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Educación y filosofía
En un tiempo ominoso…
Marcos Santos Gómez
El Señor más terrible que ha pisado la tierra, cuyo nombre ha sido piadosamente cercenado de los anales del mundo, suscribió la más vana e inútil de las herejías. Cuando aún no se hablaba el sagrado pali ni el vigoroso sánscrito poblaba el mundo con los vedas, las upanishad y el Bagavadguita, que enseñan que nada es cierto, este hombre aborrecible creyó en su propia existencia. Había nacido deforme, con el cuerpo plagado de tumores y una segunda cara en la nuca que balbuceaba y gemía cuando intentaba dormir, privándolo de descanso.
Así, quiso consagrar las largas noches de insomnio convocando a una virgen de entre sus súbditos durante mil y una lunas. Él sujetaba con firmeza el rostro de la joven y la obligaba a mirarlo. Esta, conteniendo su espanto, le confesaba, distinta pero la misma noche tras noche, que él era y sería siempre el hombre más bello de todas las edades. Pero el ominoso déspota no buscaba regalarse con mentiras los oídos, sino que procuraba, anhelaba, la confesión de su deformidad, que nunca, noche tras noche, se atrevían a proferir las vírgenes aterrorizadas.
Entonces, a todas, a la misma, las hacía decapitar por su mentira. No era la negación de sí, la burla, lo que buscaba con todo su poder, su imperio y su magia, sino la verdad, la verdad de su abominable doble rostro cándidamente reconocida al fin y pronunciada por una mujer; porque solo así, asido al horror de su carne, sabría que era único como los dioses. Quería cerciorarse de que aquel espanto, no vencido por su imperio de llanto y de sangre, era cierto. A través de la confesión de las jóvenes renuentes a la misma quería saber que era. Las mentiras eran burlas insultantes. No quería ser hermoso, solo quería ser.
Hasta que una mujer, tras mil y una lunas, le hizo comprender que las mentirosas que balbuceaban sobre su belleza inconmensurable, lo hacían porque aquel doble rostro, aquellos tubérculos y bulbos, eran reales. Su asco y su miedo confirmaban su existencia, ya que la repugnancia y lo innominable son atributo del ser, porque no poder ser visto era signo de la divinidad, porque el miedo es el sentimiento más apegado a la realidad, el más perentorio, el menos traidor.
Así creyó bárbaramente que era.