Lectura de: Ango Sakaguchi,
En el bosque, bajo los cerezos en flor, Satori, Gijón, 2013.
Marcos Santos Gómez
Como si fueran suaves y pálidas piedrecillas pulidas que uno se encontrara por el camino en la ribera de un arroyo que bajara de las nieves, cuando me topo con una traducción de la editorial Satori, especializada en textos y cultura de Japón, me hago rápidamente con ella. Son esas obritas que van aumentando en mi biblioteca en la sección de Oriente, que conviven y coexisten con las grandes creaciones literarias de la poesía y la prosa clásica, pero que añaden un gusto ya muy moderno y japonés, o, mejor dicho, un gusto al Japón moderno, a la versión y exégesis de la modernidad que este país ofrece en su literatura más contemporánea. No se trata tampoco de autores actuales, de los que apenas he leído a Murakami y muy poco más, sino de escritores de entresiglos, creadores en la crisis de la posguerra y, en general, como mucho, los fallecidos en la segunda mitad del siglo XX.
Hoy le ha tocado a alguien que apenas hace veinticuatro horas era para mí completamente desconocido. Se trata de Ango Sakaguchi y del libro compuesto de tres relatos titulado como el primero de ellos:
En el bosque, bajo los cerezos en flor. Me ha recordado ese amor por lo grotesco tan presente en Rampo, como ya vimos otro día, y que parece acompañar al terror japonés, quizás como moderna continuación de las abundantes historias tradicionales de espectros que asumen tanto formas humanas como de animales o de extravagancias inclasificables.
Me han encantado los tres relatos que giran en torno a algo que es lo que quería comentar. Esto se hace muy patente, sobre todo, en el primer cuento, titulado como el libro. En él se habla de un precioso bosque abandonado y solitario con fama de concentrar algo amenazador y peligroso que el protagonista capta en pleno estallido de la floración del cerezo. Se trata de un bosque de cerezos japoneses que, como es sabido, no son los nuestros ni dan fruto comestible. Son árboles más grandes, con abundantes ramas delgadas y altos que durante tres semanas desde finales de marzo se cubren, literalmente, de una espuma de leves y delicadas florecillas de pétalos rosas o blanquísimos. La sensación que despierta esta espectacular floración en el paisaje del archipiélago es la de una desproporcionada explosión de belleza, de algo extático que abruma de puro esplendor estético en el paisaje, en los parques, en las montañas y valles, bellísimos ya de por sí, del gran país oriental. Uno puede verse envuelto en miles de florecillas tersas que no llegan siquiera a marchitarse, sino que caen incólumes en una lenta lluvia que los haijin comparan con frecuencia con una tranquila nevada, que no cesa en días y va alfombrando el suelo con pétalos y florecillas que aun en el suelo permanecen sin marchitarse, frescos y tersos, pero en muy pocos días del año. La sensación debe de ser abrumadora, de una abrumadora belleza que embarga y traspone, pero que en el caso de que se tratase de un lugar solitario y salvaje, como el del cuento, además cause un cierto estupor a quien lo mira.
Imagínese ahora el sakura (floración del cerezo) en este lugar apartado, en medio de la naturaleza salvaje, en uno de los abundantes recovecos y rincones agrestes que ofrece la orografía japonesa. Una excesiva belleza para nadie, floreciendo con tal exuberancia, una desmesura de la naturaleza capaz de extasiar a quien la mira pero sin nadie que la mire, ocurriendo a solas, con la única misión de ser hasta que las brisas acaricien a las flores y las vayan depositando en el suelo. Brisas envolventes, silencio absoluto y un auténtico estallido níveo en tiempo templado. Todo ello sin testigos. El efecto de esto, de hallar esto es, si se piensa, inquietante. Si uno se viera allí solo, apartado en medio de aquello… Pues bien, es de esta inquietud emanada de algo tan bello de donde Sakaguchi toma su material para narrar lo terrible de la belleza.
Alguien asalta a una pareja. La mujer se salva. Es bellísima. En la prosa de Sakaguchi se palpa la belleza extraordinaria en ese rostro femenino, en el ropaje finamente elaborado, en las manos y pies, en el terso cuello y nuca. Se dice con la fluida expresión ambigua y sutil propia de la lengua japonesa, como si apenas se rozara lo sublime, pero bastara ese roce para que la belleza nos embargue.
El ladrón secuestra a la mujer y la hace su esposa. Desde el primer momento es esclavo de su belleza y la cuida con devoción. Uno la imagina, en las descripciones, como uno de los cerezos en flor del lugar donde fue hallada, lleno de flores, brisas y espíritus silenciosos.
A partir de aquí, en el relato aparece algo grotesco y es la furiosa afición de esta mujer por coleccionar las cabezas que obliga a su raptor y marido a decapitar. Se trata de una explosiva combinación de crimen y de belleza fatales más allá de lo humano. Sakaguchi describe y narra lo que ella hace con las cabezas, sus trances y éxtasis, poniéndolas a besarse, a pelear, a hacer el amor, viéndolas pudrirse y llenarse de gusanos hasta convertirse en calaveras peladas a las que sigue llamando por su nombre. Jamás pierde la mujer un halo de gran inocencia. Pero todo esto va a más, hasta un exceso nauseabundo. Todo parece apuntar a una locura y desesperación final por la que el marido… bueno, no voy a hacer un spoiler, solo diré que, finalmente, aquello que pasa, la propia mujer e incluso el hombre arrobado por el sakura llegan a ser el propio sakura, la floración pura y solitaria del cerezo. El sakura que vuelve al sakura, la flor que vuelve a ser flor inocente.
Referencia bibliográfica:Ango Sakaguchi,
En el bosque, bajo los cerezos en flor, Satori, Gijón, 2013.