22026 temas (21834 sin leer) en 44 canales
... y el "Lucky Sperm Club".
Ya personarán ustedes mis ausencias de este café, pero hay veces en que lo que no puede ser, no puede ser. En todo caso, para compensarlas, aquí les traigo la página que firmé el sabado pasado en El Mundo:
La felicidad es una canción de verano
Cuando defiendo ante los maestros que no hay sustituto tecnológico a los codos, no es raro que alguno me objete con firmeza que el único propósito noble de la educación es hacer felices a los niños. Ya no me sorprende el convencimiento dogmático con que me lo dicen y me limito a responder que es más sabio educar en el aprecio del sabor agridulce de la vida que en la aspiración edulcorada a una felicidad que, si se concibe como huida de la habitual inquietud acaba conduciéndonos a atajos aún más inquietantes (en estos tiempos la felicidad es accesible en las farmacias) y si se concibe como búsqueda, resulta que no se encuentra, sino que es algo que la memoria descubre como ya vivido. Por algún lugar he leído que Joaquín Calvo-Sotelo comenzó así su último artículo: “Nunca le perdonaré a la felicidad no haberme hecho saber que era feliz cuando lo era...” Es cierto que a veces nos encontramos conscientemente en el dulce estar estando de la satisfacción, pero lo sorprendente es que suele bastarnos muy poca cosa. Pienso en el final de una comedia de Aristófanes, La paz. Un campesino ve caer mansamente la lluvia desde su casa y siente que no hay nada mejor que este espectáculo. No puede ni podar, ni cavar la viña porque la tierra está empapada, así que llamará a sus vecinos. Su mujer tostará habichuelas y granos de trigo y cubrirá la mesa de higos secos. Unos traerán tordos y pinzones y otros, calostro y algún pedazo de liebre y todos disfrutarán mientras llueve, porque “estas horas son bellas” ya que “el cielo trabaja por nosotros y favorece nuestros campos.”
Creo entender a esos maestros imbuidos de pedagogía New Age. En nuestro tiempo se ha extendido la idea de que la felicidad es un derecho que alguien tiene el deber de garantizarnos, por lo que resulta cada vez más arduo defender la vida como la aventura de armarse del zurrón y la escopeta de caña y salir, como animaba Pla, a la caza de las melodías del mundo. Es habitual encontrarse con gente que repite inconscientemente lo que aquel monstruo hecho de retazos de esperanza le recriminaba a su creador, el doctor Frankenstein: “Si no soy feliz, ¿cómo voy a ser virtuoso?”
Los que tenemos una cierta edad aprendimos con Palito Ortega, mucho antes de la aparición del Prozac, que la felicidad es una canción de verano. Por eso asistimos perplejos a la creación del Viceministerio para la Suprema Felicidad Social en Venezuela en octubre del 2013, hecho que convirtió a Maduro en un personaje escapado de un cuento de Felisberto Hernández. Dadas las condiciones del país, la imaginación nos forzaba a pensar en aquel Ministerio de la Abundancia de Orwell, que tenía la misión de repartir cartillas de racionamiento. Orwell, por cierto, fue quien nos enseñó que la libertad y la felicidad circulan en direcciones opuestas. Los corifeos del chavismo alegaron que si Coca Cola puede anunciarse como una bebida que proporciona felicidad y McDonals da a uno de sus menús el nombre de Happy Meal, con más razón Maduro podía crear el Viceministerio para la Suprema felicidad Social.
Pero Maduro no era original. En 1972 Jigme Singye Wangchuck, cuarto rey de Bután, se sacó de la chistera el concepto de Felicidad Nacional Bruta (FNB), intentando superar espiritualmente el materialista Producto Interior Bruto (PIB) de Occidente.
En el 2005, Lord Layard of Highate, economista del ala aristocrática del laborismo, publicó Happiness: Lessons from a New Science. Dos años después, el Govern de la Generalitat de Cataluña quiso medir la felicidad de los catalanes. Finalmente, en el 2011, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó la resolución conocida como Happiness: Towards a Holistic Definition of Development, que dio lugar a diferentes fórmulas matemáticas de la felicidad que andan por ahí como gallinas sin cabeza, pero haciendo perfectamente inteligible lo que Baudelaire le escribió a un conocido: “Dice usted que es un hombre feliz. Me da pena, señor, por ser tan fácilmente feliz.”
Si algo nos ha demostrado la búsqueda de la fórmula matemática de la felicidad es que para su resolución exacta ayuda mucho ser tonto y tener trabajo. Para que la felicidad colectiva quepa en una fórmula, la inteligencia individual estorba.
Me produce un gran desasosiego la posibilidad de un gobierno empeñado en hacerme feliz, porque eso sólo es posible estabulando las almas y nivelando aspiraciones para que sea fácilmente llevadero esto de ser un hombre. Así que estoy dispuesto a defender mi infelicidad a cualquier coste, porque es lo más mío, como aquel buitre Pensamiento que atormentaba a Unamuno.
A los gobernantes que planifican la estabulación emocional les diría lo que aquella buena señora le contestó con firmeza a su hijo, Presidente de Argentina, cuando le preguntó qué podía hacer por ella: “Con que no me jodas, ya basta.” Pero no estoy seguro de cuál sería el resultado de un referéndum que nos animara a elegir entre una estabulación satisfecha, como una sinecura, y una vida libre, pero a la intemperie.
Maeztu creía que “el primero de los deberes de todo hombre que se dirige al pueblo para prometerle una sociedad mejor, es el de prevenirle que tampoco será feliz en ella.” ¿Qué futuro tendría un político así entre nosotros?
La finitud humana no tiene cura y quien pretenda sanarla con medios políticos, pretende curar nuestra humanidad. Una felicidad que ignore la finitud no deja de ser una siesta de la razón. Si el hombre hubiera nacido preprogramado para ser feliz, no hubiera nacido programado para la muerte. Quizás no haya otra manera de acercarse a la felicidad posible que la de una cierta compasión con nuestra finitud y con la belleza que florece tenaz y efímera entre las cosas que la muerte ha tocado, acompañada de la reivindicación de cuanto nos ayuda provisionalmente a remontar el curso del tiempo, como la fidelidad a la palabra dada y el perdón. Aquello que no lleva la huella de la muerte puede ser bonito, pero dudo que pueda ser cabalmente bello. Con razón, a medida que nos vamos acercando al encuentro con la muerte, le exigimos menos a la felicidad a la hora de abrirle de par en par la puerta de casa.
Somos mortales y no estamos especialmente bien diseñados para resistir las inclemencias de la vida, pero precisamente por eso estamos abiertos, al mismo tiempo, a la seducción de lo efímero y de lo eterno.
Freud nos animaba a perseguir lo segundo en la escala de los bienes. Si, a su parecer, la salud, la educación y el buen gobierno eran cosas imposibles, deberíamos ensayar la convivencia entre lo que somos y lo que razonablemente podemos llegar a ser. ¿Pero es acaso posible negarle al hombre la imaginación de lo irrealizable en su añoranza de lo absoluto? ¿No forma este empeño parte esencial de su destino?
Si se es feliz cuando no se sienten vacíos en el alma, admitamos que tenemos un alma llena de agujeros, un alma de Gruyère.
¿Se puede ser feliz si carecemos de los bienes que son fuentes inevitables de dolor? Es decir, ¿se pude ser feliz si carecemos de bienes caducables como la belleza, la salud, el bienestar, la buena compañía, la buena reputación y cosas semejantes? ¿Quién está dispuesto a renunciar a todo esto? ¿Y se puede ser feliz intentando proteger su caducidad de la erosión del tiempo?
Algunos se han empeñado en confeccionar listas de lo imprescindible para ser feliz. Valoran una larga vida, un claro entendimiento, ciencia, hermosura, salud, robustez, bienes de la fortuna, tranquilidad de espíritu, una conciencia limpia de culpa... Es decir, un conjunto de cualidades imposibles de encontrar en un solo hombre.
Termino con lo que escribió proféticamente Aldous Huxley en el prólogo de 1946 para Un mundo feliz: “Los más importantes Proyectos Manhattan del futuro serán vastas encuestas patrocinadas por los gobiernos sobre lo que los políticos y los científicos que intervendrán en ellas llamarán el problema de la felicidad; en otras palabras, el problema de lograr que la gente ame su servidumbre.” Es decir, su estabulación emocional.
Los ciegos desean ver,
oír desea el que es sordo,
y adelgazar el que es gordo,
y el cojo también correr;
sólo el necio veo ser
en quien remedio no cabe,
porque pensando que sabe
no cura de más saber.Reseña aparecida en "Me sé cosicas" que dice cosas como estas: "Posiblemente estemos ante el ensayo más valiente y desenmascarador que se haya escrito sobre educación en los últimos lustros."
Recibí recientementente dos traducciones de un mismo texto de los 5, de Enid Blyton. La primera era de una edición de los años 80 y la segunda, actual. Era tan escandalosamente evidente el empobrecimiento lingüístico del segundo texto que, inmediatamente, me puse a escribir un artículo cargado de furia e indignación contra la miseria lingüística de nuestros alumnos. Se titulaba "Si su hijo no es tonto, no permita que lo traten como tal". Estaba realmente muy enfadado y el artículo me iba saliendo fiero, pero redondo, y de ambas cosas me sentía orgulloso.
Pero esta mañana mi daimon se ha empeñado en que comparase las dos traducciones con el original inglés, para comprobar exactamente en qué consistían las variaciones. Al hacerlo me he dado cuenta de que la traducción que yo consideraba empobrecida era la más fiel al original y la que consideraba más rica era el resultado del afán del primer traductor por enriquecer con sutilezas y barroquismos el lenguaje de Blyton.
Como la verdad obliga, he roto el artículo.
¡Con lo majo que me estaba quedando!
¡Qué difícil es poner en cuestión los datos que parecen corroborar nuestras hipótesis!
Otra cosa. Hoy se pone en venta este volumen de la nueva edición de las obras esenciales de la Bernat Metge.
Les aseguro que pocas cosas me han hecho más ilusión (intelectualmente hablando, claro) que escribir el prólogo.
Resulta que hoy es el Día Internacional de la Democracia y a varios colaboradores de El Subjetivo nos pidieron que le dedicáramos un artículo. El mío se titula Una promesa imposible de cumplir.
Esta mañana me ha traído un mensajero "Mi familia es bestial", libro escrito a 4 manos con mi nieto Bruno (10 años). Sin duda, uno de los acontecimientos de mi vida de abuelo y -siendo humilde- el acontecimiento editorial de la década:
Se lo confieso: apenas uso el término "equidad", tan de moda en el vocabulario político actual. Más aún, su uso indiscriminado me molesta. No entiendo lo que se quiere decir con equidad si no me especifican cuál es el criterio que nos sirve para medirla. Durante años hemos sido uno de los países educativamente más equitativos de la OCDE por la sencilla razón de que los resultados de nuestros alumnos eran equitativamente mediocres. Para mí, hacer bandera de una equitativa mediocridad es estúpido.
Si todos tenemos que sacar un 4 para garantizar la equidad, prefiero que no haya equidad y que todas las notas estén diversamente repartidas por encima del 4.
Por otra parte, ¿hasta qué punto los poderes públicos están en condiciones de garantizar la equidad?
Imagínense ustedes un país en el que la mayoría de habitantes presenta problemas de diverso tipo en los ojos, desde miopía hasta las enfermedades que quieran. El gobierno puede poner un oftalmólogo en cada esquina de manera que todos puedan mejorar su salud visual. Puede, incluso, regalar gafas a todos los que lo necesiten. Pero una vez garantizado que todos están en condiciones de ver bien e, incluso, que todos tienen la misma agudeza visual, lo que ningún gobierno podrá garantizar es el interés sobre el que se centrará la mirada de cada ciudadano. La igualdad de las condiciones de partida no puede garantizar una igualdad de intereses finales.
Un gobierno justo deberá, ciertamente, hacer lo posible para proporcionar los medios adecuados para garantizar la salud visual de toda la población, pero debería también estimular las aspiraciones de todos aquellos a los que les gusta mirar lejos.
Según la última entrega del Education at a glance, de la OCDE, tenemos en educación primaria una ratio de 14 alumnos por profesor y en la primera etapa de secundaria, de 12.
Yo no dudo que esta es una verdad estadística. Pero la realidad fáctica y la verdad estadística se relacionan de tal forma que con frecuencia dejan fuera de juego a la experiencia individual del ciudadano normal y corriente.
Cuando vea estos datos un profesor de primaria o de secundaria inmediatamente nos dirá que su clase está muy lejos de esos números. Cosa que es verdad. ¿Pero entonces, de dónde surge esta disparidad entre la estadística y la experiencia?
Cuando se suma el total de profesores para dividirlo por el total de alumnos, hay que tener en cuenta que entre los primeros incluimos a todos aquellos que, en número creciente, se dedican a tareas burocráticas y a los sustitutos que cubren bajas de profesores.
El día 8 de septiembre se celebra el día que genéricamente se conoce como "de las vírgenes aparecidas". Pero en cada lugar, la suya es la virgen que les hizo el don de aparecerse allí y sólo allí. Por eso el 8 de septiembre son las fiestas en mi pueblo, Azagra, porque festejamos a nuestra Virgen del Olmo, que es nuestra y sólo nuestra. Sólo se nos apareció a nosotros y en un olmo de la ribera del Ebro.
Una tarde de junio de hace muchos más años de los que quisiera, un muchacho del pueblo, con las luces de la inteligencia mermadas, vino a sentarse a mi lado en la puerta de casa. Me preguntó si era verdad que mi madre se moría. Le dije que sí. Me volvió a preguntar a dónde se iban los que se mueren. Le dije que la cielo, con Dios. Se levantó, muy enfadado, y me pidió que no consintiera yo semejante cosa. "¿Qué es Dios para nosotros? ¡A ver! ¡Dios no es nada para nosotros! ¡La nuestra es la Virgen del Olmo!". Tenía cierta razón.
Teológicamente, la Virgen de Montserrat y la del Rocío, son la misma. Pero si esta noche cometiéramos la fechoría de cambiarlas, mañana tendríamos un conflicto de primera magnitud, porque la Virgen será de todos, pero la del Rocío es andaluza y la de Montserrat, catalana.
Sacar en procesión a la patrona del pueblo, a la Virgen del Olmo, no es una cosa cualquiera. Es sentir una comunión colectiva en un amor y una esperanza que ninguna otra cosa puede provocar. Nada es más nuestro que nuestra virgen recorriendo al atardecer, entre flores y jotas, las calles del pueblo y por eso nada nos hermana más. Nada despierta en nosotros, individual y colectivamente, más intensas emociones, de esas que brillan a flor de piel. Ninguna otra cosa es capaz de superar por un rato todas las divisiones, enfrentamientos y mezquindades que podamos arrastrar en nuestras vidas cotidianas.
Cada año al anochecer del 7 de septiembre en mi pueblo se produce un milagro que es sólo para nosotros.
Largo paseo por las viñas y campos de cultivo abandonados de Alella. Como mi Agente Provocador y yo aún seguimos manteniendo vivo un cierto espíritu aventurero, nos atrevimos a hacer aquello contra lo que el refrán previene: dejar carretera por senda. Y no sólo eso: dejamos también la senda por una pista que se fue haciendo cada vez más difusa, hasta que nos encontramos sin salida, entre zarzales y cañaverales. Acabamos con las piernas castigadas, pero felices. Cuando encontramos el camino de regreso, el cielo amenazaba lluvia, pero esperó a que llegásemos a casa para descargar. La felicidad también es llegar a casa cansado y con las piernas marcadas, como un niño. A veces hemos llegado también empapados porque una tormenta nos alcanzó a medio camino. Pero eso ya no es la felicidad, eso es una orgía.
El Zarabullí era un baile muy popular en el Siglo de Oro que, tal como es recogido por Quevedo, tenía esta letra:
Zarabullí, ¡ay, bullí!, bullí de zarabullí.
Bullí cuz cuz
de la Vera Cruz.
Yo me bullo y me meneo,
me bailo, me zangoteo,
me refocilo y recreo
por medio maravedí.
¡Zarabullí!
¡Cómo me gustan estos juegos populares de palabras, que hasta hace muy poco se mantenían vivos en los cantares de los niños! Recuerdo bien el siguiente, que cantanan las niñas en un colegio en el que yo trabajaba a finales de los años 70 del siglo pasado:
La chata Merenguela
güi, güi, güi
como es tan fina,
trico trico trí
como es tan fina lairón
lairón, lairón lairón.
Se pinta los colores
güi, güi, güi
con brillantina
trico trico trí
con brillantina lairón
lairón, lairón lairón.
Y su madre le dice
güi, güi, güi
quítate eso
trico trico trí
quítate eso lairón
lairón, lairón lairón.
Que va a venir tu novio
güi, güi, güi
a darte un beso
trico trico trí
a darte un beso, lairón
lairón, lairón lairón.
Mi novio ya ha venido
güi, güi, güi
ya me lo ha dado
trico trico trí
ya me lo ha dado
lairón, lairón, lairón, lairón.
Y me ha puesto el carrillo
güi, güi, güi
muy colorado
trico trico trí
muy colorado
lairón, lairón, lairón, lairón.
Hay pocas sensaciones más satisfactorias que la de despertarte a tono con el día, es decir, sintiendo que has dormido bien, que has descansado y tienes la cabeza despejada y el cuerpo a punto para la carrera de las horas. Es una sensación que hace tiempo que no tengo. El sueño me da al levantarme menos de lo que prometía al acostarme y tengo la sospecha de que para descansar bien aún me faltan un par de horas de sueño profundo. Nada grave, ciertamente. Posiblemente es sólo otra de las marcas de la edad.
Ayer el Libro de la vida de Santa Teresa me llevó hasta la increíble biografía de San Pedro de Alcántara, que casi toda su vida la pasó durmiendo media hora diaria. Esta era para él, como le confesó a Santa Teresa, la penitencia más dura.
El biógrafo de Plotino, su discípulo Porfirio, comienza la relación de sus hazañas intelectuales diciendo que su maestro tenía vergüenza de tener cuerpo. Encuentro en nuestros místicos algo parecido. Yo no. Yo lamento no poder celebrarlo más, porque, al fin y al cabo, si es de barro, el suyo es barro del Paraíso. Quizás por eso San Pedro de Alcántara, poniendo en orden su vida poco antes de expirar, quiso pedirle perdón a su cuerpo por las fechorías a que lo había sometido.
Y dicho esto, me voy al mercado a hacer la compra.
Me levanto temprano y subo la persiana. Me encuentro con un amanecer normal. No hay nubarrones en el horizonte. El cielo está despejado. Eso quiere decir que yo también lo estaré. Curioso estado el mío en que todo cambio de presión altera mis isobaras anímicas y somáticas, dejándome para el arrastre. El clima es un estado de mi alma.
Sigo dando entrevistas en centros educativos de hispanoamérica. La semana pasada tocó Argentina y esta ando por Perú, Chile y Colombia. Siempre me sorprende la normalidad con que los hispanoamericanos siguen usando la expresión "madre patria", que nosotros, por complejo, hace tiempo que dejamos de utilizar. Igualmente me sorprende muy gratamente la cordialidad con que me reciben y, desde luego, amor con amor se paga.
Ayer estuve hablando con los profesores y alumnos (17-18 años) de un centro educativo de Valparaíso. Al inciar la conexión, la directora lo presentó como un colegio cristiano y abrió el acto con una oración. Le agradecí que tuvieran la claridad moral suficiente como para no enmascarar sus convicciones tras la fórmula vacía de "centro basado en valores cristianos"
De la editorial Ariel me comunicaron el lunes que sacaban una segunda edición de ¿Matar a Sócrates? Les pedí incluir un pequeño epílogo de tres páginas que ya está enviado. Este es un libro que aprecio muy especialmente porque es uno de los más míos por eso mismo me alegra más su reedición..Cada vez que hay un cambio brusco de presión atmosférica quedo hecho un guiñapo: mareos, náuseas... tiene esta situación, sin embargo, algo favorable: me ayuda a perder peso. Este verano, que ha sido horrible, he perdido 13 kilos. A pesar de todo, estoy contento. Sigo haciendo cosas:
El Subjetivo: Hay más antimonárquicos que republicanos.
Vuelvo a Las moradas, de Santa Teresa.
La primera vez que leí este radical viaje interior, esta aventura espiritual en busca del centro del alma, fue tras visitar el edificio que Gaudí les construyó a las Teresianas en la calle Ganduxer de Barcelona con los materiales que, supuestamente, eran los desechos de la Pedrera. Ese edificio intenta llevar a la arquitectura lo que la santa de Ávila intenta, con tanto esfuerzo y tan diligente dominio del idioma, llevar a las letras.
Ahora lo leo como otro viaje de exploración, de los muchos que realizaron los españoles a lo largo del Siglo de Oro tanto por la geografía física como por la espiritual.
Santa Teresa no es menos conquistadora que Cabeza de Vaca, ni su viaje es menos aventurero, ni menos apasionante.
Sería excesivo afirmar que el Siglo de Oro se reduce a una búsqueda incansable de respuestas a la pregunta "¿Quién soy yo?" pero es imposible comprender esta fulgurante época sin tener presente permanentemente esa pregunta.
Una pregunta para la que no tengo una respuesta clara: ¿Por qué me resulta tan próxima Santa Teresa y tan distante San Ignacio?
Sigo de espeleólogo por el Siglo de Oro, siglo de trantas gandezas y bajezas, de tanto misticismo y empirismo, de tanta corte y tanta aldea, de tanto adorno y tanta hambre, de tanto púlpito y tanta alcoba, de tanto hijodalgo y tanto pícaro, de tanta monja liviana, de tanto fraile gañán, de tanta monja sublime, de tanto fraile sutil, de tanta apariencia y tanta sinceridad, de tanta teología y tanta procacidad, de tanta nobleza y tanta hipocresía... que me parece evidente que no se puede poner un ejemplo de lo que fue tal siglo esplendoroso sin que inmediatamente nos impugne un contraejemplo. Lo realmente grande no tiene molde a su medida.
Curiosamente aparece el libro a la vez que este artículo de Política exterior: La vigencia del conservadurismo.
"Yo duermo y mi corazón vela".
Me temo que el navarro Pedro Malón de Echaide -nacido en Cascante en 1530 y fallecido en Barcelona en 1589- hoy es más conocido por las bodegas que llevan su nombre que por esa maravilla que es La conversión de la Magdalena.
Es difícil entender por qué esta maravilla no tiene la difusión y publicidad que se merece... al menos entre mis compatriotas navarros. Me imagino que porque no teniendo lectores es imposible que tenga defensores.
Lean ustedes esta defensa del castellano escrita por un místico navarro:
"No se puede sufrir que digan que en nuestro castellano no se deben escribir cosas graves. ¡Pues cómo! ¿Tan vil y grosera es nuestra habla? (...) No hay lengua ni la ha habido, que al nuestro haya hecho ventaja en abundancia de términos, en dulzura de estilo, y en ser blando, suave, regalado y tierno y muy acomodado para decir lo que queremos, ni en frases ni en rodeos galanos, ni que esté más asembrado de luces y ornatos floridos y colores retóricos, si los que tratan quieren mostrar un poco de curiosidad en ello."
La primera vez que leí este libro dejé una página completamente subrayada y repleta de anotaciones por los márgenes. Ahora, en la segunda lectura, he subrayado las anotaciones. Es esta:
"Las cosas que valen más que nosotros, mejor es amarlas que entenderlas, porque, amándolas, cobramos ser más perfecto, pues el amor nos une con lo amado, y entendiéndolas, parece que ellas pierden su ser y valor, pues las ajustamos y entallamos conforme a nuestro entendimento; pero si son de menos valor que nosotros, mejor es entenderlas que amarlas, porque con amarlas, nos hacemos de más bajo ser, pues cobramos el que tienen y perdemos el nuestro; y entendiéndolas, las mejoramos por la razón ya dicha."
He contado en numerosas ocasiones, y hasta lo he recogido en alguno de mis libros, una anécdota que transmite Soren Kierkegaard en uno de sus libros más interesantes, El instante, que dice así: "De un pastor sueco se cuenta que, turbado al ver el efecto que su discurso había provocado en la audiencia, deshecha en lágrimas, para calmarla dijo: ¡No lloréis, hijos, que todo podría ser mentira."
Aun conociendo el singular sentido del humor de Kierkegaard, siempre creí que la anécdota era cierta, porque ¡hay que ver cómo son los protestantes! Pero justo ayer por la noche, leyendo en la cama El libro de chistes de Luis de Pinelo (siglo XVI), me encontré con esta sorpresa: "Otro portugués predicaba la Pasión, y como los oyentes llorasen y lamentasen y se diesen de bofetones y hiciesen mucho sentimiento, dijo el portugués: -Señores, non lloredes ni toméis pasión, que quizá non será verdad".
Quedéme boquiabierto exclamando "¡Hay que ver cómo son los católicos!"
Dos textos curiosos:
Inicio del Origen y descendencia de los modorros, texto ha sido atribuido a diferentes autores, entre otros a Quevedo: "Dicen que el Tiempo Perdido se casó con la Ignorancia, y hubieron un hijo que se llamó Pensé que, el cual casó con la Juventud, y tuvieron los hijos siguientes: No sabía, No Pensaba, No Miré en Ello, Quién dijera".
El segundo texto se atribuye, no sin polémica, a la albaceteña Oliva Sabuco:
Me gusta la presentación: "Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, no conocida, ni alcanzada de los grandes filósofos antiguos". Me gusta porque la prudencia no es una virtud filosófica, aunque sí lo sea del filósofo en tanto que ciudadano. Es decir: la prudencia no es una virtud intelectual, pero sí es una virtud política.
Entre los textos olvidados de la historia de la filosofía española merece un interés muy especial el Elogio de la nada dedicado a nadie, de don José del Campo-Raso, una defensa aparentemente irónica del nihilismo publicada en Madrid en 1756.
Valoren ustedes estas palabras: "Todas las cosas de este mundo pasan y se reducen a Nada. Todos se preocupan de Nada. Por Nada disputan los mortales, se hacen la guerra y se matan. Los hombres no sacan de sus inquietudes y trabajos en la tierra más que la vergüenza de haber sido engañados de Nada. Nada es el principio, el progreso y la conclusión de nuestras vanidades. Siempre Nada es constante, uniforme y siempre el mismo."
Nada, proclama el autor, "es el Dios de los espíritus fuertes". Ahí queda eso. ¿Se trata de una mera ironía? En cualquier caso, después de leer a José del Campo-Raso, a Anacarsis Clot, el creador del término "nihilismo", se lo ve con otros ojos.
Defendía Péguy con estas vehementes palabras el papel del maestro: "Es el único e inestimable representante de los poetas y de los artistas, de los filósofos y de todos los hombres que han hecho a la humanidad y que la mantienen". En definitiva, la función del magisterio consistiría en el noble compromiso de "garantizar la representación de la cultura."
Pero Péguy murió en 1914 cuando la escuela republicana francesa creía en sí misma. Hoy, nos hemos hecho no sé si más cínicos o más descreidos y nos preguntamos con Finkielkraut: "¿Cuántos son los que aún se creen en sus clases enviados de los poetas, de los artistas o los filósofos que han hecho a la humanidad?" Es decir: ¿Cuántos siguen creyendo que su misión es "garantizar la preservación de la cultura"?
Entre Péguy y Finkielkraut ha tenido lugar un cambio radical en la percepción que pedagogía tiene de sí misma. Con el primero creía firmemente en su misión republicana; con el segundo, ha reducido enormemente el horizonte de sus pretendiones para acabar reduciéndose a psicología.
Mientras tanto, en Londres, Katharine Birbalsingh alerta contra quienes defienden en estos tiempos de confusión generalizada, que "alentar a los niños a hablar correctamente y a escribir un inglés gramaticalmente correcto es imponerles la supremacía blanca." Katharine, que es una mujer valiente, anima a resistir a esta memez: "¡No te rindas! ¡Sigan luchando!"
"Sylvia, perpleja, recorrió las habitaciones. Llevaba un vestido de piqué blanco, estilo marinero, y un abrigo color café, con pieles muy usadas. Había en su figura algo infantil que estaba subrayado por aquella ropa, que tanto desentonaba con las circunstancias. Era como una niña perdida en el súbito desorden de su propia vida. De vez en cuando interrumpía sus lamentos para exclamar: «¡Sólo me ha usado!». No tardaron en trasladarla al mismo hospital que a Trotsky y a Ramón.
A las siete y cuarto de la tarde del día siguiente, transcurridas veintiséis horas y media desde el atentado, falleció León Trotsky. El doctor que lo atendía, Rubén Leñero, le aplicó como medida desesperada una inyección de adrenalina que ya no pudo soportar. Los jóvenes de la Juventud Comunista que estaban fuera del hospital lo celebraron con una fiesta.
Según el coronel Sánchez Salazar, con su último suspiro «se inclinó sobre sus hombros y cayeron sus brazos, como en El descenso de la cruz de Tiziano, con el vendaje en lugar de la corona de espinas». Sus últimas palabras fueron: «decidles a mis amigos: estoy seguro de la victoria de la cuarta internacional».
El diario mexicano Excelsior contaba que Natalia Sedova, agotada, se había quedado dormida en un sillón de cuero verde a los pies de la cama de su marido. Supo que había muerto cuando notó la mano de un médico sobre su hombro. Se levantó y se acercó al cadáver. Se arrodilló junto al lecho y, mientras dejaba escapar un largo sollozo, rodeó con sus brazos el cuerpo del difunto y reclinó su cabeza sobre su pecho. «Supongo que así es la vida», dijo.
Noventa y seis horas después del asesinato, el Pravdainformaba a sus lectores de su peculiar visión de lo sucedido: «Habiendo sobrepasado los límites del envilecimiento humano, Trotsky ha caído en la trampa de sus propias redes y ha sido asesinado por uno de sus discípulos».
El Partido Comunista Mexicano se apresuró a anunciar a los cuatro vientos que no se sentía responsable de lo ocurrido. En un largo comunicado que hizo público el día 30, firmado por todos los miembros del Comité Central, aseguró que no tenía nada que ver con los hechos, y que si alguno de sus miembros estaba implicado, sería inmediatamente expulsado. En sintonía con el PCM, Vicente Lombardo Toledano, secretario general de la Confederación de Trabajadores de México, declaró que «el empleo de la violencia para suprimir personas o para atentar en contra de sus intereses es un procedimiento contrarrevolucionario, ajeno a los principios del movimiento obrero y particularmente opuesto a la práctica de lucha de la C.T.M.».
El ejercicio más agotador es ir de compras.
Este es un ir sin meta clara, en el que el tiempo y el espacio se dilatan y las cosas van tomando una consistencia daliniana, pastosa, que rebosa los moldes y las formas. Ves, con admiración, que ellas siempre tienen algo más que curiosear, algo más que probarse, algo más que comparar y tú, Atlas de baratillo, arrastras la compra que hiciste a los diez minutos de llegar como un testimonio de fidelidad a su entusiasmo.
Las piernas se hacen cada vez más pesadas, los lugares para descansar y recomponerte, más difíciles de encontrar; notas cómo apunta una sed que te llevaría a beber de un trago un barril de cerveza; una pesadez de pecio antiguo se instala en tu mente y miras, sin querer, cada vez con más frecuencia al reloj, al móvil, a las otras parejas y, especialmente, a aquellos hombres derrotados en los que puedes reconocerte como en un espejo y que, mucho me temo, cada vez son menos.
El 10 de mayo de 1560, Fray Luis de León consiguió el título de maestro por la universidad de Salamanca. El examen tuvo lugar en la capilla de Santa Ágata de la catedral. Fuera, en la fachada principal, le esperaba un caballo enjaezado. Si hubiese suspendido tendría que haber salido discretamente por la "puerta de los carros" y retirarse en silencio a su casa.
Subido al caballo y acompañado de su padrino, el gran Domingo de Soto, las autoridades universitarias, músicos y estudiantes, se dirigió, por la calle Rúa Arriba hacia la Plaza Mayor, donde lo que ahora le esperaba era toda una corrida de toros.
Tras escribir lo anterior, el azar amigo me lleva hasta esta maravilla: "Vive en los campos Cristo, y goza del cielo libre, y ama la soledad y el sosiego; y en el silencio de todo aquello que pone en alboroto la vida, tiene puesto Él su deleite." Esta prosa ondulada, de trigal verde mecido por la brisa en la ladera de una colina, es de fray Luis. Así escribía cuando estaba en la cárcel.
Repiten nuestros clásicos que no hay libro tan malo que no contenga algo bueno. Desde ellos a nuestros días se han publicado tantas cosas que no estoy nada seguro que podamos seguir manteniendo incólume su optimismo. Pero si nos limitamos al Siglo de oro, la aseveración es cierta. Lo acabo de constatar en este libro, escrito en el último tercio del XVI y que se encuentra entre lo que podríamos llamar un espejo de sirvientes y la picaresca cortesana, valgan de muestra estas dos citas:
“Lloraba una frutera vieja de Salamanca cada vez que le decían que venía Corregidor nuevo, quejándose: ¡Ay triste de mí! Que al otro ya le teníamos compuesta su casa”.
“Dios crió a los hombres libres e iguales y les dio la redondez de la tierra en común”.
La poesía erótica del Siglo de Oro, que estoy descubriendo estos días, es tan descarnada (valga el oxímoron), que no me atrevo a traer aquí más que dos discretos ejemplos como muestra.
Véanse, primero, estos pocos versos de El sueño de la viuda de fray Melchor de la Serna:
... la qual al fin se determina
de declararle aquello que pretende
no con palabras, sino con efectos,
que así hacen los prudentes y discretos:
tiéntale con la mano en lo vedado,
pues lo que responde al primer tiento
dexase tocar muy de su grado.
Fray Melchor era contmeporáneo de Fray Luis de Léon y colega suyo en la Universidad de Salamanca. Sus textos eróticos no se imprimieron, pero corrían de ellos copias manuscritas. Me pregunto cuántos escritores harían lo mismo y cuántos de estos textos se habrán perdido... o aparecerán en el lugar menos pensado.
El segundo ejemplo es este sorprendente soneto de un autor anónimo del XVII:
- El que tiene mujer moza y hermosa
¿qué busca en casa y con mujer ajena?
¿La suya es menos blanca y más morena
o floja, fría, flaca? – No hay tal cosa.
- ¿Es desgraciada? – No, sino amorosa.
- ¿Es mala? – No, por cierto, sino buena
Es una Venus, es una Sirena,
un blanco lirio, una purpúrea rosa.
- Pues ¿qué busca? ¿A dó va? ¿De dónde viene?
¿Mejor que la que tiene piensa hallarla?
Ha de ser su buscar en infinito.
- No busca éste mujer, que ya la tiene.
Busca el trabajo dulce de buscarla,
que es lo que enciende al hombre el apetito.
Del sinuoso político Ríos Rosas decían sus contemporáneos que era “de profesión disidente.” En su momento me pareció una calificación divertida, fuera cierta o no, pero poco a poco he ido viendo que los políticos que practican con esmero esta profesión nunca faltan. Hay incluso partidos que parecen nutrir sus filas de adictos a la disidencia. Y así les va.
Al político de profesión disidente se lo reconoce por la fidelidad inquebrantable que mantiene a sus caprichos.
Si puede considerarse la Celestina como el precedente más claro de la novela picaresca, es porque en El Lazarillo de Tormes, en El Guzmán de Alfarache, en La Vida el Buscón o en Rinconete y Cortadillo se oye diáfano e inmediato el eco de la risa de aquella zurcidora de voluntades que fue la sabia y amoral Celestina.
Aquí, entre pícaros me encuentro ahora en mi viaje turístico por el Siglo de Oro.
Uno lee la maravillosa novela picaresca y no puede dejar de recordar que es contemporánea de la gran literatura mística y de toda la prosapia de hidalguías, grandes de España y dignificación de la honra que recorre el reinado de los Austria. En esta contemporaneidad se despliegan todos los tipos del "discreto", que es aquel espabilado que sabe encontrar la mejor respuesta a los interrogantes y aprietos que le salen inesperada y urgentemente al paso. El discreto, con toda su ambigüedad, es el auténtico protagonista de la literatura del Siglo de Oro.
El místico se cree discreto porque pone su vida, al completo, al servicio de un amor obsesivo a Dios, hasta tal punto que todo lo que no sea Dios pierde tanto valor a sus ojos que, finalmente, le resulta invisible, por ínfimo y precario. El místico hace invisible el mundo contingente para hallar en el fondo de su invisibilidad la luz de lo necesario.
El hidalgo se cree discreto si es capaz de acrecentar su honra o, en su defecto, enmascarar su mengua.
El pícaro see cree discreto si es capaz de no pasar un día sin comer.
Pero, claro está, este teatro de las formas de la discreción no sería literatura si no estuviera relatado por la pluma de la genialidad. Si no hubiese existido el Quijote, el Siglo de Oro seguiría siendo el Siglo de Oro, porque ahí estarían Fernando de Rojas o Mateo Alemán o San Juan de la Cruz... o esa joya de orfebrería literaria que es Rinconete y Cortadillo, donde la discreción del miserable se dignifica a sí misma al creer de buena fe que los innumerables esfuerzos cotidianos que debe afrontar para librarse del peso de la conciencia, bien merecen a los ojos de Dios algún mérito.
Lo ha contado Julio Infante en Twitter:
María Jiménez, ahora mismo en TVE, hablando sobre el día que despertó del coma que sufrió el año pasado. Médico: María, ha estado en coma 3 meses.María Jiménez: ¡Pues a ver cómo cojo el sueño esta noche!Hace un calor pegajoso, de melaza hirviendo, denso; hace ese calor que parece fomentar la insolencia de las moscas. Hace un calor que me anima a buscar por casa, con avaricia, la más pequeña corriente de aire para acoger a ella la lectura del libro que tengo entre manos. Hace un calor que me hace incomprensibles aquellos días en que viajaba en verano con toda la familia en busca de lejanías que me permitieran pensar, al regreso, que había tenido vacaciones. Hace un calor que sólo se refresca con duchas frías, limonada natural y mucho hielo. Hace un calor de dormir con la ventana abierta y sin sábanas, atrayendo inevitablemente al insidioso mosquito que estará rondándome con su zumbido criminal toda la noche. Hace tanto calor que la luz que entra por la ventana a primera hora del día ya está como recalentada.
Basta comparar la Celestina con la Dorotea, de Lope, para darse cuenta de la grandeza de aquélla. Fernando de Rojas sabe sacarle el máximo partido literario a un tiempo en que eran posibles los juegos de equilibrio morales, hasta el punto de hacer de la esencia misma del misticismo, la entrega amorosa incondicional, un camino de desgracias. Consigue poner en cueros aquel amor plebeyo del que hablaba Platón. Pero su mayor triunfo es conseguir que Celestina se apropie incluso de la querencia del lector, que no puede dejar de sentir cierta atracción por ese personaje sin piedad, manipulador, cínico, amoral, egoísta, tan inteligente y tan desgraciado. El lector no le abriría las puertas de su casa a Celestina, pero le abre una rendija de su corazón. El lector es la auténtica Melibea, un alumbrado perplejo.
A veces me ocurre que me pongo a releer con ilusión un libro que leí apasionadamente hace tiempo y, a las pocas páginas, tengo que dejarlo porque descubro decepcionado que estaba escrito exclusivmente para aquel que era yo cuando lo leí. No es que no me diga nada nuevo, es que sólo me habla de cosas que he ido dejando atrás.
Esto no pasa con los clásicos. Los clásicos van envejeciendo contigo y siempre tienen algo significativo que decirle al yo que eres ahora. Por eso sabemos que tenemos un clásico entre las manos cuando no tenemos miedo de que nos decepcione, sino de decepcionarlo.
Como este verano ando de viaje por el Siglo de Oro, me releí -por cuarta vez- El Quijote y por primera vez lo acabé con un intenso nudo en la garganta que tardó en disolverse. Nunca había sentido a Cervantes tan próximo; tan íntimo, incluso. Esta vez encontré sentido hasta a los interludios pastoriles, que siempre me habían parecido rellenos innecesarios, porque son ellos los que dan sentido a la última propuesta aventurera de don Quijote: mientras no pueda volver a ser un caballero, bien podría ser un pastor. Y, al entender El Quijote, creo haber entendido a Unamuno.
Puedo añadir que este verano he descubierto también la densidad literaria de San Juan de Ávila, la correspondencia del corrosivo y siempre genial Quevedo o la maravilla que es esa filigrana literaria de La Celestina. He tenido la sensación de que, al releer esta esta última obra, estaba asistiendo a un estreno biográfico.
Estoy pasando el verano entre místicos: Santa Teresa, San Juan de la Cruz, San Juan de Ávila, Fray Luis...
Lo primero que llama la atención de todos ellos es lo divinamente bien que escriben. Hay algo en la alegre fluidez de su escritura que rezuma sinceridad notarial. Aunque lo que el fluir de la fuente dice no está al alcance de mi paladar, sí que cautiva a mis oídos.
Sé que Ortega tenía razón cuando afirmaba que el filósofo ha de estar siempre a favor del teólogo (y no del místico), porque es el único que ofrece razones sobre Dios. Pero en lo no dicho de la vivencia del místico hay algo que, sin convencer, subyuga.
Todo sería mucho más fácil si hubiera un terreno neutral entre el teólogo y el místico en el cual colocarse con pretensiones de objetividad. Pero ese terreno no existe. El teólogo busca tierra firme sobre la que asentarse, mientras que el místico se lanza al vacío, dejándote boquiabierto con la presencia de su ausencia.