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El inquietante relato de los hechos. Esbozo para una somera descripción del pensamiento revolucionario.
Marcos Santos Gómez
Hay varios hechos recientes que me han producido la extraña necesidad de entenderlos. Como si ciertas noticias removieran la inteligencia y la memoria mucho más que lo suelen hacer habitualmente los acontecimientos en su forma noticiable en las redes sociales o en la decadente televisión de toda la vida. Uno, para empezar, ha sido la controvertida decisión que se ha querido comprender como privada de Pablo Iglesias e Irene Montero de hipotecarse (y digo bien: “hipotecarse”) para desarrollar su “privacidad” en un chalet con piscina, en el campo, acompañados de buenos vecinos y relativas comodidades, sin demasiados problemas sociales que sufrir directamente y un ambiente sano para sus futuros hijos, cuya educación demanda, dicen, esas condiciones sociales excelentes a su alrededor, que por supuesto desean para todo el mundo y de hecho lucharán, insisten, para que así sea.
Esto contrasta con lo que comenté, antes de saberse esta noticia, acerca de la vida de García Rúa, histórico pensador y militante anarquista perteneciente a la ya longeva tradición ácrata del sindicalismo español, en un barrio obrero de extrarradio, en un piso de un horrendo edificio clónico y lejos de las bondades del centro y otras zonas menos humildes. Sin piscina, con vecinos llenos de problemas, parados, buscavidas, modestas “clases medias” e incluso con la marginación más extrema muy cerca. Pisos llenos de ruidos y con una estética en el vecindario lejos del buen gusto del centro urbano o las hermosas zonas residenciales con piscina y jardines donde sembrar el mundo futuro. Algo habitual y nada raro para muchos que viven de esta manera, en este tipo de pisos, y me refiero a las “clases medias”. Pero situarse en una zona deprimida, donde apenas llegan ni los autobuses, donde se invierte menos, donde hay más inseguridad, no es, en efecto, agradable. El caso es que esta realidad marginal y obrera, bien estudiada y conocida por la sociología, es lo que, cuando se deja de ser sociólogo o político, se elude, como si se quisiera no estar donde están los que uno “defiende” como voz, líder o representante político. Uno quiere lo mejor y resulta que lo mejor es no ser como tus votantes. Algo llamativo en la mencionada pareja de líderes políticos, pues además no es el caso de Rúa el único que conozco de personas muy involucradas con la política o el sindicalismo que tomaron la decisión expresa de que sus hijos vivieran y se educaran en barrios obreros. La cuestión es si uno debe estar en el lugar de sus preocupaciones (políticas) o puede adoptar la postura, sin contradicción, de distanciarse simbólicamente y fraternalmente, diría incluso, del lugar social de tus preocupaciones. De todos modos, no se pide hundirse en el horror de una barriada de chabolas, solamente vivir como la grandísima mayoría de los españoles, es decir, como obreros. Esto lo tuvo muy claro, por ejemplo, Simone Weil, que dejó su puesto de funcionaria para ir a trabajar miserablemente en una fábrica que acabó mermándole la salud. Quizás algo heroico y extremo que no se debe pedir a todo el mundo, pero no acepto que por eso se tache a esta pensadora de loca, extravagante, etc. Aceptemos, desde la comodidad de nuestras butacas, que ella tiene razón y nosotros no.
Además, me ronda desde hace tiempo, la famosa frase del Pablo Iglesias de hace ya años: “vamos a tomar el cielo por asalto”, llena del fuego de la santidad. Una frase bella, pero temible para muchos, que creó lógicamente su eco de críticas, porque, de hecho, es una frase que solo puede entenderse dentro de un pensamiento revolucionario. Y sobre la revolución hay mucho que decir y muchos miedos que quitar. Ser revolucionario, se sabe, es incómodo, peligroso, perturbador y hace que uno pueda precipitarse en la incomprensión e incluso la persecución. Generalmente es difícil que nadie quiera cambiar la comodidad de un mundo conocido, aunque malo y dañino, por un salto en el vacío. Por eso, afirmar esta frase cuyo hondo sentido muchos no entienden, sacando a relucir no sé qué de guillotinas y violencias, fue valiente. El problema es que, voy a tratar de justificar, esta atrevida idea no casa con ese modo “privado” de vida en el que uno educa a sus hijos lejos de la pobreza que uno pretende erradicar. ¿Es, pues, necesario, ser uno de ellos, de los pobres, para ser su voz y representación en la política?
Del 15 M me quedó además un triste recuerdo en particular. A decir verdad, el único recuerdo triste de todo aquello. Y es, sin entrar en detalles, la utilización de lo empírico, por parte de algunos sociólogos que trataron de describirlo y entenderlo in situ, para hacer obvia una cosa que es obvia, antes y después de cualquier observación concreta de lo que sucede en una asamblea: que como sociedad, como comunidad, portamos lastres, que nos cuesta organizarnos, que hay dominio y sumisión, que hay quien emplea discursos demagógicos, tácticas incluso de manipulación de quienes deciden qué votar, seductores de la masa, y que en nosotros habla el mismo mundo que combatimos, porque el mundo social es complejo, poliédrico, contradictorio, dialéctico… y vive encarnado en habitus, capitales e inercias de todo tipo. Es lógico. Estábamos en el temible ámbito de lo nuevo, de lo que emerge dolorosa y costosamente, de una libertad que nadie ha aprendido. Así que dichas constataciones empíricas, observaciones y bien trabados artículos no decían nada ni nuevo ni relevante al señalar los modos en que la desesperación y la miseria de nuestro mundo intenta expresarse. Antes bien, su propósito era mezquino: moralizar, sermonear.
Lo que ocurre es que a estos sesgos sociales y educativos de los miembros de las asambleas, se le quiso poner, por parte, ya digo, de ciertos científicos sociales, un contrapeso formal, es decir, político. El ámbito de la política se creyó capaz de contrarrestar el mundo molecular e inasible del pueblo. Es decir, tales observaciones, acaso interesadas, justificaron, para algunos, la necesidad de mantener aquello que justamente se estaba no tanto cuestionando, sino intentando pensar. Al final, todo aquel cúmulo de ciencia social y observaciones devino en que había que dejar a la estructura, con sus partidos clásicos tal como estaba, por formar parte de un cierto orden y razón de las cosas. El orden de la regulación que vivimos como democracia se establecía capaz de curar y contrarrestar, contra la evidencia de la corrupción, por decir algo, el turbulento océano de lo social.
Digo todo esto porque detalles tan inocentes en apariencia como son el que uno viva o deje de vivir en un barrio determinado, en un piso de extrarradio o en un chalet, esconden una polémica teórica, pero muy práctica, entre la perspectiva reformista y la revolucionaria en la política. Mi hipótesis consiste en que la pareja de líderes del partido Podemos han escogido, según manifiesta esta elección que prolonga el invento de una privacidad impermeable, a espaldas de lo público en definitiva, actuar en flagrante contradicción con un impulso inicial revolucionario que por este mismo signo, ya están proclamando que han abandonado. A su favor tienen que en esta contradicción vivimos la mayoría, por supuesto. Su posición es una decisión y afirmación viva, de hecho, que entiende que el mal puede arreglarse desde sí, y que todos podrían, en lo que yo personalmente creo un sofisma y un imposible, vivir como ellos dentro de las reglas del actual sistema económico y político. Están afirmando tácitamente que la estructura, como lo nombraba Rúa, es buena.
Y todo esto se mezcla no ya en mi cansada cabeza, sino en mi permeable espíritu, con dos perturbadoras lecturas. Vuelvo a leer historiografía y vuelvo, como nunca, a mi querido Rousseau. Respecto a la historia, ando leyendo el libro Masacre. Vida y muerte en la Comuna de París de 1871, de John Merriman, ed. Siglo XXI. Busco seguir esclareciendo, si es posible, el hondo nervio que explica el fenómeno (o acontecimiento) revolucionario, aunque pretender saber lo que verdaderamente pasó en aquel lugar y momento es, por naturaleza, imposible.
Y por si fuéramos pocos, parió la abuela. Es decir, que me encuentro unos Diálogos de Rousseau, publicados por Pretextos y prologados, en su edición original, por Foucault. En ellos Rousseau, al final de su vida, halla lo imposible de precisamente narrar la historia, la historia de uno mismo, que es historia, al fin y al cabo, y que por tanto no resiste a cualquier intento extravagante o sarcástico de mostrar la naturaleza estética del propio relato. Así, Rousseau al toparse consigo mismo, en esos raros diálogos publicados póstumamente, se topa con esa nadería que somos, en palabras de Borges, esa falacia que es la identidad que no aguanta el embate de sus propios “datos”. Se acribilla, literalmente, a sí mismo, en un texto rarísimo, extrañísimo, donde Rousseau es, como aquel endemoniado de los evangelios, multitudes. Al tratar de encontrarse o de releer a San Agustín, va y precede en siglos a Foucault. Pero es que, también aquí arrojo otra hipótesis, precisamente es todo ello, este valiente movimiento en torno a su propia nada, lo que lo convierte en cabalmente revolucionario, llegando mucho más lejos que Voltaire, por ejemplo, en su rebeldía.
Hay algo inquietante en la puntillosa descripción que despliega datos, hechos (que son comportamientos entendidos como datos) por parte de la historiografía. Algo inquietante y divertido. Una ironía compartida por la mayor parte de las ciencias sociales. Porque me da la impresión de que cuanto más objetivo se pretende, el historiador más disuelve el propio objeto de estudio, disolución que afecta incluso a los propios datos y hechos en cuanto tales. Yo, en el otro extremo, he llegado a leer historia como si fuera una novela, algo no muy lejano de la ficción. He tenido que elegir entre un turbulento mar de datos o eso. Y he preferido engañarme.
Pero es que el relato objetivo de la historia nunca deja de ser relato y, por tanto, mirada particular y orden (estético) que narra los hechos. O si nos quedamos con la profusión de observaciones y datos empíricos de una tesis doctoral en historia, por ejemplo, dejamos de ver la realidad como, por lo menos, la vemos cuando estamos inmersos en ese mar de datos que dicen que somos. Por ejemplo, como he señalado, actualmente estoy inmerso en la lectura de una monografía sobre la revolución de la Comuna de París en 1871 y a ratos, por muy terrible, real y serio que sea todo lo que cuenta el libro, me parece que leo una novela. Es lo que tienen los datos. Que no podemos mirarlos sin relatos de por medio. La Historia nunca va a dejar de ser un cúmulo de historias y el arte del historiador el de un novelista que no supiera que lo es y que pretendiera invocar en la realidad sus propios argumentos y tramas. Dar vida, a golpe de dato, a sus criaturas. Así que muchas veces, el recurso al dato, curiosamente, acaba terminando en la condición ficcional de lo humano y de la historia. A todo dato o, aún peor, “hecho”, en su lectura, acompaña una tensión extrínseca que lo conecta con las ideas del historiador que desde ellas ve unos pero no ve otros hechos, y de los que ve, les pone la forma y les insufla la mecánica vida y movimiento de un autómata. Como si les diera cuerda.
La objetividad resulta imposible en la historia, en la complejísima amalgama de acciones personales, institucionales y colectivas, guerreras, artísticas, políticas, pacíficas, culturales, económicas que constituye el relato que cuenta un momento y espacio de lo humano. Lo reconocía también Rúa en el escrito que comentamos días atrás, señalando esta tendencia de lo real histórico a deshilvanarse hacia lo incomprensible o, peor aún, ocultar sesgos en su relato, todo lo cual hacía necesaria una segunda mirada no del dato, aunque se conecte con ello, sino de lo más especulativo. Esta es la ironía de la objetividad, que a fuer de perseguirla (y yo me cuento entre sus devotos veneradores cuando hago de profesor universitario) se disuelve a sí misma.
Aunque late siempre, huidiza y fugaz, una cierta sombra de verdad en todo el proceso deconstructivo del revolucionario. Esto puede compararse y matizarse en relación con las recientes filosofías de la deconstrucción, es decir, si prevalece solo una estructura donde estamos inmersos mundo y “sujeto”, que crea los paisajes de la verdad y de la que solo puede huirse suplantándola por otra posición o estructura. Este exceso, mucho más allá del perspectivismo, considera toda verdad (en la historia) una construcción. Así visto, la historiografía al uso se cimentaría en un puro fantasma. Pasando de una a otra jugada, barajando las cartas infatigablemente, sin hallar nada más, nada definitivo en ninguna de sus disposiciones para jugar cada juego. Por esto mismo Foucault no es un historiador, porque aunque se apoya en lo empírico, lo usa desde aproximaciones siempre nuevas, lo tuerce, lo retuerce, lo aniquila, lo presiona, disolviendo tanto la verdad del historiador convencional como la propia verdad del dato, del dato historiográfico, de los demás y el suyo mismo, en una autodisolución que fascina.
Así, un uso a la larga irónico de lo empírico, como el de Foucault, produce una superposición de imágenes, de paisajes, de sombras, de perfiles, de los cuales nada más puede decirse que son formas, formas de algo que arranca de la vida y que sustenta la acción humana, que coincide, según el francés, con el poder. Sólo cabe una gestión del mismo, una precaria captación de cómo sucede. Todo parece desde esta concepción deconstructiva (no revolucionaria) una continua e inagotable transformación y acumulación de más y más maneras de ser y hacerse lo “humano”, y de decirse, y, en suma, de negarse.
Desde luego los atinados estudios de Foucault hallaron importantes “claves” para, desde un punto de vista práctico, liberarnos de ciertas trampas o figuras del poder, que nunca es poder, sino micropoderes, en una estructura antes reticular que monolítica o piramidal como ocurre cuando se funden todos esos micropoderes, toda esa acción e influencias mutuas en el gran aparato del Estado. Una forma de abordar todo ello sana, saludable, como si el pensamiento consistiera en acumular las bocanadas de aire fresco que nos liberen de antiguos venenos que aunque muy viejos y compartidos no dejan de ser venenos. Pero después, no hay mucho más que hacer. Se oscila, se disuelve lo social, ácidamente, y a menudo según métodos empíricos, como hacían los susodichos sociólogos con las asambleas del 15 M. Pero a la hora de la verdad, la política acaba racionalizando todo ello y erigiendo sistemas formales que por muy originales que sean, vuelven a desembocar en el fantasma de un pensamiento político universal, compartible, organizador, que decida las figuras que van a gobernar el mundo social.
Para quien se sale de todo esto, en la imposible medida de lo posible, la historia recupera su espontaneidad, su libertad, inabarcables en última instancia por las teorías de la historia o sociales. Pero, de un modo soterrado, hay verdad y verdades. En este sentido una posición revolucionaria no llega lo lejos que llega, en su ataque a la razón tradicional e ilustrada, Foucault, porque debe mantener, por muy inefable, lejano, ficticio y sombrío que sea, un cierto horizonte, un sentido que aunque se niegue a la historia en su globalidad, hay que postularlo para lo ético y lo social. Un orden en el cual apoyar lo político y sin que lo político lo suplante. Una razón socrática, que no sofística, podemos decir simplificando un poco las cosas. O, una vez más, recordar lo que en esto tuvo que decir el pensamiento ardientemente revolucionario de Rousseau. Digámoslo de otro modo: en la política al uso hay una falta de concordancia entre lo social y lo político, que como dos esferas, existen impermeables y arrancadas la una de la otra. La política actual no introduce la razón en que ella misma se funda en el todo social, ni la sociedad puede hallar su espejo y cabal representación en la esfera política. Lo que pretende el pensamiento revolucionario es vincular una y otra, para que cuando se hable de libertad, justicia y derecho a la vivienda, esta libertad y derechos se den realmente en la sociedad y bajen del etéreo cielo de los ideales perdidos. La política no está para corregir las zonas muertas u oscuras de la sociedad, si la sociedad no se ha fundado previamente en un pacto, en un orden, en una razón espontánea, es decir, desde sí misma. Es lo que diferencia al revolucionario del socialdemócrata.
Hay que presuponer ciertas cosas, como la obvia evidencia del daño, que sugiere, aunque sea negativamente, un positivo. Ese inefable y jamás visto positivo es la verdad. Con lo que estamos en el campo de una teología negativa. Esto es lo que encontramos en Benjamin. Una verdad conmovedora y horrible que de algún modo, explica o interpreta la historia, pero a contrapelo. La constante presencia de un mal irreductible a otros males, ni a interpretación, ni a juego de ficciones. Un mal inapresable por la razón de la historiografía convencional que ha de acudir a estilos forzados, rupturistas, fragmentarios, doloridos, sombríos, para contar balbuceando la historia. Pero acaso un mal que tampoco acaba de asir y entender el pensamiento denominado “postmoderno”. Estamos describiendo otro de los rasgos propios del pensamiento revolucionario, cuya clave nos da, en esta ocasión, el último Benjamin. Algo que pudo captar en su voluntario exilio de la riqueza familiar heredada, en su incertidumbre económica, sus huidas, la persecución, la incomodidad y los retazos que en una poliédrica unidad constituyeron su vida.