Entrevista que me hizo Albert Lladó para el Cultura/s de La Vanguardia:
1) Una de las tesis del libro es que el Siglo de Oro supone «una exploración colectiva del yo». ¿Cómo pensar un clima de autoafirmación que no lleve al narcisismo?
La condición necesaria para mejorar algo es estimarlo, pero como en el hombre todo es cuestión de grados, fácilmente pecamos por exceso o por defecto. Entre el amor propio autista de Narciso y el desprecio de sí mismo, se encuentra lo que Diego de Colmenares (1586-1651) llamaba la “filautía”, nuestra “autoestima” -un término que consideraba ya “españolizado”. La “filautía” sensata es la que encuentra su valor en el valor de la mirada que nos dirigen los otros, porque como dice la Rosaura del
Animal de Hungría de Lope, “Para engendrar un yo, / otro yo es fuerza”.
2) ¿Qué nos enseña el Siglo de Oro de la ‘teatralización’ de la vida?
El gran teatro del mundo surge de la sospecha de que somos actores, no autores, que no hemos diseñado autónomamente este “aparato de apariencias”. “Toda la vida humana / representaciones es”. Siendo muy consciente de ello, Olivares aseguraba que se contentaría con que “el vicio se escondiese y la virtud pareciese, aunque ni aquel faltase ni esta fuese verdadera”. El catalán Joaquim Setantí añadía que no vale para rey quien no sabe disimular. Pero si todo es simulacro, entonces el sueño se convierte, como quiere don Quijote, en “alivio de las miserias para los que las sufren despiertos.”
3) Durante el ensayo, explicas que el mundo del pícaro hace el viaje inverso del del místico. Uno es arrojado a la calle, y otro hacia adentro. Pero, ¿en qué se parece esa indagación, aparentemente tan contraria?
Sus diferencias son obvias, pero no es casual que el místico sea contemporáneo del pícaro. Si el mundo de la vida es el teatro de la propia virtud, la hipocresía es inevitable. El pícaro y el místico pueden entenderse como dos reacciones opuestas a esta hipocresía. Ambos buscan una vida sin apariencias y por ello comparten un cierto sentido de la desvergüenza. El fisgón Perlícaro compara las confesiones de la pícara Justina con las de Santa Teresa. Dejemos de lado a los místicos pícaros que fingían arrebatos para poder comer. Lo relevante es que si el místico, como decía San Juan de Ávila, sabe “desarrimarse de sí”, para “andar siempre arrimado a Aquel que todas las cosas sustenta”, lo que mejor diferencia al místico del pícaro es la búsqueda del “aquel” que los sustente.
4) También abordas un tercer arquetipo, el del político. Aquí Francisco Suárez es fundamental para entender la pluralidad que defiende la «doctrina española». ¿Qué es lo que más sorprende de la «singular relación» de los españoles de la época «con la libertad política»? ¿Cómo ha mutado, hoy, el concepto de libertad en nuestra sociedad?
La
Defensio fidei de Suárez circulaba con toda normalidad por las tierras de la corona española, mientras que Jacobo I prohibió su lectura en Inglaterra y ordenó que el verdugo de Londres lo arrojara a la hoguera. Mientras en París el Parlamento ordenaba la quema de un libro de Mariana,
Del Rey y la institución real, Olivares le regalaba un ejemplar a Felipe IV. Lo que ingleses y franceses rechazaban era la llamada “doctrina española”. Sus teóricos (Suárez, Vázquez de Menchaca, Juan de Roa Dávila, Alfonso de Castro, Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Luis de Molina, Diego de Covarrubias, etc,). Sostenían que “el reino no es del rey, sino de la comunidad, y la misma potestad regia por derecho natural es de la misma comunidad y no del rey, por lo cual no puede la comunidad abdicar totalmente en ese poder” (Martín Azpilicueta). En consecuencia, las formas de gobierno son arbitrarias y solo se justifican por sus efectos. Este indiferentismo ante las formas de gobierno resurgió en la Segunda república con la CEDA y se mantiene viva entre no pocos monárquicos coyunturales.
5) Suele decirse que el Siglo de Oro culmina con la muerte de Calderón, en 1681. ¿Qué es lo que te parece más contemporáneo del dramaturgo? ¿Podemos imaginar, hoy, cómo sería Segismundo, cuáles serían sus prisiones?
¿Quién aceptaría mis palabras si osase decir que la ciudad es la caverna y que, en su seno, los ciudadanos -especialmente los mejores entre ellos- están tan apasionadamente comprometidos con sus opiniones, que viven lo arbitrario como lo más serio? ¿Encontraría a alguien que compartiera mi sospecha de que todo el que pregunta por la vigencia de un clásico, está viviendo muy cómodamente instalado, en los subterráneos de la caverna?