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Educación y filosofía
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Bendita inocencia
Marcos Santos Gómez
- ¡Qué lástima! Era tan bueno y tan noble –exclamó Rosa-. ¿Cómo ha podido ocurrirle? ¡Qué forma de morir!
En la esquina de la calle San Antón con Recogidas, en Granada, muy cerca de la fachada de la Iglesia también llamada de San Antón, las dos mujeres intercambiaban impresiones. Rosa vestía una gabardina corta, con el color crema que suelen tener estas prendas. Brunito, el hijo de Rosa, callaba. Eran viejas compañeras de promoción, es decir, amigas de la infancia, ya ubicadas en la segunda etapa de la vida. La mañana estaba lluviosa, pero con esa lluvia ligera que en algunos lugares se denomina chirimiri, lo que no impedía que, de vez en cuando y sin aviso previo, cayera un breve chaparrón. Mientras estaba por caer el próximo se podía parar uno en la esquina sin mojarse demasiado, aunque con la ayuda de un paraguas o sencillamente con el chubasquero. Ambas continuaban enfrascadas en el lúgubre asunto del accidente mortal de Ángel, conocido como Angelote o Angelito, un amigo común, también de la infancia.
Junto a Rosa, Brunito miraba lleno de aburrimiento el suelo encharcado, entristecido por el otoño. A pesar de su desinterés por el fallecido, a quien profesaba un odio permanente, no podía dejar de prestar atención a lo que su madre contaba a la amiga, que se llamaba Francisca pero pedía que le dijeran Paqui. Esta, algo más bajita, vestía una suerte de poncho contra la lluvia de aire más informal que la gabardina de Rosa. No cesaba de efectuar gestos de admiración, que además de mudarle la expresión de manera algo aparatosa, se acompañaban de un ligero balanceo del tórax y sobre todo de bruscos movimientos de los brazos. Mientras, Rosa prolongaba su elegía:
- Tan joven, por Dios. Y de esa forma… ¡Era tan bueno! Es espantoso que nos viéramos precisamente la víspera. Llegamos a tomar café, pero, mira lo que estaba por ocurrir, ¡qué lamentable!
- Desde luego, - contestaba Paqui-. Me parece verlo ahora mismo como era en el colegio, con esos ojos azules tan claros, ¿te acuerdas? Era incapaz desde pequeño de hacer daño a nadie. ¡Incapaz! Tenía un corazón de oro.
- Y era listo. Me acuerdo de aquel premio que le dieron, en quinto o sexto, cuando ganó el concurso de poemas, con uno que decía “oh suntuoso mediodía….” Parece que fue ayer.
- Ah, sí, me acuerdo perfectamente de ese concurso, –apuntó Paqui-. Pasó algo, sobre una palabra que no valía o así… era la palabra “suntuoso”, me parece.
- Yo lo recuerdo también, porque de hecho lo estuvimos hablando no hace mucho, evocando los tiempos del colegio. Nos veíamos todas las semanas en el yoga. Decía que estaba centrado en su equilibrio, que había que contemporizar y dar un giro a las cosas. Por eso se estaba implicando mucho. Le preocupaba el lado espiritual, que me explicaba después de las clases. Era un ser de luz. No merecía esa muerte.
- La palabra era, - repitió Paqui-,“suntuoso”... pero él quiso decir otra cosa, o dijo algo raro, no sé, después se supo.
- No, lo que pasó es que él había querido decir “suntuoso”, pero dijo, o mejor dicho, escribió “untuoso”.- Se equivocó de término. Don Rafael se quedó un rato contemplando el poema con el ceño fruncido, y tras unos instantes, levantó el rostro y miró al pobre Ángel. Le preguntó varias veces qué había querido escribir, y en particular le preguntó por el término “untuoso”. Don Rafael pareció aceptarlo al final. Angelito insistía en lo de “untuoso”.
Así había sido. Unos días más tarde Don Rafael anunció en clase que el premio era para Angelito. Se resaltó el “curioso pero expresivo y original” uso de aquel adjetivo como un “golpe de inspiración propio del mejor arte”, al menos así lo señaló el jurado. Después vino la entrega de premios, que eran libros. Mientras Ángel regresaba a su asiento después de recoger el suyo, en medio de los aplausos, Don Rafael y Don Eduardo enfatizaban entre ellos, sin dejar de aplaudir, la originalidad de descubrir que el mediodía es pegajoso y que el sol a menudo parece untarnos y que por eso se le puede calificar de untuoso, es decir, que se pega al cuerpo o nos torna pegajosos. “Una imagen vanguardista”, concluyó Don Rafael. “Evoca claramente al sudor” añadió Don Eduardo.
- Sí, ¡es verdad! El premio era un libro con la cara de un perro en la portada – logró recordar Paqui, gesticulando mucho, de manera que el poncho impermeable parecía que ondulaba como un mar surcado por las olas.
- Claro, adoraba a los animales. Hablaba siempre bien de ellos… todavía guardaba ese libro. Era una especie de novela de aventuras, no sé el nombre...
- Colmillo Blanco –cayó Paqui en la cuenta-. Había también una película del libro.
- Sí, eso fue en la época de los boy scouts. Le gustaba la naturaleza, siempre fue así –exclamó Rosa con tristeza y como si estuviera a merced de una ensoñación-.
- Estuvo mucho tiempo en los scouts y después ha seguido de mayor como jefe de tropa y jefe de grupo, ¿no era el jefe de tu niño?
Brunito miró hacia arriba, sintiendo un breve interés al oír esta alusión, pero al poco el interés devino desesperación. Padeció la soledad de constituirse en aquel momento como el portador de la verdad. La verdad, pensó, de que el jefe Angelote era pesado y muy cursi. En la última excursión repitió sin parar que el bosque es bueno, que los árboles son buenos, que los pájaros también, y por supuesto el resto de los animales, e incluso las plantas son también muy bondadosas y sienten dolor y son capaces de escuchar música clásica.
Era bastante habitual que Ángel discurseara de ese modo. Se vio con mayor claridad otro día que Brunito evocó con pesadumbre. El día que a Ibáñez le mordió una culebra escondida entre unas zarzas, en el Almoraima. Brunito lo recordaba conteniendo la risa. Ibáñez rompió a llorar y corrió a donde estaban los mayores, aguantando el brazo del mordisco con el brazo sano. Lo aguantaba como si paradójicamente, no quisiera ni tocarlo.
Aunque a Brunito le hacía mucha gracia, el instinto le aconsejaba evitar que su madre le viera riendo. El vivo recuerdo de Ibáñez, con la cara espectral, casi de cera, llorando a moco tendido era irrisorio. Entre clamorosos ayes, a duras penas vocalizó que una “bicha” venenosa le había mordido en el brazo y que sentía que el veneno ya le hacía el efecto. Ángel fue a mirar dónde podía estar la bicha y parece que encontró al animal, más atemorizado aún que el niño. “¡Es una culebra nada más!”, gritó. Todos respiraron. Tomasete, el jefe de los lobatos que se había puesto a curar la herida en el bracito del niño, exclamó con tono magistral que claro, que ya no quedaban víboras en aquel bosque ni prácticamente en toda Andalucía.
Mientras le untaban yodo en lo que parecía apenas una rozadura rosada, llegó Ángel decidido a espetarles su discurso. Se dirigió pletórico a los niños que habían formado un corro alrededor de Ibáñez y Tomasete, para proclamar que existe una sagrada hermandad entre los animales, incluidos nosotros los humanos, y que ellos también sienten pena o alegría. Señaló con énfasis que todos sin excepción son nuestros amigos, que nunca nos quieren hacer daño, que ninguno es violento porque sí y que prefieren vivir en paz y armonía. Quizás aquella culebrita inocente había sentido pánico y por eso se había defendido, pero jamás habría intentado atacarle porque sí.
Después de aquello ambos jefes, intercambiaron impresiones. “El corazón del niño es bueno”, “el niño responde al amor con amor”. Así, cuando marchaban en formación relajada, Ángel se acercó al pequeño del percance, para incidir en la idea de que el cosmos es una gran bondad, una bondad que vibra, y cuando vibramos con el mundo, vibra esa bondad y los animales y el hombre se aman. Brunito, un poco más atrás, lo oía todo, y vio muy bien a Ángel señalar arrobado a un escarabajo inmenso, como un artefacto acorazado de vivo color de azabache, un pedazo de metal negro bien bruñido.
- Mirad, -dijo- observad su belleza. Todo lo que existe es una cadena de bienestar.
Continuaron su marcha. Pero Brunito, que iba un poco más atrás, tras cerciorarse de que los jefes no miraban, aplastó con un fuerte pisotón al coleóptero, que crujió al quebrarse como cuando se siente el ruido de algo que cruje en la boca cuando lo masticamos, quizás palomitas de maíz. Allí quedaba el bicho, desconcertado y agonizando, mientras Brunito y otros niños se reían a mandíbula batiente.
Pero volvamos a la charla de las dos amigas.
- ¿Y qué decías del yoga? –preguntó la del poncho.
- Que estaba muy involucrado. Le gustaba hablar de lo espiritual, de la energía, del buen rollo universal… había leído libros.
- Pues fíjate que la última vez que lo vi, fue en una foto en el periódico. Le estaban entrevistando sobre algo rarísimo, unas yerbas…
- Ayahuasca. Se juntaba con una especie de religiosos e iban al campo. No cesaba de repetir que los gurús realizaban verdaderos milagros, que se invocaba a la gran madre y entonces las cosas devenían bellas. Estaba obsesionado con las asociaciones mentales que uno descubría al tomar esa yerba. “Es extraordinario, me decía, tienes que probarlo”.
- En verdad, eso parece una secta –exclamó Paqui.
- No creas. Hoy día la gente busca su camino y hay que ser tolerante. Estaban en ello los dos, nuestro guía espiritual de las clases de yoga y él mismo. Iban los fines de semana al campo y se dejaban envolver por la gran madre. Una vez me contó también que levitaba, que flotaba de verdad, que algo poderoso lo alzaba. Y me lo repetía con mucho énfasis, implicándose y jurándolo por Dios. Hablaba también de un libro que había escrito para refutar la creencia de que los animales son crueles.
- Sí, conozco esa faceta. Es que lo vi en youtube, hace años –dijo Paqui-. Fue el verano que descubrí a youtube precisamente. Cuando se me ocurrió buscarle porque de pequeños habíamos sido muy amigos, y porque busqué a todo el mundo. Lo vi rarísimo, haciendo esas cosas. Había un vídeo de alguien practicando una sanación. Él observaba y la persona sanadora, una mujer bajita con el pelo largo y gris bastante encrespado, tocaba la pierna de alguien, con la carne como podrida. Él solo miraba en silencio. Daba la impresión, eso sí, de estar como dormido. Se tambaleaba un poco y a veces le entraban como escalofríos.
- Se ve que tuvimos la misma idea con el youtube. Yo también lo encontré una vez, ese vídeo, y se lo dije, que era desagradable. Pero había otro peor. Aparecía tumbado en un césped, bocarriba. Jugaba totalmente entregado con una rata grande y gris, como las que salen en las películas de torturas, en las mazmorras. El bicho saltaba sobre su cuerpo, del césped a su pecho, y del pecho al césped. La rata estaba como loca. Cogía carrerilla y botaba sobre la barriga de Ángel, bastante feliz. Me dijo que el vídeo era para demostrar que la rata es un animal bueno si lo aceptamos como es, si no lo discriminamos.
- Dios mío, ¡qué horror! Pero si yo veo una rata y nada más verla me entran ganas de vomitar – exclamó Paqui sofocada, con un aparatoso balanceo de brazos, que ejecutaba con el fin de no dejar sombra de duda sobre lo que había dicho.
- Pues la adoptó. Debía de tener en su casa un circo. Ahora se comprende todo… imagínate.
Brunito escuchaba con un rictus entre el sentimiento de lejanía y el asco. Fijó la vista más abajo en la acera, y vio un gato que corría con algo en la boca, algo vivo que pataleaba. El niño se interesó bastante y trató de discernir qué podía llevar en la boca ese gato, lo que le evocó automáticamente al otro espécimen que hacía unos días habían querido volver loco en la escuela. Estaban, de hecho, llevando a cabo un experimento. El animal había saltado el muro y andaba husmeando por el patio cuando lo cazaron.
Los niños de la clase y las niñas acudieron en tropel a presenciar el experimento. Procuraban que no se viese desde las ventanas el proceso excelentemente estructurado que llevaban a cabo. Alguno había traído de casa una pasa hinchada de agua y juraba que era el corazón de otro gato. Lo tenían amarrado en un rincón entre la pared y un arbolito de mimosas donde se anudaba la cuerda. Seguramente estaba enfermo y por eso no opuso demasiada resistencia y hasta quizás se daba él mismo por muerto con resignación. Todos observaban encandilados. Eran toda la clase de tercero.
Solo un providencial golpe de suerte salvó al animal. Magullado y ruinoso, con alguna herida ya, incipiente, escapó a la muerte lenta porque Don Santiago, palpitante, corto de vista y con algo de Quijote, llegó a dispersarlos. Todos huyeron rápidamente formando una polvareda y quedó el gato solo, recién arrebatado de los brazos de la muerte.
Pero las dos pesadas, se decía Brunito, seguían hablando. Tenían carrete…
- y gritó, -estaba diciendo Rosa inmersa ahora en el recuerdo ominoso- en medio del gran corro de scouts sentados que escuchábamos las órdenes para el siguiente día. Dios santo, fue a principios de los ochenta.
- ¡Ay, clarooo! Pero no recuerdo bien eso, ¿cuándo fue?
Brunito comenzó a bostezar de manera aparatosa que quería indicar sin más que se aburría. No dejaba de evocar en su fuero interno al “pringao” de Ángel.
- Fue en la acampada de Benaocaz. ¡Qué tiempos! –Continuó Rosa-. En torno a la hoguera.
Brunito se sabía la historia de memoria. El tontaina de Angelito o Angelote, de chico, había hecho alguna tontería, no estaba claro del todo, en una asamblea. Ni él sabía por qué lo había hecho, qué afán le había impelido. Colorado como un tomate, se levantó sacudiéndose. No osó pronunciar ni una sola palabra. El Gran Manitou le ordenó salir y ponerse junto al fuego, para que todos lo miraran con desprecio. Los vidrios de las gafas de aquella versión infantil de Angelote reflejaban, como espejos alucinantes, las llamas de la hoguera, que se movían sinuosamente en ellos. Entonces, en la noche, el Gran Manitou espetó, fuera de sí: “¡Los zapatos! ¡Quítatelos ahora mismo! ¡Los zapatos!”
El pobre Ángel ante los ojos de todos, él mismo pasmado por lo que había hecho, obedeció con una sonrisita nerviosa que a ratos parecía deshacerse en un llanto incipiente. Se quedó de pie abochornado y descalzo, pisando el suelo de piedrecitas, ramitas y hojas secas. El Gran Manitou señaló a un subalterno, que se puso también de pie y en medio de un sepulcral silencio recogió las botas y desapareció en la tiniebla. Entonces, el Gran Manitou le ordenó a Ángel que esperara allí, pero fuera del corro y lejos de la hoguera, pasando frío. Se fue el niño a donde le habían dicho y permaneció temblando, junto a un alcornoque, musitando que todo fuera por favor un sueño y que él no lo hubiera hecho de verdad.
No recuperó su calzado hasta el día siguiente al mediodía. Se vio obligado a caminar descalzo toda la mañana. Nadie le miraba. Cuando le devolvieron las botas, se las calzó sin decir nada.
- ¡Qué fuerte! Yo ni me acordaba. Pero no cuentes eso ahora, por favor –señaló Paqui compasiva-. Ha muerto, ha muerto el pobre.
Rosa casi se excusó. No merecía ser mancillada su memoria. No se le debía estropear la muerte que le había acarreado la mala fortuna iracunda y sangrienta, pues después de todo, era un buen hombre. Las dos callaron, por fin, y Brunito suspiró con alivio, mientras el chirimiri se convertía en el esperado chaparrón. Se habían acordado de bastantes tonterías. Ignoraban por qué. Cuando alguien muere, se le respeta y punto. Así que callaron para siempre. Se despidieron con amistosa devoción y cada una corrió en direcciones opuestas. Sólo en un último momento, Paqui le reclamó un dato postrero a Rosa, sobre el modo bestial de morir que había tenido Ángel. Porque había criado con tanto amor al pequeño león, lleno de confianza, dejándolo crecer y ser él mismo.
- ¿Y qué ha sucedido con el león?
- Lo tuvieron que sacrificar.
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Educación y filosofía
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Borges y yo (segunda parte)
Marcos Santos Gómez
Hace poco se han sabido las circunstancias de la muerte de Borges, que ilustran en gran medida cómo era. Contaré lo que sé a partir de la declaración de su viuda María Kodama, que puede consultarse en la reciente entrevista publicada en un conocido periódico. Yo en su momento la leí y supongo que al lector de estas líneas le ha de bastar una sencilla búsqueda en Google para localizar esas palabras y confirmar la autenticidad, aunque me temo que ya marchan por ahí solas y sin dueño.
Kodama señala que Borges supo que estaba desahuciado más o menos una semana antes de fallecer. Quiso pasar los últimos días en Ginebra, ciudad que adoraba. Lo decidió por el apego que sentía hacia ella, pero también, según Kodama, para evitar el acoso periodístico que se podía formar en Argentina en torno a ellos. Así que para no convertir su muerte en un espectáculo, se retiró a una discreta casa en Ginebra, que es donde se halla enterrado.
Mientras tanto, o sea, mientras se moría, aprendería una lengua nueva. Pensó primero en el japonés, pero no encontraron un buen profesor. Por supuesto, para Borges ser profesor de un idioma, como él lo fue de la lengua inglesa, implicaba necesariamente imbuir al alumno en su literatura. Porque, seguramente, pensaba que no se toca la esencia de un idioma sin conocer bien su forma estética ni su más honda fibra, ni sin impregnarse el aprendiz de su perspectiva, tono y excelencia. Cuando un idioma es más él mismo, en su especificidad, es cuando más se trasciende a sí mismo. Hay que llegar a su corazón. La palabra ha de destilarse para acceder a su núcleo exacto. La búsqueda del decir preciso y bello hace extraer el néctar de que es capaz cada lengua. Si no se considera esto, no se entiende verdaderamente el idioma en cuestión ni incluso la propia lengua materna.
Pero difícilmente se encuentran entonces y ahora profesores que tengan esto en cuenta. Por lo menos, en aquellos días urgentes no lo encontraron de lengua japonesa.
Borges buscaba en sus últimos días algo que no dejó nunca de apreciar: una lengua y literatura periféricas desde el punto de vista occidental y que de hecho Occidente haya ignorado. O una lengua muerta, lo que tiene en realidad un “efecto” parecido y para el caso es casi lo mismo. Es decir, no solo importa captar en su profundidad un idioma, sino adentrarse en el hecho en sí de atreverse con un modo extraño de literatura. Se trataba de relativizar el canon occidental y seguir viajando intelectual y estéticamente. En gran medida creo que por esto Borges se había embarcado a lo largo de su vida en el estudio del anglosajón, del islandés y las sagas nórdicas, del latín (curiosamente apenas supo griego antiguo), de todas las formas modernas y antiguas del gaélico, del francés, del alemán, del italiano… Seguramente leía también portugués, catalán, provenzal, etc. Pero sobre todo, como es lógico, tuvo una especial deferencia con las literaturas no europeas de la India, China y Japón, o con el hebreo bíblico (y la literatura de la Cábala o el Talmud), cuyos idiomas no conoció, pero sí sus literaturas en distintas traducciones.
Además de las citadas, había otra lengua de particulares resonancias para él. Se trataba del árabe clásico. A menudo sus cuentos o microrrelatos de libros como El hacedor se desarrollaban a partir de ideas, regiones, autores y obras escritas en árabe. Compuso algunos famosos ensayos sobre las primeras traducciones de Las mil y una noches, extenso libro que adoraba, aunque según cierto amigo del autor de estas líneas, gran estudioso y profesor de árabe, el extenso y conocido libro de cuentos parece haber sido obra de orientalistas de influencia occidental, y no tanto de verdaderos escritores de lengua árabe. Por ejemplo, me señala, el caso del gran califa Rachid, que fundó en Bagdad una especie de universidad anterior a las universidades de la Europa cristiana, hacia el siglo IX, llamada “Casa de la Sabiduría” y cuyo modelo imitaron en Europa proyectos culturales como la Escuela de Traductores de Toledo fundada por Alfonso X el Sabio. En Las mil y una noches aparece el califa Rachid nada menos que como el terrible esposo de Sherezade, a quien esta va relatando el libro para prolongar su vida. La persona histórica de Rachid, me indica este colega, fue a todas luces muy distinta del soberano pendenciero, mujeriego, frívolo que pintan Las mil y una noches.
Lo arábigo, pues, fue admirado por Borges e incluido en sus obras. Recogió y literaturizó, entre otros elementos, la concepción fatalista del destino inexorable que está escrito para cualquiera de nosotros; el álgebra y la alquimia; el vasto desierto que para un rey beduino equivale a un laberinto sin muros ni puertas; la teología y las verdades intemporales; la eternidad del Corán; las caravanas y las travesías; la metáfora del éxtasis en el vino; las leyendas sobre demonios y genios e incluso el nombre que Borges da al mismísimo Aleph, la primera letra del alifato.
Cerca de Tánger también, aunque en época romana, halló el legionario protagonista de su relato El inmortal las aguas que lo tornaron inmune a la muerte; y no pocos de los sabios presentes en sus ensayos y cuentos hollaron las arenas de Egipto y sus pirámides, las de Arabia, las de Mesopotamia… o tal vez insinúa algún otro relato el motivo árabe de la búsqueda matemática y geométrica de lo eterno mediante la infinita repetición de patrones y trazos entrecruzados como en los azulejos de la Alhambra. En el despliegue de la ciencia, en el bosque de columnas de la mezquita cordobesa, en la simetría de fuentes y jardines, está prefigurado el Paraíso.
No obstante, Borges no se había aproximado de verdad a la lengua árabe. Fue en Ginebra durante los días postreros de la agonía, cuando Kodama halló precisamente a un erudito egipcio, profundo conocedor de la literatura y de la belleza de su lengua, un hombre culto y valioso pedagogo. Kodama le refirió las circunstancias de su futuro alumno, pero no el nombre.
Cuando este hombre, ya dentro de la casa que ocupaban el escritor y su esposa, se percató de que su alumno iba a ser Borges, nada más verlo rompió a llorar y reprochó cariñosamente a María Kodama no haberle especificado que se trataba de enseñar árabe a Borges.
Parece, según cuenta su viuda, que los siguientes días, más o menos una semana de aquel verano incipiente de 1986, Borges aprendió los trazos elegantes de las letras del alifato, en sus cuatro formas, dibujadas en la palma de su mano por el profesor. Al mismo tiempo se adentró hasta donde le alcanzó el aliento en la compleja gramática llena de matices (muchos intraducibles) del árabe clásico. Comentaron y leyeron poemas.
Había pedido ser enterrado en Ginebra. No se sabe nada de sus ultimísimos instantes, pero de lo que se conoce a medias o se intuye, creemos que profesó su estoicismo hasta la muerte. Esto, hemos señalado, ocurría aquel junio de 1986 con el que he comenzado este relato. Sentí la ausencia de Borges entre los vivos. Era el tiempo del otro Borges, el de los libros, el que acapara hoy su memoria confundiéndose con el que reposa en Ginebra bajo un verso de alguna saga islandesa o sajona. Y es este Borges platónico, el de los libros y quizás el de internet, el que nos interesa y con el que hemos dialogado a lo largo de cuatro décadas. Soy consciente, no obstante, de cuánto ironizaría él con las palabras tópicas que acabo de proferir, vertidas en un párrafo que peca de sentimental y que sigue confundiendo un Borges con el otro.
Volviendo a mis últimos años de licenciatura, hacia 1994 más o menos, tomé muy en consideración el consejo de aquel amigo estudiante de que leyera la poesía de Borges. Algunos poemas y, como siempre, sus relatos, fueron leídos o releídos por mí cuando habitaba la gran casa, la especie de mansión con varios niveles, jardín dejado de la mano de Dios y con un sótano como oscura cueva con una gran y perturbadora cadena colgando del techo. En ella se celebró la sesión de espiritismo que he relatado en otro escrito. Pero este es otro asunto.
En el jardín asilvestrado, donde había un pequeño granado que al mostrar sus frutos en otoño parecía un duende, releí a Borges y a los que hasta entonces habían sido mis clásicos favoritos. En realidad declamé para mí mismo con furia. La poesía: Fray Luis, Jorge Manrique, San Juan de la Cruz (místico del que un profesor irlandés franciscano con su hábito monacal trató de leer en un español irreconocible algunos versos, cuando pasé un curso en Irlanda… pero esta es otra historia). Por supuesto, releí todo lo que encontré de la obra poética de Quevedo.
Quizás fue la época en que me ocupé con mayor fruición, en medio de dudas y abismos existenciales, de muchos de los poetas castellanos, en especial del Siglo de Oro. Fue en gran medida un agridulce reencuentro con ellos. También leí casi toda la Biblia en la rancia y cargante traducción de Nácar-Colunga. Concretamente un viejo volumen heredado de mi familia. Y tropecé a menudo con el Eclesiastés, que me hacía llorar.
Para nuestro relato resulta un dato significativo cómo se colaron una vez más los cuentos de Borges, que comencé a releer con contenida devoción, pero además comencé a sospechar que el escritor argentino tenía otras obras escritas además de los ya tan mencionados y tan conocidos libros de relatos. Fue entonces cuando comenzó (aunque se iría consumando vivamente en el nuevo siglo) mi etapa fetichista, la del fetichismo hacia Borges. Su gnosticismo me impregnó, es decir, la hipótesis de que existe una herida en el mundo y que de hecho el mundo existe porque existe esa herida. Santidad y pecado, como en la biografía de San Agustín (cuyas Confesiones leí también envuelto en lágrimas en esa rara primavera de 1995), se dan la mano en las cosmovisiones de los gnósticos del Siglo II. Fue quizás Simón el Mago, el heresiarca, el que se paseó por el Mediterráneo en un trirreme acompañado de una sacerdotisa que había rescatado de un burdel de Tiro.
Inmerso en especulaciones gnostizantes avancé en los noventa del siglo XX. Es preciso concretar que dichas especulaciones a là gnóstica no fueron jamás escritas, por fortuna, y solo se dieron como repentinos éxtasis seguidos de furiosos ataques de arrepentimiento, pecado y culpa. Siempre embargado por una inflamada ansia de redención, sentía sucederse los cielos y los infiernos. Pero esa tempestad que me asoló derivó en dilemas y agonías muy concretas. Por ejemplo, la turbulenta decisión entre hacerme fumador empedernido o dejar para siempre el tabaco. También supe del vértigo de mirar mi propio antebrazo con la absoluta convicción de que un día será ceniza. O el trance de experimentar la euforia de alguna copita de más, para después padecer la travesía en el desierto de la resaca. No puedo sin embargo decir que sufriera, o por lo menos, que sufriera en serio. A menudo subía y recorría el Albaicín granadino como si fuera el páramo de los padres anacoretas. Esperaba en mi fuero interno que los cielos se abrieran y tejieran en mí las respuestas a todas mis dudas o que me abrasara el incendio de alguna profecía sobrecogedora. Ciertamente puedo ahora reírme de estos duelos porque siento que quien los protagonizaba no era quien escribe estas líneas; no era yo e incluso diría que es imposible que yo hubiera sido alguna vez ese joven. Es verdad que lo recuerdo, pero sin acabar de reconocerme en él.
No hubo una variación importante en un par de años adentrados ya en la segunda mitad de los noventa, más allá del progresivo prestigio que para mí adquiría cada vez más la literatura de Borges. Quizás la observación más pertinente sobre aquellos años de mediados de los noventa, es que me consagraron en la devoción borgeana que he profesado toda mi vida. Los cuentos comenzaron a formar parte de mí, lo que técnicamente quiere decir que me formaron estableciendo un cierto canon de escritura y hasta de vida.
Por algunas circunstancias que no vienen al caso, hacia 1997 me instalé en Ceuta. Resumamos en dos hechos fundamentales aquellos años ya finales del siglo XX: prosiguió la tempestad gnóstica entre la exaltación y el abismo; y conocí a Casimiro, de inolvidable nombre. En aquella época, aunque era profesor, vivía como un estudiante, es decir, en un piso compartido con otros profesores y empleados de la Universidad.
Casimiro había leído mucho. Más que yo, desde luego. El doble, quizás. Solía atender callado en las reuniones, pero cuando decidía explayarse, brotaba de él literatura pura. Este amigo decidió, nunca he sabido del todo por qué, comprarse la obra completa de Borges para prestármela y que yo la leyera. En aquellos años la acababa de reeditar la editorial Alianza, en colección de bolsillo. Un conjunto de libros que contenían todo Borges, solo que, como ya he dicho, la mayoría de sus obras son textos muy breves, y su obra completa apenas ocupa espacio en una biblioteca. Es asombroso, porque es en ello donde se justifica el Nobel que ganó extraoficialmente, en el corazón de todos sus lectores. No es una obra cuantiosa. De hecho, la anterior edición, me parece que en Emecé, constaba solo de cuatro volúmenes que otro colega prefirió comprar para ajustarse al hueco que tenía preparado en su biblioteca para el argentino. Comienzo a entrever que la obra de Borges, su verdadera creación y producción, es todo lo que sus discípulos admirados estamos contando de él.
Porque Borges apenas escribió, si lo comparamos con cualquier otro grande de la literatura. Aunque es verdad que hay otros autores de una sola obra o dos, como Juan Rulfo, que yo pueda recordar ahora. Pero el caso de Borges es extraño. Me había comentado ese otro amigo que compró la obra completa de Borges en cuatro volúmenes, seguramente en Emecé, que penden dos graves axiomas sobre Borges: 1ª: que era un genio, uno de los más grandes escritores del siglo XX y acaso de la literatura universal; 2º: Casi tres cuartas partes de su obra es pura morralla. Me sentí mal al oír aquello, que lo profanaba y que me sentó como una bofetada cuando este amigo lo espetó sin reparos. Pero la evidencia manda y resulta que Borges había decidido ser un “simple” comentarista de otros y un autor de reseñas, desde una posición fundamental de lector, antes que de autor.
Así pues, con una sensación extraña, ante la escasa obra completa de Borges apilada en una mesa formando tres pequeñas torres, constaté que eran muy pocos libros y que, en efecto, casi todos eran prólogos, comentarios, conferencias o breves notas sobre otros autores. Sin embargo, aquellos libros de bolsillo parecían iluminar la habitación entera, se diría que demandaban a uno que gravitara en torno a ellos, como un planeta rodeando a la incandescente estrella. Sentí inflamarse mi curiosidad hasta el extremo. Allí estaba, como jamás lo había visto, el espejismo literario que definía a Borges.
Por primera vez abordé la tarea de leer absolutamente todo. Sin saber por qué, Casimiro, que se sabía de memoria los comienzos de decenas de novelas, me había proporcionado la posibilidad de leerlo entero por primera vez. Tal vez fue un acto de compasión. Desde entonces, los libros esenciales de El aleph y Ficciones los habré releído unas diez o quince veces, pero además se sumaron otras obras de etapas anteriores y posteriores al gran mediodía de sus dos libros capitales.
Hasta el momento había supuesto para mí un misterio qué otras cosas podía haber escrito Borges. Así a primera vista, Borges era el autor de estos dos libros de relatos a los que no paro de referirme, pero, propiamente, solo suponen una parte de Borges, una de las diferentes formas que existen de Borges. Quizás estaba ya prefigurado en su obra narrativa anterior o en los poemas. Ahora, a años luz de aquellas jornadas ceutíes, sé que sí. Pero en aquellos días leí perturbado y molesto su obra de juventud Historia universal de la infamia, sin comprender mucho qué era exactamente. Es curioso porque acabo de conocer por alguna entrevista en youtube, que para Roberto Bolaño este fue un libro fundamental.
Historia universal de la infamia adopta una perspectiva descarnada, incluso sórdida. Es pura narración seca, de soterrada brutalidad. A años del primer shock que supuso esta obra compuesta también de relatos, hoy creo que en ella se manifiesta el polo miserable de las cosmovisiones gnósticas y neoplatónicas. El mundo y la existencia terrenal como despojo, el tópico del cuerpo como sepultura, la quevedesca sucesión de difuntos que somos cada uno pero también sus bromas hoscas. Porque Borges solo postula lo que yo me había tomado obscenamente en serio durante mis paseos entusiastas en el Albaicín. En realidad, como bien supo Borges, no se trata de la cuestión acerca de si es o no cierto el tenso dualismo de estas concepciones. En realidad no hay nada cierto en ello y Borges profesó realmente el agnosticismo y el escepticismo. Tal vez el filtro de Platón o incluso las matemáticas, le sirvieron para ilustrar el tratamiento del mundo como despojo, amplificando su triste desmesura y su naturaleza caída.
Es como si Borges se acogiera a estas cosmovisiones del siglo II por su belleza y oportunidad interpretativa, como una forma de hermenéutica cuyo fundamento y primer valor buscado en la obra fuera su valor estético, el ser bella. Quizás, persiguiendo lo bello se va movilizando el mundo y embelleciéndose. Desde lo bello, el alma platónica mira el mundo, que se bifurca entre los polos puros de lo divino, por un lado, y de lo profano, del resto que hay que salvar. Así que no estaría bien esbozada la concepción dualista con la que juega el argentino si no mostrara el mundo en su crudeza, el mundo que anhela salvación, el mundo como algo prosaico y duro, con un texto descarnado. Hoy gusto más de este horrendo tropel de infamias en el que se aprecia al Borges que estaba por venir. Este libro que se instala en la infamia, aun dando la espalda a lo épico y a lo noble, no deja de evocarlo.
También en aquellos días ya de 1998 y 1999 descubrí El hacedor, con textos breves que he ido casi aprendiendo de memoria desde entonces. En él se hospedan los poemas que suelo leer en mis clases y pasajes inolvidables, como el que pinta la nada de Shakespeare, como acaso la de Dios, en una Creación condenada a desaparecer y a ser una mera sombra. O el tumulto de la civilización que brota de Homero, quien ciego también, sustituye el mundo visible por el otro donde habitamos para ser. Con los años han ido adquiriendo más sentido estos brevísimos textos y diría que incluso se han convertido en las claves esenciales de un escepticismo esteticista donde ser todo y nada al mismo tiempo. Cierro los ojos y sueño, para que vuelva a mi alcance la imagen profana de un río de coches en una gran avenida porteña, que se transforma en el triste Leteo que separa al poeta de una amiga que lo cruza alejándose de él. Ella saluda desde el otro lado y se despide, para ser tragada por la muerte.
Ese mismo río del olvido, o algún afluente, cruzó entre las orillas de uno y otro siglo. Entre uno y otro siglo el olvido y la proximidad del tiempo en que uno sabe a todas luces que la vida no va a durar eternamente, que el tiempo pasa de verdad y que ya hay bienes que no se van a obtener jamás. El nuevo siglo propicio al sentimiento de lo viejo, paradójicamente agudizado por lo nuevo apabullante.
Lamento que esto se esté alargando tanto, demasiado. Me temo que vendrá más adelante una tercera parte, siguiendo el curso del siglo.
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Educación y filosofía
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Borges y yo (primera parte)
Marcos Santos Gómez
La luz era diferente. Incluso lo que obedece a sus propias leyes fatales, lo que solo responde a inercias materiales, lo que existió antes del hombre y seguirá refulgiendo después: la luz… era distinta. ¿Es posible que cada década venga caracterizada por una luminosidad particular? ¿El universo físico distingue las décadas de un siglo, como hace la inteligencia de los hombres? Como es obvio, resulta ridículo conceder la menor credibilidad a esta hipótesis descabellada que mezcla la luz con las vicisitudes de la historia y de los tiempos del hombre. Y aunque así es, puedo asegurar que la luz en 1986 era distinta. En junio de ese año resplandecía con inocencia. Las reverberaciones sobre la gran superficie del mar en calma, la playa templada y bella, la tarde apacible, constituían un sereno esplendor. Los kilómetros de arena gris entre el Peñón de Gibraltar y la primera torre, mantenían un aire más grato y virgen en relación con el que tienen hoy.
Era preciso para llegar a las aguas luminosas conducir despacio por una pista de tierra llena de baches, que paralela al mar, de norte a sur, dividía más de cien metros de arenal a un lado y una extensa zona de huertas y cortijos al otro.
El coche conducido por mi padre traqueteaba y daba inevitables saltos en su marcha. Yo tenía quince años en aquel mes de junio del 86, pero aquello de que se ocupa este relato había brotado en realidad un par de años antes, cuando yo ostentaba unos trece años. Aseguro que para mí hoy es obvio, a fuer de falso e inexplicable, que la luz era otra. Más clara, más amarilla.
Mi padre aparcó en un rellano de los que había cada trescientos o quinientos metros. Todo el grupo familiar, con cierta soñolencia, caminamos hacia el mar. Éramos como el resto de familias que buscaban el punto donde instalar la sombrilla cerca de la orilla, y como ellas, nuestra marcha era pesada, entre cardos secos, juncos y la arena gris donde se nos hundían las chanclas. Una especie de ritual bíblico. Al mediodía el pueblo buscaba la costa en riadas de gente, y más tarde, cuando el sol se iba acercando al poniente, el éxodo fluía en sentido inverso, hacia el interior.
Yo iba concentrado en una sola obsesión. Mi cuerpo estaba nuevo, mi memoria se parecía a esa playa, vasta y vacía, todavía estaba por extenderse con los asuntos que habrían de sobrevenirme y todo era para mí impecable, como de metal bruñido bajo esa luz. En silencio, iba dando vueltas a la noticia, recién transmitida por la televisión, de que Borges acababa de morir. Muchos años después he sabido las circunstancias de esa muerte e incluso, contado por su esposa María Kodama a un periódico, cómo pasó en Ginebra los últimos días de su vida.
A pesar de esta seducción temprana por la figura del argentino, no entendía ni medianamente siquiera uno solo de sus relatos de El aleph y Ficciones. Captaba algo en ellos, pero lo que fuera me era difícil e inaccesible; aunque acaso vislumbraba la promesa de una extraordinaria experiencia intelectual y estética.
Aún no había leído un solo poema y menos un ensayo. Sabía el dato perturbador de que era un lector voraz, una enciclopedia viva, pero ciego y que nunca le daban el premio Nobel. El detalle de la ceguera fue la primera de sus “páginas” que supe leer. Una metáfora viva que, en sus propias palabras, tomaba por una suerte de ironía sagrada. En aquella tarde sencilla yo rebajaba a fábula esa broma de la providencia, cosa que él jamás hizo. Creía lo que durante varios años seguiría creyendo: que se había quedado ciego de tanto leer. Supe a medias que le habían diagnosticado una enfermedad ocular y que solo podía detener el deterioro de los ojos si dejaba de leer, prescripción que no quiso cumplir hasta sucumbir fatalmente a la ceguera. Un destino en realidad heroico, me parecía.
Mi idea fija era compartir esta noticia con el amable Félix que ya esperaba en la orilla a que llegásemos, un hombre que había aparecido hacía poco en mi mundo, por un cierto vínculo familiar. En las conversaciones que desde un par de años antes tuvimos sobre arte y literatura, yo había sentido arder la realidad, como si toda ella fuera la bíblica zarza ardiente. Así, todo ya se había incendiado en secreto, cuando supe de Borges.
Unos años atrás, Félix me había prestado el primer ejemplar de un libro de relatos de Borges que he tenido en mis manos. Estando algún curso por debajo de lo que entonces era segundo de B.U.P., quizás todavía en la enseñanza primaria obligatoria, la E.G.B., y después de haber leído otros autores clásicos, me puso en las manos este ejemplar. Era también verano, pero de 1984, y estábamos en esa misma playa. Recuerdo que me advirtió que cuando me topara con algún fragmento en latín, se lo mostrara para traducirlo. Yo, con la ingenuidad de la edad, sin siquiera concebir cómo funcionaba una lengua con declinaciones, creí que podía adivinar la traducción por el léxico y me envalentoné. Cándidamente le informé de que podía leer el latín, cosa por supuesto falsa, por mucho que yo me lo creyera. Así que él, de todos modos, asintió pero de hecho atisbaba con disimulo sobre mi hombro lo que yo iba leyendo y si distinguía alguna frase o parrafada en latín, me la traducía.
¿Qué demonios eran aquellos cuentos? No había leído nada igual. Solo, un poco antes, los relatos de Cortázar, que también me habían parecido raros e insólitos. Forzando las interpretaciones y sin entender demasiado, procurando hallar un sentido en tales textos, desconcertado, se puede decir que leí a Borges… casi.
Recuerdo que la estructura lógica de alguna trama, Félix me la intentó explicar dibujando con una caña en la arena mojada de la orilla. Fueron mis primeras lecciones de lógica que, debo confesar, tampoco llegaba a comprender del todo, con aquellos curiosos signos pintados en la arena, amenazados por el mar en cada ola.
Traté de entender lo que leía y durante años no lo entendí. Aunque ningún relato, incluso los de Borges, está escrito para entenderse como si debieran albergar un mensaje o moraleja. La cosa en el arte no va así. El relato puede ser más o menos comparado con una constelación sencillaque o se ve o no se ve, pero en todo caso es algo que está ahí, puesto para ser visto o ignorado. Pero nunca es una fábula. Lo que ocurría es que yo, “ciego” como Borges, tampoco podía ver las elegantes e irónicas reverberaciones cultas de su estética. Solo al empezar a estudiar filosofía, fui ya vislumbrando algo, entre la tarde de su muerte, en 1986, y mi ingreso en la universidad, en 1989. Unas hermosas “complicaciones” con los temas, una “frialdad” que incendiaba. A mi manera, fui también un bibliotecario que amaba y buscaba a los libros sin ser capaz de leerlos.
Félix me contó también que Borges era eterno candidato al premio Nobel pero no se lo concedían por una vaga razón política. Este hombre, Félix, que era abiertamente de izquierdas, se esforzó en que me diera cuenta de que las ideas sobre política que manifiesta un escritor no debían impedirme leerlo. Era preciso no perderse a Borges, por muchas tonterías que dijera sobre la política. A mi manera entendí una verdad que he mantenido toda mi vida: que un genio como Borges puede no estar a la altura de su genio en las cuestiones prácticas. Pero sigue siendo un genio.
Recientemente, leyendo el texto de uno de sus muchos cursos que permanecían inéditos y que yo no conocía (creía haber leído toda su obra cuando me lo encontré hace poco en una librería) y que trata sobre la poesía y el compromiso, el propio Borges viene a afirmar que el poeta debe ejercer una adoración de la belleza, sin preguntarse nada más, incondicional; es decir, sin que el arte deba reducirse por obligación a fábula (típico error, he señalado supra, de adolescente). Es primero la purísima emoción que nos indica el buen camino, no moral, sino estético. O sea, que para hacer algo artísticamente logrado, hay que someterse al arte sin reclamarle nada. Después, acaso, pueda sobrevenir el compromiso político en los mismos textos, pero como un segundo momento advenido, si es el caso. Sea lo que sea, el poeta no debe forzar ni empeñarse en promulgar un mensaje. Para Borges el buen creador tiene que escuchar antes que imponerse caminos estéticos o retóricos concretos, al modo de los manifiestos y los prejuicios.
Digo que creía haber leído todo de Borges pero que nunca acabo de encontrarme textos nuevos. Quitando sus ya tan conocidas obras mayores, casi todo Borges es textos menores. Agotó cientos de páginas comentando con bella precisión pero suma parquedad, a otros autores. En gran parte, su obra completa se compone solo de “sencillos” prólogos. Es más, su obra, al menos la que le hizo merecedor del Nobel que nunca tuvo, fueron dos breves libros de relatos, acaso otros dos de ensayos y un puñado de poemas que caben en un volumen de extensión mediana.
Más tarde sí aprendí por fin el latín, leí bastante más, en especial clásicos de la lengua española (entonces, lamentablemente no se estudiaba la literatura universal en el Bachiller) y profundicé en el disfrute, en definitiva, de la literatura. Fue, pienso haciendo balance, un privilegio pero también un error el haberme codeado como lector con los gigantes. Porque los clásicos, que son los textos que nunca defraudan, que han pasado la prueba del tiempo, como señala el profesor Cerezo, los que seguro que te van a regalar algo sublime y muy valioso, pueden contagiar una cierta enfermedad platonizante. Así, por este sesgo, la literatura se concibe como si solo valiera la intemporalidad de las obras inmortales, lo cual es una falacia, ya que ninguna obra literaria puede ser intemporal. Se busca una escritura pura, paradigmática, canónica o arquetípica, en imitación de lo que los clásicos suponen para uno hoy (no en su época, claro). No es posible ni recomendable aspirar a semejante Olimpo cuando se escribe. Simplemente porque nadie puede escribir así, obligándose a dejar una supuesta huella imborrable. O se disfruta de verdad o no hay arte.
Borges es propicio a extremos de elevado platonismo (el ámbito de los arquetipos que solo se puede suponer aunque no llegar a creerlo) y en el otro extremo, infiernos de malevos, de sangre, de duelos a cuchillo, infamias, batallas, vidas brutales y sórdidas que aparecen también en su obra. Es donde habita el cuerpo de los hombres un mundo despojado de ser, pero que haciéndose más infierno (devaluándose ontológicamente) puede invocar paradójicamente en un giro magistral el cielo de las ideas o el ser.
Retornando a mi relato, es preciso confesar que no acerté a avanzar mucho más en lo que “quería decir” Borges, pero a lo largo de los años de mi bachillerato, hasta 1989, de vez en cuando lo releía y me sorprendía hallar nuevos relatos asombrosos, con algo en ellos que me resultaba por un lado inaccesible, pero también una suerte de invitación a lo que Lázaro Carreter, en su inolvidable manual de Literatura para bachilleres, describía como un vértigo metafísico.
Félix me subrayaba siempre dos relatos en especial: El Aleph, que solo pude leer cuando me hice con un ejemplar del libro de cuentos con ese nombre. Me definió la idea del Aleph como un punto en el universo donde se ven las cosas como las vería Dios, en una simultaneidad eterna, todo concentrado, todas las perspectivas, todos los tiempos, caras, figuras e instantes, todos los seres en definitiva, incluso los imaginados y maravillosos, las fábulas…Y Borges, con este recurso literario, emprende nada menos que la imposible descripción del universo. Despliega enumeración carnal y simbólica de los entes, tan exhaustiva que disuelve a los propios entes, como hace también la prodigiosa capacidad memorística de su otro personaje: Funes el memorioso. Al final todo es caos y tenaz disolución.
Leamos, pues, al propio Borges en uno de sus párrafos más sobrecogedores. Pocas veces la palabra llega a esta intensidad, a este incendio (¡¡cómo puede decirse que la prosa de Borges es fría, por favor!!) y confieso que son líneas que me causaron entonces y aún hoy, cada vez que las releo, una fortísima emoción. En ellas, unas dos páginas en octavilla, se lee la enumeración de todo lo contenido en el Aleph, o sea, en el universo. Una enumeración que aspira a nombrarlo todo. Citemos solo la parte final:
“(…) vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.Sentí infinita veneración, infinita lástima”.
Es difícil leer estas páginas sin sentir una intensa desolación y en cierto modo una silenciosa euforia. Emerge también un inexplicable sentimiento de piadosa gratitud y hasta una justificación. Uno se queda tambaleándose. Hay en ellas la poderosa afirmación de algo no dicho, pero invocado en la exaltada y triste enumeración que se añade, también, al universo que describe, como una de las más conmovedoras líneas de la literatura universal. Yo en mi adolescencia lo entendí como una especulación acerca de cómo podría ver el universo el ojo de Dios; quizás como un punto intemporal donde confluyen todos los tiempos (igual que en un punto puede haber infinitos puntos). Y de algún modo, todo es salvado por Quien lo mira eternamente y lo guarda en su memoria.
También leí en los años mozos el relato titulado El inmortal. Félix me advirtió riendo que después de leer ese relato se le quitan a uno las ganas de ser inmortal. Como se diría en la filosofía, no podríamos ser individuos ni personas si fuéramos inmortales, pues nos confundiríamos fantasmalmente con la especie, con el universal o con la nada más descolorida. Hay mucho que decir de estos dos relatos, en cierto modo complementarios y antagónicos, pero no deseo desviarme de la intención original de estas letras, que es la de esclarecer cómo operó formativamente (pedagógicamente) el deslumbrante contacto con un sol que en su cenit nos ilumina y moviliza, pero también nos abrasa.
Escogeré solo un par de momentos significativos más, de otras etapas posteriores, en los que la subjetividad de quien escribe estas líneas ha tratado de mirar y acercarse a ese sol peligroso.
El eco de aquellos días de playa perdidos en los ochenta, los instantes que solo un Aleph podría rescatar, perdura y ha seguido modulando mis posteriores encuentros con la literatura de Borges y toda la demás. Una suerte de paisaje de otra década ya muy distante, con una luz distinta, a donde se siguen remitiendo, con cierto anacronismo por mi parte, las páginas de Borges que vamos releyendo mientras nos consume soterrada y lentamente la muerte. Pintamos un paisaje que solo existe en el recuerdo inasible y quizás en los abismos del subconsciente. A este paisaje se fueron superponiendo los demás, el primero de los cuales podemos datar en la primera mitad de los noventa, cuando ya era estudiante en la universidad.
Solo creo necesario todavía hacer una breve pausa para aclarar que de algún modo, Borges fue la razón de que estudiara la carrera de Filosofía. Lo primero que supe de la filosofía fue su belleza. Como existe en los textos de Borges. Pero no menos fatalmente, se cruzaron en aquellos años últimos de los ochenta la novela, y la película, El nombre de la rosa. Ahí estaba también el argentino, desde el prisma no menos irónico y hasta burlón de Umberto Eco. El bibliotecario ciego que vela en la biblioteca del monasterio se llama Jorge de Burgos, en escolástica pugna con los nombres. Pero sobre todo estaba la presencia de ese paraíso y laberinto de los libros, que los hombres solo pueden fatigar accediendo a uno pocos en la breve existencia y perdiéndolos casi todos. Copias de copias de copias, como una letanía. Un pathos religioso que sumar a la mera belleza, una trascendencia de lo bello.
Supongo que de algún modo ya buscaba a Platón, anticipándolo, falseándolo y amándolo. El paseo por la filosofía iba a ser, esperaba, como los cuentos de Borges o el bello sofisma de la rosa que es, falazmente, todas las rosas. La rosa de Paracelso. Una épica de la razón y un éxtasis en el que ganarlo todo y perderlo todo.
En los cinco cursos de mi licenciatura, empecé a releer los relatos de Borges, retomándolo, pero solamente lo que había leído en la adolescencia. Continuó suponiendo un gran desafío que no dejaba de desconcertarme. Las páginas elegantes, serenas, precisas, del gran escritor se tornaron para mí, erróneamente, en una suerte de exposición de alguna filosofía. Esa fue la mayor de las herejías que he profesado: considerar que la filosofía busca fundamentalmente lo bello, que consiste en la desinteresada búsqueda de la belleza.
Leía, y leíamos los estudiantes de filosofía a Borges como si fuera una especie de joya alucinante. Sus textos formaban parte de un lenguaje de ángeles o del heroico y mágico esfuerzo de descifrar el universo. De la escoria y el carbón al diamante.
Reunidos en la cafetería de la Facultad, en el curso ya postrero de mi licenciatura, en cierta ocasión salió el tema de Borges. Recuerdo que alguien resaltó la hondura e insufrible belleza de sus poemas, que densificaban lo dicho en los relatos y lo expresaban de manera más concentrada. Era el autor que nos gustaba a todos. Yo había descubierto también por entonces el relato Tlon, Uqbar, orbis tertium (espero haberlo escrito bien) que me produjo la sensación de que esclarecía mucho de los temas. Me extrañó no haberlo leído antes, llevado por las charlas con Félix.
Pero tarde o temprano hube de comprender con lástima que Borges no era, propiamente, un creador de sistemas filosóficos ni tampoco de filosofías más o menos posmodernas; es decir, no era un filósofo. Aunque me habría entusiasmado que lo fuera y que la filosofía fuera así, como Borges, y de hecho lo creí mucho tiempo. Debo, no obstante, confesar que a veces sigo reclamando obscenamente a la filosofía que sea como los textos de Borges.
Concluye aquí la primera parte de estas memorias y prometo su pronta continuación en una nueva entrega…
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Educación y filosofía
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Chamanismo
Aquella mujer sobre la cama que miraba al techo con gran calma y ojos muy abiertos, inmóvil, me pareció un cadáver que ni se inmutó cuando entré por equivocación. Tumbado bocarriba su cuerpo menudo, extrañamente vestida y acicalada, parecía soñar despierta o estar alucinando. Fue ella quien más tarde, con insólita naturalidad me leyó el alma en un instante de vértigo. Se me quedó mirando sentada. Vestía su viejo cuerpo con coquetería y se maquillaba los ojos como india o gitana. Entonces, me dijo lo que había sabido en su selva remota, lo que en aquel momento también vio escrito en mi alma. Y con sencillez me lo contó...
Marcos Santos
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Educación y filosofía
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Crónica de mis pesadillas (tercera parte y final) Marcos Santos Gómez
Cualquiera diría que soy un noctámbulo. Y en cierto modo es verdad que lo soy. Puede afirmarse, sin mentir, que gozo de una ajetreada vida social a partir de que se pone el sol. Entonces los veo. No salgo de mi casa en toda la noche, que paso la mayor parte del tiempo en la cama. No salgo, de hecho, ni siquiera del dormitorio. Pero cuando “oficialmente” me retiro a descansar y cuando en la penumbra cierro los ojos e intento dormir, entonces, me visitan.
No puedo decir que sepa exactamente lo que son. Conozco teorías, pero no me las tomo muy en serio. Para mí son personas. Más adelante les hablaré de esas teorías, aunque estarán ya pensando que podrían tomarse por espectros, los cuales, si es que lo fueran, ya no me asustan. Me he acostumbrado a ellos hasta el punto de echarlos de menos si no vienen. Me llenan de vida, me acompañan, los siento cercanos, vigilantes, inofensivos la gran mayoría, aunque no todos.
A la mañana siguiente, con buen humor, trato de recordarlos. Pasan a formar parte de mi caudal de recuerdos y experiencias e incluso de lo que yo mismo soy, de lo que opino o de lo que hago. Se suman a las sensaciones
realesde la vigilia
diurna. Son como amigos a los que voy apegándome más a lo largo del tiempo. A menudo en estos encuentros no suceden más que largas y sinceras conversaciones en las que opino con libertad y en las que logro explayarme, expresarme con una precisión impensable en la vida “normal”.
No siempre estas visitas han sido como vienen siendo últimamente. Tampoco es que hayan sido ni sean siempre agradables. Entre ellas se cuelan también enemigos con quienes ajustar cuentas, de los que me vengo y a los que expreso mi más profundo desprecio. Son sombras de seres sombríos que pasan la vida taciturnos e incapaces de reír. A estos los odio. Me indignan. No aciertan a comprender nada más allá de su ego narcisista o su soberbia. Una ignorancia orgullosa que tengo que rebatir y vencer cada vez que vienen los de este tipo. Son mala gente o mejor dicho se corresponden con mala gente, de los que acaso son el reflejo alucinante.
O a veces, los que me visitan son “malos” menos malos, sencillamente personas con las que he discutido en su forma real, durante el día. Me explico. Quizás hasta este momento no he sido claro y el lector se halla desconcertado. Pido paciencia, porque lo iré explicando todo. Ahora, por seguir el hilo, puedo añadir que con este segundo tipo de visitantes se me brinda la oportunidad, negada durante el día, de emprender un ajuste de cuentas “virtual” que pone las cosas en claro, independientemente de que las personas reales a las que corresponden estos espectros ni se enteren. Aun en su papel de sombras me ayudan a superar situaciones reales, a seguir amando y a seguir odiando, pero con las cartas sobre la mesa y las cuentas claras. Es divertido andar por esta suerte de universos paralelos. Este tipo de interacciones son agradables y conciliadoras, porque no me guardo nada. Soy capaz de decirles todo. Ato los cabos sueltos que durante la vigilia no pueden atarse. Así que estos encuentros con, digamos, “enemigos” pero razonables y dispuestos a departir son también reconfortantes, a pesar de todo.
Las visitas comenzaron hace diez años. En la primera parte de estas memorias ya describí los inicios que se dieron como sensaciones táctiles, sonoras o visuales de duración breve y sin constituir un algo completo, es decir, simples imágenes incapaces de diálogo, como heladas. Acaso permanecen bellamente a mi vera, transmitiendo esa frialdad que el esoterismo atribuye a los espíritus. De aquellas incipientes visitas la imagen de mayor consistencia que todavía recuerdo fue una enorme luna, exactamente igual a la de Meliés en la conocida película rodada en los inicios del cine. Flotaba en mi dormitorio redondísima, frente a la ventana, con el mismo aire travieso de la luna en esta película. Irradiaba, como buena luna llena, una luminiscencia plateada que iluminaba una superficie en mi dormitorio de casi un metro cuadrado. Me miraba muy sonriente, diría que incluso campechana. Yo pestañeaba como un loco, por si así desaparecía, pero ella estaba siempre ahí. Me pellizqué y así me aseguré de que estaba despierto. Me puse de pie, frente a ella y la miré desafiante. No había la menor duda, allí estaba. Y eso fue todo. Desapareció cuando encendí la luz, todavía muy impresionado porque, a diferencia de los sueños, eso estaba ahí, ocupaba un espacio físico y me miraba socarronamente diríase que de verdad. Persistió los segundos que esperé en la oscuridad a que se fuera, pero no lo hizo cuando acerté a encender la luz, tras dar varios manotazos ansiosos a la pared. Esto de los manotazos en la pared se ha constituido un clásico de mis noches, pero mientras no protesten mucho los vecinos, va bien.
Otras veces estas
alucinaciones eran terroríficas y venían asociadas a pesadillas del tipo de las que he descrito en la primera parte de esta saga onírica. A la impresión de alguien observando mi soñolencia en la oscuridad, a mi lado, como una figura alta intuida y flotante, con la misma luminiscencia plateada de la sonriente luna grotesca, comenzó también a corresponder una
presencia fantasmal. Es curioso que a casi todas las alucinaciones corresponde una suave luminiscencia de tipo plateado, blanco o azulado. Estos son los colores que, todavía hoy, predominan. Como ya he señalado, dentro de un “espectro” frío de colores.
Si al terror de presentir a alguien que acecha mi sueño se añade que abro los ojos y lo veo, se pueden ustedes imaginar mis emociones al principio. Decir que me asusto es decir poco. Suelen acabar estas interacciones con figuras que parecen divertirse mientras deciden ahogarme y que cuando las miro, me miran también y me guiñan un ojo. No es tanto que me parezca o sienta la presencia de un mal espíritu o demonio, sino que, literalmente, los veo. Parecen totalmente reales. Mi única comunicación con ellos era el “vade retro” de que hablé en la segunda parte de esta saga de pesadillas.
Estos seres me visitan prácticamente todas las noches. A los demonios sé que puedo detenerlos con el mencionado latinazgo de los exorcistas y persignándome frenéticamente, dibujando enormes cruces grandes como mi cuerpo y mostrando mucho valor. Después me pregunto por qué he tenido que recurrir a la señal de la Cruz, como si mi prudente escepticismo del que me vanaglorio de día, cayera estrepitosamente ante los terrores nocturnos. Es más que vergonzoso. A menudo, si no acabo de estar despierto, pronuncio vehementes declaraciones de fe, con la cobarde pretensión de reafirmar una fe que de día cuestiono también con vehemencia. Y todo por culpa de los
espectros.
La verdad es que otras veces he sido coherente y he increpado a la presencia maligna invitándola a acabar conmigo, si el susodicho demonio tuviera el suficiente arrojo, jurando que me daba igual y que no tenía miedo, a pesar del tembloroso estremecimiento de todo el cuerpo.
Por fortuna, llegó un punto en que las visitas dejaron de ser siempre de este modo y pasaron a entablar gratas conversaciones con mi persona hasta hacernos amigos. Hay de todo. Están viejos amigos reales fallecidos con los que resuelvo viejas cuentas y pido o concedo los debidos perdones, en una afable contemporización con el pasado. Otras veces son personas aún vivas que si después las veo de día, no acabo de saber bien si les dije una cosa determinada a su doble nocturno o a ellos. Así que podemos decir que en mi trato con las personas vivas en la vigilia, sumo una extraña doble vida de nuevas interacciones con sus dobles, que guardo en la memoria en una trama compleja por la que comprendo mejor a la persona, aunque debo estar alerta para no confundir conversaciones oníricas con las reales. ¡Qué interesante vértigo! A veces me digo a mí mismo en broma que no viajo mucho porque vuelo a distantes paraísos e infiernos todas las noches, gozando de esta intensa y original vida social.
Por supuesto, según los “visitantes” nocturnos han ido redondeándose como “personajes”, es decir, personificándose, asemejándose a personas reales en su aspecto e interacción, empecé a preguntarme hasta dónde iría este proceso. Durante un tiempo comencé a alarmarme. ¿Estaré enloqueciendo?, me dije. Tal vez, sin ánimo de agotar las posibles interpretaciones a que apunta el siguiente poema, este texto refleje en parte cómo me siento:
BrumaSin despertarni tampoco dormirvi que nevaba. Nieve sobre la nieve,bruma sobre la bruma.
Así estoy en este enredo entre sueño y vigilia que no es ni uno ni otra. Muy extraño e inquietante, pero también excitante. ¿Es posible habitar una tierra media entre el mundo real y el mundo soñado? ¿Pueden interactuar? Y, después de todo, ¿cuál es el verdadero, el modelo real o el que tiene auténtica importancia? Durante un tiempo me ha parecido que el mundo nocturno era el primero, porque cada vez me sentía más feliz y realizado entre las
alucinaciones.
Quizás, quien no sufra “anomalías” en el sueño, es decir, quien como la mayoría vaya entrando con normalidad en el sueño profundo, hasta el REM, no comprenderá este curioso tránsito por el que algunos somos capaces literalmente de soñar despiertos, de vagar por una tierra de nadie que no es sueño, pero tampoco vigilia. Yo intuía la explicación por haber mirado casualmente, hace unos pocos años, un documental que relata experiencias
oníricas o
alucinantes aún más potentes que la mía. Personas que, en efecto, tienen trato con seres que habitan ese intermedio que en nosotros, los que padecemos este tipo de anomalía en el sueño, se prolonga hasta quedarnos ahí estancados.
A veces se ven solo insectos; de hecho yo he observado con detenimiento y asombro enorme arañas o peces flotando por el dormitorio como en el fondo de un océano. Si son monstruos lo que aparece, el afectado puede dominar su miedo y en ocasiones interactuar pacíficamente con ellos, como si fuéramos capaces de dominar las pesadillas y darles la vuelta. En el documental muchas experiencias eran aterradoras y si el afectado no era capaz de integrarlas en una suerte de relato cuyos capítulos van siendo las distintas sesiones diarias, o mejor dicho, nocturnas, llegan a causar enormes trastornos. Es decir, la persona pasa muchísimo miedo y angustia.
Es preciso, de nuevo, tratar de expresar cómo se siente este horror. Yo no he visto demasiados monstruos, pero puedo relatar lo que se siente al habitar en esta tierra de nadie, en esta bruma.
Imagínense en la cama, con el sopor que desemboca rápidamente en el sueño. Y que caen finalmente dormidos. Pues yo no caigo en el sueño y me instalo en él, como ustedes, sino que no dejo de caer. Caigo todo el rato. Puedo sentir un suave adormecimiento, pero en cuanto a mi conciencia, estoy despierto. No he “caído” del todo, no he llegado a ninguna parte, y mi cerebro se queda a medio camino. Es decir, pienso conscientemente, puedo hablar con una persona real si en ese momento apareciese alguien de carne y hueso, soy capaz de interactuar con ella e incluso, contarle lo que estoy viendo.
La primera visión suele ser una malla de finas hebras negras, o algo parecido a la pantalla de los viejos televisores cuando no sintonizaban nada, aunque nada de esto me oculta la visión del dormitorio, al que no dejo de ver. Soy consciente de que van a llegar las alucinaciones, porque una parte de mi cerebro ya está durmiendo y soñando. Estos sueños son captados en medio de una experiencia de realidad y vigilia propia del estado consciente y despierto. Digamos que los sueños se adentran en la realidad de la vigilia y que la persona puede, literalmente, ver en el mundo, despierto, sus propias e íntimas imágenes oníricas. Doy fe de que la experiencia es espectacular y me alegro de haberla conocido y de repetirla cada noche.
Por supuesto cuando uno se ve departiendo tranquilamente con algo parecido a fantasmas, mientras se frota los ojos o se pellizca de vez en cuando, llega, cuando menos, a incomodar o asustar las primeras veces. Insisto en la imagen, uno apaga la luz, con soñolencia y ganas de dormir, pero aun despierto todavía empieza a soñar y a ver sus sueño como visitas alucinantes. Por supuesto no son delirios ni alucinaciones psicóticas, sino algo que como el insomnio, se cataloga como trastorno del sueño. Es un estado impresionante en el que parte del cerebro se halla en la consciencia y percibiendo realmente el mundo, es decir, estando en el mundo de verdad y a sabiendas de ello, pero otra parte del cerebro está dormida y soñando. Es, literalmente, soñar despierto. Si a alguien se le ocurre hacer un electroencefalograma al “medio durmiente”, aparece esto detectado, o sea, mostrado por las ondas cerebrales. En ellas un experto puede apreciar objetivamente
este estado intermedio en el cerebro.
Claro que si una noche, ya enfadado, decides levantarte e ir hacia el fantasma, increpándole y diciéndole algo así como “sé que no eres real” o “eres una alucinación”, y compruebas que igual que en las películas, entras dentro de su cuerpo, te ves en él y este se disuelve, resulta impactante. Es decir, como en las películas de fantasmas, lo puedes atravesar. Recuerdo hace poco una situación en la que era plenamente consciente de estar despierto, de pie, andando y atravesando la imagen alucinatoria con gran asombro. Es fácil imaginar que en otros tiempos esto era visto de un modo, digamos, trascendente. Parece, a todos los efectos, que estás protagonizando una película de terror. Y, aquí está la magia, de hecho puedes creer que visitas un mundo donde, como en los sueños, atar los cabos sueltos, y prolongar la vida diurna como si nada, para acabar mezclando noche y día en un cóctel asombroso.
Por supuesto cuando te ves de esa manera, dialogando con alucinaciones y atravesándolas mientras das un paseo por tu dormitorio, te da por inquietarte e ir al médico. Este viene a decir que es algo sin importancia (aunque muy impresionante para el sujeto), que no reviste la menor gravedad y que consiste en un simple desajuste neurológico transitorio en la sucesión de las distintas fases del sueño. Es entonces cuando se le ve la gracia al asunto (como se muestra en el documental que antes he mencionado) y uno comienza a esperar que aparezcan los seres para emprender una intensa vida social
paralela. Es bastante curioso el asunto.
Aunque tan solo sean sueños y “alucinaciones” oníricas, el fenómeno plantea una serie de cuestiones. Las que formulé supra, que se engloban en la pregunta trascendental acerca de qué es o cómo es la realidad. Se suelen tomar a broma estos raros viajes y, como digo, el sujeto añade esta irreal realidad a la realidad real. Se puede hacer todo esto con plena consciencia e incluso empezar a crear una activa zona alternativa donde existir que, sin confundirla con el mundo de la consciencia y la vigilia, se puede introducir en él hasta cierto punto, lúdica y creativamente, en la experiencia diurna. Ser consciente de que uno juega a vivir varias vidas.
Me explico. Ciertas noches te visita el amigo X con el que no te hablas, con el que te habías enfadado. Sabes que el asunto no se va a solucionar fácilmente, pero en esta dimensión onírica sigues tratando con él, ambos os sinceráis y reanudáis la amistad por la que os seguís expresando con libertad y ya reconciliados. Por supuesto esto pertenece a una dimensión que sin ser la realidad o la verdad, puede competir con ella. En cierto modo, también se vive en ella. Por eso uno se despierta por la mañana con la sensación de haber hecho un pequeño arreglo en la propia vida y hasta cierto punto, de haber mejorado la existencia y hasta el propio mundo.
Puede ocurrir que mientras estás departiendo con este viejo amigo, ves u oyes pasar por delante de la habitación a algún familiar (¡¡real!!,) y le dices satisfecho desde tu cama: “no pasa nada, es que ha venido X a visitarme y estamos conversando”. Hay, pues, frente a las alucinaciones graves, un pleno dominio de la realidad, se sabe dónde está, dentro del cuadro y la escena, lo onírico y dónde lo vivo, lo contante y sonante. Solo que esta doble vivencia aporta algunos ingredientes espectaculares e incluso enseña verdades al sujeto, que no deja de pensar en ningún momento. Uno puede iniciar una cierta interrogación y “pesquisa” de tipo filosófico. Puede ejercitar la conciencia de un modo plenamente consciente. Puede pensar y soñar al mismo tiempo. Es este prurito viajero entre realidad y sueño el que de hecho mueve a la ciencia o a la filosofía. Quiero decir que aprovechar este “defecto” del sueño es lo propio del verdadero investigador, que lejos de asustarse, prosigue su búsqueda y experiencia de la realidad.
Ese estado de bruma al que remite el poema tanka citado más arriba, es un estado no solo psicológico, sino sobre todo, metafísico en el que se tiene una vivencia compleja de la realidad, se capta, antes de que llegue el oportuno análisis racional, y por tanto, en su ambigüedad. No es solo una broma de la psique, sino que es el mundo entero que “peligra” en estas grietas. Esta es su parte más seria. Este vértigo adquiere inmensas dimensiones. Decía Borges (que tuvo frecuentes problemas con el sueño) que las pesadillas existen para que la realidad tiemble, para que recordemos que nada se agota en su primera apariencia, ni en ninguna explicación o vivencia. Que la trama del mundo, como la trama de los textos, es infinita. Es esto lo que me hace dar la bienvenida cada noche, con sumo agrado e interés, a estos seres escapados del sueño.
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Educación y filosofía
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Crónica de mis pesadillas (segunda parte)
Marcos Santos Gómez
Como decíamos ayer, con la ayuda de amigos expertos pero sin que ninguno de nosotros sobrepasara los veinticinco años, esta vez yo mismo fui al encuentro de la pesadilla. Resulta contradictorio que el mismo prurito filosófico que me valía para infundirme valor durante los apagones de electricidad en las noches de tormenta, las travesías campo a través en la madrugada sin luna o cuando he echado algún sueñecito a la vera de viejas sepulturas, incluso sobre ellas, en perdidas iglesias rurales del Norte de España, este mismo prurito, digo, que desnudaba y vencía a los terrores por irracionales, en aquella ocasión me había conducido a arrojarme en los mismísimos brazos de la pesadilla. De algún modo, quise ponerme a prueba y me tentó la posibilidad de hallar con suerte algún puñado de “verdades” acerca del más allá. Y aquí la curiosidad rompió el saco.
La curiosidad, que puede resultar tanto una bendición como una engañosa trampa, que señalaba en sus Confesiones el santo de Hipona. Recuerdo la frase: “Me consumí en un mar de iniquidades en pos de una sacrílega curiosidad”. En otro momento describe con mayor carnalidad su juvenil “curiosidad” que no solo afectaba a la búsqueda de libros: “habité en una crepitante sartén de concupiscencias”. Es condición de la santidad la previa travesía del horror, el pecado e incluso la experiencia del infierno. Así que resulta que la filosofía, que consiste en la curiosa conciencia del propio vacío más la frustrada y trágica empresa de llenarlo, nos puede iluminar tanto que nos deslumbre y resulte que lo que parece un oasis para la curiosidad no sea más que una orgía de espejismos y fantasmagorías.
Así pues, la bendita o la sacrílega curiosidad me condujo a participar en una sesión de espiritismo. Quizás hoy mi orgullo no lo toleraría, aun cuando no dejen de abordarnos fantasmas según vamos cumpliendo años y creyendo más en ellos. Ya no hace falta invocarlos porque se nos cruzan en el camino y la ouija queda desbordada por la realidad y el curso de las cosas. Por eso, aquella sesión tuvo su razón de ser y su contexto.
La escena fue la típica. Estábamos congregadas cinco personas en torno a la tabla y el vaso. Una gran sala con enorme chimenea y mobiliario rústico, aunque no lejos del centro de la ciudad. El maestro de ceremonia inició las primeras invocaciones y pases. Tras estos primeros estadios del ritual, algo mostró su presencia. Algo intangible, primero como la fuerza que invisiblemente unía nuestros dedos y los movía con perfecta coordinación para deslizar el vaso. Más adelante lo sentimos casi como uno más de nosotros. Según interactuábamos, todo resultaba más inquietante e incluso llegó a tornarme impresionante. Cada uno rozaba suavemente con la punta del dedo índice la base de un vaso de cristal invertido. El contacto de los dedos con el mismo era asombrosamente débil. Nadie apretaba el dedo. Me aseguré mucho de comprobarlo, de mirar una y otra vez por si alguno engañaba a los demás. Salvo que operara una rara forma de autoengaño inconsciente, puedo certificar con gran seguridad que nadie estaba haciendo trampas, ni en el ajo con nadie. El más racional escepticismo, que me duró bastante tiempo, hizo que me dedicara un buen rato a cerciorarme de ello y a vigilar cualquier indicio de tongo. Seguramente por esta actitud “racional” de sospecha por mi parte, el espíritu declaró que yo era el único a la mesa que le caía mal. Incluso enfatizó más asegurando que en realidad yo le caía fatal, peor que nadie.
Íbamos cambiando los dedos sobre la base del vaso, precisamente para evitar trampas. Por eso mismo, era impensable que el vaso estuviera siendo manipulado. Se deslizaba tirando él de nuestros dedos, y no al revés (la sensación de esto era indudable). No había tiempo para llevar a cabo ninguna trampa, es decir, nadie podía influir de manera consciente en la dirección del movimiento y además aunque así fuera, era imposible que lograra inducirnos a todos a la vez a seguirle. El vaso se movía con gran fuerza y velocidad, en direcciones muy definidas y “decididas” por ese algo sin previo aviso. Porque nadie de nosotros sabía las respuestas.
Según pasaba el tiempo cobraron intensa realidad todas las supuestas memeces que se cuentan o que uno ve en el cine o la televisión, lo que me hizo temer y desear ver, al mismo tiempo, el espectáculo de objetos volando, platos estrellándose, voces de ultratumba, apagarse las luces, reventar el televisor, levitar todos de súbito, que alguien fuera poseído y entrara en trance, etc. Llegué a percatarme de que, de un plumazo, los temores de que tanto me había mofado, los que rechazaba a golpe de ciencia cuando atravesaba los oscuros pasillos de mi infancia, las especulaciones de famosos bestseller sobre vida de ultratumba (incluido el dichoso túnel con la luz al fondo), los descubrimientos del Dr. Jiménez del Oso, los OVNI y hasta lo relatado en las novelas de Stephen King o la película El exorcista, todo ello, en definitiva, podía ser grotescamente cierto. Adiós a la ciencia y a la filosofía, entonces. Por esto, la ronda de preguntas y las respuestas del espíritu supusieron en mí algo así como un agujero de gusano abierto en nuestro salón que me conducía a todo un nuevo universo por explorar, a terribles grietas en la razón. El mundo, por fin, mostraba sus entrañas horribles.
No recuerdo con detalle todo el “diálogo”, pues hace mucho tiempo de esto. Sí recuerdo que el fantasma se identificó como un musulmán granadino de la época nazarí (lo que ciertamente fue bastante sospechoso por tópico, ya que la sesión ocurría en Granada). Pero la sospecha por haber sido previsible, convencional y tópico el fantasma, puede acrecentarse con otra curiosa coincidencia: que el espíritu entendiera el árabe y contestara bien a las preguntas del amigo marroquí. ¿Por qué sabía árabe y no chino? Sea lo que sea, el espíritu corroboró la verdad de la existencia de Dios y la verdad de la religión musulmana. También admitió conocer a Jesucristo.
No puedo pasar por alto, una vez más, que el espectro afirmó poco menos que me odiaba, que le caía espantosamente mal, y que era además el único de la mesa que él detestaba, pues los demás sí eran buenas personas. Fue un mal trago. Más aún porque un gracioso de los presentes preguntó como quien no quiere la cosa algo que si sale mal, hubiera acabado con mi salud y no sé cómo hoy todavía sería capaz de dormir o andar solo por mi casa. Quizás estaría mal, muy mal de los nervios a estas alturas. De súbito alguien de los presentes se percató de la gravedad de la circunstancia que allí se había abierto por la pregunta brusca y terrible acerca de si el señor fantasma pensaba castigarme. Durante décimas de segundo no acabé de encajar bien el alcance de la pregunta y sobre todo de mi vida si tenía que oír que pronto acabaría mis días como la niña del Exorcista. Aún aturdido por el impacto de la dichosa cuestión, otra alma caritativa se compadeció y protestó vivamente contra la pregunta. Pero ya había sido formulada y el espectro la había escuchado.
Pues bien, precisó que no me iba a “castigar”, lo que permitió que pudiera dormir esa noche. Y que haya podido disfrutar de cordura el resto de mis días.
Digo que sin embargo todo fue sospechosamente tópico. En Granada se manifiesta justo un musulmán de época nazarí. Es como si en el Orinoco se nos presentara el fantasma de Lope de Aguirre, el loco. O en México D. F. el espíritu de Moctezuma. ¡Qué presencia tan esperable y obvia!
Ignoro si lo acaecido en aquel año remoto sirve de mucho, como para añadirlo al baúl de las verdades. Quedan preguntas abiertas: ¿Fue aquella sesión, que jamás he vuelto a desear que se repita, una impostura de alguien que sabía determinar las respuestas y los movimientos del vaso? ¿Cómo fue posible que el vaso acometiera tan firmes y poderosos movimientos si prácticamente no era presionado por ningún dedo? ¿Cómo podía haberse dado el supuesto acuerdo inconsciente por el que un líder va guiando con su “fuerza” mental a los demás? ¿El viejo magnetismo decimonónico? ¿Telepatía? ¿Sugestión? ¿Histeria? ¿Hipnosis? ¿La “energía” con que nos tiene ya hartos el movimiento new age? ¿Con qué desconocidas potencias de la psique funcionó aquella supuesta ilusión, si es que lo fue? En cualquier caso yo he acabado suspendiendo el juicio y callando cualquier respuesta definitiva; queda el evento espiritista como un corto paréntesis en mi vida del que hacer epojé para seguir confiando en la sensatez y la cordura del universo. No volveré a pensar en ello cuando termine de escribir estas líneas.
No obstante, debo todavía destacar que en sí, fue una experiencia terrorífica. Constituyó una conmoción en nuestros ánimos que nos obligó a dormir con la luz encendida muchas noches posteriores (quizás también esta noche, hoy que lo estoy evocando) y no digamos las primeras noches que pasamos en las habitaciones de la enorme mansión, donde en cierto modo éramos también espectros, fantasmas en los que hoy nos cuesta reconocernos. ¿De verdad somos aquel puñado de casi adolescentes? ¿Éramos nosotros? Supongo que hay creer que verdaderamente fuimos esos jóvenes, por seguir la costumbre. El caso es que no pudimos dormir solos por un buen tiempo, aun habiendo de recurrir a sacos de dormir o a la alfombra sobre el duro suelo.
Como dato curioso, he de mencionar que uno de los intervinientes en la sesión, que no soy yo, con el tiempo ha llegado a escribir una novela de zombies. ¡Cuidado! No nos engañemos con lo que son verdaderamente los zombies; nada que ver con The walking dead, sino con un horror más discreto, inquietante, el vago presentimiento de que alguien nos dirige, de que nos manipulan, de que no seamos quienes creemos ser, de haber sido engañados hasta la atrocidad, y con el hecho de que todo se borre un día en nosotros por la enfermedad degenerativa o la vejez y, como espectros, vaguemos por ahí sin saber quiénes somos. Nada de zombies sangrientos ni terror gore (que provocan antes risa que miedo), sino zombies auténticos, como los que son producto de los horrendos rituales del vudú, seres muertos en vida, seres de espíritu enajenado, sin poder sobre ellos mismos. No es cuestión de sangre o vísceras. Es peor.
El caso es que, retornando a tiempos más recientes, reviví el frío pavor a los fantasmas, materializado (tanto el pavor, como los fantasmas) por mis aullidos de terror en mitad de la noche, cuando busco con desesperación el interruptor de la luz e increpo a Satanás para que se marche (“vade retro” le espeto, y así lo escuchan los vecinos). Me pregunto, en medio de esas pesadillas, incapaz de seguir durmiendo con la luz apagada, si la casa no estará llena de fantasmas, sospecha que alguien reforzó cuando juró haber visto en mi casa una sombra que cruzó veloz entre nosotros. Entonces especulé con que en el pasado reciente en mi casa se hubieran celebrado auténticos aquelarres. Si es así, me digo, ¡qué sórdidos espantos habrán visto estos muros! Espantos que aún pueden estar rondando mi dormitorio, rebotando en las paredes como un eco angustioso. O aún más sencillo: ¿alguien practicó una ouija y no echó convenientemente al espectro? Si es así, aun me quedan océanos de sufrimiento.
Esta zona de peligro por la que lo cotidiano se da la vuelta y se torna horrible puede ser alcanzada de la manera más tonta. Hay otras formas más sencillas de invocar fantasmas, distintas a una ouija. Te levantas, por ejemplo, un día y presientes que has departido la noche anterior con algo sombrío, a lo que vertiste tus consideraciones más secretas, algo que te escucha, que te acompaña de copas toda la noche y cuya degeneración procuras olvidar pero de vez en cuando aflora el horror porque sigues viéndolo en tus días restantes, te saluda incluso en la tranquila terraza de verano, cuando te encontrabas en plena paz y armonía, te hace una seña obscena, recordándote que no ha sido un sueño y que podrían desbocarse, como una nightmare, tus peores miedos en la más apacible sobremesa si llegas a ser plenamente consciente de ello. Una pesadilla que retorna incluso en esas sobremesas soleadas con butaca, café y cigarro que Bécquer consideraba inmunes al horror.
Ciertamente, la juventud es la edad más propicia a fomentar grotescos encuentros con cosas horribles que se toman por aventuras y vivencias que uno ha de acumular constantemente. Hoy sé que lo único que se acumula en la vida es el asco.
Bien es cierto, que los años densifican las pesadillas, que estas ya dañan y vienen de mala manera. A una edad más adulta lo que aflora, si se persiste en tales noches luctuosas, es ya algo serio. No viene teñido de inocencia. No es ya camaradería. Cuando se sigue eternamente en ese carril, todo deja de ser inocente o una trivialidad de adolescentes, prolongándose no la juventud perdida, sino la abominación y la locura. Los monstruos brotan como espinosos cardos, como ortigas, como demonios que amenazan con perseguirte hasta el delirio o la muerte. La cosa va en serio. Todo puede desencadenarse cuando una mañana, al despertarte, pasados los cuarenta años, te preguntas, ¿por qué todo el mundo miraba para otro lado? Es mejor no intentar esta senda…
Mejor olvidarse de la remota posibilidad de que uno decida irse de copas en franca hermandad con sus peores miedos y que estos te envuelvan, pegándose a tu cuerpo como una gran boa que comprime el pecho cada vez que se trata de inhalar más aire. El resuello se acelera y acorta en agitada sucesión de aspiraciones, siempre más breves la y cada vez más dolorosas.
Me refiero a ese tipo de horror que te merma, que sientes como espada de Damocles, un lastre infame, un miedo que se agiganta cada día hasta que se hace dueño de ti para llenarlo todo como en una inundación. Desearás que todo haya sido un sueño. Incluso querrás no estar vivo, pero ya no podrás hacer nada por remediarlo…
Sentir esto tras el exceso. La faz del pecado. Sentir que tus peores temores son ciertos, convencerte de que eso ha sucedido y de que aquella cosa ha existido realmente. Verte a ti mismo desde fuera, departiendo vergonzosamente con almas que se pudren en malos tugurios, repetitivos e insanos, dementes de vómito y lujuria, viciosos hasta las heces; torpes vivencias que a la mañana pesan y se incrustan en el ánimo para siempre. La noche, donde cualquiera puede ser su peor sombra, como Jekyll y Mr. Hyde, es otro universo paralelo de los horrores, otro infierno.
Si lo haces, sabrás que te has podrido un poco más, que acabas de añadir otra miseria a tu ya ingente montón de basura, que aumenta el lastre de defectos y vas alejándote de toda belleza, bondad y pureza. Sabrás con razón que algo en ti se está degenerando y acabarás deslomado por andar con el peso de tus miserias, cargándolos en un hatillo de inmundicias que ya irá contigo a todas partes. Ni siquiera Dickens se apiadará de ti. Y según vas mancillándote con cada acción terrible y disoluta, la persona que eres se va oscureciendo y agriando.
Reclama ahora también la palabra otra pesadilla que se instala en la mente y acaba abarcándolo todo, poniéndola a su servicio. Hasta cierto punto es un exceso de la inteligencia… pero lo dejamos ahora para una tercera parte de esta aciaga crónica de horrores pasados y futuros.
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Crónica de mis pesadillas (primera parte)
Marcos Santos Gómez
Las visitas de seres desconocidos a mi casa han aumentado en los últimos tiempos. Se trata de un constante trasiego que he debido asumir como cosa inevitable. Acuden también viejos conocidos que daba por seguro que jamás se volverían a cruzar conmigo, seres que habían sido arrojados de mí, pertenecientes a épocas que finalizaron con mejor o peor fortuna. Pero sobre todo los más perturbadores son los que remiten a sueños y ansiedades, y hasta, rayando en la extravagancia y el absurdo, hemos de considerar la visita de seres monstruosos. Por esta razón, mi soledad, repartida habitualmente entre prolongados ratos de lectura y el disfrute esporádico de capítulos de series televisivas, que trato de justificar considerándolas obras maestras, rebosa para mí una intensa vida social. Mi vida vuelve a ser plena. Mi soledad, de manera paradójica, es un hervidero de seres.
Lo más, digamos, llamativo de esta situación data de hace unos quince años. O tal vez veinte. No son visitas agradables, de hecho nunca lo han sido, pero me acostumbré a soportarlas y ya hasta las espero.
Podemos considerar que la incubación de todo esto remite a la temprana infancia. Muy al principio, las sensaciones eran solo imágenes poco nítidas que durante el sueño irrumpían, generalmente terroríficas. Con frecuencia el miedo también era invocado a la mañana siguiente por una mesa que parecía haberse desplazado unos centímetros, un flexo que se había encendido solo o el leve movimiento de la cortina. Pero lo peor era el mero acecho de una oscuridad llena de ojos, que aún hoy envenena mis noches, como vaga sensación de que alguna misteriosa inteligencia está presente, acechando y observando, conspirando para sabotear mi sueño y cuya última intención desconozco. También me sucedía algo extraño que no acabo de creer, pero que recuerdo por su intensa realidad: soñar con personas que en la siguiente jornada conocía por primera vez. Me acostumbré a que habitualmente se me presentaran en el sueño acontecimientos que después viviría, tomándolo por algo natural. Debo precisar que no se trataba del clásico dejavu sino de una verdadera anticipación del futuro que podía recordar de un modo concretísimo. Tenía la imagen de ese sueño y coincidía con la realidad futura.
Hace unos veinte años este segundo espacio de mi existencia, de cuyo relato se ocupan estas líneas, comenzó a condensarse en concretos puntos de horror. Eran sensaciones como la de un ruido explosivo o una voz chillona gritando directamente a mi oído, igual que si perteneciera a alguien que se hallara junto a mí y me quisiera despertar. Tembloroso y taquicárdico, a tientas buscaba y aún busco el interruptor de la luz junto a mi cabecero, dando fuertes golpes en la pared con la mano abierta, tratando de acertar a encontrarlo en la oscuridad. Un día, hace bastantes años, un vecino vino alarmado a comprobar qué ocurría, tras haberme oído en su casa soltar alaridos a pleno pulmón pidiendo socorro en mitad de la noche. Mi angustia era grande.
Otra experiencia temprana es la de una sensación y seguridad absoluta de que alguien se ha sentado en mi lecho o permanece de pie en silencio junto a mí, con la mirada fija en mi cabeza o a un palmo de mi rostro. Esta impresión en sí produce un impacto terrorífico, pues suelo razonar entre sueños que nada bueno puede esperarse de alguien o algo que te vigila con los ojos muy abiertos, que se nota pesar como un lastre cercano hasta hacer que me despierte. A veces lloro o sangro por la nariz. De vez en cuando esta presencia se manifiesta al modo de un contacto directo con mi cuerpo, una experiencia táctil de ser tocado en la pierna o la espalda.
Por supuesto, no podía sino pensar en fantasmas y relacionar todo esto, de apariencia tan extraordinaria y sobrenatural, con el mal. Pero en ocasiones, a pesar del grito de horror que arrojo bañado en sudor, comprendo que no es algo malo del todo. Incluso diría que en ocasiones se trata de un ángel.
Estas vivencias antiguas siguen hoy tenazmente poblando mis noches, solo que se han ido añadiendo a ellas de un modo progresivo las nuevas, más vívidas, complejas y prolongadas, que se van superponiendo a las antiguas y aumentando mi ajetreo nocturno, cuando ni estoy despierto, ni dormido.
Esto duró sin nuevas formas hasta aproximadamente cumplir los treinta años. Ha sido después cuando todo se ha ido precipitando. Tan solo, de esta primera etapa anterior a mis treinta años, con la visita de entidades abstractas o menos definidas, tengo que evocar, entre la sonrisa y la ternura, un caso concreto. Fue la noche en que sentí cerca, en mi habitación, una presencia física, real, de carne y hueso, para deducir entre sueños que se trataba de un asesino o un ladrón que entraba en mi dormitorio. Aquello respiraba de verdad. Lo sentí franquear la puerta de la habitación, palparme, y cuando mis gritos se materializaron y pudieron con esfuerzo ser proferidos, la otra cosa o presencia aulló llena de bestial estupor, hasta casi la asfixia, con estertores y también, como yo, mientras a la vez sus manos buscaban a manotazos el interruptor, con el fin de que la luz disolviera el espanto. Lo que esta reveló no fue sino la imagen de mi amigo X, a quien considero ayer y hoy más real que yo mismo. Compartíamos el dormitorio y se había quedado un rato en el salón a ver en la tele hasta tarde un documental de psicópatas y asesinos en serie que le había impresionado. Cuando se recogía para acostarse, en la misma habitación donde yo dormía hacía rato, a solas con mis horrores, fue asaltado por mis alaridos en la oscuridad malsana. En el momento en que se hizo la luz, nos miramos el uno al otro aterrados, gritando aun un buen rato durante segundos interminables. Pronto se nos hizo evidente, con el resuello todavía agitado, que éramos dos amigos recíprocamente asustados y que no había que temer del otro más que de uno mismo.
Pero estas experiencias no pasaban de ser amables preámbulos de lo que estaba por venir. Vayamos ahora al lapso temporal que arranca con el siglo, hace unos dieciocho años, aunque habrá que emprender un breve paréntesis y flash back. Porque en el presente viven activos y actuales los momentos del pasado, todos los tiempos en un mismo tiempo, como si uno estuviera saltando constantemente del presente al pasado y del pasado al presente, bajo la vaga sombra del futuro que se va perfilando en el horizonte, punto final y arquimédico donde nuestras vidas cobran su sentido, su forma definitiva.
Mi vivienda actual la había habitado previamente una familia. Un matrimonio, ambos maestros, y sus dos hijas. Gente que conocí pero con la que no intimé demasiado. Se trataban de personas normales y, como yo, amantes de la lectura. Como yo mismo ahora, tenían habitaciones y paredes saturadas de libros, revistas, atlas y mapas, enciclopedias, diccionarios, etc. Recuerdo la cálida sensación de abrazo cuando entré en una de las habitaciones de la casa completamente atestada por todas las paredes, desde el suelo al techo, de libros y más libros, con olor de papel antiguo, que parecían envolverme.
Estuve los primeros años sospechando, no sé por qué, que alguno de ellos, acaso una de las dos hijas, o las dos, o vete a saber si la familia en pleno, habían celebrado una ouija.Yo mismo varios años atrás, mucho antes de adquirir el piso, había asistido a una sesión de ouija espectacular. Hasta dicha sesión, ocurrida en mi último periodo de estudiante en la universidad, los intentos de ouijasanteriores habían sido todos vanos. Ahí nadie se manifestaba y nunca pasaba nada diferente de las risitas y el tonto nerviosismo de los celebrantes. Pero hete ahí que funcionó un buen día. En el piso donde residía en mis últimos años de carrera, en torno a 1995, que era una enorme casa de varios niveles con un bajo o sótano donde estaban dos lóbregas habitaciones, como celdas de una prisión o cuevas. En una de ellas, igual que una mazmorra de algún filme de horror bizarro, pendían unas extrañas cadenas que allí se quedaron. Nunca quisimos ni siquiera imaginar qué hacían ahí y quién y para qué las había puesto. En la otra habitación siniestra, los muebles estaban llenos de telarañas y olían raro. Nada de eso nos afectó, hasta el fatídico acontecimiento de la única sesión de ouija exitosa en la que he participado.
Aquella casa fue importante porque en ella pensé por primera vez y con seriedad en la muerte, nuestro sino mortal que es eludido en las preocupaciones de adolescencia y primera juventud. Fue la repentina y segura certeza, mientras observaba mi antebrazo, de que aquel miembro se pudriría. Es difícil describir la intensidad con que llegué a ser consciente de este destino seguro, del cierto e ineludible final del camino. Un vivo antebrazo, de nervios y músculos palpitantes, lleno de energía, concretísimo, que todavía hoy veo con sus treinta y seis grados de temperatura, regado por la sangre y la linfa, albergando su fina malla de nervios, de compleja estructura ósea formada por huesos vivos y sensibles; un antebrazo que se esfumará.
La sensación y la idea de la muerte, de desaparecer físicamente de un plumazo, aunque solamente en aquella casa, como he dicho, se me pegó al alma, sin embargo y hasta cierto punto la habían anticipado mis pesadillas sobre un holocausto nuclear en los coletazos de la Guerra Fría, en los ochenta. Algunas pesadillas de entonces consistieron en que un rayo procedente de una pistola espacial, por ejemplo, me desintegraba, lo que quiere decir, que me hacía desaparecer por completo, físicamente, en una nada horripilante, como si nunca hubiera existido, como si me quisiera palpar y no pudiera tocarme, como si ni el recuerdo quedara de mí. Es difícil describir hoy cómo aquel miedo a la muerte atómica capaz de volatilizar un cuerpo en décimas de segundo había calado en muchos niños.
La ouijala celebramos en el piso de la gran casa que daba a la fachada y puerta principal, es decir, el primer nivel de la mansión por encima del mencionado sótano. Éramos cinco estudiantes, cuatro españoles y uno marroquí. Hay que precisar esto por lo que pronto vamos a revelar. Fue crucial también que hubiera un par de oficiantes que conocían bien cómo invocar, interrogar y, finalmente, abrir la invisible puerta fantasmal, para que el espíritu abandonara la casa. Si no, se dice, esta puede quedar encantada.
Mi ánimo y previsión era que, como siempre, allí no pasaría nada. Absolutamente nada raro o anormal como los fenómenos aparatosos de las películas, donde intervienen poltergeists. Por otro lado, guardaba en mi memoria el recuerdo de que cierto familiar había celebrado impactantes sesiones que llegaron a obsesionar y aterrorizar de tal manera a él y sus amigos, simples colegiales, que los adultos de las distintas familias tuvieron que intervenir vigilando de cerca para asegurarse de que no siguieran practicando su espantosa obsesión. Nunca he sabido exactamente qué pasaba en esas funestas reuniones, aunque alguien me dijo que se les manifestaba un egipcio del tiempo de los faraones y espíritus de antepasados recientes y miembros fallecidos de la familia.
Así pues, con el vago recuerdo de aquellas ajenas experiencias esotéricas, contundentemente negadas e impugnadas por mis propias experiencias frustradas, nunca fui testigo de un contacto veraz con la condensación de lo terrible. El espanto inefable que no podía describirse o pintarse porque sencillamente no era nada o porque llena todo siendo nada, como si lo horrible fuera que todo esté no vacío, sino lleno de algoo lleno de una nada.
He ostentado toda mi vida, desde la niñez, un orgullo filosófico, una suerte de fe intelectual que cura de espantos. Si me invadía el temor en mi casa familiar, algo destartalada y también de varios niveles, en las tormentosas noches del invierno y los numerosos apagones, intentaba vencer los miedos con razones filosóficas o verdades científicas. No había ningún fundamento para sospechar de la presencia de ningún fantasma, de que existieran fantasmas. Sin embargo, los terrores nocturnos y las pesadillas me asediaban también por entonces y contradecían de noche lo que afirmaba de día. Cruzar el oscuro pasillo a tientas en medio de la tiniebla era, en el fondo, un mal trago.
Pues bien, como decía, la ouija celebrada en la época final de mis estudios resultó exitosa. Relataremos lo sucedido en la segunda parte de esta crónica de horrores. Todavía hoy, cuando lo recuerdo, pienso que fue espeluznante. Yo traté de salvarme del temor asiéndome al flotador de la razón y la ciencia, como siempre he tratado de hacer, mientras agradecía en silencio y con orgulloso disimulo que aquella noche durmiéramos en las tristes habitaciones como cuevas acompañados unos de otros, echando mano de sacos de dormir o incluso sobre el duro suelo, con tal de dormir acompañados.