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Leyendo a José Luis García Rúa (I). El valor de la Historia.
Marcos Santos Gómez
Detrás del ímpetu de muchos de los grandes educadores y educadoras que han pasado a constituir una especie de canon en la Pedagogía, es decir, que se les cita, menciona e incluye en los tratados de historia de la educación o historia del pensamiento pedagógico, se da siempre un elemento tanto filosófico como educativo. Mejor dicho, su praxis y también su teoría, o sea, sus obras escritas, presuponen una discusión que es propia del campo de la filosofía. Porque un modo de abordar la educación como asunto universitario, es decir, como asignatura o disciplina para conformar cursos y planes de estudio superiores, es el que se sitúa justamente entre la Filosofía y la Educación, en la medida que en la Universidad se trata de pensar lo que nos traemos entre manos. Si queremos aprehender lo que implica y significa educar, es preciso ir más allá de lo meramente descriptivo o técnico y dar cabida a una reflexión más amplia y generosa respecto a los "fenómenos" educativos. Enfoque que puede corresponder tanto con una Filosofía de la Educación, como con una Teoría de la Educación, en el sentido alemán de esta última, que la entiende como un pensar la formación y la cultura, es decir, como “Pedagogía”.
Así que podemos matizar y distinguir la ciencia de la educación que investiga con distintas metodologías y técnicas elementos asociados a la educación, del enfoque que es más propio de la docencia o de la escritura de manuales y ensayos, que pone en marcha la reflexión sobre la educación. Ambas necesarias: ciencia y reflexión. El prurito del rigor y la sistematicidad, de lo empírico y descriptivo, no exime ni reniega del afán de ahondar en los lugares más “personales” de la educación, donde esta opera y de donde esta emerge, como es la conciencia. Solamente acudiendo a Paulo Freire por ejemplo, sin necesidad de ir, aunque se puede y debe ir, a los enfoques más hermenéuticos o fenomenológicos (sobre un tratamiento fenomenológico de la educación acaba de publicarse una obra magnífica de Vincezo Costa, en la editorial Sígueme, que ya nutre mi biblioteca personal), solo con Paulo Freire, digo, cuya filosofía de la educación trata especialmente de la conciencia y la concientización, es ya preciso volar hacia la dimensión de la filosofía.
Digo esto al hilo del texto de José Luis García Rúa que estoy leyendo, su cuarto tomo de la serie Reflexiones para la acción. Una lectura libertaria de la Transición. En gran medida este tomo esboza (como casi todos los anarquistas el género que parece serles propio es el “esbozo” o lo fragmentario de sus borradores) desde una doble perspectiva, histórica y filosófica-teórica, una lectura “teórica” de la civilización a la que preocupa lo que sucede, para captar lo singular sin sacrificarlo en una pretensión de totalidad hegeliana. Creo que Rúa aspira a mirar y comprender en su globalidad las épocas y lo que en el tiempo va siendo el hombre, pero sin que este afán comprensivo agote al hombre y lo suplante. Esta es la clave anarquista frente a la marxista clásica, según su propia explicación, frente a la que fuera ideología en el llamado “socialismo real” de los antiguos países comunistas; aunque ahondaremos bastante más en esto más adelante. Lo que ahora nos interesa es la relación que para Rúa ostenta el pensamiento con los quehaceres, en plural, del hombre.
Ardo en deseos de llegar a la sustanciosa parte en la que el filósofo asturiano recorre el pensamiento, pues me hallo aún en el desarrollo de la historia que parece fue el texto de un curso y charlas que impartió en el año 77. Su idea de la historia trata de no ser fundamentalista o metafísica como, según él, lo es el evolucionismo mecanicista hegeliano según el cual la historia seguiría el conocido esquema de la tesis, la antítesis y la síntesis. Para Rúa no hay un plan escrito, un destino, un final, en la historia humana. Lo importante es un presente que aunque exulte de horizontes, es lo único real, es lo concreto de que puede propiamente hablarse y pensarse y desde lo cual todo más allá en la historia se postula para su transformación.
Así, Rúa constata, como efecto de fuerzas ancladas en el tiempo o época que les son propios, no en ningún cielo teórico, que ha ido sucediendo una cierta transformación de la dominación. Es decir, puede aproximarse a quien se atreve a desarrollar teorías de la historia, pero no hace una filosofía de la historia. Esto quiere decir, llevado a su extrema consecuencia, que la dominación, fenómeno en la historia que le preocupa principalmente, sería como mucho una constante propia del paréntesis que es la historia humana. Asunto tan antimetafísico como liberador, ya que para él es entonces tan posible la dominación como el mundo sin dominación. Ambas posibilidades son reales, posibles en la historia. Yo diría con un lenguaje que él no creo que empleara jamás: ambos sueños son ese sueño que es el hombre. Nada, ni siquiera la dominación o la utopía de libertad social, pueden considerarse esencias existentes en el hombre o la historia. Sí, tampoco la libertad, que para Rúa es buena, forma parte de una cierta bondad, pero nada más. La historia puede tanto salvarnos como engullirnos. Tener esto presente es, para él, creo y muy en el fondo, la lucidez.
Hay, pues, un evidente materialismo en Rúa, pero carente de predeterminaciones. Justamente por eso es materialismo. En el materialismo de su comprensión de la historia se dan las relaciones de los hombres entre sí y con su medio, los distintos tipos de dominio de la historia y, lo que es muy importante, la cultura. Rúa se fija en los elementos culturales pero escapa con firmeza del idealismo culturalista. Afirma el tipo de intelectual que es él, volcado en la acción y cuyo pensamiento solo tiene sentido en sus repercusiones prácticas, lo afirma, digo, contra lo que llama en alguna ocasión el “intelectual de despacho”. La tarea intelectual que se agota en sí misma resulta impotente para captar bien su mundo, pues el mundo no se deja captar en el mero esfuerzo teorético. Así, el pensamiento siempre tiene que ver con una forma particular de relación de los conceptos con la vida de los hombres, lo que, dicho en nuestro campo, quiere decir que no hay teoría o ideología neutra, en abstracto, como si pudiera pensarse en un cielo etéreo. Desde el principio parece estar teniendo en cuenta la crítica de Feuerbach a los espejismos que constituyen todas las formas de idealismo o esencialismo.
Al margen del mayor o menor acierto de este filósofo en su concreto tratamiento e interpretación de grandes filosofías como la hegeliana (tratamiento que en su prólogo reconoce insuficiente), hay que captar bien cómo representa un enfoque “educativo” de la en apariencia solitaria tarea del pensar. Por educativo entiendo, casi como sinónimo, “transformador” y “creativo”, o, “poético” a la griega. Él fue un vivo nexo que buscamos entre la filosofía y la educación, ocupación esta segunda que, para el pensamiento anarquista, quiere decir asunción de la propia vida para transformar, consciente y lúcidamente, la historia. El “educando”, no hay ahora que explicarlo mucho, se ha “inventado” en occidente como persona que se hace consciente de su repercusión histórica, de lo que lo liga a los demás, para acometer su acción, o sea, en el juego del tomar distancia y al mismo tiempo sumergirse en ella. Un concepto básico en el anarquismo (anarcosindicalista, por lo menos), como es evidente, y, tal vez, en cualquier teoría revolucionaria. Aunque la historia no es más que la anécdota, o la nota curiosa, de ese hirviente caldo de caos, sueños, mito y materia que acaso constituyó a la opaca prehistoria. En este sentido, nace la educación como el proyecto de hacerse con el propio destino, de adueñarse del mismo, conformándose como sujeto de la historia, y por tanto, dentro del tiempo histórico y más aun, del tiempo epocal marcado por Grecia, diría yo. De esta agonía que somos, la agonía de la historia, Rúa quiere conocer, y comprenderse en la historia en cuanto lugar de la dominación y de la libertad social. Se fija en ello porque esa es la historia donde vive y la historia que es él, que vive en él. Su realismo pasa por ello.
Yo suelo comparar este modo de hacerse con la realidad, al mismo tiempo intelectual y práctico, en la dimensión científica y espistemológica con la técnica de investigación que los antropólogos denominan “investigación participante”. Así, para Rúa, no hay otro modo mejor de captar bien la realidad que no implique un toma y daca con la misma (de este modo definía Neill su tratamiento teórico de lo que sucedía en la praxis educativa de su escuela Summerhill, por cierto, como un “toma y daca”, en las traducciones a menudo horribles de sus obras). Pensar es un quehacer. Una acción o, por lo menos, conlleva como algo inherente una obligación o deber de actuar.
Sobra decir que figuras enormes de la reciente pedagogía, como Paulo Freire, han realizado precisamente esto. La conciencia, según el educador brasileño, solo puede emerger en el tiempo, nunca como algo estático o ya dado de antemano, sino que es pura aprehensión en movimiento y, además, dialógica, de lo que es. El diálogo, en Freire, indica que el pensamiento o la conciencia que uno trata de adquirir tanto de sí mismo como de su medio (histórico), pasa por una especie de perspectivismo orteguiano que, a su vez socráticamente, no rechaza el horizonte de una “verdad” sin agotarse en una única perspectiva. Según esto, ninguna metodología científica, si es que hablamos ahora de ciencia, tiene la exclusiva de la verdad, como se encargó de llevar a un extremo (acaso insostenible y excesivo) ese anarquista de la ciencia que fue Feyerabend. Aun más, para este, la ciencia en sí misma es una perspectiva que debe coexistir con las demás. Debo puntualizar que yo prefiero mantenerme en los márgenes de esa perspectiva de lo considerado “científico”. Aunque sin que esto deje de tener cierto elemento de fe o creencia en su base. Fe en la cual ha consistido este paréntesis en la historia, o mejor dicho, en la no historia, que es la historia o, llamada de otro modo, la civilización. Demasiado tiene uno con bregar dentro de su casa, como para pretender salir a bregar con lo de fuera.
Así, el estudio de algunos textos urgentes de Rúa, subraya y evidencia que no puede haber ciencia sin afirmación de un mundo ni sin la puesta en marcha en un sentido determinado de su transformación. Pero también, que el estudio de la educación tiene que echar mano de la historia y la teoría. No vale un educador o maestro entendidos como meros técnicos o “artífices” del mundo actuando a ciegas. Para Rúa pensar es hacer mundo, inexorablemente. Y “hacer” mundo es ya, también, y se sea o no consciente, pensamiento. Hay una doble dirección en la vida que, para el anarquismo, circula entre la teoría y la práctica.
Bibliografía:García Rúa, J. L. (2013). Reflexiones para la acción (IV). Badalona: Centre d’Estudis Lliberbaris Federica Montseny.