RESEÑA: "A la intemperie", de Bolaño y "El libro de arena", de Borges.
Marcos Santos Gómez
He terminado la lectura de A la intemperie, de Roberto Bolaño. Este libro recoge toda su producción de artículos, ensayos, conferencias, que a lo largo de los años noventa, en especial, fue dejando dispersa. Se reconoce con claridad una impronta borgiana. De hecho, este tipo de escritos fueron muy abundantes en la producción de Borges, a quien se nota con claridad que Bolaño tiene como referente. Él es, por supuesto, un Borges menor, un Borges sucio, que traslada la fina boutade del maestro argentino a un entorno de rabia y lucha entre escuelas de escritura que da la sensación de una carrera de coches deportivos. Bolaño es más impulsivo, más primario acaso, pero no deja de afinar y tener buena puntería. Se sitúa en este papel que eligió; en realidad jamás tuvo la opción de hacer otra obra y vivir otra vida, lo por cierto nos pasa a todos.
Al mismo tiempo, he releído El libro de arena, de Borges. Un librito del tamaño mínimo de todos los suyos, lleno de relatos cortos y que, como dice en el epílogo, son muy lineales, lo que me parece le vino mejor para escribir ya totalmente ciego en los años setenta. Varios de estos relatos aparecen en la magnífica película Los libros y la noche, que recomiendo; un film sobre Borges y, por supuesto, borgiano. Por ejemplo, el relato titulado El otro, que cuenta un encuentro del Borges septuagenario con el veinteañero. También, el elegante Ulrica, que tocando algo insólito en Borges, como es el tema amoroso, enhebra su estilo precioso y sereno con una trama breve de encuentro sexual, bastante sexual, según se vislumbra. La mezcla de ambos tonos, o el tema narrado con la estoica serenidad del argentino, es lo mejor del relato y el peculiar efecto que logra, como si dotara de una divina trascendencia a una suerte de caída, no ya infernal, pero caída. Dicho lo cual, advierto que ni a mí ni a nadie nos interesa la trayectoria de Borges en su vida personal y nos quedamos en una apreciación del relato como debe ser siempre, en el margen del propio relato que es lo leído y lo estudiado. Eso debe ser todo. Me irrita sobremanera quien confunde, a estas alturas, el narrador de un relato, aun cuando fuera en primera persona, con su autor. Es una indecorosa desviación de lo que es y debe ser la literatura. Importan las obras, no los autores.
En El congreso de nuevo protagoniza la trama una vasta empresa de compendiar el universo que acaba confundiéndose con el universo, como aquella otra brevísima historia creo que de El hacedor, en la que un mapa llega a sustituir la tierra que representa.
El relato El espejo y la máscara, cuenta la progresiva ganancia en intensidad y al tiempo corrupción de una expresión poética que comienza con la perfección de una saga nórdica y sus claras metáforas, hasta ir hundiéndose, junto al rey que la pide y el poeta, en algo abisal que incide y va abismando las distintas versiones hasta quedar solo una línea que lo dice todo, lo maravilloso pero también el espanto y el fracaso de toda poesía, pues, como dice Borges, un poema es un fragmento que trata de decir el Poema, y así, todos los poemas son frustrados intentos de decir un único poema que recoja toda la maravilla y el espanto del mundo.
En Utopía de un hombre cansado Borges imagina el futuro de una humanidad que ha vencido muchas de nuestras imperfecciones y que viven una vida beata que solo el suicidio, el momento elegido de la muerte, corta cuando la abulia supera a la expectación. Un cuentecillo de la mejor ciencia ficción o género fantástico, si es que queremos malear a Borges considerándolo autor de género. Lo cierto es que su elucubración sobre el futuro de la humanidad es de las mejores que he leído nunca. Borges no para de ironizar con nuestros sueños actuales y, en el fondo, habla de aspiraciones universales de los hombres, de una sabiduría final que conforma a una humanidad plácida y mansa pero cansada. La mera existencia continúa siendo una carga a menudo no percibida, pero como hoy lo es.
Otro, El disco, desarrolla la existencia de un objeto imposible, un disco que en nuestra dimensión, no tiene volumen y solo presenta una cara, o, lo imposible de un volumen que solamente incluya un plano, y no los infinitos planos que todo volumen debe contener. Creo haberlo entendido así.
Y por no abundar más y hacernos eternos, nombremos, aunque sea, al relato que da título al libro, El libro de arena, otra metáfora borgiana del infinito que pinta un libro que contiene infinitas posibilidades, tantas, que una página puede aparecer con una extraña numeración y tras pasarla, ya no verse más. El libro no tiene principio ni fin. Como siempre, transmite el sereno vértigo y acaso horror propio de las innumerables páginas que fatigara el argentino, de todas las páginas y vidas por realizar, siempre inagotables. En medio de tanto abismo y desmesura, es milagroso que existamos y, encima, que no nos volvamos locos. Todo pende de un hilo.