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Educación y filosofía
He terminado de leer Los miserables, de Víctor Hugo, considerada con justicia una de las mayores obras de la literatura universal. Aunque se dice, y es cierto, que trata de la redención, la redención se da porque obra como motor la caridad. De hecho, creo que es, aparte de los evangelios, el texto donde mejor narrada, descrita, “razonada” está la caridad. La trama va matizando, como en un claroscuro constante, algo que por otro lado no cambia, pues perdura y permanece inmutable como si de un testigo recogido de otro corredor se tratara. La caridad aparece como un modo purísimo de amor al que caracteriza el desinterés y la fe tremenda y sobrecogedora en el otro, en darlo y hacerlo todo solo y exclusivamente en bien de los demás, superando toda egolatría egoísta y narcisismo. No he leído poco en mi vida, pero cuando reflexione sobre el asunto a partir de ahora, no voy a dejar de lado esta magnífica novela. Cuando se trate este tema, habrá que nombrarla.
Su maestría es tal que no se da la tentación de abandonar la lectura en ni una de las más de mil cuatrocientas páginas que, todas ellas, están por algo. Sin duda es un modo de narrar (y por tanto enfoque del asunto) muy propio del siglo XIX, lleno de pasión y mesura al mismo tiempo, de elocuencia, de suavidad en la prosa, de trama muy bien pensada y oportuna en todos sus momentos. Falta, si hay que reprochar algo, la sombra que aportará la mala fortuna del siglo que continuó a este, su un tanto cándido optimismo, su visión bella de la vida, que en la literatura del XX no hubo más remedio que abandonar. Digamos que la miseria, nombre original de la novela, de algún modo se salva en la remota posibilidad de redención que se muestra. La miseria, desde luego es mala desde muchos puntos de vista, y así lo entiende el escritor, que no elude vilezas y aberraciones de todo tipo (el villano Thenardier), ruindades y fracasos absolutos (como la aparente “buena fe” del impertérrito agente Javert) pero vence esa caridad purísima, volcada en el otro, que vive para el otro y que solo se interesa en el bien del otro. Algo que pocas veces se da. En la novela es la figura del obispo Bienvenu que deja, al comienzo, un impacto en el lector que alumbrará todo el posterior recorrido del protagonista Jean Valjean. El ejemplo, por un lado, y la luz que difícilmente se mantiene encendida en tales tinieblas será lo propiamente épico de esta historia. Es más que lírica, más que bello sentimiento; es recorrido de la bondad a través de los accidentes de la vida en un relato que sustituye las viejas batallas por los avatares del bien puro. Es esta épica o esfuerzo del bien lo que en Victor Hugo supera, creo, a la melosa bondad de muchos textos de Dickens. No hay en absoluto en Hugo una sociedad reconciliada, una superación definitiva del mal, pero, hasta cierto punto, basta que brille un poco para que el bien, también, habite el mundo. Para que habite heroicamente el mundo, diríamos, aunque en un modo de heroísmo que para que el bien sea sin contradicción, ha de ser hermano del silencio.
He leído la magnífica edición y traducción de María Teresa Gallego Urrutia, en la reimpresión de 2018, de la editorial Alianza. Parece que la primera traducción íntegra y sin censura al español y con un texto fino y delicado que trasluce, me parece, al gran autor que anda “detrás”, nada menos que Víctor Hugo. La impresión y el tamaño son buenos para que lo lean ojos que ya cruzaron ampliamente, como en mi caso, los cuarenta años.