RESEÑA: Edith Hamilton, El camino de los griegos, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2002.
Marcos Santos Gómez
He terminado la lectura de
El camino de los griegos de Edith Hamilton, ed. Fondo de Cultura Económica, 2002, primera edición original 1930. Es un libro que se lee muy bien, ameno, exento de gran aparataje crítico, notas y bibliografía, a cuya autora le interesa básicamente definir una tesis con bastante sencillez. Esta consiste en la idea de que la genialidad griega y la profunda sensación armonía que producen sus obras de arte, se deben a la maravillosa conjugación de lo que ella llama “mente” y “espíritu”. En el espíritu se halla lo sublime e inexpresable, tal como lo vive un alma grande, en la cúspide del sentimiento artístico. Hay que decir que no se trata exactamente de lo que Nietzsche llamó “dionisíaco”, ya que la presencia de esto, en sí misma, no produce nada ni es agradable, para Hamilton, y ni siquiera puede ser considerado lo más relevante del espíritu griego. Las vivencias del individuo extático o del espíritu no son nada si no se vinculan con un examen de la vida, del mundo y de la naturaleza casi en los términos de la ciencia, del saber empírico; examen al que precede un amor por lo vivo, por el mundo, por lo exterior. Es esta pautada observación que regula lo irregular lo que traza la “mente” y lo que permite, en conjugación con el espíritu, el desarrollo de una conmovedora armonía en el pensamiento y en el arte griegos.
Lo salvajemente individual, la vivencia concreta y singular de un individuo que, por ejemplo, sufre, es vista sub specie aeternitatis, o sea, en su lugar dentro de un paisaje (dentro del paisaje humano), en sus vínculos con un contexto que participa de la propia expresión. Es, dice, el caso de un templo griego, siempre colocado en función del paisaje, frente al desbordante exceso singular de una catedral gótica. Así, en la arquitectura, la literatura y el teatro, el individuo aun manteniendo su estatuto de individuo y no de “tipo” general, se pone en conexión con lo universal, con lo que pertenece a todos los hombres, lo que puede arrastrar en la catarsis mostrando el mayor nivel de sublimidad de un dolor elevado, no como pathos, sino como una suerte de enseña. Es como si se destilara del individuo una esencia o perfume universal. Los griegos, y Shakespeare en sus tragedias y comedias, lograron esto, lo que puede entenderse, dicho de otro modo, como la realización de un arte volcado con el mundo, preocupado por este, referido a este, aun tratando de lo más subjetivo, interior e inasible del individuo. El genio griego, de hecho, comienza con esta exaltación de la vida y la naturaleza, que se asumen sin escapatorias, que se piensan, que se atienen a reglas, frente a la desesperada impotencia del individuo perdido en un mundo hondamente inasible de terrores y fuerzas ocultas, como fue el mundo para Egipto y Mesopotamia. También oriente, el oriente indio, el budismo, centran la mirada en una interioridad que desvincula al hombre de su mundo y torna la experiencia en sueño, lo que en occidente tenderá a hacer cierto estoicismo.