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Viajando
Marcos Santos Gómez
Hay una idea inquietante que solemos compartir los seres humanos. Se trata de la pregunta acerca de quiénes somos realmente, que a su vez presupone la sospecha de que nuestra identidad personal no sea más que vapor. Algo que contradice la efusión con que nos aferramos a los recuerdos, ligados a la tierra, a sus sabores y colores, a los aromas de la infancia, los que abundaban en la casa de cualquiera de nosotros, y, por supuesto, a los padres. Es decir, lo más evidente, el primer impuso, es el de hincarnos aun más en la parcela que constituye nuestra identidad personal, a la que ligamos un mar de sentimientos.
Pero la inquietud también hondamente humana de intuir que todo eso no sea más que una nada siempre al acecho, tal vez salte para hacernos tambalear y peligrar nuestra tranquilidad. Para mí en esta segunda dinámica reside lo más valioso del ser humano y lo que ha sustentado, junto a inconfesables inercias relacionadas con el oro o el dominio, la voluntad viajera, el prurito “misionero” del encuentro con los demás, que si es sincero y consecuente, habría de implicar el riesgo de que el otro desafíe nuestras construcciones ideológicas y culturales.
La razón nos conduce a este vértigo. En primer lugar, introduciendo la sospecha de que no somos, en lo que a la propia identidad se refiere, sino una completa nadería. Pero además, en segundo lugar, surge el afán viajero en busca de lo exótico, de lo absolutamente diferente respecto a cuanto haya representado el mundo seguro del viajero, que se hallaba engarzado ideológica y culturalmente en él. Entonces, si se es fiel a la razón sin chantajes, a la que se rige por un interés exclusivamente intelectual “caiga quien caiga”, sin ceder a las fatales pretensiones del dominio, el sujeto solamente pretendería vaciarse y ser llenado por el otro. Creemos que esta posibilidad es, junto a las demás, también una dinámica anclada en nosotros. Podría decir algo de esto la ciencia, de esta universalidad de la “razón viajera” entendida como lo que en su momento, hace varios milenios, necesitamos para la exploración de nuevos territorios y ecosistemas, conduciendo al homo sapiens desde África al resto del mundo. Pero esta explicación se queda corta. Más allá del interés por nuevas tierras que explotar, quizás ha habido siempre en la especie este prurito abismal del que, con mejor o peor fortuna, busca crearse la ilusión de que se es dueño de la propia circunstancia cultural y no al revés. Estaríamos en las antípodas de cualquier forma de nacionalismo. La nación no nos escoge a nosotros, sino nosotros a la nación, por razones ya libres de vínculos solamente sentimentales.
Si esto es cierto, el viaje implicaría un peligroso salto en el vacío, cruzando un abismo, el de la identidad, que prueba que uno, de hecho, podría haber sido de otra manera. Aun más, aquí se sitúa la mayor de las posibilidades del hombre como conductor de su propia existencia, y desde luego, muy opuesta al amor por el terruño (aunque se parta de él). Uno puede realizarse, desde luego, en lo particular, en el elemento civilizatorio y terrenal en que el vasto universo cuaja para el hombre. Pero no contradice esta verdad que el puro amor por sobrevolarse a uno mismo representa una de las aventuras más inquietantes de la razón.
Lo propio, sin embargo, es primero estar ligado por poderosos sentimientos de apego a los recuerdos de la propia infancia. Algo propio del hombre, en cuanto mineral o vegetal. Incluso nuestra naturaleza animal sigue manifestándose ahí pero aún vinculada a un territorio (aunque lo propio del animal es ya la independencia respecto al terruñoque aporta la capacidad de trasladarse).
Especular con que todo sería diferente en el individuo, su más firme identidad, por haber nacido en otro lugar es la exclusiva posibilidad del hombre. Lo que quizás le muestra algo esencial. En el caso del viajero que tenemos en mente, uno que se tomara en serio el acontecimiento de dejarse plasmar por el otro pueblo, grupo o nación, brota por un lado la nada que somos y el juego pedagógico con el hacerse. El mayor viaje posible es, justamente, el que actualiza a otra persona distinta en uno mismo, a alguien distinto en nuestra propia carne, que fuéramos y no fuéramos al mismo tiempo, y por tanto que implicara la pregunta por lo que somos.
Ese abismo responde a una especie de voluntad de lúdico descubrimiento, que casa sobre todo con la naturaleza y efectos asociados a la razón. Esta, en muchas de sus formas, se halla vinculada al prurito viajero. Porque tiende a desbordarse. Pero entonces, nos acaba situando flotantemente en la existencia.
Este juego de la razón se puede desarrollar en distintas modalidades que se gradúan desde el roce apenas superficial del turista corriente, a la inmersión de quien habita en “tierra extraña”. Esta incómoda circunstancia pone en marcha toda la maquinaria del pensar y de lo artístico. Sin este estímulo en realidad no habría, paradójicamente, “identidades” pues estas se basan en definirse inconscientemente con lo próximo y también, por otro lado, con la distancia respecto a lo ajeno. En la identidad ya está postulada (y se inventa) la seductora lejanía del otro.
Se pueden también explorar las diferencias, es decir, las posibilidades que al viaje nos abre el arte. Dejarse impactar por otro tipo de teatro, o distinto ideal o literaturas. Que con los libros se viaja es un lema más profundo de lo que podría parecer. Acumular lecturas puede convertirse en una titubeante e inagotable búsqueda de ser. Porque cuando leemos se da este desafío de lo otro haciendo germinar y balancearse nuestra identidad. Algo que explica la existencia tanto de las religiones, como de la filosofía e incluso la ciencia. El afán viajero sí que parece unirnos como rasgo universal, como invitación a superar la propia realidad e infancia. Somos un animal abierto, con más de apertura que de acabamiento o cierre; lleno de indefinición, de dualidad, de educación perpetua, de estar siempre en proceso de hacernos. Desde esta convicción el arte, por ejemplo, nos modula y educa constantemente, pero también las maravillas de un mundo sin el “tinglado” del hombre, es decir, la pura y desinteresada exploración científica que trata de vérselas con las cosas supuestamente ajenas a lo humano, si es que es posible agotar este contradictorio viaje que llamamos ciencia. El postulado de un mundo no humano que acaso sea lo único verdadero, lo que continuará millones de años después de que la humanidad se haya pulverizado. El universo de cristal de los astros o los cuantos que ejecutan para nadie, sin conciencia, sin humanidad ni ojo humano (ni tal vez divino) que lo vea, su danza inhumana.
Es verdad que, salvo patologías, una vez pasados algunos años, queda fijada la estructura básica de lo que somos. Paradójicamente el viaje también la requiere, ya que sin ella no habría desafío ni incomodidades que resolver. Uno sin esto sencillamente dejaría imprimirse por completo la huella del otro y dejaría de ser radicalmente lo que éramos. Aun así, si prolongamos esta pura imaginación sobre nuestra identidad, cabría imaginar quiénes seríamos sin el fantasma engañabobos de nuestra más íntima y primera identidad, del yo que creemos ser y al que dedicamos nuestras efímeras vidas. La sombra de la nada, entonces, nos convierte en un fantasma.
Si nos centramos en formas convencionales de viajar, físicamente, como situarnos desde Occidente en, por ejemplo, el Japón, el viaje nos haría pensar seriamente quiénes somos o qué nada somos. Sin haberlo experimentado yo más que en algunos pocos vuelos literarios y poéticos, presiento que aquí el vértigo es inmenso. Se palpa algo diferente, en hondura, una respuesta a lo que somos a partir de modos de ser (culturales) muy distintos, que no compartan nuestra raíz griega y cristiana-judía-musulmana. En este sentido Japón es metáfora y realidad, para los occidentales, del viaje absoluto. Casi un intercambio de espíritus.
No hay literatura o poética más separada del nervio romántico de la nuestra desde el siglo XIX. Uno sale completamente de sí cuando capta un bello haiku que le muestra, de un modo sencillo, el vínculo con nuestro “océano”, nuestro carácter de gota que acabará disolviéndose en el océano. El ser impersonal en que se sustentan nuestras personas. El halo de lo natural, de la pura afirmación en el terreno de la naturaleza. Un prurito que quizás exista en el astrónomo que gasta sus noches en la observación del mundo inhumano. De todos modos, el desgarro, la conciencia desgarrada por el pensar se da en occidente con toda su virulencia, mientras que en el haiku y la estética clásica japonesa, se mantiene una velada unidad de hombre y naturaleza que se muestra y pone en marcha sin lenguaje lógico. Una naturaleza desinstrumentalizada, pero imbuida, a diferencia del prurito occidental-moderno, de moral. Confucio, en China (y admirado y seguido también en el Japón tradicional), consiste básicamente en que de una idea de la naturaleza como algo permanente se extrae la moral y el fundamento de la tradición humana, cuyo movimiento, por ello, es más delicado que la vorágine y el torbellino típicamente occidentales.
Para concluir solo quiero apuntar, para quien haya visto Lost in translation, que esta naturaleza onírica y desafiante del viaje, entendido como inmersión en el sueño de haber podido ser otra persona, es una de las bellísimas sugerencias de esta joya cinematográfica. Lo cito simplemente porque la película dice mucho más de lo que unas pocas líneas pueden decir en este blog. Una atracción por la otredad casi absoluta que nos ha situado en un punto de ensueño, en la impugnación de lo que somos. En la radical admiración hacia lo otro. Es en esta tierra de nadie donde, paradójicamente, brota lo que somos.