Escépticas travesuras
Marcos Santos Gómez
Me hallo estos días en una encrucijada de sensaciones. Lectura tras lectura uno se va nutriendo y se percata de que son ellos, los grandes poetas y narradores, los que nombran y los que, por tanto, nos legan la casa que habitamos. Por un lado, sigo paladeando Cántico de Jorge Guillén, poesía de fresca exaltación alegre de los días, de la noche, de las diferentes estaciones del año, de los muchos estados del hombre, del sueño y la vigilia, del campo y de la ciudad. Su modo poético de proceder es sublimar en geometrías infinitas, que se prolongan hacia lejanos horizontes, los paisajes que canta exultante. En un lenguaje en apariencia frío, porque manifiesta una cierta abstracción, se da un juego por el que la geometría, las formas básicas, forman parte de la gloria y no del infierno de la angustia que para otros poetas tendría esta reducción (o exaltación) de lo concreto a una pureza brillante, fuertemente afirmativa, que arraiga antes que desarraiga a las cosas. Todo queda engarzado en una suerte de bien universal que en algunos de los poemas mira amablemente a la mismísima muerte. Tengo en mente unos poemas suyos que realizan esta operación, pero no los tengo a mano, así que para una próxima vez que me refiera a Cántico, acaso cuando termine su lectura, los mencionaré.
Si Cántico refiere un modo de salvación del mundo desde sí mismo, la prosa de Antonio Machado en su Juan de Mairena ofrece otra vía de salvación que hinca sus raíces, me ha parecido, en el elegante, sereno y suavemente alegre y humorístico escepticismo del gran Montaigne. En Machado, por lo poco que llevo leído – releído de su conocida obra póstuma, el escepticismo es una fuente de amena liberación, por el que se puede estar en el mundo jugando y, de este modo, soportando o superando viejos sufrimientos. El estilo andaluz de este libro, la ironía, su ternura, su poderoso humor que todo puede, lo convierten en una suculenta lectura con la que re-pensar las certezas y seguridades que antes que racionales son producto de creencias, una de las cuales es la fe en lo que se ha llamado, confundiendo términos, razón. Para Machado parece haber una oposición entre un universo anímico e intelectual cerrado, de esencias, de razones fuertes, de creencias y lugares comunes que el poeta, el educando, el maestro, deben superar con una actitud contraria, es decir, introduciendo la temporalidad en todo ello y así, dinamitado, lo solemne vuela por los aires; sin guerra, sin incurrir en otro polo de creencias, sino mediante un "consecuente" escepticismo. Se trata de una posición previa al pensamiento, la propiamente racional que no tiene que ver con argumentos, sino que es dubitativa asunción del carácter inasible y temporal de los seres. Este escepticismo es, no solo una posición intelectual, sino vital, pues uno adivina que lo que Machado está retratando es antes un modo de ser, de vivir instalado en un mundo de “graciosas” incertidumbres. Es esta tonalidad, la que, decía, me ha recordado a Montaigne (que confesaba nunca saber nada a fondo). Machado es hijo de una Ilustración "feliz" que desde sí, prolonga el juego de la sospecha pero eludiendo el poeta ningún tipo de desmesura trágica. En esto, Machado forma parte de lo que yo llamaría la veta escéptica del siglo XX como prolongación del XIX, su tropel de autores que más o menos han bromeado en serio de este modo garboso y ligero. No creo que haga falta que nombre a otro egregio componente de esta turba que será ya muy familiar al lector de esta bitácora, cuaderno de navegación o, si se quiere, incluso diario personal, otro componente, digo, que no es sino el gran Borges.
Deseando, no obstante, no abandonar demasiado el punto en que el cielo se torna infierno, o viceversa, ando picando también de Las flores del mal, de Baudelaire, que en la comprensión de lo poético, de qué sea esto que llamamos poesía, ayuda. El momento fulminante de la revelación o de esa palabra ya tan desgastada en mis textos, que es el éxtasis, cobra en los poetas malditos de lengua francesa un nivel sobrehumano. El poeta tiene aquí, diríamos, una misión obstinada por llegar al extremo, a lo último, como lo verdadero, y en su búsqueda, quemar el mundo que no gusta, el mundo burgués pero también el mundo mezquino, envidioso, vulgar, mediocre que resta fuerza a la vida y que oculta en la desesperanza lo sagrado. Pero lo sagrado tiene un precio, porque nadie lo ve sin quedar indemne... de esto, tal vez, continuaremos escribiendo en fechas próximas, en el agotador ejercicio para nada en que consiste un diario o, mejor dicho, este diario.