Retrato grotesco al aguafuerte
Marcos Santos Gómez
Nació en una posada en el camino Real, a pocas leguas de Alcalá de Henares. A veces el viento traía el hedor de Madrid, sometida a la pestilencia mortal. Corría el año de 1656. Su madre, de la que se sabe poco, murió en el parto y su tía se hizo cargo de ella de muy mala gana. No hubo un día que no le atribuyera la culpa de la muerte de la hermana, pero supo aprovechar sus bracitos para un sinfín de tareas que hacer en la posada. Tenía que trabajar para ganarse el sustento y si no lo hacía, no comía. Otras veces, aunque trabajara, tampoco comía y tenía que sentarse a mirar cómo en la gran mesa los huéspedes daban buena cuenta del puchero donde mojaban sus panes negros. Mas apenas tenía dieciséis años, su tía halló un abominable modo de rentabilizar aún más su presencia entre los clientes, que en jornadas agotadoras gozaban de ella sobre su miserable jergón. Uno de ellos, clérigo tonsurado, le habló arrepentido de Satanás y los castigos del infierno; y desde entonces ella imaginó cuando yacía que la cubría un extraño pero hermoso galán de mirada profunda y rasgos afilados, que, joven como ella, se cuidaba de procurarle el mayor placer. Cuando el huésped, a menudo feo y grasiento, la dejaba exhausta y feliz, nunca acababa de saber por qué. Siempre le arrojaban unas monedas al suelo asustados por su frenesí, para salir del cuarto miserable persignándose.
De vez en cuando debía satisfacer al hombre que compartía lecho con su tía, que lo permitía porque ella decía “él es insaciable”. Entonces, también soñaba con el joven de mirada profunda. De vez en cuando en un rincón de la posada algún hombre de letras o estudiante le enseñaba latines de memoria que ella recitaba sobrecogida, así como los caminos de la teología y el catecismo, divertido de ver cómo ella abría fascinada la boca y preguntaba por qué había mal en el mundo, que eso no acababa de casarle bien con la Bondad de Nuestro Señor. Se forjó una primitiva idea de lo sagrado, que la obsesionaba. No podía discriminar premio y castigo, placer y cuitas, pues todo ello junto la abrumaba en cada miserable jornada. Un estudiante burlón le había enseñado los rudimentos del alfabeto y cuando no la veían, se esforzaba en entender los libros. Pero nada le parecía tan fascinante como aquel hombre gentil y atento con ella, que en sus ensoñaciones tenía una perfumada melena de azabache y la amaba mientras otros gozaban con ella.
Pronto quedó preñada, pero apenas le daba tiempo de entusiasmarse con alguno de sus bebés, pues la horrenda tía, una mujer cada vez más infame, que fue adquiriendo una triple papada sobre el pecho, se los arrancaba y no volvía a verlos. Después, decían a las autoridades que habían muerto de pestilencia. Los ponían en cuarentena y tras el obligado descanso, todo volvía a su cauce. Se decía que el ama hacía brujería, que comía carne de niño neonato, que practicaba abortos, que guardaba en un diminuto retrato grabado, oculto en un basto anillo de cobre y cristal, el mismísimo retrato del diablo; pero era tal el provecho que el negocio originaba en los hombres de la comarca, que nadie decía de meter mano a lo que allí pasaba. Digamos que se toleraba una rutina que mezclaba el placer con lo más aborrecible, con la suciedad, el pecado y, quizás, el crimen. Faltó poco sin embargo para que las autoridades considerasen que se había celebrado un aquelarre cuando lo que se celebró fue una descomunal orgía. Fue una jornada interminable para la que cerraron tres días la posada y que coincidió con el día de difuntos, en lo que comenzara como danza de la muerte y que acabaron llamando fiesta de los últimos días.
Una vez irrumpieron soldados. Generalmente eran fanfarrones y bulliciosos, pero esta vez fueron cuatro que, aun bebiendo, no abandonaron su sobriedad y comenzaron a contar cosas de la guerra, cosas espantosas, que ella escuchaba tratando de no escuchar; mas las palabras se colaban en los oídos y era capaz de contemplar como en sueños el ambiente estremecedor de pólvora, metralla y cuerpos mutilados que agonizaban pidiendo la salvación. “El mundo –le dijo uno- es malo. Es muy difícil creer que haya nada bueno en él. No salgas de estas paredes”. Pero a ellas esas paredes le parecían el infierno.
En una de las palizas que le dio el hombre de su tía, juró que ya no aguantaba más, y que prefería el hambre y la miseria a seguir con ellos. No tenía veinte años cuando escapó y quedó como mendiga errante en el camino de Madrid. Anduvo y anduvo, hasta dar con una pequeña iglesia, no muy lejos del camino oficial, que parecía abandonada. En realidad, una ermita que a su costado tenía un romántico cementerio con tumbas muy viejas y semihundidas en la tierra. La ermita era un edificio muy simple, perfectamente cuadrado, cerrado a cal y canto y con un discreto campanario sobre la fachada en el centro, que era hogar de una pareja de cigüeñas que, al ser otoño, lo habían abandonado ya.
Le gustaba estar entre las tumbas. Apoyaba su cabeza en las lápidas sobre el suelo y dormitaba. Cuando llegaba la noche se estremecía, pero no quería irse de allí. Acababa dormida escuchando macabros ululares y coros lejanos de perros salvajes. El lugar aunaba una inquietud esencial, como del otro mundo, con un reposo y sosiego que le hacían olvidar los malos tratos de sus padres adoptivos y hasta su hambre. Pero pronto se dio cuenta de que tenía que comer y que necesitaba abrigo. El invierno estaba cerca y no poseía nada, ni casa ni un miserable lecho más allá de la dura lápida de una tumba. Lo único bueno del lugar era que estaba sola, porque nadie se atrevía a pasar cerca y menos aún a pararse allí. No sabía bien, pero había raras supersticiones que afirmaban que aquello era un centro maligno. Justo por eso supo, cuando la poseyó el primer cliente que fue allá a buscarla al correrse la voz de que andaba por allí, que podría ejercer su abominable trabajo sin problemas con la justicia. Era lugar sagrado y, paradójicamente, la comisión del sacrilegio, aun siendo grave delito, aseguraba que nadie iría a buscarla, al menos nadie de la justicia secular, porque el terreno pertenecía a la Iglesia y esta había abandonado el triste cementerio y el viejo edificio de la ermita que casi se caía a trozos. En aquel abandono se dejaba de nuevo poseer con una extraña mezcla de pasión y temor.
Pronto hubo un tropel de fieles clientes que superando su horror, folgaban con ella al amparo, pero también amenaza, de las tristes tumbas. Para ella, sin saber a ciencia cierta por qué, aquel era el lugar perfecto para las correrías amorosas, para su exuberante sensualidad, para su sexualidad quizás algo coja, como, dicen, lo es el demonio. En el trance cerraba los ojos y volvía a ver o a creer que veía al hombre apuesto, majestuoso como un león de color negro, y contemplaba agitársele la cabellera, mirando también, como hincada en ellos, los silenciosos ojos del galán. Era un hombre tan bello como extraño que apenas intercambiaba palabras con ella, mientras retozaban cuando también lo hacía ignorante el cliente de turno. Este, finalizada la tarea, asustado del frenesí de la moza y del lúgubre paraje, corría a persignarse y escapar del lugar. A todos atraía su fogosidad pero, simultáneamente, les horrorizaba el mustio cementerio.
Ella quedaba siempre feliz, acariciando lápidas y cruces de piedra, a la luz de la luna, pensando en los muertos y en su propio cuerpo atrozmente vivo entre ellos, en los fogonazos del placer y en cómo en medio de ese placer las veía, a las calaveras, a los huesos enterrados, a las vidas que allí acababan; y sentía una oleada inmensa, como una gran marejada de fuego, de no ver más que muerte y de que en medio de esa muerte, la poseyera el oscuro caballero y de que en el éxtasis no supiera muy bien si era que su vida se extendía sublime o, por el contrario, que algo le decía “pronto, pronto acabará todo”, mientras el cliente ignorante realizaba su misión sin saber en qué tinieblas hurgaba, hasta finalizar, pagar y salir corriendo.