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El PeriódicoComo la pedagogía se ha convertido mayoritariamente en un género literario, tendemos a ignorar los tres principales retos de nuestro sistema educativo.
En primer lugar, hay que repensar, de arriba abajo, la supuesta relación entre inversión educativa y progreso económico, visto que las ingentes cantidades de dinero que hemos dedicado a la educación en los últimos veinte años no han impedido que la «generación mejor preparada de la historia» esté en paro. ¿Cómo es que todo ese dinero no nos ha ayudado a reducir los efectos de la crisis? ¿Y si la respuesta a esta pregunta se encontrara en nuestra incapacidad para tomarnos en serio la excelencia? Vivimos en un país en que es de buen tono ideológico hacer bromas sobre la excelencia. Sin embargo, esta actitud no pone de manifiesto una ideología, sino una profunda ignorancia. En los países de la OCDE, un 4,1% de los alumnos obtienen resultados excelentes. Nosotros nos conformamos con un 1,3%. Ocupamos el puesto número 39. De los países de la Unión Europea, únicamente Grecia está detrás de nosotros. Pero la proporción de alumnos excelentes tiene mucho que ver con el talento futuro de un país y, por lo tanto, con su habilidad para competir y crecer en una economía global cada vez más basada en el conocimiento.
En Shanghái la excelencia es del 14,6%; en Singapur del 12,3%. En Nueva Zelanda, Finlandia, Hong Kong, Japón, Australia, Corea, Holanda, Canadá, Bélgica y Estados Unidos se encuentra entre el 5% y el 10%. Hemos conseguido tener un sistema educativo que produce más fracaso escolar que excelencia. Y no porque sea muy exigente, sino más bien por lo contrario.
En segundo lugar, convendría resaltar que, en contra de lo que parecen sugerir nuestros debates educativos, nadie es inmoral por enviar a su hijo a una escuela privada. Sí lo es si, de manera consciente y teniendo otras alternativas, lo envía a una mala escuela, sea pública o privada. Pero las escuelas malas, que existen, suelen estar camufladas. La Administración debería ofrecer a los padres o información suficiente para garantizar su elección libre o la garantía de que actuará con contundencia contra los centros manifiestamente mejorables.
En tercer lugar, debiéramos preguntarnos para qué exactamente les sirve la escuela a los niños de familias pobres, dado que los criterios más fiables para predecir el éxito escolar son los relacionados con el nivel cultural de las familias. Si un niño accede a la escuela con un vocabulario de 3.000 palabras, no solamente está en mejores condiciones de partida que un compañero que tenga un vocabulario de 1.000 palabras, sino que su ritmo de desarrollo será más rápido, incrementándose progresivamente su diferencia.
¿Qué les ofrecemos a los rezagados, a esos niños que ya en los primeros cursos de primaria vemos que van directos al fracaso? Tomarse en serio su situación significaría darles en la escuela lo que no pueden recibir en casa. Estos niños necesitan más horas de escuela y más contacto directo con maestros excelentes. Y lo demás es cuento.