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Borges y yo (segunda parte)
Marcos Santos Gómez
Hace poco se han sabido las circunstancias de la muerte de Borges, que ilustran en gran medida cómo era. Contaré lo que sé a partir de la declaración de su viuda María Kodama, que puede consultarse en la reciente entrevista publicada en un conocido periódico. Yo en su momento la leí y supongo que al lector de estas líneas le ha de bastar una sencilla búsqueda en Google para localizar esas palabras y confirmar la autenticidad, aunque me temo que ya marchan por ahí solas y sin dueño.
Kodama señala que Borges supo que estaba desahuciado más o menos una semana antes de fallecer. Quiso pasar los últimos días en Ginebra, ciudad que adoraba. Lo decidió por el apego que sentía hacia ella, pero también, según Kodama, para evitar el acoso periodístico que se podía formar en Argentina en torno a ellos. Así que para no convertir su muerte en un espectáculo, se retiró a una discreta casa en Ginebra, que es donde se halla enterrado.
Mientras tanto, o sea, mientras se moría, aprendería una lengua nueva. Pensó primero en el japonés, pero no encontraron un buen profesor. Por supuesto, para Borges ser profesor de un idioma, como él lo fue de la lengua inglesa, implicaba necesariamente imbuir al alumno en su literatura. Porque, seguramente, pensaba que no se toca la esencia de un idioma sin conocer bien su forma estética ni su más honda fibra, ni sin impregnarse el aprendiz de su perspectiva, tono y excelencia. Cuando un idioma es más él mismo, en su especificidad, es cuando más se trasciende a sí mismo. Hay que llegar a su corazón. La palabra ha de destilarse para acceder a su núcleo exacto. La búsqueda del decir preciso y bello hace extraer el néctar de que es capaz cada lengua. Si no se considera esto, no se entiende verdaderamente el idioma en cuestión ni incluso la propia lengua materna.
Pero difícilmente se encuentran entonces y ahora profesores que tengan esto en cuenta. Por lo menos, en aquellos días urgentes no lo encontraron de lengua japonesa.
Borges buscaba en sus últimos días algo que no dejó nunca de apreciar: una lengua y literatura periféricas desde el punto de vista occidental y que de hecho Occidente haya ignorado. O una lengua muerta, lo que tiene en realidad un “efecto” parecido y para el caso es casi lo mismo. Es decir, no solo importa captar en su profundidad un idioma, sino adentrarse en el hecho en sí de atreverse con un modo extraño de literatura. Se trataba de relativizar el canon occidental y seguir viajando intelectual y estéticamente. En gran medida creo que por esto Borges se había embarcado a lo largo de su vida en el estudio del anglosajón, del islandés y las sagas nórdicas, del latín (curiosamente apenas supo griego antiguo), de todas las formas modernas y antiguas del gaélico, del francés, del alemán, del italiano… Seguramente leía también portugués, catalán, provenzal, etc. Pero sobre todo, como es lógico, tuvo una especial deferencia con las literaturas no europeas de la India, China y Japón, o con el hebreo bíblico (y la literatura de la Cábala o el Talmud), cuyos idiomas no conoció, pero sí sus literaturas en distintas traducciones.
Además de las citadas, había otra lengua de particulares resonancias para él. Se trataba del árabe clásico. A menudo sus cuentos o microrrelatos de libros como El hacedor se desarrollaban a partir de ideas, regiones, autores y obras escritas en árabe. Compuso algunos famosos ensayos sobre las primeras traducciones de Las mil y una noches, extenso libro que adoraba, aunque según cierto amigo del autor de estas líneas, gran estudioso y profesor de árabe, el extenso y conocido libro de cuentos parece haber sido obra de orientalistas de influencia occidental, y no tanto de verdaderos escritores de lengua árabe. Por ejemplo, me señala, el caso del gran califa Rachid, que fundó en Bagdad una especie de universidad anterior a las universidades de la Europa cristiana, hacia el siglo IX, llamada “Casa de la Sabiduría” y cuyo modelo imitaron en Europa proyectos culturales como la Escuela de Traductores de Toledo fundada por Alfonso X el Sabio. En Las mil y una noches aparece el califa Rachid nada menos que como el terrible esposo de Sherezade, a quien esta va relatando el libro para prolongar su vida. La persona histórica de Rachid, me indica este colega, fue a todas luces muy distinta del soberano pendenciero, mujeriego, frívolo que pintan Las mil y una noches.
Lo arábigo, pues, fue admirado por Borges e incluido en sus obras. Recogió y literaturizó, entre otros elementos, la concepción fatalista del destino inexorable que está escrito para cualquiera de nosotros; el álgebra y la alquimia; el vasto desierto que para un rey beduino equivale a un laberinto sin muros ni puertas; la teología y las verdades intemporales; la eternidad del Corán; las caravanas y las travesías; la metáfora del éxtasis en el vino; las leyendas sobre demonios y genios e incluso el nombre que Borges da al mismísimo Aleph, la primera letra del alifato.
Cerca de Tánger también, aunque en época romana, halló el legionario protagonista de su relato El inmortal las aguas que lo tornaron inmune a la muerte; y no pocos de los sabios presentes en sus ensayos y cuentos hollaron las arenas de Egipto y sus pirámides, las de Arabia, las de Mesopotamia… o tal vez insinúa algún otro relato el motivo árabe de la búsqueda matemática y geométrica de lo eterno mediante la infinita repetición de patrones y trazos entrecruzados como en los azulejos de la Alhambra. En el despliegue de la ciencia, en el bosque de columnas de la mezquita cordobesa, en la simetría de fuentes y jardines, está prefigurado el Paraíso.
No obstante, Borges no se había aproximado de verdad a la lengua árabe. Fue en Ginebra durante los días postreros de la agonía, cuando Kodama halló precisamente a un erudito egipcio, profundo conocedor de la literatura y de la belleza de su lengua, un hombre culto y valioso pedagogo. Kodama le refirió las circunstancias de su futuro alumno, pero no el nombre.
Cuando este hombre, ya dentro de la casa que ocupaban el escritor y su esposa, se percató de que su alumno iba a ser Borges, nada más verlo rompió a llorar y reprochó cariñosamente a María Kodama no haberle especificado que se trataba de enseñar árabe a Borges.
Parece, según cuenta su viuda, que los siguientes días, más o menos una semana de aquel verano incipiente de 1986, Borges aprendió los trazos elegantes de las letras del alifato, en sus cuatro formas, dibujadas en la palma de su mano por el profesor. Al mismo tiempo se adentró hasta donde le alcanzó el aliento en la compleja gramática llena de matices (muchos intraducibles) del árabe clásico. Comentaron y leyeron poemas.
Había pedido ser enterrado en Ginebra. No se sabe nada de sus ultimísimos instantes, pero de lo que se conoce a medias o se intuye, creemos que profesó su estoicismo hasta la muerte. Esto, hemos señalado, ocurría aquel junio de 1986 con el que he comenzado este relato. Sentí la ausencia de Borges entre los vivos. Era el tiempo del otro Borges, el de los libros, el que acapara hoy su memoria confundiéndose con el que reposa en Ginebra bajo un verso de alguna saga islandesa o sajona. Y es este Borges platónico, el de los libros y quizás el de internet, el que nos interesa y con el que hemos dialogado a lo largo de cuatro décadas. Soy consciente, no obstante, de cuánto ironizaría él con las palabras tópicas que acabo de proferir, vertidas en un párrafo que peca de sentimental y que sigue confundiendo un Borges con el otro.
Volviendo a mis últimos años de licenciatura, hacia 1994 más o menos, tomé muy en consideración el consejo de aquel amigo estudiante de que leyera la poesía de Borges. Algunos poemas y, como siempre, sus relatos, fueron leídos o releídos por mí cuando habitaba la gran casa, la especie de mansión con varios niveles, jardín dejado de la mano de Dios y con un sótano como oscura cueva con una gran y perturbadora cadena colgando del techo. En ella se celebró la sesión de espiritismo que he relatado en otro escrito. Pero este es otro asunto.
En el jardín asilvestrado, donde había un pequeño granado que al mostrar sus frutos en otoño parecía un duende, releí a Borges y a los que hasta entonces habían sido mis clásicos favoritos. En realidad declamé para mí mismo con furia. La poesía: Fray Luis, Jorge Manrique, San Juan de la Cruz (místico del que un profesor irlandés franciscano con su hábito monacal trató de leer en un español irreconocible algunos versos, cuando pasé un curso en Irlanda… pero esta es otra historia). Por supuesto, releí todo lo que encontré de la obra poética de Quevedo.
Quizás fue la época en que me ocupé con mayor fruición, en medio de dudas y abismos existenciales, de muchos de los poetas castellanos, en especial del Siglo de Oro. Fue en gran medida un agridulce reencuentro con ellos. También leí casi toda la Biblia en la rancia y cargante traducción de Nácar-Colunga. Concretamente un viejo volumen heredado de mi familia. Y tropecé a menudo con el Eclesiastés, que me hacía llorar.
Para nuestro relato resulta un dato significativo cómo se colaron una vez más los cuentos de Borges, que comencé a releer con contenida devoción, pero además comencé a sospechar que el escritor argentino tenía otras obras escritas además de los ya tan mencionados y tan conocidos libros de relatos. Fue entonces cuando comenzó (aunque se iría consumando vivamente en el nuevo siglo) mi etapa fetichista, la del fetichismo hacia Borges. Su gnosticismo me impregnó, es decir, la hipótesis de que existe una herida en el mundo y que de hecho el mundo existe porque existe esa herida. Santidad y pecado, como en la biografía de San Agustín (cuyas Confesiones leí también envuelto en lágrimas en esa rara primavera de 1995), se dan la mano en las cosmovisiones de los gnósticos del Siglo II. Fue quizás Simón el Mago, el heresiarca, el que se paseó por el Mediterráneo en un trirreme acompañado de una sacerdotisa que había rescatado de un burdel de Tiro.
Inmerso en especulaciones gnostizantes avancé en los noventa del siglo XX. Es preciso concretar que dichas especulaciones a là gnóstica no fueron jamás escritas, por fortuna, y solo se dieron como repentinos éxtasis seguidos de furiosos ataques de arrepentimiento, pecado y culpa. Siempre embargado por una inflamada ansia de redención, sentía sucederse los cielos y los infiernos. Pero esa tempestad que me asoló derivó en dilemas y agonías muy concretas. Por ejemplo, la turbulenta decisión entre hacerme fumador empedernido o dejar para siempre el tabaco. También supe del vértigo de mirar mi propio antebrazo con la absoluta convicción de que un día será ceniza. O el trance de experimentar la euforia de alguna copita de más, para después padecer la travesía en el desierto de la resaca. No puedo sin embargo decir que sufriera, o por lo menos, que sufriera en serio. A menudo subía y recorría el Albaicín granadino como si fuera el páramo de los padres anacoretas. Esperaba en mi fuero interno que los cielos se abrieran y tejieran en mí las respuestas a todas mis dudas o que me abrasara el incendio de alguna profecía sobrecogedora. Ciertamente puedo ahora reírme de estos duelos porque siento que quien los protagonizaba no era quien escribe estas líneas; no era yo e incluso diría que es imposible que yo hubiera sido alguna vez ese joven. Es verdad que lo recuerdo, pero sin acabar de reconocerme en él.
No hubo una variación importante en un par de años adentrados ya en la segunda mitad de los noventa, más allá del progresivo prestigio que para mí adquiría cada vez más la literatura de Borges. Quizás la observación más pertinente sobre aquellos años de mediados de los noventa, es que me consagraron en la devoción borgeana que he profesado toda mi vida. Los cuentos comenzaron a formar parte de mí, lo que técnicamente quiere decir que me formaron estableciendo un cierto canon de escritura y hasta de vida.
Por algunas circunstancias que no vienen al caso, hacia 1997 me instalé en Ceuta. Resumamos en dos hechos fundamentales aquellos años ya finales del siglo XX: prosiguió la tempestad gnóstica entre la exaltación y el abismo; y conocí a Casimiro, de inolvidable nombre. En aquella época, aunque era profesor, vivía como un estudiante, es decir, en un piso compartido con otros profesores y empleados de la Universidad.
Casimiro había leído mucho. Más que yo, desde luego. El doble, quizás. Solía atender callado en las reuniones, pero cuando decidía explayarse, brotaba de él literatura pura. Este amigo decidió, nunca he sabido del todo por qué, comprarse la obra completa de Borges para prestármela y que yo la leyera. En aquellos años la acababa de reeditar la editorial Alianza, en colección de bolsillo. Un conjunto de libros que contenían todo Borges, solo que, como ya he dicho, la mayoría de sus obras son textos muy breves, y su obra completa apenas ocupa espacio en una biblioteca. Es asombroso, porque es en ello donde se justifica el Nobel que ganó extraoficialmente, en el corazón de todos sus lectores. No es una obra cuantiosa. De hecho, la anterior edición, me parece que en Emecé, constaba solo de cuatro volúmenes que otro colega prefirió comprar para ajustarse al hueco que tenía preparado en su biblioteca para el argentino. Comienzo a entrever que la obra de Borges, su verdadera creación y producción, es todo lo que sus discípulos admirados estamos contando de él.
Porque Borges apenas escribió, si lo comparamos con cualquier otro grande de la literatura. Aunque es verdad que hay otros autores de una sola obra o dos, como Juan Rulfo, que yo pueda recordar ahora. Pero el caso de Borges es extraño. Me había comentado ese otro amigo que compró la obra completa de Borges en cuatro volúmenes, seguramente en Emecé, que penden dos graves axiomas sobre Borges: 1ª: que era un genio, uno de los más grandes escritores del siglo XX y acaso de la literatura universal; 2º: Casi tres cuartas partes de su obra es pura morralla. Me sentí mal al oír aquello, que lo profanaba y que me sentó como una bofetada cuando este amigo lo espetó sin reparos. Pero la evidencia manda y resulta que Borges había decidido ser un “simple” comentarista de otros y un autor de reseñas, desde una posición fundamental de lector, antes que de autor.
Así pues, con una sensación extraña, ante la escasa obra completa de Borges apilada en una mesa formando tres pequeñas torres, constaté que eran muy pocos libros y que, en efecto, casi todos eran prólogos, comentarios, conferencias o breves notas sobre otros autores. Sin embargo, aquellos libros de bolsillo parecían iluminar la habitación entera, se diría que demandaban a uno que gravitara en torno a ellos, como un planeta rodeando a la incandescente estrella. Sentí inflamarse mi curiosidad hasta el extremo. Allí estaba, como jamás lo había visto, el espejismo literario que definía a Borges.
Por primera vez abordé la tarea de leer absolutamente todo. Sin saber por qué, Casimiro, que se sabía de memoria los comienzos de decenas de novelas, me había proporcionado la posibilidad de leerlo entero por primera vez. Tal vez fue un acto de compasión. Desde entonces, los libros esenciales de El aleph y Ficciones los habré releído unas diez o quince veces, pero además se sumaron otras obras de etapas anteriores y posteriores al gran mediodía de sus dos libros capitales.
Hasta el momento había supuesto para mí un misterio qué otras cosas podía haber escrito Borges. Así a primera vista, Borges era el autor de estos dos libros de relatos a los que no paro de referirme, pero, propiamente, solo suponen una parte de Borges, una de las diferentes formas que existen de Borges. Quizás estaba ya prefigurado en su obra narrativa anterior o en los poemas. Ahora, a años luz de aquellas jornadas ceutíes, sé que sí. Pero en aquellos días leí perturbado y molesto su obra de juventud Historia universal de la infamia, sin comprender mucho qué era exactamente. Es curioso porque acabo de conocer por alguna entrevista en youtube, que para Roberto Bolaño este fue un libro fundamental.
Historia universal de la infamia adopta una perspectiva descarnada, incluso sórdida. Es pura narración seca, de soterrada brutalidad. A años del primer shock que supuso esta obra compuesta también de relatos, hoy creo que en ella se manifiesta el polo miserable de las cosmovisiones gnósticas y neoplatónicas. El mundo y la existencia terrenal como despojo, el tópico del cuerpo como sepultura, la quevedesca sucesión de difuntos que somos cada uno pero también sus bromas hoscas. Porque Borges solo postula lo que yo me había tomado obscenamente en serio durante mis paseos entusiastas en el Albaicín. En realidad, como bien supo Borges, no se trata de la cuestión acerca de si es o no cierto el tenso dualismo de estas concepciones. En realidad no hay nada cierto en ello y Borges profesó realmente el agnosticismo y el escepticismo. Tal vez el filtro de Platón o incluso las matemáticas, le sirvieron para ilustrar el tratamiento del mundo como despojo, amplificando su triste desmesura y su naturaleza caída.
Es como si Borges se acogiera a estas cosmovisiones del siglo II por su belleza y oportunidad interpretativa, como una forma de hermenéutica cuyo fundamento y primer valor buscado en la obra fuera su valor estético, el ser bella. Quizás, persiguiendo lo bello se va movilizando el mundo y embelleciéndose. Desde lo bello, el alma platónica mira el mundo, que se bifurca entre los polos puros de lo divino, por un lado, y de lo profano, del resto que hay que salvar. Así que no estaría bien esbozada la concepción dualista con la que juega el argentino si no mostrara el mundo en su crudeza, el mundo que anhela salvación, el mundo como algo prosaico y duro, con un texto descarnado. Hoy gusto más de este horrendo tropel de infamias en el que se aprecia al Borges que estaba por venir. Este libro que se instala en la infamia, aun dando la espalda a lo épico y a lo noble, no deja de evocarlo.
También en aquellos días ya de 1998 y 1999 descubrí El hacedor, con textos breves que he ido casi aprendiendo de memoria desde entonces. En él se hospedan los poemas que suelo leer en mis clases y pasajes inolvidables, como el que pinta la nada de Shakespeare, como acaso la de Dios, en una Creación condenada a desaparecer y a ser una mera sombra. O el tumulto de la civilización que brota de Homero, quien ciego también, sustituye el mundo visible por el otro donde habitamos para ser. Con los años han ido adquiriendo más sentido estos brevísimos textos y diría que incluso se han convertido en las claves esenciales de un escepticismo esteticista donde ser todo y nada al mismo tiempo. Cierro los ojos y sueño, para que vuelva a mi alcance la imagen profana de un río de coches en una gran avenida porteña, que se transforma en el triste Leteo que separa al poeta de una amiga que lo cruza alejándose de él. Ella saluda desde el otro lado y se despide, para ser tragada por la muerte.
Ese mismo río del olvido, o algún afluente, cruzó entre las orillas de uno y otro siglo. Entre uno y otro siglo el olvido y la proximidad del tiempo en que uno sabe a todas luces que la vida no va a durar eternamente, que el tiempo pasa de verdad y que ya hay bienes que no se van a obtener jamás. El nuevo siglo propicio al sentimiento de lo viejo, paradójicamente agudizado por lo nuevo apabullante.
Lamento que esto se esté alargando tanto, demasiado. Me temo que vendrá más adelante una tercera parte, siguiendo el curso del siglo.