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Apuntes sobre educación y moral en la cultura tradicional japonesa.
Marcos Santos Gómez
Nitobe, en su obra en defensa de las peculiaridades de la cultura tradicional japonesa que solían extrañar a los extranjeros occidentales, Bushido. El alma de Japón, está componiendo además lo que podría considerarse un tratadito sobre educación. Esto ocurre porque siempre resulta imposible separar una forma cultural, incluyendo los aspectos más teóricos y prácticos del conocimiento, sin aludir a su modo de transmisión. De hecho, confiesa que es la aparente ausencia de un sistema educativo y escuelas cuyo currículo sirva a dicha transmisión, lo que le conduce al esfuerzo comprensivo de sus propios elementos culturales para responder cómo y cuándo se ha dado la transmisión de los mismos. Japón cuenta con una refinada cultura que va impregnando a sus habitantes de un modo que no es en gran parte producto de la escuela. O mejor dicho, no son solamente las escuelas la clave de la educación en su país. Claro que, repitamos, son reflexiones hechas solo sobre el conjunto clásico de su cultura y escritas muy a principios del siglo pasado.
Por supuesto había escuelas y universidades hace un siglo en el país nipón. Lo que Nitobe desea resaltar es que lo esencial del alma japonesa no viene al individuo como lo haría un currículo escolar. Antes bien, se trata de una atmósfera que a menudo inconscientemente, a través del arte y las costumbres, va impregnando al niño. Porque sí que ha habido durante siglos un palpable interés por lo educativo, más que como transmisión de conocimiento, como trabajo sobre el carácter. Para el Japón tradicional, la importante función de la educación es servir sobre todo a la conformación de un tipo de persona, de un modo japonés (budista, sintoísta) de ser. Si lo tomamos así, el interés por la educación resulta haber sido enorme. Son las costumbres o la poesía, por ejemplo, el ámbito donde se muestran los modelos y estilos de comportamiento correctos, el lugar de la filosofía (práctica) implicada por la cosmovisión japonesa.
Yo incluso resaltaría, partiendo del énfasis que Nitobe sitúa en el carácter casi exclusivamente práctico de la enseñanza de la cultura clásica japonesa, que esa es la verdadera diferencia con el modelo occidental. Es decir, frente al carácter intelectual y teórico de las escuelas occidentales, que pasa por alto el ideal de un conocimiento que sea sobre todo una formación de la persona, el énfasis de las “escuelas” japonesas tradicionales ha sido casi exclusivamente práctico. Para el alma japonesa no ha tenido nunca sentido aprender para acumular una extensa erudición o aumentar la capacidad intelectual en sí, como tal. Significativo de esto, señala, es el poco reconocimiento al valor de las matemáticas.
Si seguimos comparando “asignaturas”, aunque en el actual Japón hipercapitalista resulte inconcebible, para su cosmos tradicional no tiene valor tampoco la economía. Es decir, no se trata tampoco de un conocimiento útil o volcado al comercio. Porque el ideal es el del hombre entregado al deber y a la lealtad en sí mismos, con absoluta austeridad y sin que medie ganancia alguna. Creo además que esta suerte de alma tradicional continúa presente, como ya Nitobe dejaba entrever, fantasmagóricamente, en el Japón actual que logra conciliar este nervio profundo budista-sintoísta con una cierta máscara o faceta exterior, pública, capitalista y tecnológica que le permite ser hoy día una de las mayores potencias económicas y tecnológicas mundiales.
Sin embargo sospecho que, igual que a comienzos del siglo XX, hoy permanece un Japón profundo que permite esta conciliación de extremos en apariencia contradictorios, en la medida en que proporciona un sustrato equilibrado, asociado a su cosmos ideológico, que, como un pilar firme, soporta las contradicciones. Esta es la clave de que un mundo basado en el honor, el bushido y la austeridad, juegue, y lo haga tan bien, con el capitalismo cuya impronta no es precisamente la paz, el equilibrio interior y la serenidad. Una paz en el alma japonesa que tampoco contradecía la existencia de la salvaje violencia de la guerra. De hecho Nitobe vincula esta alma con la figura del samurái.
El empeño que sigue casi obsesivamente en su librito es demostrar que de todos modos sí habría una conexión, en un nivel más profundo, entre Occidente y Japón. Echa mano para mostrarlo de ejemplos extraídos de la Biblia o la tradición clásica grecolatina, o incluso de periodos concretos de la historia europea, como el feudal, en los que la similitud ha sido mayor. La diferencia es, señala, que precisamente este mundo feudal es el que marca realmente y determina el alma japonesa, que solo de puertas para afuera se hace capitalista o ciega suscriptora de los excesos de la modernidad (Marx señaló que el viejo mundo feudal podía verse en directo, en el siglo XIX, en Japón).
Creo que la idea del feudalismo del profesor Nitobe consiste en la situación histórica donde se da un mundo de guerreros y de vínculos estrechos entre las personas, de tipo privado, y con el modelo de la lealtad militar o a los padres y en cualquier caso, locales, directos, de fidelidad personal, de adscripción a un cierto linaje. El individuo se disuelve en un mundo de relaciones entre seres cercanos, superiores e inferiores en la escala social. Es el mundo, en efecto, “privado” en lo político y en lo moral del feudalismo medieval europeo. Así el individuo no es tanto el individuo único y solitario del capitalismo moderno, el de un mundo desintegrado y reducido a relaciones matemático-comerciales, sino, volviendo al mito, el de la prioridad del Estado o del linaje en que el sujeto queda subsumido, con una potente moral que lo vincula a estas relaciones. Relaciones y moral que se extraen de la guerra, como sorprendentemente llega a identificar también en las instituciones y la ética occidental. Es la necesidad de poner orden en el desorden de la guerra la fuente de la que brotan los preceptos. De nuevo, una típica ética y moral de guerreros. Pero además, continúa, esta es la moral básica e intuitiva del ser humano, con lo que introduce, como veíamos en el post anterior, a un cierto derecho natural para orientar en medio de la violencia. Como ejemplo cita la crítica universal a la hipocresía o la cobardía (p. 43).
Pero el código del bushido a su vez proviene de fuentes que no están escritas en muchos casos y que, a diferencia de Occidente, se transmiten en las relaciones espontáneas y no escolares entre las personas. Así, distingue la influencia del budismo en primer lugar. “Aportó este un sentido de tranquila confianza en la suerte, una sumisión pacífica ante lo inevitable, esa compostura estoica frente al peligro o la calamidad, ese desdén hacia la vida y es familiaridad con la muerte” (p. 44). En efecto, lo más parecido en occidente a este planteamiento moral y educativo japonés es la escuela estoica que parte del periodo helenístico de la filosofía y llega a un nivel de extraordinario brillo como programa y modelo ético y filosófico en el Imperio Romano. Recordemos que no solo el Estoicismo, sino todas las llamadas filosofías helenísticas, apuntan, como en Oriente, a una función sobre todo educativa y práctica del conocimiento y el pensamiento. Nunca han estado más ligadas en occidente la filosofía con la “pedagogía”.
Este carácter eminentemente pedagógico del conocimiento, lo que sería el programa educativo del bushido, es lo esencial para Japón. Un carácter práctico que vendría dirigido al “corazón”, al fondo equilibrado y sereno que ha de albergar la persona educada. Así, se dan fenómenos extraordinarios por los que un guerrero samurái era una eficaz y mortal máquina en la guerra, pero pasaba mucho tiempo, dentro (!) y fuera del campo de batalla, ¡componiendo poesía!, pintando o interpretando música. Esto se explica porque es en el arte donde se va aprendiendo esta armonía “interior” que es la efectiva base para, llegado el momento, asumir el trabajo de la guerra. Esta es la dialéctica del bushido que viene a ser finalmente, íntima reconciliación de los aparentes extremos: el carácter sereno y seguro de alguien capaz de escribir bellos poemas y de al mismo tiempo combatir ferozmente en una batalla.
Como otro rasgo definitorio, tenemos que el objeto moral no es el individuo, sino la nación o el Estado. La mayor lealtad es dedicada a ellos. Una moral en esto muy diferente de la occidental moderna e individualista. En general, como en el budismo, el individuo se sabe subsumido en una inefable eternidad de donde emana el equilibrio y la serenidad, que se consigue antes con los rezos, ejercicios físicos, artes marciales, y, en especial, la meditación (que ha acabado arraigando en Occidente pero con características peculiares que la toman como una especie de ejercicio de relajación desvinculado de ese poderoso fondo espiritual del que en realidad emana).
No es por supuesto el samurái un sabio literario, aunque estudie muy a fondo la poesía y la literatura. Su forma de conocimiento es, repitamos, práctica, volcada con la conducta correcta. Incluso el muy hierático teatro, como el Nôh, está expresando con una impresionante potencia y énfasis el mundo y la vida particular, las efímeras situaciones cotidianas aristocratizadas, idealizadas, casi tornadas símbolo. Los valores e ideas siempre vienen encarnados en elementos humanos y mundanos, y no se trata tanto de una reflexión teorizante y distanciada como es el modo occidental de pensamiento. Todo "flota", lo más fímero y terrenal, junto al mundo de los espíritus que interactúa en una amalgama que trata de equilibrarse, aun con la amenaza de puntuales y sobrenaturales desequilibrios.
Consecuencia de esta amalgama cultural, de un conocimiento no escindido, al mismo tiempo artístico e intelectual, está la idea de que el mundo natural es, también, moral. Hay una moralidad en la naturaleza que se desprende a menudo antes de la contemplación muda o la poesía que moralizan en un extraño sentido contrario al del individualismo moderno. Este sentido apunta antes a la subsunción del yo y el individuo en algo mayor y más real que ambos, algo que podríamos hacer equivaler más o menos con la naturaleza, la naturaleza como esa suave afirmación que desprenden las cosas pero que no actúa diferenciando, sino integrando en la unidad mayor que lo envuelve todo. Lo que en el budismo se nombra con el término nirvana. El japonés apunta, pues, su educación comprendida en la moral guerrera del bushido, a una cierta nada que le es propia a todas las cosas, pero también una sugerida inclusión en la unidad del ser.
Esto genera un carácter equilibrado, sereno, como el del estoico occidental. Un saberse, en muchos aspectos, una pura nada, una ficción, una máscara, porque lo esencial es, como acabamos de explicar, el fondo natural, la naturaleza o el ser. Una curiosa mezcla de valores guerreros y estéticos que se apoyan los unos en los otros. Con un menor predominio del énfasis racionalista occidental. La razón y el pensamiento son también naderías que caen en los ejercicios de los koan, conducidos a producir un saludable desconcierto en el sujeto. La poesía, como se comprueba en los tardíos haikus, es la expresión de todo esto y además el modo en que guerrero, súbdito o gobernante, son educados para adquirir este sereno e irónico temple personal en el carácter. Para esta idea tradicional japonesa, el alivio no lo es tanto la propia inmortalidad o perduración, sino la eternidad de la cultura y la naturaleza, en cuanto efímeras pero cíclicas y portadoras de una cierta simetría u orden. Esta es, por ejemplo, la simetría que en el quiebro del haiku acaba conciliando la aparente imagen contradictoria con el todo de donde procede, en una mansa superación de los fenómenos, que solo en apariencia pueden ser bruscos o desestabilizadores.
Terminamos aquí recalcando, una vez más, que nuestro ejercicio en estas líneas puede estar realizando algunas generalizaciones e inevitables simplificaciones, que habrán de matizarse con un estudio serio y extenso de la historia de Japón. Las cosas no han sido en realidad siempre iguales en la milenaria civilización japonesa y elementos muy conocidos e incluidos en el bushido, como la etiqueta y la ceremonia del té, resultan relativamente tardíos y recientes, pues datan de siglos posteriores ya al Renacimiento europeo. Pero creo que es posible identificar un alma propia en el Japón actual, incluso, con características a veces comunes pero en otras ocasiones profundamente discrepantes respecto a la mentalidad moderna occidental. Puede ser útil la obra Breve historia de Japón, de Mikiso Hane, en Alianza.
Libro de referencia:Nitobe, I. Bushido. El alma de Japón. Ed. Satori. Traducción de Gonzalo Jiménez de la Espada.