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Pathos y moral. Lectura de “Billy Budd, marinero” de Herman Melville.
Curiosamente, los grandes asuntos se plantean mejor en los bocetos simples. Así, el cuento largo “Billy Budd, marinero” de Herman Melville, desarrolla en breves pinceladas lo más fundamental en la existencia. El hombre es capaz, con la ciencia y con el arte, de hurgar en lo que le ha tocado apreciar como testigo o desarrollar como artífice. Todo en el mencionado relato va a desembocar en una cuestión que, de hecho, la humanidad viene abordando con cansina monotonía que aunque afecta al conocimiento, tiñe y ocupa lo que podríamos denominar el "espíritu humano".
Estamos refiriéndonos a lo moral. Lo moral desde el punto de vista más básico: el del bien y el mal absolutos. De modo que Melville, siempre empapado de una cierta angustia kafkiana y calvinista sentido de la culpa, desarrolla el tema en su trasfondo bíblico. Al preguntarse por qué el hombre hace el bien o el mal, como si optara por distintos modos de existencia puestos en el extremo por el relato de Melville, este escritor engarza con la radicalidad de lo moral, previo al entramado lógico, anterior a la razón y por eso allí donde no llega ni resulta explicado como la gran Hannah Arendt lo haría con su conocida hipótesis de lo que denominó “banalidad del mal”. Es decir, la gran pensadora sugiere que la naturaleza del mal es la ignorancia en cuanto resistencia a pensar y carencia del análisis crítico que requiere ser consciente en todo su alcance de aquello que se trae uno mismo entre manos.
No parece que esto sea lo importante para Melville. Este conecta con una tradición bíblica que ahonda de otro modo en el mal. Por lo pronto, nos presenta en su cuento los dos extremos. El bien absoluto lo encarna el que llaman los compañeros en el buque de guerra de la Armada de su Majestad “el marinero bonito”. Este es joven, un equilibrado y bello organismo que parece albergar justo lo señalado por Arendt como más propio del malo. Billy Budd manifiesta una base en el carácter y la razón de absoluta y ciegainocencia. Budd no es capaz de ver siquiera, literalmente, el mal. No lo entiende desde su más profundo interior, con lo que su existencia es alegre y sencilla, como la de un gorrión. Es esta ausencia de pecado original o culpa personal la que propicia, en la trama psicológica y existencial de las relaciones humanas, el mal que va a acabar con él. Un mal que es atraído precisamente por la mera existencia ingenua y sencilla, por la simple inocencia de una naturaleza humana no corrompida.
Como aparece en la Biblia, el demonio es una máquina de justificar el odio, tiñendo a la víctima con una estigmatización que la convierte, diabólicamente, en mala, que empaña la imagen del “marinero bonito” porque pretende aniquilarlo hasta en lo más esencial. De manera que de modo opuesto, Melville también pinta el polo contrario, el correpondiente a un “mal radical” asociado al puro existir del individuo, al mismísimo modo de ser. Pero Budd es incapaz de comprender la realidad del mal y de anticiparse al mal, de preverlo y tenerlo en cuenta, por lo que resulta cruel e injustamente dañado por el mismo.
El oficial Craggart ostenta el sentimiento sin más de que el bien le molesta y de que no puede formar parte de la verdad humana y de la verdad en general. Debe ser extirpado, porque en su mayor complejidad psicológica, el malo radical no quiere ni puede comprender la inocencia pura del otro. Se sabe tiznado de nacimiento, desde su raíz más verdadera. En su mundo, se ha de defender del bueno porque cuestiona sus raíces pecaminosas, manchadas, que se hunden hasta llegar a Caín. Su odio es gratuito, por naturaleza, o sea, no tiene una razón y es previo a las tramas y justificaciones del Derecho y la moral. Lo que no comprende e incluso trata de castigar es la bondad de una naturaleza ajena no contaminada. El malo es, desde esta perspectiva bíblica, porque sí, y no porque renuncie a pensar. Porque no encaja el mundo inocente e infantil del bueno, siendo hondamente incapaz de ver ni el bien puro ni bien alguno. No puede ni creerlo y Budd le parece una estúpida anormalidad que sobra y molesta a sus planes sobre el hombre y la razón. En su existencia el hombre es radicalmente perverso. Pues los argumentos y justificaciones llegan después de este odio esencial y sin más. La razón presupone lo radical, como lo que la produce y utiliza.
Pero la hipótesis del cuento del autor de Moby Dick, está más enredada en la genial novela. En esta novela de Moby Dick, sobre la obstinada persecución ambiguamente heroica del mal encarnado en la ballena blanca, el cachalote siendo la encarnación del mal, del viejo y bíblico leviatán, es inocentemente blanco, un ejemplar magnífico de ver cuya imagen y grandeza nos conmueve, siendo su aspecto puro y admirable, según muchas de nuestras sesgadas convenciones occidentales en torno a los colores. Pero es tan importante esta clave alegórica por la que el mal parece ser el bien y nos seduce, que Melville dedica un capítulo a la demostración de que el blanco es el color del horror, idea que comentó en su lectura de la novela nuestro admirado Borges, que además confesó que su ceguera era un horror, también, blanco, pues al ir perdiendo visión se le quedó finalmente un mundo absoluta y completamente blanco, una suerte de luz blanca que le borraba la visión de las cosas, que lo había invadido y acaparado todo. Esto, si lo trasladamos al relato Billy Budd, se relaciona con el carácter positivo y admirable con el que el mal se presenta a los demás hombres, es decir, como justamente lo contrario, como expresa la concepción medieval del demonio hilando tramas e incluso vemos que lo advierte el viejo exorcista a su joven ayudante en el famoso ritual de exorcismo en la excelente película de terror que todos hemos visto. El demonio engaña con las palabras y es un perfecto y convincente razonador.
El mal puro es inocente, como el bien, en el sentido de que brota con aparente espontaneidad y sin razón ninguna. No tiene que ver con vencer al otro o sobrevivirle, pues se trata de una inquietud antes psicológica e incluso existencial, por lo que entiendo que es un modo de ser, de estar en la realidad humana. Este fondo vital es destructivo y peligroso para el otro extremo, el del bien inocente que es incapaz, por tanto, de precaverse del mal, en la medida que no lo entiende ni puede siquiera verlo. El mal, para él, no tiene lugar, no es real. Por todo ello, el torrente de la persona mala está más ligado con el pensamiento que el torrente del bueno. El malo se ve tan impelido a actuar (y manipular) como el bueno a soñar.
La ausencia de razón que señalaría Arendt en el malo, es a medias, porque lo esencial del mal no es ni brota del pensamiento, siendo absoluta y radicalmente malo, y además se vale de razones. El mal, bíblicamente, emerge solo cuando también emerge su contrario. Ambos se presuponen, como desarrolla Génesis, 3. En todo caso, el pensamiento es, irrisoria y escandalosamente cómplice y ayuda a tejer la red que sirve a la ejecución del mal. Dicho de otro modo, el mundo es de los malos y siempre vence la maldad, el odio y la envidia sin más, aniquilando (pero necesitando) al justo.
Si se lee el relato, todo el ropaje de los malos contrasta, de manera espantosa, con la víctima que ni siquiera comprende que lo es y por qué lo es. No se justifica, no utiliza a la razón para su "bien", porque el bien está ya, resplandeciente, en la Creación. Tan solo se precisa un vivir sereno. No adivina el tejido del mal y hasta el final Budd resulta paradójicamente fiel a la razón y al Derecho que lo han condenado (a la imagen pública del Derecho y la ley, que él asume, en su inocencia, como algo puro y verdadero lleno de buenas intenciones y legítimo). Ha borrado o filtrado su injusticia de origen, asumiendo su superficie y las justificaciones morales en que se basa. Pero de hecho toda esa máscara de razón y fama, que cruelmente va a continuar destruyendo incluso la memoria de la víctima inocente, está precisamente para esto, para que, y señalo la teoría extrema de Melville, para que los malos y el mal la utilicen a su favor. El mal, como tanto señalara el Jesús de los Evangelios, es profundamente hipócrita. Por eso, aun siendo también originario y existencial, sin más determinaciones racionales o metafísicas, el mal se liga mejor con la moral y el dar razones. El mal sí es capaz de razonar diabólicamente, de tejer sus estrategias frente al desamparo del bueno y teñir de razón sus máscaras. De nuevo simbolizado por la imagen bíblica de Satanás, como gran razonador.
Desde luego, la idea del Derecho y la razón de la gran Arendt no es esta razón de quien malignamente hila los guiones para sí, lo que la Escuela de Fráncfort en los autores de su primera generación vincularían con un uso estratégico (y técnico) de la tarea (y obligación) de pensar. Por eso, la razón del malo es razón a medias, razón desligada de la verdadera moral (que se identifica en la Biblia con Jesucristo, que en el cuarto evangelio exclama: "Yo soy la razón, la verdad y el camino") y del mayor alcance del pensamiento filosófico. La razón que el suboficial encarna es un mero instrumento y agua en que lavar su imagen. No tiene tampoco una explicación y es original en cuanto basamento donde se sitúa la existencia y el modo maligno de ser. El combustible que su odio gratuito le proporciona, le anima a vincularse con “falsas” razones que seducen y engañan a los demás. Por eso, en la historia y la memoria humana, en sus ejemplos y figuras más prestigiosas, el mundo parece ser de los malos, que siempre vencen. Quizás Melville crea que el hombre solo puede salvarse de esto teológicamente, es decir, con la razón teñida por el bien, por una aspiración básica y previa, por una apuesta sin más a favor de la inocencia de la que brotan las cosas. Porque el malo llega a torcer diabólicamente la imagen del bueno, de manera que convierte en maldad y defectos lo que precisamente hace bueno al bueno.
Todo lo que he leído de Melville parece ostentar esta temática de fondo. Diría que, por ejemplo, Moby Dick en gran parte la alude y hasta cierto punto la desarrolla. Sus enigmáticos relatos de Bartleby o Benito Cereno también la invocan del modo que puede invocarse, en su radicalidad, el bien y el mal, es decir, antes teológica y bíblicamente que jurídica y filosóficamente. Porque el carácter de lo moral es radical y no racional. Al menos esta es la idea que Melville, hondamente religioso, expresa. Quede aquí sin responder la pregunta subsiguiente que esto nos plantearía y que se formularía de esta manera: ¿Por qué los estadounidenses han considerado a Moby Dick una suerte de novela fundacional de su gran literatura, que en la universidad se estudia como tal? ¿Qué tiene que ver con el modo de ser en la modenidad? ¿Y, en cuanto mito, con el liberalismo? ¿Hay una ingenuidad en la pretensión de la razón, el diálogo democrático y el Derecho? ¿Propone Melville, en relación con esta problemática, una cuestionable vuelta a la religión o incluso al mito? Dejémoslo ahí, tan solo sugerido.
Marcos Santos