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Leyendo a José Luis García Rúa (II). Historia y movimiento obrero.
Marcos Santos Gómez
En comprender lo que hacen otros se le va a uno la vida. Lo cual es una tarea que requiere un gran esfuerzo y atención, que, como la lectura, va al mismo tiempo impregnándolo a uno de noche y amargura, pero también de los esplendores y la inefable belleza que nos transmiten los seres marginales. Esa es la razón, o sinrazón, que desde hace décadas me ata con mayor o menor secreto a los anarquistas. Estos viven, como acaso vivía José Luis García Rúa, absolutamente fuera del sentido común y la mesura, esas trampas que hacen que las ovejas entremos sumisas en el redil. Un vagabundo, un mendigo echado sobre las sucias lozas de una acera, es la puerta que, clara y horrible, nos conduce a otro mundo. Y es en ese mundo donde, creo, vivía Rúa. Hombre, como todos los anarquistas, lleno de ese otro sentido común que nuestro mundo al revés ha desplazado. El verdadero sentido común.
Cuando se va leyendo su libro, el anarquismo sindicalista se va mostrando al hilo de la historia, como su nota a pie de página. Su mirada abarca con mayor detenimiento los últimos siglos, los de la Modernidad y la Ilustración, hasta aquel año 1977 de la serie de cursos que impartió en Granada. Resultan interesantes algunos elementos destacables a partir de su relato. Porque, como cualquiera que hace o divulga historiografía, en gran medida cuenta un cuento que para él, como para cualquier otro historiador, trata de ajustarse a los hechos. La vocación de Rúa concede una enorme importancia al relato, precisamente, de lo sucedido, que ha de combinarse con el modo teorético de aproximación a la realidad propio de la filosofía. Ambos momentos nos aclaran, siempre de manera parcial, quiénes somos y dónde estamos. El primero trata, hemos dicho, de ser fiel a los hechos, pero como él mismo admite en el prólogo, no puede librarse de manipulaciones, como la tan reconocida que señala a la historia como un relato hecho por los vencedores. Así, la ideología puede teñir lo que se cuenta sin que el narrador acabe de saber por qué flanco le vienen los disparos. Por esto mismo, hay que combinar con este sano empirismo, con esta apelación al mundo, una prospección que del propio presente y sus sensibilidades, trata de hacerse de un modo elevado, teórico, distanciado, con lo que acaso por debajo de lo empírico va determinando no solo el propio hecho en sí, sino su captación historiográfica. Se trataría aquí de combinar los sucesos con las grandes teorías del hombre, la historia, la ciencia, la razón, la política, para ir desvelando pistas en los hechos, para dotar de una cierta organización a la mirada.
Para Rúa ambos caminos son legítimos e indispensables. Y emprende los dos en el escrito, de origen oral, que estoy leyendo. Todavía inmerso en la parte histórica, encuentro destacables algunos puntos. No me referiré a todo, a su relato, por ejemplo, de la Antigüedad o el Medievo, sino que, como él mismo hace, me centraré sobre todo en cuestiones más cercanas cronológicamente. Porque es en el mundo Moderno donde surge, realmente, el fenómeno social e histórico del capitalismo y el burgués, que todavía se está desarrollando. Este surgimiento no lo explica ninguna gran teoría o, aun peor, filosofía de la historia. Rúa constata que la historia humana es un movimiento y su relato, aun siendo de lenguaje algo seco, áspero, aparentemente exento de bellas explicaciones o poesía, irradia sin embargo una visión poética de la historia. Espero no interferir demasiado por culpa de mis amores, pero la imagen del río de Heráclito, en su absurda existencia, es la que me parece que sostiene su relato. Rúa, lo sé porque lo conocí como estudiante y compañero en alguna manifestación, y porque mis estudiantes en algunos casos le entrevistaron e incluso se planteó la posibilidad de realizar una tesis doctoral sobre su pensamiento, que resulta inseparable de la práctica sindicalista y obrera, un pensamiento en este sentido anti-intelectual y anti-académico, Rúa, digo, llegaba a emocionarse con la lectura de Antonio Machado o las tragedias y la poesía griega. Podía hacerlo, además, porque era filólogo clásico y románico además de filósofo. Frecuentemente aludía en público a su formación, que estuvo, por fortuna, llena de grandes maestros a los que se refería con gran cariño y que comenzaron enseñándole el valor y la belleza del lenguaje, en medio de sus trabajos para poder pagarse los estudios o de las vicisitudes de una infancia de huérfano pobre al que en la Guerra Civil le habían robado el padre.
Pues bien, orador de dicción bellísima que sabía adaptar a la academia cuando le tocaba hacerlo (su castellano era el castellano oral más bello que he escuchado nunca, de una armonía serena, clásica, en su pronunciación y en la construcción de frases o la elección del léxico), poeta él mismo, cuando relataba la historia y en las conferencias más ajenas a la academia donde lo vi (hay bastantes en youtube, de sus últimos años), elude todo solaz y regodeo en lo considerado usualmente bello si trataba de ir al grano. Sus contenidos políticos y sociales eran siempre claros, directos. Pero de la incluso algo seca exposición de la historia que le estoy leyendo, se desprende el viejo halo de la poesía y los filósofos griegos. En su cruda exposición están, repito, Heráclito, Machado. La poesía que emana, decía Antonio Machado, del despojo de todo ornamento y de la sincera pronunciación del mundo. Mundo que es, necesariamente, en el tiempo, como la palabra, como el hombre.
Así, el despojo de ornamentos que realiza en su exposición, incluye la evitación de teorías de la historia como la marxista clásica. Él mira al hombre actuar y solo ve un flujo similar al de un gran río que sucede entre remansos y rápidos. A veces, el río, sin saber bien por qué, salta en cascadas o cambia sustancialmente al cambiar de paisaje. Eso es, acaso, lo que sucede cuando el hombre lleno de posibilidades y de movimiento, fluye hacia el mundo burgués. Es este mundo el que Rúa describe, el del capitalismo, que consiste básicamente en el predominio de una nueva clase de hombres de negocio, de empresa, de comercio, de finanzas, que intentan superar las restricciones legales del mundo feudal con una libertad que van a idealizar y soñar a menudo.
Tanto el mundo feudal como el burgués, y toda la historia desde la creación de los primeros Estados, han sido formas de dominación. La historia se hizo así, se creó de este modo, y en esto andamos todavía. Sin embargo al corsé que el Estado y, en la actualidad, la burocracia y el orden capitalista imponen, un corsé que se extiende incluso a la lógica, al modo de pensar, al sentido común a que aludíamos en nuestro primer párrafo, se opone, en su margen, en su detritus, otro modo de razón. De hecho, la lucha obrera, como mucho sindical y nunca partidista, es la del lugar social donde emerge la razón. Entendiendo por razón un sentido por el que esta equivale al modo de trato práctico con el mundo que, opuesto al burocrático, se materializa en la autogestión de las empresas, una autogestión por el que la creación humana, el trabajo, la relación entre los hombres, se organiza consciente y desinteresadamente. Es una forma de creación. No hay más interés en quien de este modo teórico y práctico razona, que hallar un orden distinto justo y diferente del burocrático.
Se puede decir que esto es imposible o que es un sueño, pero como ideal, es válido, como meta o valor. Porque de lo que se trata es de realizar todas las posibilidades de libertad y calidad de vida que su razón le regala al hombre. Así, el anarcosindicalismo es la manifestación de un hondo racionalismo que trata de hallar un orden racional, y no irracional, como es el orden de la burocracia o la propiedad privada. Es en este campo donde se juega nada menos que la humanidad. Es decir, por muy ligada al mundo de la lucha obrera y el trabajo que esté la praxis anarcosindicalista, hay una poesía y un bello horizonte que está presente en ella, en su realismo sucio, en su espíritu punky. Lo que ocurre es que el modo en que el hombre se piensa y al mismo tiempo modula o modela la realidad, ha de ser en el intento de superar la dominación capitalista. Por eso, para Rúa, como prueba su vida, no tiene sentido el intelectual de despacho, desligado de la acción obrera. Esta, además de una demanda ética, sentimental, fraternal, es una demanda de la propia razón y del pensamiento que se desarrolla al hilo de la acción que ellos llaman “directa”, es decir, la lúcida y consciente transformación del mundo por el hombre, o, mejor dicho, de la historia.
Tan poderosa es esta voluntad de “orden” racional que tampoco sirven las grandes mistificaciones en las que el ser humano se ha engolfado para nada. Aquí reside la teología (y la razón por la que Bakunin creía que debía superarse), pero también las explicaciones metafísicas al uso en las que Rúa incluye el determinismo histórico del marxismo clásico. El pensamiento anarquista trata de ser rigurosamente empírico y fiel a los hechos. La pretensión del intelectual de aprehender su mundo desde su “despacho” no es posible, y eso solo conduce a ilusiones. Hay que mantenerse en la realidad, en la marcha hacia una toma de conciencia colectiva del poder que tiene el hombre para dirigir, hasta cierto punto, su historia. Pero, insisto, su idea de dirección es profundamente antiestatalista. Del relato de Rúa se desprende, sin que él lo exagere poéticamente, que al lado del hombre ha estado siempre una suerte de leviatán, de creación monstruosa, de Moloch al que las vidas de millones de inocentes se sacrifican, en todas las dimensiones imaginables. Incluso el obrero bien cuidado de los antiguos Estados del Bienestar ha sido despojado de parte de su humanidad, pues se le ha castrado intelectualmente para que no se formule las preguntas más indebidas.
Es esta silenciosa censura y mutilación la que, en el caso de las rebeliones juveniles de la época en que dijo estas lecciones, ha hecho brotar una cierta indignación y un espíritu revolucionario en los jóvenes estudiantes. Señala el cambio que en la Universidad se estaba dando, en el año 1977, por el que la rebelión estudiantil se constataba en un llamativo crecimiento de las carreras inútiles (humanidades y letras) frente a las que el sistema del neocapitalismo basado en la cualificación de la masa obrera, demandaba. Anteriormente, las carreras estrella fueron, sustituyendo a la vieja Universidad del pensamiento puro, las ingenierías y en general las de ciencias. Era lo que el capitalismo requería. Así, la rebelión estudiantil de finales de los sesenta y los setenta se tradujo en la demanda de una Universidad no impregnada por los intereses del capitalismo y las empresas. Esto, y lo decía Rúa en los setenta, este capitalismo de la cualificación, invertía a mansalva en la investigación. Es lo que originó el tan cacareado lema actual de la Investigación más desarrollo (I+D). Lo que los estudiantes de hace décadas advirtieron es que este lema en la neo-universidad albergaba una peligrosa trampa, es decir, nacía de una pura ideología capitalista.
En su análisis de los sesenta y setenta del siglo pasado, Rúa se refiere por encima a Marcuse, que tan presente estaba entonces entre los estudiantes. Señala, frente a él, que los estudiantes han reaccionado no por sentirse o ser seres marginales, como los mendigos o las minorías étnicas, sino por haberse percatado del camino que tomaba la Universidad y haber querido afirmar otro tipo de Universidad que no se doblegara al capitalismo.
Aún me resta leer bastantes páginas más de un texto que como casi todos los de Rúa es para la acción y tiene sentido si toma un papel en ella. El libro, este tomo IV de sus “Reflexiones para la acción” terminará, tras un repaso de la historia de la filosofía, con textos más actuales que incluso conducen su análisis al 15 M, en cuyas asambleas, nonagenario, participó.
Bibliografía:
García Rúa, J. L. (2013). Reflexiones para la acción (IV). Badalona: Centre d’estudis libertaris Federica Montseny.