-
-
20:35
»
Educación y filosofía
Normal 0 21 false false false ES X-NONE X-NONE /* Style Definitions */ table.MsoNormalTable {mso-style-name:"Tabla normal"; mso-tstyle-rowband-size:0; mso-tstyle-colband-size:0; mso-style-noshow:yes; mso-style-priority:99; mso-style-qformat:yes; mso-style-parent:""; mso-padding-alt:0cm 5.4pt 0cm 5.4pt; mso-para-margin-top:0cm; mso-para-margin-right:0cm; mso-para-margin-bottom:10.0pt; mso-para-margin-left:0cm; line-height:115%; mso-pagination:widow-orphan; font-size:11.0pt; font-family:"Calibri","sans-serif"; mso-ascii-font-family:Calibri; mso-ascii-theme-font:minor-latin; mso-hansi-font-family:Calibri; mso-hansi-theme-font:minor-latin;}
Noche de flamenco (Hitos en la búsqueda del éxtasis) Marcos Santos Gómez
Todo arde en secreto. En esta revelación he fundado mi desmesura. Qué duda cabe de que esto me ha tornado excéntrico a ojos de los demás, lo que no resulta fácil de aceptar y a la larga ha manifestado su peligro. Se puede llegar a vivir muy solo con la verdad, pero he optado por hurgar sin miedo en la herida del mundo y ahora veo el momento de contarlo, de ir aclarando poco a poco las estaciones de este viaje revelador. Una tarea que acometo trémulo, en la que es posible que al mismo tiempo que vaya componiendo el relato de lo esencial, me consuma y me borre a mí mismo.
Podemos situar el inicio en un tiempo posterior, aunque próximo, a mi extraña infancia. Optemos por esta convención. Narrar el incendio de mi niñez resultaría temible, por lo que con sensatez prefiero situar el comienzo de este via crucis en una noche del año 1994, o tal vez 1995. El recuerdo es borroso, pero a todas luces fue en verano, pues me parece sentir incluso hoy el aire sofocante de la noche, el calor húmedo de aquella madrugada en la que me contemplo excitado, eufórico. Por momentos voy viéndolo mejor. Yo en el bullicio de la plaza, que por otra parte es una plaza poco convencional, pues se parece antes a un anfiteatro con las gradas de piedra y ladrillo formando un semicírculo en torno a un “foso” central. Situado en ese eje, a modo de centro del centro, como su corazón, está la estatua en bronce del cantaor Camarón de la Isla, congelado en trance de estar ejecutando algunos de sus cantes magnéticos. Ocupando las gradas vemos la multitud que se agolpa en torno al centro sublime. Era fácil distinguir los “botellones” (palabra que entonces no se empleaba), de los que partía un rumor en el que las palabras de unos resultaban inaudibles para los demás.
Yo andaba por allí como perro perdido. Había insistido en quedarme en el anfiteatro más tiempo y ellos se habían marchado. Solo. Mi empeño en quedarme solo, rampante, era por la extravagancia de perderme entre las multitudes.
Me resultaba imposible quitar los ojos de la estatua del cantaor, sorprendido en su sillita de mimbre en mitad de un quejío, inmerso en la bulería teñida de negro, como si hubiera que arrostrar la pena para conocer la alegría. O tal vez ya había desembocado en el pozo de la tenebrosa seguiriya. Era precisamente este palo triste, el palo rancio, originario, que como campanadas se abre paso en la noche, el que primero invocaba al éxtasis, según era mi experiencia. Las tensiones del flamenco disparaban las mías.
Los personajes de esta escena estaban ¡Dios mío!, interpretando una bulería en medio de todo aquello. Tenían presente a Camarón, como yo. Estaban solos, también como yo. Me enamoré de inmediato de sus voces rasgadas, de su provocación. Eran justo lo que yo buscaba en la noche incierta, los devotos de aquello que todos parecían ignorar, que todos temían. Imagínense lo que sentí cuando los hallé como un hermoso regalo de la madrugada. ¡Eran típicos! Los arquetipos vivos que necesitaba yo, animal de raras obsesiones… Eran cinco. Estaban cantando, cantando por Camarón. Maravilloso. Eran los sacerdotes de esta misa secreta, los ecos del misterio de Camarón.
El rubio que cantaba era más joven que yo, de cuerpo menudo y cabellera a lo flamenco. Lo recuerdo con nitidez, aunque mucho de lo que sucedió en ese momento y en el desenlace fatal me resultó después imposible recordarlo. Vestía una camisa extrañamente oscura para el verano y lucía un majestuoso y atrevido cordón de plata sobre el pecho. Días antes yo había estado estudiando si comprarme un cordón de ese tipo, pero no tenía suficiente dinero para hacerme con uno de oro. De todos modos, el brillo de la plata en la noche, más discreta que el oro, constituía la melancólica evocación de los oros que llevaba sobre sí el Camarón, sus esclavas, el reloj que casi le estallaba en la muñeca, los desmesurados anillos en los dedos finos y gloriosos, y el tatuaje cercano, de quinqui, de persona diferente, temible. Todo lo que relucía cuando movía las manos con duende, con verdadero arte, profiriendo sus mortales alegrías y sus negros tangos, los quejidos sublimes. Hacía casi tres años que había muerto. Pero, aun muerto, poseía la clave del enigma sagrado de la vida.
Supe que aquel círculo de quinquis era la antesala del paraíso y me aproximé con recogimiento. Eran cabales, gente cabal. Me sentí feliz y comencé a proferir “oles” llenos de pasión. Adopté la pose más flamenca posible. Palmeando con ellos el círculo resplandecía. Era natural que me consideraran de los suyos, porque yo de hecho lo era. Compartíamos alma. En aquellos años vivía en la bondad expansiva, en la fe de que todo era sublimado por la amistad. No veía el mal. Nunca. Solo vi sus bellas melenas, las manos sagradas y a Camarón.
Se hallaban entregados a la tarea de beber unos litros en medio del desprecio y el miedo que despertaban en los demás. Hice lo que sabía que debía hacerse con ellos, que era mostrarme como ellos, ser uno de ellos y hacer confiado lo que nadie hacía, porque preferían escapar y dejarme solo. Pero yo me quedaba donde podía leer la lenta escritura de los siglos. Del mar brotaba la niebla, del manso oleaje que rompía suave en el borde de la orilla como una miniatura. Su candencia era, me dije, la cadencia del universo ebrio.
Al principio ocurrió lo natural, lo que esperaba que debiera ocurrir. Lo que debería ocurrir siempre. Me acompasé con aquellos seres excelsos. Traté de expresarles mi profunda vinculación con Camarón y con la noche. Me invitaban a tragos pero miraban con miradas de hielo. No obstante, me vi sumido en un infinito bienestar. Les confesé que yo también era un producto de la marginación, un ser periférico que sufría con ellos. También yo, exclamé, sentía el dolor de los estigmas y sangraba por ellos. Insistí bastante en esto.
Hablaban poco. La música se había marchado hacia las esferas sublimes y ninguno cantaba ahora. Parecían estudiarme. Les hablé de la noche y el éxtasis. Parecían mudos, pero una mano me tendió algo, una botella. Y por supuesto bebí. Después, retomaron una pose más natural. Había uno con grandes cejas que destacaban en el rostro flaco, tan pálido que parecía reflejar la luz de la luna y que era bastante alto, deduje, porque sus piernas lo acaparaban todo en la grada donde estábamos. Recuerdo, o creo que recuerdo, que irradiaba un aire distante. Me llamó colega y me preguntaba quién era, dónde vivía, si estudiaba fuera… mientras una y otra vez me tendían la botella. En cierto momento, rularon porros. Yo di unas caladas, a pesar de no estar en absoluto acostumbrado.
Por fortuna, de nuevo hubo música. El muchacho rubicundo cantó un par de veces más, conmigo exultante a las palmas, jaleando. El alto sacó no sé de dónde una guitarra. Casi lloro cuando la vi. Con absoluta humanidad conversaban abiertamente sobre Camarón. Decidí creer en la plena felicidad. El rubio que cantaba también tenía la opinión de que Camarón había sido el cantaor más grande de todos los tiempos, un genio, un dios. Según evocaba el mito del aedo de San Fernando se fue exaltando y llenando de una pena que irrumpió, en apariencia sin venir mucho a cuento. Me refirió que el gran cantaor seguía vivo para él. ¿Lo conociste? Pregunté atónito. Bueno, dijo, conozco a uno que se corrió muchas juergas con él. Decía que invitaba siempre y que aguantaba muchas noches cantando sin parar. Y hasta Paco de Lucía aparecía a veces. El tiempo de todo aquello, pensé, era incierto y podía haber sucedido en la eternidad. El joven me contó además un secreto, que era que le habían jurado que cuando más cansado estaba el cantaor, con la voz más quebrada, más ciego, después de noches enteras sin dormir y casi a punto de romperse, era cuando cantaba mejor, cuando todos esperaban escuchar la voz que salía de su cuerpecito.
De pronto le cambió al muchacho la expresión y comenzó a repetir que Camarón era el más grande mientras se le saltaban las lágrimas e incluso me abrazó y apoyó su cabeza en mi hombro izquierdo. Yo no supe qué decir. Él lloró, lloró de verdad hasta humedecerme la camisa con motivos de cachemira, muy grande, de una talla superior, que yo llevaba puesta aquella noche. Creo. Desde luego, yo era muy delgado. Y después de llorar sobre mi camisa, afirmó que yo ya podía decir que un flamenquito había llorado sobre mi camisa. Y me ofrecieron más bebida. Yo dije en algún momento algo que guardaba indeleble en la memoria: que Camarón llamaba la atención incluso en Nueva York, cuando caminaba por las avenidas de Manhattan, donde todo estaba lleno de seres extravagantes, pues, qué fuerte, insistí con los vellos de punta y soportando las ganas de ponerme también a llorar, hasta en Nueva York la gente se paraba y lo miraba, como si irradiara un halo especial, de genio… llamaba la atención ¡allí!, exclamé, en la mismísima Nueva York.
Entonces recordé una nueva anécdota buenísima, que me dispuse a contar: cuando murió Camarón, un mes de julio, me parece que del 92, unos colegas (decidí emplear esta palabra) fuimos a la playa, al paseo de levante, pero ya como yendo al burgos. Ya sabéis que hay chiringuitos. Fuimos parando en varios, por beber algo en cada uno, y resulta que en todos ellos sonaba el Camarón. ¡Todo el mundo había puesto discos de Camarón! Pero todavía mejor es que fuimos de los primeros en enterarnos, porque uno de mis colegas que iba por la mañana por el centro vio que alguien salía de una puerta de esas casitas con patio blanco, con un pozo, tipo antiguo, con flores y eso, decía yo plenamente exaltado. Ellos intercambiaban de vez en cuando fugaces miradas de hielo, pero apenas se decían nada, salvo un par de veces que el rubio le dijo al alto algo en el oído y pude oír la palabra julay, que no sabía lo que significaba.
Contaba yo cómo mi “colega” había visto salir a uno llorando aparatosamente, con grandes aspavientos y cubriéndose los ojos con el antebrazo, mientras se oía una voz de mujer que le gritaba que se volviera para dentro. Repetía el hombre que Camarón era un genio, un monstruo, el hombre más bueno y más grande que ha habido en toda la Tierra ni habrá nunca. Entonces mi colega, les continué contando a mis mudos oyentes del anfiteatro, se percató de que había muerto Camarón. Tenía que ser así a la fuerza. Y al mediodía ya lo dijo la tele. Así, afirmé con solemnidad, nos enteramos muy pronto, casi los primeros de toda España. Entonces, otro de ellos, que fumaba sin parar, me invitó a que cantara. Nosotros te jaleamos para que cantes, dijo. Yo supe que se me ofrecía la oportunidad de ser quien era. Así que canté muy cerca del bien absoluto. Tan enfrascado estaba que ignoré sus ya siniestras miradas, peligrosamente siniestras.
Cuando hubo terminado mi homenaje al Camarón, el alto, con repentina seriedad, me preguntó si les iba a invitar a más birra. Yo me palpé el bolsillo y dije que por supuesto. Les di todo lo que llevaba en la cartera, que miraron fijamente. Quedaron unas monedas que el rubio me reclamó, llamándome amigacho o ampare o algo de eso. Y ese reloj es muy bonito, cuánto te ha costado, ¿me lo prestas? No eran gran cosa, ni el dinero que llevaba ni el reloj, pero se los di con decisión, como si partiera de mí. Solo acerté a repetir el mantra que llevaba años repitiendo, que venía a decir que el tiempo ya no contaba y que por eso les regalaba mi reloj o, dado el caso, sencillamente lo tiraba o lo rompía a golpes. El alto se guardó todo en un bolsillo y sus ojos ya eran como salvajes. Se hizo un absoluto silencio. Parecía haber cambiado la atmósfera, de manera inexplicable, como si hubiera muerto alguien. Quise mirar la hora, pero no estaba el reloj en mi muñeca, como es lógico. Me poseyó una oleada de ansiedad y decidí que tenía que ver a los otros, que ya era bastante tarde con toda seguridad (una vez más traté de ver la hora pero de nuevo me tropecé con el hecho de que ya no tenía puesto el reloj). Así que con precipitación, algo nervioso sin saber por qué, balbuceé una despedida, me di media vuelta y me marché. Ellos no dijeron nada, me miraron irme rígidos, muy serios, sentados en las gradas arriba y abajo, como un diminuto equipo de fútbol. Aunque el rubio bajito sonreía con un rictus despectivo.
Algo me dijo que me fuera de allí enseguida. Y me fui, tropezando un par de veces, hasta que les di la espalda para salir del anfiteatro. Me fui escapándome y respiré solo cuando iba por la primera calle, bastante oscura y solitaria. Pero alguien silbó detrás de mí. Alguien me llamaba. Ampare, ¿dónde vas? Giré la cabeza y los vi, sus perfiles se adivinaban en la oscuridad de la calle desprovista de farolas. Intenté salir corriendo pero me caí. ¿Dónde ibas? Me agarró de la camisa el alto, pero sin dejar que me pusiera de pie. Los demás eran, habían sido, como tres muñecos que solo palmeaban o daban golpecitos en el ladrillo de la grada, siguiendo el compás. Los palmeros perfectos. Uno llevaba unas gafas de metal grandes como una bicicleta, que a veces relucían y de las que solo me percaté ya tirado en el suelo cuando se me venía encima. Las gafas son lo único que recuerdo bien, lo poco que pude observar caído en el asfalto mientras empezaban a molerme. Traté de levantarme pero no me dejaron. A partir de aquí no me acuerdo mucho, pero sé que seguían con las patadas. Yo les preguntaba qué mosca les había picado, les recordaba que éramos amigos, que Camarón era un genio para todos nosotros, un dios. Y más fuerte me daban. En particular fue duro soportar la patadaque recibí en la zona del hígado por una pierna muy larga y fina de alguien muy alto. El joven rubio me coceaba partido de la risa y repitiendo julay, miradlo, es un julay. Yo solo podía cerrar los ojos e implorar que aquello se acabara en algún momento, que se cansaran de patearme y pudiera escapar vivo. Decidí adoptar una posición fetal, protegiendo la cara con los brazos, como una cosa inerme y me puse a sollozar. Ellos golpeaban con increíble precisión, a lo que ya solo era algo mustio que gimoteaba en el suelo. Parecían estar pateando un saco. Hasta que algunos bebedores del anfiteatro también pasaron por allí. No hicieron nada, realmente, salvo esconderse y mirar a salvo; pero se ve que mis agresores temieron alguna cosa o sencillamente se cansaron, por lo que, aunque no recuerdo nada más que golpes furiosos, se debieron marchar en algún momento. Y me dejaron profundamente triste y decepcionado. Un brazo piadoso me ayudó a levantarme. De algún modo creo que me puse a correr (ya sin motivo), fuera de mí, como una liebre con los galgos detrás. Y después, tampoco sé cómo, me encontré en la comodidad segura de mi cama, sollozando hasta quedarme dormido.
Nunca he podido evitar hacer de todo una fábula. Y, para no variar, a la siguiente mañana, cuando aturdido abrí los ojos y sentí doloridos los huesos molidos, el tórax casi en una agonía, con pruebas de haber sangrado por la nariz y haberme tragado la sangre, cubierto de rozaduras, inflamado uno de los codos, con cardenales por todo el cuerpo, incluyendo una mejilla, e incluso con la huella de una zapatilla de fútbol dibujada con claridad en el costado, como unos días después observó mi médico, aquella mañana, digo, decidí que se me había regalado una lección de la providencia y que jamás volvería a tentar la suerte ni a jugar con fuego (malditos sean los incendios, incluso los secretos). Nunca volvería a jugarme el tipo. Evitaría con inteligencia todo tipo de peligro. El destino me estaba enseñando cosas. Quizás que el éxtasis pertenecía a muy pocas personas, que no era democrático, sino elitista, y que la mayoría, aun receptivos a la grandeza de Camarón o de Beethoven o de quien fuera, compaginaban su devoción con la maldad. En efecto, el incendio era muy secreto, casi anónimo y desconocido. Pero como lo cortés no quita lo valiente, supe que mi obligación seguía siendo quemarme a fuego lento, abrasado por el éxtasis hasta las entrañas. Debía proseguir mi búsqueda, solo que con más prudencia.
-
-
12:01
»
Educación y filosofía
Normal 0 21 false false false ES X-NONE X-NONE /* Style Definitions */ table.MsoNormalTable {mso-style-name:"Tabla normal"; mso-tstyle-rowband-size:0; mso-tstyle-colband-size:0; mso-style-noshow:yes; mso-style-priority:99; mso-style-qformat:yes; mso-style-parent:""; mso-padding-alt:0cm 5.4pt 0cm 5.4pt; mso-para-margin-top:0cm; mso-para-margin-right:0cm; mso-para-margin-bottom:10.0pt; mso-para-margin-left:0cm; line-height:115%; mso-pagination:widow-orphan; font-size:11.0pt; font-family:"Calibri","sans-serif"; mso-ascii-font-family:Calibri; mso-ascii-theme-font:minor-latin; mso-fareast-font-family:"Times New Roman"; mso-fareast-theme-font:minor-fareast; mso-hansi-font-family:Calibri; mso-hansi-theme-font:minor-latin; mso-bidi-font-family:"Times New Roman"; mso-bidi-theme-font:minor-bidi;}
Borges y yo (tercera parte y final)
Marcos Santos Gómez
Lento en mi sombra, enciendo la Smart TV. Hace muy poco tiempo he aprendido que la tele se puede conectar con el router vía WIFI, de manera que es posible mirar en ella vídeos o series en streaming, o sea, que ya puedo disfrutar de los audiovisuales con la alta definición del televisor. El festín, me digo, va a ser copioso. Y como un premio al finalizar el día, empiezo a disfrutar de las entrevistas a algunas personas que me interesan, que están subidas a youtube. Me instalo, pues, para mirar y escuchar la tele en la penumbra, abrazado por miles de libros que agolpo en casa, libros que compro sin parar y que me van invadiendo silenciosamente, a la mayoría de los cuales jamás leeré. Supe el otro día que Borges aun estando ciego compraba libros al por mayor, que él sí podía indicar con toda la razón que no iba a leer uno solo de ellos. Le gustaba sentirlos cerca, acariciarlos, olerlos. Él pudo hacer muchas cosas, como viajar y seguir leyendo o escribiendo porque tuvo ojos de otras personas que le ayudaban. Su madre Leonor, su esposa María Kodama, sus amigos, sobre todo Bioy Casares, al que escuché contar cosas sobre él y Borges, en una conferencia en Granada, en torno a 1995. De esta conferencia recuerdo haber captado en Bioy la sensación de plenitud, de vida lograda, de haber gozado de una vida espléndida en la que se incluye su amistad con Borges. Fui a escuchar a Bioy en calidad de espejo de Borges, a que me mostrara a Borges, ya fallecido casi diez años antes. Más tarde he podido leer a Bioy, que es un escritor extraordinario, con magníficos relatos y novelas de fantasía, de los que se suele citar con razón La invención de Morel.
Roberto Bolaño, Borges. La presencia del anciano ciego con voz balbuciente, que apoya sus manos sobre el báculo indeciso, resplandece con timidez. Hay en él algo de juglar de la filosofía o de la literatura. Compone una figura débil, quebradiza, vestido con un gusto elegante y clásico, con traje de chaqueta del tono adecuado y corbata a juego. Se hace un poco difícil entender lo que dice. Comparte mesa con otros escritores de España, México y Venezuela, en una tertulia organizada por la televisión pública mexicana a principios de los ochenta o quizás al final de los setenta.
El autor venezolano que participa trata de vincular la poesía con la realidad en la que brota, histórica, cultural, económica. Afirma que es imposible escribir desde fuera del propio tiempo, del tiempo colectivo y concreto que uno habita, del tiempo como época, como destino. Por eso, nos guste o no, el poeta escribe a personas de carne y hueso como él mismo, muy próximas, reales, inmersas en un momento histórico y quizás tristes, enfermas o hambrientas. En definitiva, tiene un cierto compromisocon los lectores y la gente. Pero Borges, de un modo radical, replica que la poesía no tiene que ver ni siquiera con el hecho de que se publique o no. Porque pertenece, dice, a un ámbito propio. No puede estar dirigida a alguien concreto. En gran medida el autor o el lector (para el caso son casi lo mismo) se sitúan en un tiempo “eterno” que contiene al otro tiempo lineal y por eso puede dirigirse a su infancia y estar en ella de nuevo o al mundo de sus abuelos o a su adolescencia. El arte se desplaza por esos ámbitos de otro modo que la carne. Se trata de una idea que repite en varias entrevistas: que uno escribe primordialmente para el lector que es propio el poeta. Se escribe para la poesía y el poema se refiere a la dimensión ideal donde sucede el arte. Por eso, presupone un ejercicio solitario que debe juzgar el autor y que sobre todo debe satisfacerle a él. La difusión de la obra es otra cosa, que atañe, dice, a libreros y editores, pero no es cosa del poeta. Menciona el ejemplo de John Donne, que jamás imprimió en vida sus poemas ni fue leído por más personas que tres o cuatro amigos. Leer y escribir constituyen un acto individual, un trato del escritor consigo mismo.
Hay que precisar que Borges en ningún momento niega el suelo histórico en uno. Seguramente, quiera o no el poeta, la época le acompaña hasta en la última coma que escribe y de un modo oculto está también en el poema puro. Pero no se trata de esto, de negar esta obviedad, sino de que la literatura funda un ámbito sustancialmente original, único, ideal. Es un embellecimiento del mundo, una sublimación. Esta concepción es hermosa: el mundo poético es un añadido al mundo, en cierto modo un paraíso que lo mejora, que posee sus propias reglas y en el que se hallan poemas, poetas y lectores cuando leen o escriben. La poesía cuando irrumpe en el mundo funda un ámbito propio e ideal.
En consecuencia, la poesía no tiene razón de ser, ni puede esgrimir una causa ni encaja en una sistemática o no sistemática explicación de lo real. No es filosofía. Se sustenta en el sencillo florecer porque sí de la rosa de Silesius (“la rosa florece porque florece”). De manera que la poesía es una forma del misticismo y del éxtasis que hiere con mayor fuerza, nótese bien, al agnóstico, porque por esencia pertenece a quien solo tiene su nada y su bruma.
------------------------------------
Es preciso ahora advertir que se han deslizado errores en mis anteriores textos sobre Borges. Pero solo mencionaré uno de los errores, que solo ha existido en un ínterin, y al final no lo era tanto. La pesadilla ha pasado. Se trata de lo que en el fondo sospechaba: ¿Cómo iba Borges a desconocer el japonés o a carecer de maestro de esta lengua para sus últimos días en Ginebra? Como es bien conocido, su viuda, María Kodama, era hija de padre japonés. Aún más, en alguna entrevista ella se proclama en esencia japonesa, incluso antes que argentina, pues su padre la había educado de forma esmerada en la cultura y lengua japonesa. El caso es que yo recordaba, y recuerdo, vivamente que en la entrevista en que ella relata los días postreros de su marido, decía exactamente lo que yo he casi he transcrito; es decir, que tuvieron que contratar a un profesor de árabe, al no hallar buenos profesores de japonés. ¿Será un error?, me pregunté.
Habiéndolo comprobado, he confirmado que en efecto resulta verosímil que buscaran a un profesor de la lengua y literatura japonesas. Porque ambos asumieron que María Kodama no podía satisfacer sus exigencias. Buscaban probablemente a un devoto profesor del idioma, refinado, alguien que hubiera tratado a fondo con los avatares de la lengua oriental y en el que latiera la pura esencia de la civilización japonesa. En alguna entrevista hecha un año antes de su muerte, Borges admite que no lograba aprender japonés, a pesar de los esfuerzos de su esposa. Así que es verdad que María Kodama hablaba japonés y que a pesar de esto, buscaron profesores de japonés.
¿Qué diría Borges de internet? De algo tan gigantesco y monstruoso como la Wikipedia irrumpiendo en medio de las demás enciclopedias que ya nadie consulta y colando errores constantemente, inventando reinos y lenguas más reales que los reales. Hay versiones de la misma en idiomas inverosímiles, como uno de los creados por Tolkien para El señor de los anilloso también una lengua hablada en un país inventado como el Reino de Redonda y en islas que son un minúsculo peñón deshabitado que ni siquiera aparece en los mapas ni lo tienen en cuentas las cartas de navegación; también acaso el idioma hablado por un farero y su mascota, un hurón, en las heladas noches de invierno cuando suena el mar despiadado golpeando el faro. Hay versiones de la Wikipedia en latín y sospecho que pronto habrá en lengua sumeria, la primera que se pudo escribir en tablillas de arcilla; o dialectos que corresponden al habla de un puñado de vecinos que habitan los pisos de un bloque determinado en una intersección de sucias calles en Harlem, Nueva York; o en Eslavo, madre de las actuales lenguas eslavas, como el ruso. En otros casos incluso se ha inventado una escritura para lenguas hasta el momento sin escritura, solamente orales. Se han desarrollado ex profeso para la Wikipedia. Pronto irrumpirán también los alfabetos y los distintos sistemas de escritura, por cientos, miles.
Hay también que deplorar la avalancha de datos equivocados y ruinmente falsos, en nuestras vidas. De todo se escribe flagrantes contradicciones. Por mucho cuidado que se tenga los bulos se extienden coreados incluso por fuentes serias. Los blogs… La mayor Babilonia de toda la historia. Mientras Borges afirmaría que se hace urgente retornar no ya a los libros de papel impresos, sino a los manuscritos, como el bueno de Donne. El mundo se está derritiendo o fluidificando, abandonando su vieja solidez, como por otro lado confirman númerosos filósofos. Lo artificial compite con lo natural, igual que lo falso con lo verdadero.
A principios de siglo, yo disponía de la obra impresa completa de Borges, algún documental en DVD y sobre todo entrevistas que se podían leer online, pero todavía no verlas. Fue entonces cuando de manera paralela a la creación de mi biblioteca personal, que hoy me desborda, comenzó mi auténtica obsesión por Borges. Lo primero, claro está, fue adquirir los clones de aquellos libros que me prestaron en Ceuta. Y lo hice en una librería granadina que ya no existe: la Urbano. Con las pilas de volúmenes sobre mis pobres antebrazos, apoyadas en el pecho, me acerqué feliz al mostrador. Supe que cargaría con esos libros durante décadas. Siguen en un lugar preferente de mi biblioteca; los ejemplares de la Biblioteca de Autor de la colección de bolsillo de Alianza. Pagué unas veinte mil pesetas y los llevé a mi casa. Hace unos dieciocho años.
Leí sin parar a Borges y a lo que él leía y mencionaba en sus obras, me sentía más determinado por el mundo de Borges cuya belleza, solo en apariencia fría, la producían el irónico dudar de todo, la erudición vasta e inútil como algo fatal y la desmesura de las enciclopedias tratadas como obras de literatura fantástica. Me di cuenta de que Borges había postulado el canon para leer y escribir que hoy nos rige, el modo de comprender la lectura, de interpretar el río de autores, épocas y obras. Sé que habito, que habitamos, el espacio que funda y que miramos el mundo y el arte con sus ojos... ciegos.
Borges me emocionaba como nunca lo había hecho ningún otro escritor. Durante la primera década del nuevo siglo puedo afirmar que lo leía a diario, y así ha sido durante diez años. Hoy también debo recurrir a veces a su estímulo, como quien visita un templo. Encontraba un consuelo en su escepticismo y me seducía la amargura sublimada en bella aceptación estoica y envuelta en fina ironía inglesa. Me enseñó que saber es ahondar en la herida, como asevera el Eclesiastés, y hacer que lo real amenace con dejar de serlo. Restar importancia al mundo es el mejor consuelo del mundo que existe; cosa que también han sabido las religiones, que en demasiados casos han fundado la Creación en lo contrario de ella, como también han justificado el puro odio como puro amor, o han llamado alegría a la mayor de las tristezas, o vida a la muerte.
Numerosos párrafos, frases, versos de Borges conseguían que llorara. Y muy a menudo. Siempre era lo mejor que me había dado el día y lo que incluso lo justificaba. A veces la mitad de una frase o una sola palabra tocaba no sé qué fibra. Sus enumeraciones del universo; Proteo en la “unánime noche”; la muerte del autor, que no deja de ser una muerte y que sería un tópico de la filosofía de velatorio en la segunda mitad del siglo XX; el ser escritos por otro y ser apenas sombras inventadas por Homero…; la melancolía y el tiempo; la salvación en una bronca de malevos con cuchillos “sintió el solitario cuchillo en la garganta”; el llanto devenido canción en la Odisea; los dioses y arquetipos que aguardan invisibles; la nacionalidad griega que en secreto ostentamos, pero también la huella de civilizaciones acalladas, periféricas; las lecturas de una persona como su alma; el destino escrito para su cumplimiento en un libro que pertenece a Dios; la esfera de Pascal.
A veces llegaba a estar todo esto en un solo soneto. ¿Cómo podía lograr tal intensidad en los poemas? Es asombroso el modo en que conmueve con la simple elección afortunada de un solo adjetivo. Borges ha construido un paraíso para nosotros.
Trato de evitar que esto degenere en confesión o teñirlo de mí, pues en verdad a nadie importa eso. Pero es preciso resaltar que la decisión borgiana de no creerse demasiado el mundo e instalarse en el carpe diem de la literatura se ha constituido, miedo da reconocerlo, en un proyecto de vida. Un proyecto de vida que incluye el éxtasis. El éxtasis mayor que el mundo. Pero un éxtasis ambiguo, peligroso, que deslumbra. Como señaló Bolaño en alguna ocasión, quien se acerca al éxtasis se quema. Su salvaje llama fulmina. Por tanto, fundar una vida en él es también condenarse. Hay que pagar un precio, porque finalmente escribir significa borrarse uno mismo.
Cuando en otra entrevista le preguntan al escritor qué es la poesía, dice que solo nos cabe expresarlo con la misma palabra “poesía”, sin más, sin justificarla con sinónimos, siempre más pobres, ni deslucirla con explicaciones que habrán de situarse en un nivel inferior de palabras imperfectas y menores en relación con la sencilla afirmación que se invoca con la palabra “poesía”, ella sola.
Con el nuevo siglo, me reencontré con relatos y poemas que desde entonces no he dejado de releer. En el caso de los poemas, además de los tres volúmenes, en octavilla, de la colección de bolsillo en Alianza Editorial que contienen su obra poética completa, he adquirido recientemente esta misma obra poética completa en un magnífico volumen encuadernado en pasta dura, que corresponde a una reimpresión de 2011, publicado en la editorial Lumen. También incidieron con fuerza sus ensayos, que me acabaron de noquear. A menudo la confusión entre géneros literarios, típica de Borges, recorre toda su obra, para mayor peligro y desconcierto. Destacaría un librito límite, de este tipo, con breves e intensos textos en prosa y poemas inolvidables, como el poema de los dones o los sonetos sobre el ajedrez o Spinoza. Los suelo leer a los alumnos en el comienzo de mis clases. Creo que este libro es la obra que más me ha emocionado nunca. Se trata de El hacedor.
En un intento de cristalizar el tiempo ligándolo con el mito, decidí leer todos los 23 de abril, por ser el día del libro, algunos textos de este libro, El hacedor, pero siempre uno fijo: Aquel que titula en inglés Everything and nothing; siempre este. Como otro texto cuyo título es también El hacedor y que trata del poeta por el que solemos creer que existimos, es decir, de Homero y la épica, el mito y la ceguera.
Se trata Everything and nothing de un breve recorrido sobre algunos aspectos de la vida de Shakespeare. Sobresale uno de ellos: que nada de lo que se dice sobre el Shakespeare de carne y hueso, cuya muerte el mismo día que la de Cervantes determina la celebración del día del libro, nada de eso, digo, es cierto. La verdad es que la figura del Shakespeare no existe y se confunde con su obra, que es lo único real, lo que perdura y puede atribuirse a un “Shakespeare” ideal. Al mismo tiempo que el inglés ejecutó una obra abundante, su persona concreta desapareció, quedó ensombrecida por su propia obra. Igual que ocurre, creo, con la figura (la triste figura) de Cervantes. Todo lo que se les atribuye a ambos no está probado, no podemos creerlo con absoluta certeza. Se han tejido mitos sobre ellos. Incluso los famosos retratos, al parecer no son verdaderos y los rostros famosos que han quedado para la posteridad como sus fieles retratos, no son sus retratos. Ni la perilla de Cervantes ni el pendiente del inglés son atributos de los hombres de carne y hueso que fueron.
Ante esta rara impresión de que al hablar de Shakespeare estemos refiriéndonos a un fantasma y que no haya nada más que la propia obra y sus funciones y relaciones con otros textos a los que invoca o incluso debe postular (y no a la reprobable existencia de un autor), ante esta potencia del texto como tal, que absorbe a su propio autor, traza Borges su escrito, cuyo final cito:
“La historia agrega que, antes o después de morir, se supo frente a Dios y le dijo: ‘yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo’. La voz de Dios le contestó desde un torbellino: ‘Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo eres muchos y nadie”.
Relataba Borges, en otra ocasión, que Jonathan Swift, el obispo irlandés autor de Los viajes de Gulliver, anduvo loco en los últimos años de su vida, sin recordar quién era ni su propio nombre. Recorría como un sonámbulo las estancias de la casa que habitaba en Dublín, y solo se le oía decir, cuando franqueaba las puertas de las habitaciones un bíblico “yo soy el que soy”, “I am who I am”. Se afirmaba para ser, se recordaba a sí mismo que existía, que era real y que estaba vivo, a pesar de haber olvidado su propio nombre.
Pero no somos dueños de nuestro destino. A menudo Borges también señaló que los dos primeros viajes de Gulliver han acabado siendo cuentos infantiles, en un libro cargado de ácido sarcasmo y amargura, que pretendía abordar lo que somos, emprendiendo críticas a la mentalidad e ideas modernas, a la tecnificación del mundo o incluso al colonialismo, evocando la miseria de su propia Irlanda. En cierto famoso opúsculo desarrolla Swift una ironía brutal, que se pasa de la raya, cuando defiende apoyándose en impecables cálculos, sopesando los costes y los gastos, que para acabar con el hambre y con las clases pobres generadas por el capitalismo, solo había que dar a los ricos de comer los niños pobres engordados para ello. Los pobres deben crecer felices, con lo que se ahorraría sufrimiento, pero para ser sacrificados y comidos por los ricos una vez lleguen a la edad adulta. Todos salimos así ganando. Se cancela el sufrimiento y se ahorra problemas al sistema, además de amortizarse los gastos que para el Estado representan los pobres. No he leído páginas más bestiales en mi vida.
Señala además Borges, en otra entrevista, las versiones que nos han llegado del bíblico “yo soy el que soy” con que Yahve respondió a Moisés cuando este le preguntó su nombre. La versión más acertada es la que con razón entiende la mayoría de los teólogos: que Dios se presenta como el único con derecho a decir que es. Todo lo demás, la Creación, los hombres, formamos parte de su sueño. La segunda la expuso, señala Borges, mi muy querido filósofo judío Martin Buber, que atribuyó a Dios en su respuesta una cierta aversión a decir su nombre, que prefirió ocultar pronunciando en cambio la extraña frase que recoge el libro del Éxodo.
Apenas quedan unas migajas de las lecturas, pasadas y futuras. La principal es el consuelo que hallamos en una singular fe inversa: que ni el mundo ni el hombre ni ninguno de nosotros, usted lector y yo triste amanuense, existimos. Todo invita a creer que la verdad, el ser, la realidad, están del otro lado y, aun peor, quizás no haya nada al otro lado. El lado de los arquetipos, los símbolos, los mapas y esferas, de las enciclopedias, de los libros. Pero lejos de vivirse esto como una tragedia, es sublimado por Borges en una experiencia estética. Es el mito lo que se sitúa al principio y al final, o la poesía. La lectura de Borges nos ha conducido a este manso nihilismo. Fundar en esta nadería que afecta también al Yo, la experiencia del mundo puede parecer un triunfo del infierno, pero invoca también el Paraíso.
Que fuera esto lo que presintiera bañado por una luz diferente en un verano perdido en los perdidos ochenta es apenas un postulado que puede esbozarse hoy. Si fue dicha tensión y aporías de lo terrenal lo que me sedujo en secreto, no formulada ni verbalizada entonces, este boceto ostentaría la belleza del círculo, su perfección. Según esto, nunca habría escapado yo de aquel año y podría decirse que todavía me baño en aquel mar y existo bajo aquel sol. Pero a estas alturas no se puede afirmar ya nada, ni siquiera esta bella idea, ni la otra más hermosa de que en algún futuro retornarán la playa, los diagramas escritos en la orilla y la avidez por Borges. Quizás vuelva a no entender a Borges, pero desearlo. Quizás tampoco lo entiendo hoy. Quizás no importa Borges. En cualquier caso, el argentino que ironizó con su propia nada ha supuesto, a su pesar, el papel de un símbolo que ha persistido como algo constante, como un arquetipo cuyo lugar se desconoce, más verdadero que yo mismo. Mito, sagas heroicas, la prosaica llanura manchega devenida en sueño, confundida con el texto, para que la habiten todavía el caballero y el escudero. Seguirán existiendo después de que dejemos de existir, como lo último que resiste obstinadamente a la corrupción y el tiempo.
-
-
12:28
»
Educación y filosofía
Normal 0 21 false false false ES X-NONE X-NONE /* Style Definitions */ table.MsoNormalTable {mso-style-name:"Tabla normal"; mso-tstyle-rowband-size:0; mso-tstyle-colband-size:0; mso-style-noshow:yes; mso-style-priority:99; mso-style-parent:""; mso-padding-alt:0cm 5.4pt 0cm 5.4pt; mso-para-margin-top:0cm; mso-para-margin-right:0cm; mso-para-margin-bottom:10.0pt; mso-para-margin-left:0cm; line-height:115%; mso-pagination:widow-orphan; font-size:11.0pt; font-family:"Calibri","sans-serif"; mso-ascii-font-family:Calibri; mso-ascii-theme-font:minor-latin; mso-hansi-font-family:Calibri; mso-hansi-theme-font:minor-latin; mso-fareast-language:EN-US;}
El versículo
Yo he venido para echar fuego sobre la tierra; y ¡cómo quisiera que ya estuviera ardiendo!Lc, 12, 49.
Es sencillo. Todo remite a un simple versículo. ¿Por qué seguir rebuscando? No otra palabra ha sustentado el edificio, ni otra verdad es la que ha pasado de mano en mano, de fatiga en fatiga, de éxtasis en éxtasis. Un versículo. Palabra humana, palabra densa y tumultuosa de los hombres, pero que se debe solo a sí misma. Ni siquiera a Dios. Solo a sí misma. Mundana, terrenal.
Ya no hay tiempo para engañarnos. Ni para plantear la falsedad de este artefacto lógico que nos constituye. Hemos sido sus fieles esclavos. Solo que ahora, ¡ahora!, cobra forma y casi puede tocarse. Lo veo, lo veo. Asisto a la pura epifanía. Al cenit.
¿Seré capaz? ¿Estoy a la altura de esa palabra? Estuve a su altura, creo. Sí. Aunque no puedo ser un cooperante. Tampoco un héroe, ni siquiera un soldado. Pero fui… no sé. Estremecido, fui.
El viaje, insano, ya fue insoportable. Que no nos quieran convencer de que se puede viajar realmente a tal velocidad, a varios kilómetros por encima de la tierra… ¡volando! No es lógico, no, no. La travesía sobre la ciega masa de agua y sal, inmensa, descomunal, vislumbrada abajo, muy por debajo. Una ruta tortuosa que en pocas horas roza los hielos del Círculo Polar Ártico, desde Madrid, y que desciende por la costa Este estadounidense. Lovecraft, Poe, Dickinson, Hawthotne, Whitman. Después La Florida, Cuba, el cielo sobre Kingston, Jamaica. El Caribe. Otro modo de calor, otros vapores, otro magnetismo terrestre que esperaban allí, a años luz de mi circunstancia. Sabía o temía que iba a algo remoto, a otro medio, otra materia. Todo me pareció, en efecto, extraño, perturbador, monstruoso. Europa un simple continente pigmeo, en miniatura. Pero aquello, Dios mío, aquello. El propio aterrizaje del gigantesco avión, con la inercia tirando de mi cuerpo hacia delante ya me previno acerca de lo que me esperaba, algo inmenso que me iba a sobrevenir. Porque, además, cuando tomaba tierra en medio de un vergel con algo de selva, exuberante, verdísimo, fue recibido por relámpagos que caían por pares, acaso veinte, una barbaridad. Una simple tormenta en una tarde cualquiera para ellos. Obvio, característico. Nada de qué sorprenderse. El pasaje parecía tomarlo con naturalidad.
Cansado salí del avión y me encaminé a la terminal de pasajeros, donde me aguardaba alguien que hablaba mi lengua, porque estaba en un país donde se habla mi lengua, lo que era asombroso. Era extraordinario escuchar y entender lo que allí se hablaba y muy extraño que los grandes carteles publicitarios fueran legibles para mí. ¿Cómo era posible? ¿Es que lo estudiado en el colegio era cierto? Me resultaba increíble. Así que anduve incrédulo, como si estuviera viviendo un sueño. Pero no podía evitar escuchar esa candencia jamás escuchada antes. Ni puramente caribeña, ni mexicana, ni colombiana ni venezolana, ni argentina, esa hermosa cadencia era el modo salvadoreño de invocar la lengua común, me decía. Y todo era un inmenso vapor, una enorme sauna, cuando salía del aeropuerto con las maletas hacia el coche que me llevaría al centro mismo de mi existencia.
La noche tropical ya había caído, su sofocante manto. Pero aún en las sombras, sentía a los árboles grandísimos, las aves que gritaban, el zopilote aguardando a la mañana para sobrevolar aquel cielo altísimo y lleno de electricidad. Tardé en llegar una hora quizás, pero llegué. Al bajarme del coche todo era… !!!!!!!!! La gente actuaba con naturalidad. Saludé a todo el mundo. Y alguien me mostró mi habitación. Había llegado a la residencia, situada dentro, dentro de lo que me llamaba irresistiblemente en la noche. Elocuentes zumbidos. Insectos raros, enormes.
Se estaba bien en la residencia. Humilde pero con calor humano, con gente que iba y venía. Sentí que allí había algo para mí muy conocido, muy familiar, quizás un borroso espejismo. Como si hubiera ya estado antes. Había un retrato de los mártires en la pared, más arriba del televisor. Los reconocí.
Dormí a deshora por culpa del jet lag, aturdido, mientras la vida sucedía fuera. Me dormí con un sueño pesado. Pasaron horas, acaso días. Fui poco a poco encajando mi naturaleza en aquella naturaleza, acoplando mi ritmo con el irresistible ritmo del Trópico. Cuando comencé a moverme por allí observé que todo parecía muy sencillo, que las cosas más extraordinarias ocurrían ante la indiferencia de todos. Con la indiferencia de todos. Si por lo menos pudiera, me dije, creer en Dios.
Desde primera hora, sin embargo, a mí no me fueron indiferentes esas cosas que parecían estar brotando de mis sueños. Como si a pesar del impacto recibido, fueran verdades muy mías, de toda la vida. Aquello tan lejano pero tan cercano. Por decir algunas: las tenaces filas de hormigas que transportan hojas, cruzando el campus en su extensión, por el suelo, entre la gente. Vivían en la Universidad. Otras transportaban huevos y crías. Una actividad frenética paralela a la de los seres humanos. Avanzaban en pequeñas oleadas que se entremezclaban con la rutina del Campus. Las que yo creía habitando en la Amazonia, en selvas remotas, vivían en medio de la ciudad. ¿Es que nadie se asombraba de aquello? ¡Si era maravilloso! Cortando y transportando hojas frescas ante la indiferencia de todo el mundo. No podía creerlo.
Más pruebas de que todo era un sueño: el encuentro excepcional con una mariposa grande como la palma de mi mano. ¡O un tucán con un pico mayor que su cuerpo! ¡También colibríes menudos y nerviosos! Y un inesperado bullicio a las cinco de la mañana, bandadas de aves sobreexcitadas que se introducían en mis sueños, mientras dormía. La lluvia como cataratas rompiendo sobre uno. El cielo desplomándose sobre uno. Sin embargo, indiferencia, siempre indiferencia. Turistas, nativos, sin sorprenderse de nada.
En el museo nacional de bellas artes vi tonos rojos, todo encarnado. Hasta una sotana ensangrentada en un cuadro atroz. En el museo arqueológico divinidades extrañas, grotescas, aguardando ritos inhumanos y bestiales. Todo por un lado muy ajeno, muy distante, pero por otro lado, encajando conmigo, conectando con algo básico, algo primario que todavía desconocía qué era. Un embrión, una semilla, una fórmula, una médula espinal. Y el vértigo.
Algunas tardes fuimos a escuchar jazz o música de Jimi Hendrix en casa de alguien. En otro sitio. Tomamos ron, un ron excelente. También hubo una tertulia de escritores e incluso asistí a una conferencia de Galeano entre los retratos inmensos del Che y de Roque Dalton, flanqueado por ellos. Sus aforismos, poemas o prosas poéticas se manifestaban ante mi asombro con un brillo que jamás habían tenido antes, como si hasta entonces hubieran sido incomprensibles y hubiera que cruzar el Atlántico para contemplarlos en su verdad, en su forma y sustancia más real. Eran muy elocuentes, como nunca los había leído o escuchado. Y la música de salsa, el merengue, ¡incluso el reggeaton!, sonaban como nunca y allí sí me gustaban.
Contraje un dengue y fui brevemente hospitalizado, pero tuve que soportar algunas secuelas y sentía una debilidad en el cuerpo y en el alma todo el tiempo. Entre el cansancio y la sobreexcitación. Me ayudaban, me visitaban. Charlaba con todos. Celebraba después con ron y caipiriña cada día bendito, cada jornada irreal, cada rayo del sol de aquellas latitudes. Me sentía convaleciente. Esencialmente convaleciente. Todo mí confrontado a algo sobrecogedor, aun sin su forma material. Se abrieron ventanas y fui comprendiendo todo poco a poco. Pero nunca cesaba la tensión insufrible y me sentía zarandeado por una corriente poderosa, en medio del curso de un río infinito.
Hice amigos, grandes amigos. En las conversaciones, la economía, la guerrilla y la guerra civil finalizada en 1992, por supuesto los mártires asesinados en 1989 o antes Monseñor Romero. Alguien aseguró que Romero no quería morir, que temía a la muerte y que era lo más opuesto a un loco o a un suicida. Su exclusivo e incondicional amor a la vida es lo que lo llevó a la muerte. La paradoja del mártir.
Antes las balas entraban por esta puerta y salían por la otra, donde estamos sentados ahora, decía el viejo guerrillero. En la zona de control, aseguraba, no existía el dinero y todo se compartía. Nadie moría de hambre. Otro confesaba haberse encomendado in extremis cuando una incursión de las tropas se adentró donde estaba este hombre que sentía su muerte tan cerca.
Yo no creo en Dios. O mejor dicho, no sé si creo o no creo. Sé de una palabra viva, actuante, como una conmoción habitando el lenguaje y la historia, un alma cuyas reverberaciones han llegado a modularme. Quizás sea esto lo que por comodidad o fantasía llamamos Dios. Sí es cierto que allí sucedió ante mis ojos una poderosa epifanía. Al menos esto es lo que puedo decir de aquella Verdad que ocurrió ante mis ojos. Una palabra, pues se trataba de una verdad expresable, que progresivamente fue materializándose, como si pudiera por fin leerla fuera de mí, pero que había estado dentro siempre, toda mi vida. Sencilla palabra humana. El versículo. Un par de frases que parecían agigantarse como un titán, entre aquellas montañas de Chalate, o con la visión del Pacífico, cuando sentía que en mis piernas estremecidas tiraba la corriente inmensa, o la misma palabra incendiaria vomitada por los volcanes. Caí en la cuenta. En el apenas mes y medio que estuve sufrimos un huracán, una erupción volcánica de algún volcán cercano a la frontera con Guatemala, el lugar más fresco y agradable donde se encuentran los cafetales. La ceniza vomitada por el monstruo llegó a San Salvador. Y también hubo un temblor sísmico de cierta consideración que nos hizo escapar de los despachos asustados, corriendo para alejarnos cuanto antes de los edificios que en cualquier momento caen sobre uno y lo entierran vivo. Todo natural, cotidiano.
Y esa alma profunda habitando mi cuerpo, esa palabra viva, se iba tornando más evidente, como si todo ardiera en un incendio brutal. Una lengua de fuego. Así se me hizo obvio en la pequeña iglesia parroquial llamada Jesucristo Liberador, cuando iba a no rezar, a guardar silencio, a admirarme. Parece una casita más en el Campus, nada recargada. Porque la palabra que me estaba sobreviniendo se expresaba así, sin florituras. Desnuda, pulsional, rediviva. Yo sentía haber estado allí antes. Allí comenzó a hacerse obvio no solo aquella palabra, sino, concretamente, aquellas palabras. Un versículo que lo era todo, que estaba actuando, como un motor. Con el efecto de un dios, pero sin serlo. Porque nada de esto, de lo que pasó, prueba la mano de ningún Dios al uso. Eran un puñado de palabras muy determinadas, muy concretas y perfectamente legibles. Como si algo que llevara conmigo estuviera allí presente de un modo que no lo estuvo antes. Eran también materia.
Clamorosamente en la capillita estaba aquel cuadro estridente y espantoso, de un inflamado expresionismo, como una agonía, los mártires en medio de un incendio, con bastante sangre. Digámoslo de una vez, despacio y con total claridad: INCENDIO, es decir: IN-CEN-DIO. Y las horrendas pinturas de personas torturadas, en el fondo de la iglesia. Pero delante, en el mismo altar, figuras y cruces naturales, graciosas, llenas de colores simples y un cierto estilo naif. Motivos indígenas, campesinos, mezclando evangelio con la vida corriente y el maíz.
En la pequeña y alegre capilla, que irradia su alegría sin cerrar los ojos al horror, al horror obsceno pintado al fondo, un mural de dolor verdadero y muy real, en su fondo, parecía encajar y vivificar el versículo sobre el incendio. Era preciso subvertirlo todo. De nuevo este mandato, el versículo, aparecía llameante, se encarnaba ante mis ojos, se exteriorizaba para volver a mí como una lejana sinfonía y tomar de nuevo mi vida y hacerme gravitar, gravitar constantemente, como siempre, como será hasta el final, hasta mi muerte.
Con la misma calma, con serenidad y silencio, en el Centro de Estudios Teológicos, se accedía a dos lugares donde estaba también el versículo o la frase o la palabra llameante, de nuevo, como siempre ha sucedido. Me di de bruces contra ella. El primero, el museo, el Museo de los mártires, es estridente, brutal, desesperante. La sangre en todos los sentidos, dolor y beatitud, pecado y santidad. El dolor parecía haberlo vencido todo, pero al contrario, la palabra, el versículo, latía fulgurante en él. Allí estaba, encarnado y concreto, el versículo, presto a cambiarlo todo. ¿Quién vencerá?
Fuera, en un patio grande, estaban las rosas. Allí aparecieron los cuerpos. Alguien me dijo que cuando se presentó a ver el desastre en la mañana de aquel 16 de noviembre de 1989 en la UCA, hacía unos días que había dejado de fumar. Sin embargo, al ver aquello, extendió el brazo hacia el bolsillo de la camisa de otro hombre también allí afectado por la pena y el estupor, y tomó sin mirar, con el rostro fijo en la muerte, gravitando en aquel dolor, tomó, digo, un cigarrillo. Desde entonces esta persona volvió a fumar, hasta hoy. Nunca se ha vuelto siquiera a plantear dejar de fumar. Así me lo contó.
Hay que decir que todo parece, a fuer de sencillo, de algún modo también aparatoso. El versículo parece estallar, está por donde vaya uno, en la atmósfera tropical, en el altísimo cielo y en el sol que casi lastima y nubla la vista. Algunas noches son también sofocantes.
Aquel incendio, supe, ha sido el mismo incendio que muchos años antes me incendió. Es decir, yo y ellos no somos más que la acción de una palabra que vence al tiempo. Una palabra que se teje en la historia, y pasa de mano en mano en el abismo. De este modo ha habitado en mí, pero jamás la vi tan clara como allí en esos días. Fue un éxtasis, una epifanía restallante. No puedo decir que este fenómeno sea algo verdaderamente divino, en el sentido de lo sagrado como lo que ni nos toca. Esto no solo me toca, sino que vive en mí. En torno a un puñado de palabras se puede construir todo el edificio, lo que llamamos alma. Resulta que había estado siempre: en la infancia, en la mansedumbre y en la pesadilla, en el cuerpo y sus transformaciones, en la escuela y el instituto, en las alucinaciones, en el secreto rito del Fénix, un secreto a voces. Ese versículo inflamando la historia, refulgiendo en los s recuerdos, en la universidad, en muchos atardeceres que no por esperables y tópicos dejan de mostrar el infinito, en la tensión y el hambre, en los bautizos de fuego que nos asolan en una vida que acabará perdiéndose en la nada, en los libros, en la noche, en Shakespeare, en Cervantes, en Borges, en la tibia mano del padre, en las estrellas, en la arena, en los juncos, en la sal, en los perros, en las fragatas, en los locos… estaba allí, siempre, incandescente. La palabra.
Es la gema, el sol en torno al cual descubro que he gravitado, lo único que sé, lo que espero desesperado, el éxtasis que algunas personas instalaron en el cuerpo vacío del neonato, del neonato que fui, para vivificarme. Todo ardiendo en secreto.
Pero no, no creo en Dios.