar otro tipo de Universidad que no se doblegara al capitalismo.
Aún me resta leer bastantes páginas más de un texto que como casi todos los de Rúa es para la acción y tiene sentido si toma un papel en ella. El libro, este tomo IV de sus “Reflexiones para la acción” terminará, tras un repaso de la historia de la filosofía, con textos más actuales que incluso conducen su análisis al 15 M, en cuyas asambleas, nonagenario, participó.
Bibliografía:
García Rúa, J. L. (2013). Reflexiones para la acción (IV). Badalona: Centre d’estudis libertaris Federica Montseny.
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Educación y filosofía
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Leyendo a José Luis García Rúa (I). El valor de la Historia.
Marcos Santos Gómez
Detrás del ímpetu de muchos de los grandes educadores y educadoras que han pasado a constituir una especie de canon en la Pedagogía, es decir, que se les cita, menciona e incluye en los tratados de historia de la educación o historia del pensamiento pedagógico, se da siempre un elemento tanto filosófico como educativo. Mejor dicho, su praxis y también su teoría, o sea, sus obras escritas, presuponen una discusión que es propia del campo de la filosofía. Porque un modo de abordar la educación como asunto universitario, es decir, como asignatura o disciplina para conformar cursos y planes de estudio superiores, es el que se sitúa justamente entre la Filosofía y la Educación, en la medida que en la Universidad se trata de pensar lo que nos traemos entre manos. Si queremos aprehender lo que implica y significa educar, es preciso ir más allá de lo meramente descriptivo o técnico y dar cabida a una reflexión más amplia y generosa respecto a los "fenómenos" educativos. Enfoque que puede corresponder tanto con una Filosofía de la Educación, como con una Teoría de la Educación, en el sentido alemán de esta última, que la entiende como un pensar la formación y la cultura, es decir, como “Pedagogía”.
Así que podemos matizar y distinguir la ciencia de la educación que investiga con distintas metodologías y técnicas elementos asociados a la educación, del enfoque que es más propio de la docencia o de la escritura de manuales y ensayos, que pone en marcha la reflexión sobre la educación. Ambas necesarias: ciencia y reflexión. El prurito del rigor y la sistematicidad, de lo empírico y descriptivo, no exime ni reniega del afán de ahondar en los lugares más “personales” de la educación, donde esta opera y de donde esta emerge, como es la conciencia. Solamente acudiendo a Paulo Freire por ejemplo, sin necesidad de ir, aunque se puede y debe ir, a los enfoques más hermenéuticos o fenomenológicos (sobre un tratamiento fenomenológico de la educación acaba de publicarse una obra magnífica de Vincezo Costa, en la editorial Sígueme, que ya nutre mi biblioteca personal), solo con Paulo Freire, digo, cuya filosofía de la educación trata especialmente de la conciencia y la concientización, es ya preciso volar hacia la dimensión de la filosofía.
Digo esto al hilo del texto de José Luis García Rúa que estoy leyendo, su cuarto tomo de la serie Reflexiones para la acción. Una lectura libertaria de la Transición. En gran medida este tomo esboza (como casi todos los anarquistas el género que parece serles propio es el “esbozo” o lo fragmentario de sus borradores) desde una doble perspectiva, histórica y filosófica-teórica, una lectura “teórica” de la civilización a la que preocupa lo que sucede, para captar lo singular sin sacrificarlo en una pretensión de totalidad hegeliana. Creo que Rúa aspira a mirar y comprender en su globalidad las épocas y lo que en el tiempo va siendo el hombre, pero sin que este afán comprensivo agote al hombre y lo suplante. Esta es la clave anarquista frente a la marxista clásica, según su propia explicación, frente a la que fuera ideología en el llamado “socialismo real” de los antiguos países comunistas; aunque ahondaremos bastante más en esto más adelante. Lo que ahora nos interesa es la relación que para Rúa ostenta el pensamiento con los quehaceres, en plural, del hombre.
Ardo en deseos de llegar a la sustanciosa parte en la que el filósofo asturiano recorre el pensamiento, pues me hallo aún en el desarrollo de la historia que parece fue el texto de un curso y charlas que impartió en el año 77. Su idea de la historia trata de no ser fundamentalista o metafísica como, según él, lo es el evolucionismo mecanicista hegeliano según el cual la historia seguiría el conocido esquema de la tesis, la antítesis y la síntesis. Para Rúa no hay un plan escrito, un destino, un final, en la historia humana. Lo importante es un presente que aunque exulte de horizontes, es lo único real, es lo concreto de que puede propiamente hablarse y pensarse y desde lo cual todo más allá en la historia se postula para su transformación.
Así, Rúa constata, como efecto de fuerzas ancladas en el tiempo o época que les son propios, no en ningún cielo teórico, que ha ido sucediendo una cierta transformación de la dominación. Es decir, puede aproximarse a quien se atreve a desarrollar teorías de la historia, pero no hace una filosofía de la historia. Esto quiere decir, llevado a su extrema consecuencia, que la dominación, fenómeno en la historia que le preocupa principalmente, sería como mucho una constante propia del paréntesis que es la historia humana. Asunto tan antimetafísico como liberador, ya que para él es entonces tan posible la dominación como el mundo sin dominación. Ambas posibilidades son reales, posibles en la historia. Yo diría con un lenguaje que él no creo que empleara jamás: ambos sueños son ese sueño que es el hombre. Nada, ni siquiera la dominación o la utopía de libertad social, pueden considerarse esencias existentes en el hombre o la historia. Sí, tampoco la libertad, que para Rúa es buena, forma parte de una cierta bondad, pero nada más. La historia puede tanto salvarnos como engullirnos. Tener esto presente es, para él, creo y muy en el fondo, la lucidez.
Hay, pues, un evidente materialismo en Rúa, pero carente de predeterminaciones. Justamente por eso es materialismo. En el materialismo de su comprensión de la historia se dan las relaciones de los hombres entre sí y con su medio, los distintos tipos de dominio de la historia y, lo que es muy importante, la cultura. Rúa se fija en los elementos culturales pero escapa con firmeza del idealismo culturalista. Afirma el tipo de intelectual que es él, volcado en la acción y cuyo pensamiento solo tiene sentido en sus repercusiones prácticas, lo afirma, digo, contra lo que llama en alguna ocasión el “intelectual de despacho”. La tarea intelectual que se agota en sí misma resulta impotente para captar bien su mundo, pues el mundo no se deja captar en el mero esfuerzo teorético. Así, el pensamiento siempre tiene que ver con una forma particular de relación de los conceptos con la vida de los hombres, lo que, dicho en nuestro campo, quiere decir que no hay teoría o ideología neutra, en abstracto, como si pudiera pensarse en un cielo etéreo. Desde el principio parece estar teniendo en cuenta la crítica de Feuerbach a los espejismos que constituyen todas las formas de idealismo o esencialismo.
Al margen del mayor o menor acierto de este filósofo en su concreto tratamiento e interpretación de grandes filosofías como la hegeliana (tratamiento que en su prólogo reconoce insuficiente), hay que captar bien cómo representa un enfoque “educativo” de la en apariencia solitaria tarea del pensar. Por educativo entiendo, casi como sinónimo, “transformador” y “creativo”, o, “poético” a la griega. Él fue un vivo nexo que buscamos entre la filosofía y la educación, ocupación esta segunda que, para el pensamiento anarquista, quiere decir asunción de la propia vida para transformar, consciente y lúcidamente, la historia. El “educando”, no hay ahora que explicarlo mucho, se ha “inventado” en occidente como persona que se hace consciente de su repercusión histórica, de lo que lo liga a los demás, para acometer su acción, o sea, en el juego del tomar distancia y al mismo tiempo sumergirse en ella. Un concepto básico en el anarquismo (anarcosindicalista, por lo menos), como es evidente, y, tal vez, en cualquier teoría revolucionaria. Aunque la historia no es más que la anécdota, o la nota curiosa, de ese hirviente caldo de caos, sueños, mito y materia que acaso constituyó a la opaca prehistoria. En este sentido, nace la educación como el proyecto de hacerse con el propio destino, de adueñarse del mismo, conformándose como sujeto de la historia, y por tanto, dentro del tiempo histórico y más aun, del tiempo epocal marcado por Grecia, diría yo. De esta agonía que somos, la agonía de la historia, Rúa quiere conocer, y comprenderse en la historia en cuanto lugar de la dominación y de la libertad social. Se fija en ello porque esa es la historia donde vive y la historia que es él, que vive en él. Su realismo pasa por ello.
Yo suelo comparar este modo de hacerse con la realidad, al mismo tiempo intelectual y práctico, en la dimensión científica y espistemológica con la técnica de investigación que los antropólogos denominan “investigación participante”. Así, para Rúa, no hay otro modo mejor de captar bien la realidad que no implique un toma y daca con la misma (de este modo definía Neill su tratamiento teórico de lo que sucedía en la praxis educativa de su escuela Summerhill, por cierto, como un “toma y daca”, en las traducciones a menudo horribles de sus obras). Pensar es un quehacer. Una acción o, por lo menos, conlleva como algo inherente una obligación o deber de actuar.
Sobra decir que figuras enormes de la reciente pedagogía, como Paulo Freire, han realizado precisamente esto. La conciencia, según el educador brasileño, solo puede emerger en el tiempo, nunca como algo estático o ya dado de antemano, sino que es pura aprehensión en movimiento y, además, dialógica, de lo que es. El diálogo, en Freire, indica que el pensamiento o la conciencia que uno trata de adquirir tanto de sí mismo como de su medio (histórico), pasa por una especie de perspectivismo orteguiano que, a su vez socráticamente, no rechaza el horizonte de una “verdad” sin agotarse en una única perspectiva. Según esto, ninguna metodología científica, si es que hablamos ahora de ciencia, tiene la exclusiva de la verdad, como se encargó de llevar a un extremo (acaso insostenible y excesivo) ese anarquista de la ciencia que fue Feyerabend. Aun más, para este, la ciencia en sí misma es una perspectiva que debe coexistir con las demás. Debo puntualizar que yo prefiero mantenerme en los márgenes de esa perspectiva de lo considerado “científico”. Aunque sin que esto deje de tener cierto elemento de fe o creencia en su base. Fe en la cual ha consistido este paréntesis en la historia, o mejor dicho, en la no historia, que es la historia o, llamada de otro modo, la civilización. Demasiado tiene uno con bregar dentro de su casa, como para pretender salir a bregar con lo de fuera.
Así, el estudio de algunos textos urgentes de Rúa, subraya y evidencia que no puede haber ciencia sin afirmación de un mundo ni sin la puesta en marcha en un sentido determinado de su transformación. Pero también, que el estudio de la educación tiene que echar mano de la historia y la teoría. No vale un educador o maestro entendidos como meros técnicos o “artífices” del mundo actuando a ciegas. Para Rúa pensar es hacer mundo, inexorablemente. Y “hacer” mundo es ya, también, y se sea o no consciente, pensamiento. Hay una doble dirección en la vida que, para el anarquismo, circula entre la teoría y la práctica.
Bibliografía:García Rúa, J. L. (2013). Reflexiones para la acción (IV). Badalona: Centre d’Estudis Lliberbaris Federica Montseny.