De copas con Satanás
Marcos Santos Gómez
Prácticamente nos incorporamos al mismo tiempo a la empresa, una conocida marca internacional con miles de trabajadores integrados en sus distintos niveles y múltiples atribuciones laborales para cada uno. Todo marcha bien porque la organización es impecable y cada cual acaba hallando un hueco donde puede dar lo mejor de sí (al menos así llegué a creerlo). Hay una estricta jerarquía. Yo mismo me encuentro en uno de los niveles básicos, que no requieren una superespecialización y en los que, reconozco, mejor me desenvuelvo. Alfredo tampoco ha “escalado” demasiado y hasta que fue a dar con su curioso compañero de noches turbulentas, no por conocido menos indeseable, no manifestó queja de ningún tipo. Porque tenía muy claro, decía, que había que salir de copas hasta con el Diablo y que no iba a privarse de tan interesante compañía.
Alfredo era un hombre muy bueno y quiero pensar que lo sigue siendo. Yo ya le advertía de que no se codea nadie en vano con semejante amigo, pero él estaba convencido de que acabaría llevando a Pedro Botero a su terreno, porque la bondad que irradiaba, su pureza, parecían inquebrantables.
Es un hombre joven, de bella apariencia, que en sus veintitantos años ya muy próximos a la treintena, destacaba por su sincera abnegación no solo con el género humano, pues militaba en no sé cuántas ONG, sino con el prójimo que tenía a su vera. Era intachable. Yo hablaba con él y nos entendíamos bien, pues nuestras visiones del mundo eran parecidas. Nada, le decía yo y él asentía, puede con la pureza y la claridad en las intenciones. Ni el propio Diablo. Él pasaba fines de semanas enteros con este personaje, pero cuando regresaba al trabajo, y así fue durante sus dos primeros meses de amistad diabólica, siempre era el mismo joven que se rasgaba las vestiduras por la justicia, que irradiaba una claridad angélica, que jamás mostraba torcedura en el trato ajeno ni mirada torva. A mí me sorprendía su sinceridad y no escatimaba minutos en noble conversación con él. Sí, en ese tipo de conversaciones en que se arregla el mundo a base de palabra.
Tras los dos primeros meses, como he dicho, noté que parecía recelar, como si desconfiara cuando por los largos pasillos de la sede de la empresa en Madrid, se cruzaba conmigo. Madrid es una ciudad a su manera laberíntica y aporta un cierto tono a la maldad que matiza el tono de grandes ciudades, como Londres o París, dándole un toque ibérico que consiste en codearte cuanto más mejor, con el mayor número posible de personas. Y es en ese laberinto donde Alfredo, según creo, conoció al Diablo. Quizás, cabe pensar, no es raro que estas conversiones ocurran en las grandes ciudades, en las capitales que sintetizan y agrupan todos los vicios del país. Además, el ambiente impersonal propicia la aparición de todos los infiernos. Pero aún así, en pequeños grupos, entre amigos o por lo menos viejos conocidos, se suele mantener una cordialidad que yo siempre creí que era capaz de vencer a la maldad. Estaba equivocado. No se espere el lector que voy a contar nada especialmente interesante. De hecho, solo es interesante o lo será para quien como yo siga sorprendiéndose por las conversiones demoníacas que se suceden como una plaga en nuestra sociedad.
Lo primero que le cambió, como reflejo de ese sorprendente recelo que vi aflorar en su trato conmigo, fue la mirada. Es verdad que la mirada es espejo del alma. Mantenía su discurso altruista y, de hecho, continúa manteniéndolo, pero se contradice. Al menos, el cuerpo, la boca, los ojos, contradicen lo que defiende. Se halla en una especie de inercia que aún no sé si él es capaz de apreciar con total consciencia. Se fueron sucediendo los síntomas de esto, al modo de un extraño distanciamiento de mí, que comenzó con una conversación en apariencia sin importancia (aunque descubrí que para él lo era todo) sobre nuestras posibilidades de ascenso en la empresa. Yo le manifesté lo que pensaba y pienso, o sea, que en mi estado actual tenía lo que muchos no tienen. Tanto él como yo lo teníamos. Me refiero a una seguridad laboral, impensable tal como están los tiempos. Hacíamos bien nuestro trabajo donde estábamos y es verdad que, con toda su malignidad digamos estructural, la empresa nos había dejado posicionarnos en un lugar hasta cierto punto de creatividad y realización. Es verdad que parecía haber a nuestro alrededor una nube de intenciones aviesas y de personas que pisoteándose ascendían, pero tanto Alfredo como yo estábamos bien y sabíamos que el truco consistía en resistir, en no dejarse arrastrar. Así habríamos de vencer todo orden de tribulaciones.
Pero todo lo estropeó su dichoso compañero de aciagas borracheras. Desde que lo comenzó a tratar, a pesar de toda su fe en que el agua de la bondad apaga todos los fuegos del infierno, él mismo parecía encenderse, es decir, arder, quemarse vivo mientras al parecer toda su agua bendita se evaporaba.
Pronto dejó de hablarme. Yo insistía en buscarlo pero él casi corría cuando me miraba aparecer. Me dijeron que estaba preparando algo, que había hablado con los jefes, que tenía las miras puestas muy alto. Todo ello me parecía grotesco y ridículo tratándose de él. No era persona fácilmente manipulable, era encantador, tenía las ideas muy claras y vivía acorde con ellas. Pero no era eso lo que se mantenía en pie. Yo solo pude adivinar la inercia, la inercia que lo arrastraba, la que ya había aflorado en sus primeros modos oblicuos de mirar. Juro que nadie menos oblicuo que él, ni menos turbio. Llegué a pensar que a pesar de todo él acabaría venciendo al Demonio, pero está claro que…
Prefiero hacer elipsis del inventario de gestos, comentarios, acciones impropias de él que fueron aflorando progresiva y velozmente. Hastiado prefiero acelerar este final para traer ya, de inmediato, a colación el enigma, el enigma del ángel calcinado por el Diablo, del ángel caído, de ángeles caídos que atrapan y hacen caer a todos los ángeles.
Simplemente me dijo, y no deja de ser virtuoso este gesto de sinceridad que en realidad las personas más malas aun no manifiestan, que ya no éramos amigos. Ni compañeros siquiera. Que su misión era procurarse el mayor bien posible y que para ello yo era un obstáculo. Felizmente, me dijo con algo que más que sinceridad deberíamos llamar “descaro”, que me deseaba el mal, todo el mal posible, que me estrellara, que vacilara y sufriera hasta desfallecer, porque mi hueco, el hueco que yo dejara en la empresa, sería para él una bendición y le beneficiaría. Entiendo que tanta sinceridad fue posible porque yo no estaba ni estoy en condiciones de responder, porque sigo pensando igual que en los primeros días, porque a fin de cuentas nunca voy a hacer daño a nadie. Así que tengo el privilegio de que me dijera lo que piensa, tal como acaso se lo dijera él al Diablo o el Diablo a él.
Y queda confirmada mi hipótesis. No se puede salir de copas con el Diablo. El Maligno es hábil, poderoso, seductor, embustero y logra siempre vencer en este mundo en el que Dios parece haberse ausentado y en el que reina como el único señor. Salir de copas es inocente. Para alguien confiado alternar con amigos es una acción que sublima y aumenta la bondad creída (porque de la bondad solo existe la fe) y se puede pensar que quien a tu lado ríe cordial y habla con amorosa amistad, lo hace de veras. Pero no es en vano que el Diablo sea Diablo y que aproveche justamente la candidez en el alma más pura para arremeter con su habitual cinismo. Yo se lo advertí, que dejara a ese compañero nocturno, pero no me hizo caso y ha tenido que suceder lo que lamentamos. Ahora yo me encuentro solo, he perdido a ese amigo y la empresa se me hace un mundo. La vorágine que se lo ha llevado persiste a mi alrededor y trata de atraparme. En esta broma medieval el Demonio tiene todas a su favor y ahora sé que esa vorágine es un caudaloso cauce de aguas podridas que irresistiblemente nos eleva a las cumbres del mal. Y es, a no dudar, invencible.