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Cuanto más vamos leyendo obras clásicas japonesas, más nos vamos asombrando. Por ejemplo, ante la existencia de una novela (!) extensísima del siglo X y escrita por una mujer: La historia de Genji, de Murasaki Shikibu, publicada en español a partir de la versión en inglés por la editorial Atalanta. Aunque de ella solo sé directamente, a decir verdad, dos cosas y una promesa. Las cosas son que gustó enormemente a Borges, que la incluyó en su biblioteca ideal, y, en segundo lugar, el énfasis con que un amigo me ha hablado de ella. Me cuenta que Borges casi la equiparó con el Quijote, que pasa por ser la obra que inventó el género novelístico… en Occidente. La promesa estriba en la grata certeza de que voy a pasar muy buenos ratos de gozosa lectura con ella, para lo cual ya anda, a pesar de estar descatalogada, por mi biblioteca, en dos inmensos volúmenes. Acaso dos mil páginas o más. De la versión original en japonés solo sé que resulta ilegible para los japoneses actuales, ya que los kanji (ideogramas procedentes de China en la lengua japonesa) han cambiado su significado e interpretación drásticamente desde entonces. Es decir, como nos pasa a nosotros con el latín, el tiempo ha ido por un lado aislando y por otro sacralizando esta obra, como sucede con todas las obras clásicas que el hombre elige poner delante de sí, como señalara Borges. Que yo sepa no hay versión española directa del japonés, de este antiguo japonés ilegible, como digo, por los actuales hablantes del idioma. La versión que manejamos, repito, es una traducción al español desde la traducción al inglés del original japonés. No hay otra forma de leerla lo más directamente posible, salvo reencarnarme en la mujer que la escribió o hablar todas las lenguas del pasado, el presente y el futuro.
Así que, apenas con un primerísimo contacto con su literatura, se aprecia algo: que las ideas que nos hacemos de Japón son superadas por la realidad. Japón es más ficticio aún (no más real) que la especulación que llevamos a cabo sobre el mismo. Por ejemplo: ¿Cómo puede haber una novela escrita en aquella época? ¡Una novela en el siglo X! Hasta el momento, en nuestra aproximación, hemos calificado provisionalmente a la literatura clásica japonesa (anterior a la era Meiji, hasta la segunda mitad del siglo XIX) de sencilla, sobria, nada retórica ni recargada y naturalista. Y ahora tenemos, como ya sabíamos que estaban las gigantescas antologías de poemas con que su literatura durante casi mil años ha ido ordenándose, una novela descomunal. Digamos que una novela descomunal vertebrada por el prurito de lo breve y de la sencillez de la poética clásica japonesa.
Esta poética se basa en que el protagonista es la pura afirmación gratuita, efímera pero eternamente cíclica, que constituye el mundo natural. No puede, por tanto, traslucirse el fantasma de una subjetividad o de un autor que sea más que la naturaleza y sus ciclos. Tampoco hay argumentación ni logos, ni asuntos humanos (salvo para disolverlos), sino pura apertura receptiva de lo que existe. Un dejarse inundar por el mundo y, con suerte, terminar como gota disuelta en el océano del ser. Y por supuesto no se trata de la naturaleza objetivada, cosificada o tornada dato, presente en la Modernidad, sino del más puro sustrato intangible de todo lo que existe. Desde un punto de vista racional, y hablo sobre todo desde la poética de tankas y haikus, no se trata de echar mano de una razón lógica, de un logos, que abra camino en el mundo y lo piense. La poesía trata más bien de una cierta experiencia o vivencia de la gratuidad de la naturaleza que desde sí, como por un contagio, ya sitúa al hombre en la senda correcta del nirvana (o lo que en relación con el haiku se ha denominado, al sentimiento o vaporoso estado de calma, “satori”). Una naturaleza que, en su prioridad, es la fuente, dijimos, de la moral o el arte, antes que el hombre y menos aún antes que el sujeto individual que piensa. Un camino intermedio entre la razón y el mito, pero que tampoco es religión en el estilo occidental.
Quede claro que en ningún momento hemos expresado que el Japón actual y los japoneses sean esto. Debo reiterar que mi trato con la realidad japonesa es un trato con una estética clásica que pueda señalar hoy algo del japonés sin ser exactamente la sensibilidad propia del momento contemporáneo en la actual cultura japonesa. Una estética que expresa lo que acabamos de referir acerca de la naturaleza y su conexión con el arte. El disolvente predominio de lo que mueve a lo natural. Es esto lo que ha dado estilos artísticos tradicionales de una gran belleza y refinamiento. Verdaderamente asombrosos. Y es este hecho el que hemos convertido, en una especie de rara hipótesis, en uno de los extremos ideológicos que hemos puesto a comparar. Y lo hemos llamado, por su predominio en uno y otro lugar, los extremos occidental y oriental-japonés. Pensar obliga a estos sacrificios que dejan escapar, como bien señala la poética de los tanka y haiku, lo esencial. Así que el proyecto de esta serie “japonesa” de entradas en el presente blog, es tratar de pensar y “definir” imposiblemente una poética dentro del sustrato cultural e ideológico que, tomando como referente al cristianismo, más se aleja del mismo.
Respecto a esto hay que volver a matizar. Por mucho que se diga que en la experiencia mística y en la moral de la caridad y el amor, el budismo zen (y quizás el sintoísmo) y el cristianismo son equiparables, esto no significa que sean realmente lo mismo. Hay que enfatizar, para desasosiego de bienintencionados ecumenistas, que en la medida en que la religión es interpretación que se hace del ser, el mundo y la existencia, más allá de lo racional, desde la dimensión metafísica presupuesta, no estamos ante dos gemelos. Ni mucho menos. Hay una radical diferencia entre budismo y cristianismo o teología cristiana. Conozco los esfuerzos integradores en China, por ejemplo, de un Mateo Ricci, pero lamento disentir de ello. Ambos extremos no pueden casarse, hay una diferencia fundamental, de partida (¿es esto lo que opinaban quienes en el papel de “malos” de la película lo censuraron y vetaron en la Iglesia?). Un budista es distinto, hasta en como respira, de un cristiano.
Mi objetivo es explorar esta diferencia para comprender mejor a ambos. Y frente a Ricci (o Küng hoy día), no pretendo forzar las cosas en pro de una amistosa unidad teológica, porque no podemos casar estos extremos. No concibo una síntesis que los unifique sin que esta síntesis no suponga la victoria de uno y la derrota del otro. No se trata de cambios en el lenguaje del Credo y los salmos, en la liturgia o en las imágenes y metáforas de lo divino, cuando uno de los dos es religión SIN Dios y el otro es MONOTEÍSMO por muy trinitario que sea o que se historice hasta hacerse irreconocible. Dios no puede tener ninguna presencia ni sentido para un budista, y resulta muy significativo, que a diferencia del cristiano, apenas haya proselitismo del budismo que, hondamente, no se interesa en el nombre, concepto o imagen de la idea de un Dios que no hay que defender o profesar. Pueden vivir sin Dios y de hecho lo están haciendo ahora mismo varios miles de millones de personas que suponen más de la mitad del mundo. Ni siquiera se esfuerzan por convencer o evangelizar a nadie, porque es absolutamente irrelevante, porque la clave no está, para ellos, en que haya o no una divinidad en el centro de ningún laberinto. Acuerdo, pues, en lo moral y ético, pero nada más.
Del mismo modo, y circulemos un momento a través del paréntesis sobre el ecumenismo que se nos acaba de abrir, tampoco es equiparable el ateísmo o agnosticismo con la creencia religiosa, aunque también existan acuerdos o incluso absoluta coincidencia en lo ético y lo moral a un nivel práctico. Lo del “cristianismo anónimo” de Rahner podría ser un equívoco que la voluntad inclusiva de la Iglesia trae a colación, acaso mitigando su otra naturaleza y voluntad: la excluyente.
La Iglesia, como no se cansan de decir los teólogos católicos, no es una simple ONG, pues mantiene un curioso y trascendente adjetivo sobre lo ético y sobre la caridad y el amor: “cristiano”. A “Jesús” le añaden “Cristo” (¡y de ahí la palabra “cristiano”!). El ateo hace el bien, cosa que puede hacerse, como nadie sensato discute, sin mediar Dios alguno. En la teoría y en la práctica. El cristiano también ostenta el ideal del bien, de la persona buena, del amor que erige en bello pilar de su fe. Lo hace, desde luego, pero añade un plus expresado por el mencionado adjetivo que introduce algo fundamental en la práctica y el concepto. Es este curioso plus el que no necesita el budismo para ser religioso. Buda no pasa de ser una idea cuya consistencia ontológica no es fundamental y que para colmo resulta ontológicamente irrelevante en la perspectiva budista. El propio Buda mismísimo no necesita ser algo más que un sueño porque de hecho “predica” la condición onírica de lo real.
La sobre-significación de “cristiano” o “Cristo” añadido a Jesús es lo que, de un modo hondamente divergente relativiza y evapora la “fe” budista y el Zen. Cristo es más real que Buda, y por tanto, más falso desde la perspectiva budista. Algo que ni siquiera Küng puede obviar en sus magníficas obras sobre el cristianismo y el ateísmo, o sobre las tres religiones del Libro. El budismo ostenta un presupuesto radical y ontológico antitético, diametralmente opuesto al Dios y la idea de Dios, cristiano. Si mi memoria no me falla, en su libro ¿Existe Dios?trata al budismo como la auténtica antítesis y alternativa al cristianismo.
Es precisamente esta diferencia con el occidente, digamos, “realista” la que trato de expresar que se da también en lo ideológico y lo estético. Curiosamente, la poesía japonesa clásica es más realista en el fondo pues es verdaderamente fiel a la naturaleza, llega más a ella y tiene más de ella. Tanto que con su detallismo acaba llegando a lo onírico, al componente ilusorio de lo que existe y vemos. La poética del haiku, por ejemplo, es radicalmente anti-romántica y cuestiona toda la tradición moderna occidental y el arte profundamente metafísico de Occidente. En este sentido Oriente es realista. Sus poemas no son vidrieras góticas.
Respecto al insufrible subjetivismo del arte occidental, tenemos la ironía de Borges para salirnos al paso y corroborarlo. Borges, en este sentido, escribió maravillosamente en El hacedor sobre aquel hombre que dedicó su vida a la tarea científica de crear un exhaustivo mapa de la realidad en el que los datos se equipararan con una descripción veraz del mundo, como la de la geografía física. Un mapa tal que en tamaño incluso coincidiría con el mundo. Solo al final de su vida, este hombre de ciencia se da cuenta de que lo que ha compuesto es un retrato de sí mismo. Ha pintado su propio rostro. Esto ocurre cuando se mantiene una fe absoluta en lo objetivo sin percatarse de que el binomio cartesiano, el dualismo entre el mundo externo y el mundo del sujeto que lo piensa, obliga a postular un sujeto y, casi inevitablemente, lo subjetivo. Una ilusión tras otra. La poética japonesa clásica no incorpora lo objetivo ni, menos aún, lo subjetivo e individualmente sentimental. Entiende que en el tratamiento estético e intelectual occidental se está dando una trampa. Pero no podemos dejar de reconocer que en Occidente ha habido tendencias pictóricas y artísticas que han aprendido de Oriente, como el Impresionismo, que justamente se planteaba este objetivo estético de una mansa y sencilla plasmación de la naturaleza sin más pretensiones.
No puede ignorarse que irónicamente, al considerar el mundo bajo la impronta del “dato” estamos creando un monstruo en el otro extremo: el sujeto que piensa desde un absoluto “exterior” el mundo que es extraído violentamente de quien lo piensa. O quizás Borges, que consideró inagotables a las interpretaciones, esté aludiendo a una concepción hermenéutica que, como en la concepción objetivista, nos señala que tampoco es posible abandonar la perspectiva de quien interpreta, sea la tradición o el propio hombre, de quien habla y escribe. Una suerte de cierre de lo humano sobre sí mismo, de la inevitable presencia del nudo de lo humano cuando el hombre piensa o investiga.
Así, el desarrollo y la sutileza de la poética y el arte clásicos japoneses, es presentar imágenes u objetos inasibles en su vacuidad (bellamente precarios, como es la flor del cerezo) en un limitado (sencillo, no retórico ni subjetivo) acopio del mundo que parece describirlo pero que lo que muestra es que todas esas imágenes, los temas o “presencias” o cosas o sustancias que se suceden son subsumidos por una estética de lo “oceánico”. Resulta irónico y asombroso que desde este modo oriental de situarse y comprender la realidad, no se manifieste el prurito evangelizador propio del cristianismo. La fe en las cosas obliga al proselitismo. El velo de Maya no lo necesita. Quien trate de componer haikus, tan vinculados al Zen, tendrá la oportunidad de, en una larga práctica de composición y lectura de haikus, pulverizar el propio Yo, lo que parte de uno mismo desde un narcisismo que prioriza lo subjetivo respecto a la naturaleza. Es un trabajo terapéutico para quien se halle demasiado teñido de Occidente. Las poesías no son presencia ni reflejo de un yo individual y narcisista.
Continuaremos en breve pensando todo esto desde el ideal ascético del ermitaño tal como se da en uno y otro estilo de ascetismo, occidental y japonés-oriental. Nos servirá de guía la obrita escrita hace unos ochocientos años: Pensamientos desde mi cabaña, de Chomei.